40 años de educación en democracia: los nombres (y las deudas) de las políticas de igualdad

40 años de educación en democracia: los nombres (y las deudas) de las políticas de igualdad

El trabajo da cuenta de las distintas acciones estatales que a lo largo de las últimas cuatro décadas han tendido hacia lo que la autora denomina principio de la igualdad educativa y las que, sin embargo, no han logrado cumplir con ese objetivo.

| Por Gabriela Diker |

Si hay un asunto con el que el campo de la educación todavía está en deuda es sin dudas el de la desigualdad educativa. En este artículo propondremos algunas reflexiones sobre las transformaciones que han tenido lugar en estos cuarenta años, en las políticas orientadas por el principio de igualdad educativa. Desde ya no se propone un recorrido exhaustivo, sino apenas una reflexión sobre los cambios en los modos de nombrar la igualdad que articulan estas políticas y los conceptos en torno de los cuales las mismas se organizan. 

Democratizar

“Nos encontramos con un sistema educativo autoritario en un país dispuesto a encarar un proyecto político no autoritario. Entonces surge la pregunta: ¿cómo erradicar el autoritarismo de nuestra educación?”. De esta manera Ernesto Gore planteaba, en un artículo publicado en Clarín a los pocos días de la asunción del presidente Raúl Alfonsín, el que iba a ser el asunto fundamental de la agenda educativa de la llamada transición democrática.

El título de aquel artículo anticipaba la respuesta: “Despeinémonos”. Despeinarse era un llamado a sacudirse el autoritarismo inscripto en la estructura misma del sistema educativo, que se “actualiza –decía Gore– cada vez que el sistema se pone en movimiento”. Despeinarse era un llamado a estudiantes y docentes a liberar sus fuerzas para transformar la educación y la sociedad. “Iniciativas, generar iniciativas y realizarlas” –decía– para “dar respuesta a lo que la gente quiere y necesita”. Para ello, sería necesario liberarse de las estructuras opresivas del propio sistema educativo, de “toda una generación de administradores educativos especializados en planificar cosas grandes y después explicar por qué no se llevaron a la práctica”, de la “autocracia” del Ministerio de Educación que “subordina sus fines sociales a las necesidades de preservación de su estructura”. Para Gore no se trataba, entonces, de cambiar programas, doctrinas ni funcionarios, sino de liberarse de ellos para dar lugar a la iniciativa, para “aprender a hacer cosas”, para “ayudar a crecer y a elegir”.

A los pocos días, Cecilia Braslavsky y Alicia Entel publicaban en el mismo diario una réplica muy dura a este artículo, bajo el título “Aprendamos, despeinados o no”. Compartían la centralidad de la pregunta sobre cómo erradicar el autoritarismo de nuestra educación, pero discutían su caracterización. “No basta con denunciar el rigor, pedir espontaneidad, rulos al viento y democracia en el aula. Porque la esencia del autoritarismo consistió en abusar arbitrariamente de la autoridad (…) para hacer exactamente lo contrario a lo esperable en educación. Se usó el sistema educativo para no enseñar”. Bajo formas más explícitas como la prohibición de libros o el amarreteo de las letras (recordemos aquella infame medida que, revestida de argumentos psi, limitaba en la ciudad de Buenos Aires la enseñanza del alfabeto a 13 letras en primer grado), o formas “más sutiles”, como la diferenciación de segmentos de distinta calidad dentro del propio sistema educativo, las autoras van a sostener que “la esencia del proyecto educativo autoritario” radica en la distribución desigual de saber y por lo tanto de poder. Y esto, nos dicen, no se combate “con voluntarismo individual, ni con romanticismo ni con espontaneísmo”; se combate “con la conciencia conjunta de que el derecho a la educación es de todos. Con peine o sin él. Con los bancos en círculo o en fila”.

Aunque sabemos que la breve síntesis que acabamos de exponer no le hace justicia a la profundidad de los argumentos que planteaban aquellos artículos, los traemos aquí, dado que en esa polémica inicial puede verse condensado el programa educativo de los primeros años de la democracia. Un programa que, sin saldar del todo la polémica planteada, logra contener las distintas posiciones en juego en torno del concepto central de las políticas educativas de los ochenta: democratización.

En efecto, los múltiples sentidos del concepto de democratización permiten articular las políticas educativas de los inicios del período democrático en torno de tres propósitos centrales: la democratización de la vida escolar, la democratización de la toma de decisiones sobre la educación argentina, el gobierno de las escuelas y del sistema educativo y la democratización del acceso a una educación de calidad. Las primeras medidas del gobierno democrático expresaban paradigmáticamente cada uno de estos sentidos. En relación con el primero, la puesta en funcionamiento de los Centros de Estudiantes; con el segundo, la realización del Congreso Pedagógico Nacional.

El tercero se relaciona directamente con el problema de la igualdad educativa. En su primer discurso frente a la Asamblea Legislativa, Alfonsín empezaba el segmento dedicado a la educación diciendo: “Al asumir el gobierno encontramos (…) un sistema educativo seriamente deteriorado en lo cuantitativo, con una calidad de enseñanza muy diversa, cuyos mejores niveles correspondían a los grupos sociales más altos, mientras que la población más desprotegida solo recibía una educación de escasa calidad” 1. Lo que nos interesa destacar de ese párrafo es la idea de que la desigualdad reside en el sistema educativo; lo desigual es la oferta y es esa oferta, entonces, lo que es necesario democratizar. Esto va a requerir, por un lado, políticas curriculares tendientes a corregir la distribución desigual de conocimientos 2 y, por el otro, acciones que corrijan la distribución desigual de la población escolar en circuitos de calidad diferenciada dentro del sistema educativo. En relación con este tema, Cecilia Braslavsky venía mostrando, a través de una investigación realizada en FLACSO, que la desigual distribución de recursos materiales, humanos, pedagógicos e institucionales de las escuelas determinaba la existencia de segmentos de calidad diferente, aun dentro del sistema de educación pública. Uno de sus principales hallazgos es la identificación de los mecanismos que operaban la distribución de la población escolar en estos segmentos diferenciados según el sector social de origen, entre ellos, el examen de ingreso al secundario. En diálogo con estas investigaciones, el gobierno decidió suprimirlo. Con un solo “Visto” y tres “Considerandos”, la resolución ilustraba acabadamente la relación entre democratización, distribución e igualdad:

“VISTO la actual política educativa que tiende a la democratización del sistema educativo, y
CONSIDERANDO:
Que la misma no puede limitarse solo a la oferta de mayores y más variadas oportunidades educativas
Que se debe garantizar la ausencia de privilegios y la progresiva obligatoriedad de la enseñanza, en el ciclo básico del nivel medio
Que todo ello exige posibilitar el acceso de todos los aspirantes a las escuelas oficiales nacionales del nivel medio
(…) Suprímese toda forma de prueba de ingreso en primer año del nivel medio…” 3

En síntesis: si la desigualdad es un atributo del sistema educativo (y no de las personas o de sectores poblacionales, como veremos más adelante), es el sistema lo que hay que democratizar, asegurando la ampliación en el acceso y la distribución igualitaria de su oferta.

Compensar

Iniciada la década de los noventa comenzaron a formularse en el campo educativo una serie de críticas a las políticas distributivas y a sus efectos democratizadores. Por un lado, la investigación muestra que el acceso a circuitos de igual calidad y recursos no garantiza igualdad, en la medida en que no logra compensar las desigualdades de origen. Más aún, empezamos a sostener que es justamente la equivalencia entre igualdad y homogeneidad material, cultural y pedagógica en la oferta lo que produce escolarmente la desigualdad. El discurso internacional salía de este problema con el concepto de equidad y se instala en las políticas la hipótesis de que hay que ofrecer a los distintos sectores sociales y grupos culturales una educación ya no igual, sino más adecuada a sus particularidades y necesidades. No es este el lugar para extendernos en estos desarrollos. Lo que me interesa es poner de relieve que este tipo de críticas se produjeron y reprodujeron en países como el nuestro, en los que estábamos todavía muy lejos de igualar al menos las condiciones materiales, culturales y pedagógicas de la oferta escolar. Es decir, se criticaron las políticas distributivas antes de que se completaran y, sin siquiera ver sus efectos, se imponía otra generación de políticas orientadas a reducir la desigualdad educativa: las políticas compensatorias.

Para decirlo rápido, las políticas compensatorias producen dos desplazamientos en relación con el concepto de democratización: en primer lugar, el problema de la desigualdad se desplaza de la oferta educativa hacia los alumnxs en situación de deprivación cultural, deficiencia lingüística o desventaja social, que es necesario compensar. En segundo lugar, las políticas educativas pasan de proponerse igualar los recursos materiales y humanos de las escuelas (ofrecer lo mismo a todxs), a generar artefactos y acciones específicamente dirigidas a compensar las carencias de un sector poblacional predefinido.

Aunque ya para la década de los setenta se contaba con una cantidad importante de investigaciones que mostraban el fracaso de las políticas compensatorias en países como Estados Unidos, cuando asumió Carlos Menem se creó, en 1993, dentro del Ministerio de Educación, la Subsecretaría de Educación Compensatoria, en cuyo marco se desarrolla el Plan Social Educativo.

Recordemos que con la sanción de la Ley Federal de Educación en 1993 (que modifica la estructura del sistema educativo) y la ley de descentralización de 1992 se inició un proceso de reforma que se implementó de maneras muy heterogéneas a lo largo del país. Como resultado de este proceso, las condiciones de escolarización (que ya eran heterogéneas con anterioridad a la reforma) se diversificaron hasta llegar a niveles de fragmentación que contribuyeron a profundizar desigualdades regionales preexistentes. En este marco, el Estado nacional encaró el problema de la desigualdad exclusivamente a través de la implementación de las llamadas “políticas compensatorias” centradas en la distribución focalizada de recursos a lxs alumnxs que se encontraban en situación socioeconómica más desfavorable y a las escuelas en las que se concentraba población con esas características.

Bajo la consigna “más y mejor educación para todos”, el Plan Social Educativo focalizó, desde el nivel central, un conjunto muy amplio y diverso de acciones y recursos (libros, material didáctico, acompañamiento pedagógico, becas, erradicación de escuelas rancho), en un universo inicial de mil escuelas primarias en todo el país, bajo el objetivo de “compensar las diferencias que por razones socioeconómicas sufren los niños de los sectores más carenciados, que muchas veces determinan que su paso por la escuela no signifique el logro de los aprendizajes básicos” 4.

Aunque el PSE fue ampliando y diversificando sus acciones y recursos de una manera muy considerable (llega a alcanzar, con distintas acciones, a más de 20.000 escuelas de distintos niveles educativos en todas las provincias) y logró algunos efectos importantes mientras las escuelas se mantenían “bajo plan” (una expresión muy propia de la época en el terreno de las políticas sociales), apenas podía contener los efectos de profundización de la desigualdad en un contexto de crecimiento de la pobreza y de mayor fragmentación del sistema educativo. De alguna manera, cuanto más se ampliaban las acciones y el alcance del PSE, más claramente mostraban su fracaso las políticas educativas dirigidas al conjunto.

Incluir

La crisis de los años 2001-2002 mostró su cara más brutal en la llamada “infantilización de la pobreza” que llegó a afectar a más del 70% de los menores de 14 años. En parte porque la profundidad y extensión de la pobreza infantil requería políticas universales, y en parte en consonancia con el discurso internacional, se dejó de hablar de compensación. Y en su lugar, se impuso un concepto que llegó para quedarse: inclusión.

El concepto de inclusión se sostiene en hipótesis similares a las de la educación compensatoria. En efecto, mientras que la idea de universalización pone el acento en la deuda histórica del sistema educativo con los sectores poblacionales que aún no han ingresado a la escuela, el de inclusión pone el acento en los atributos diferenciales de esos sectores de la población, que son los que los colocarían en la posición de exclusión. De hecho, en nombre de este concepto se crearon nuevos proyectos y programas focalizados de distribución de recursos materiales y pedagógicos (con acciones que, en muchos sentidos, son similares a las del Plan Social).

Ahora bien, una característica del ciclo político que inició en 2003 con el gobierno de Néstor Kirchner fue la coexistencia de políticas educativas focalizadas con políticas universales de distribución de recursos, que se sostuvieron en nombre del principio del derecho a la educación. Aunque derecho e inclusión son principios que colisionan conceptualmente (el primero remite a su carácter universal y el segundo se funda en una división y se dirige a un sector o perfil poblacional predefinido, por la razón que sea, como excluido), en este período se sostuvieron ambos como articuladores de los discursos y las políticas para la igualdad.

Así, la ampliación del derecho a la educación y la preocupación por generar condiciones igualitarias para su ejercicio requirieron de acciones universales dirigidas a todo el sistema (incremento del presupuesto educativo hasta llegar al 6% del PIB, mejora salarial docente, mejora de la infraestructura y construcción de escuelas, extensión de la jornada escolar, distribución de libros y computadoras, entre otras), de acciones focalizadas (como las que lleva adelante el PIIE o el Programa Nacional de Inclusión Educativa, para mencionar apenas dos ejemplos), y también de un nuevo tipo de políticas orientadas a reducir las brechas de desigualdad: las políticas socioeducativas.

Basadas en los desarrollos de la pedagogía social, bajo el prefijo “socio” y también en nombre de la inclusión, se enmarca un campo más amorfo de políticas, en las que convergen acciones de muy distinto tipo que no son ni focalizadas ni universales; forman parte de una oferta que, desde el nivel central, se pone a disposición de autoridades provinciales y escuelas. Entre estas se destacan, por su novedad, las acciones de diversificación de la oferta cultural que se despliegan fuera de la escuela, rodeando la escuela, o sobreimpresas al currículum escolar. Centros de Actividades Juveniles, orquestas infantiles, programas deportivos, ajedrez, derechos humanos en la escuela, Plan Nacional de Lectura, parlamentos juveniles, son algunos ejemplos de las muchas y a veces dispersas acciones, que quedan englobadas bajo la Dirección Nacional de Políticas Socioeducativas. A pesar de que este tipo de políticas pretende, en conjunto, una mayor integralidad en el abordaje de una problemática compleja como la desigualdad educativa, presentan el problema de que impactan poco sobre el sistema escolar y refuerzan el sostenimiento de circuitos paralelos a los regulares, que desaparecerían junto con el programa en cuestión (como en efecto ocurrió con la llegada del macrismo).

En cualquier caso, bajo el propósito central de ampliar el derecho a la educación y garantizar condiciones igualitarias para su ejercicio, en este período se ponen a disposición de las políticas educativas todas las herramientas disponibles: políticas universales, políticas focalizadas (inclusivas/compensatorias), políticas socioeducativas. Esta decisión, junto con el mejoramiento en las condiciones de vida de la población en general y de la población infantil en particular (recordemos que la pobreza infantil alcanza su mayor descenso al 30% en 2013), contribuye sin dudas a reducir las brechas de desigualdad educativa en la Argentina, aunque con deudas en relación con los aprendizajes y la finalización de la educación obligatoria, todavía muy importantes.

Tiempos de desmantelamiento

Finalizamos este recorrido esquemático y un poco azaroso con una breve referencia al período macrista. La referencia será breve no solo porque este artículo es ya más extenso de lo que debería, sino porque lo dominante en este período fue el desmantelamiento de buena parte de las acciones sostenidas por el gobierno anterior bajo el principio de la igualdad educativa: las políticas socioeducativas dejaron de sostenerse a nivel central y quedó “a decisión de las provincias” si les daban continuidad o no; se produjo una reducción del presupuesto destinado a educación sin precedentes (de hecho, las únicas partidas que se incrementaron en la cartera educativa fueron las destinadas a evaluación del sistema); se interrumpió el programa Conectar Igualdad, se desfinanció el Progresar y podríamos seguir.

El programa Escuelas Faro, de “seguimiento continuo y apoyo pedagógico” focalizado en 3.000 escuelas seleccionadas según sus resultados en las pruebas estandarizadas y “criterios de vulnerabilidad educativa y social”, funcionó más como un subproducto de las Pruebas Aprender que como una política de igualación de las condiciones de acceso a un derecho. Durante el macrismo, el principio del derecho a la educación desapareció de la escena y fue reemplazado por el de calidad. De más está decir, que el derecho a la educación incluye el concepto de calidad (el derecho no se realiza con el acceso a un bien “deteriorado”), pero no a la inversa. El acento en la “calidad de los aprendizajes” y su evaluación como única política de mejora (es el único renglón del presupuesto educativo nacional que se incrementa en este período) se articulan con la idea de que la desigualdad es un problema que se aborda con esfuerzo individual o, a lo sumo, institucional. El Programa se propone que las escuelas “superen las barreras del contexto” (“escuelas resilientes”), pero no cambiar las condiciones estructurales y políticas que lo generan.

Unos meses después de finalizado este período de gobierno, el sistema educativo debía enfrentar –con muchos menos recursos que los que hubiera tenido de sostenerse, por ejemplo, la distribución de notebooks y libros– la situación de pandemia. Y lo que la pandemia mostró con toda claridad es que cuando los chicos y chicas dependen exclusivamente de los recursos disponibles en sus hogares para sostener su educación escolar, es decir, cuando el Estado no interviene, las desigualdades se profundizan.

Para finalizar

Imagino que quien haya llegado al final de este artículo podría estar formulándose la siguiente pregunta: transitados cuarenta años de democracia, ¿tenemos un sistema educativo más o menos igualitario? En honor a la brevedad, seré taxativa: sin ninguna duda la educación argentina es más igualitaria hoy que en los inicios del período democrático. Se erradicó el analfabetismo, se amplió la obligatoriedad y tenemos hoy más chicos y chicas en el sistema educativo, que muestran además mejores trayectorias. Quedan sin embargo por delante las muchas deudas que se acumulan dentro del sistema en relación con la igualdad en los aprendizajes y las trayectorias, que sumadas al hecho de que otra vez hoy en la Argentina más de la mitad de la población infantil es pobre, deberán ser el asunto fundamental de los años que vienen.





Notas:

1) La referencia al “deterioro cuantitativo” habla tanto de la preocupación por ampliar el acceso a la educación primaria y secundaria, como por los efectos de las desigualdades sociales que se expresaban en las más de 6 millones de personas que no habían accedido o completado el nivel primario, lo que dio lugar a la implementación del mayor plan de alfabetización de la historia educativa argentina.
2) Para alcanzar la “homogeneización (…) de los objetivos y contenidos básicos asegurando la unidad del sistema educativo argentino” (Informe oficial presentado a la UNESCO en 1986).
3) Para cerrar el círculo del que quizás sea el ejemplo más acabado de vinculación entre la investigación y las políticas educativas, Braslavsky publica en 1985 los resultados de aquella investigación, bajo el título La discriminación educativa en la Argentina. Entre los anexos de ese libro fundamental para el campo educativo en nuestro país, reproduce completa esta resolución.
4) Documento de presentación del PSE, 1993.

Autorxs


Gabriela Diker:

Licenciada en Ciencias de la Educación por la Universidad de Buenos Aires. Doctora en Educación por la Universidad del Valle, Colombia. Investigadora docente del área de Educación de la Universidad Nacional de General Sarmiento, de la que fue rectora entre los años 2014 y 2022.