Algunos apuntes sobre la cultura argentina
A través de la descripción de las distintas corrientes y de sus principales referentes, el artículo logra narrar los procesos culturales que tuvieron lugar en el país desde el regreso de la democracia.
Tal vez el primer documento de cultura relevante producido por la recuperada democracia argentina sea el Nunca más. Ese libro no hubiera sido posible sin la valentía y determinación de las Madres de Plaza de Mayo y las otras organizaciones de derechos humanos que, con su lucha, obligaron a la clase política a asumir la única posición ética que cabía ante los crímenes de lesa humanidad cometidos por la última dictadura cívico militar.
Ese libro expone de manera explícita y sin ornamentos una verdad oscura, dolorosa e insoportable, no solo por lo que tiene de evidencia de una máquina de exterminio premeditada y atroz, sino también porque deja entrever los entresijos de una derrota, la de los ideales revolucionarios de al menos una generación, y también, la de un modelo de país y de sociedad, a manos de otro que, desde entonces, a excepción del saludable lapso kirchnerista, sigue vigente.
No es exagerado suponer que la cultura argentina de estos últimos cuarenta años es la punta visible de ese iceberg. Lo que permanece desde entonces bajo la línea de flotación de nuestra vida en común es esa monumental masa gélida para cuya enunciación nunca se terminarán de encontrar las palabras, aunque desde entonces la cultura no haya dejado de buscarlas y, por cierto, haya encontrado algunas que han contribuido a mitigar el daño.
Pero esa sensación de derrota no solo se verificó en la Argentina sino también en buena parte del mundo. A tal punto que un filósofo de la cultura tan agudo como Jacques Rancière pudo afirmar en su libro El reparto de lo sensible (1980) que “‘la estética’ ha llegado a ser, en los últimos veinte años, el lugar privilegiado en el cual la tradición del pensamiento crítico se ha metamorfoseado en pensamiento del duelo”.
La cita de Rancière nos recuerda que es imposible pensar la cultura en la Argentina de todos estos años sin tener presentes los profundos cambios que han tenido lugar aquí y en el mundo, transformando drásticamente el carácter del trabajo, la educación, la vida cotidiana, las comunicaciones, la sensibilidad y la percepción de sí y del mundo por parte de todos nosotros.
Una de las cuestiones que la cultura ha debido asimilar, aquí y en todo el mundo, es el impacto de las nuevas tecnologías en la (des)construcción de nuevas subjetividades; en la renuencia de los individuos a ser meros espectadores para convertirse, cada cual, en un sedicente productor de contenidos, al mismo tiempo que deviene, de ciudadano, en consumidor; en el quiebre brusco de la cadena de genealogías y causalidades que conferían sentido a las tradiciones y, en consecuencia, también a las rupturas respecto de ellas.
Habitamos hoy un mundo en el que, según señala Franco “Bifo” Berardi en su libro Fenomenología del fin (2016), “la comunicación pasa cada vez menos por la conjunción de cuerpos y cada vez más por la conexión de máquinas, segmentos, fragmentos sintácticos y materia semántica”.
En una sociedad en la que han tenido lugar dos crisis como la de 1989 y, más aún, la de 2001, exponiendo obscenamente las reglas de juego de la economía que la dictadura había venido a implementar, es imposible que la cultura no las registre ni reaccione no solo ante sus consecuencias materiales sino también y, sobre todo, frente a los diversos aspectos de la vida dañada por dichos acontecimientos, para decirlo en los términos de Theodor Adorno. Poco importa que, al escribir Minima moralia, el filósofo alemán estuviera pensando en los desastres provocados por el capitalismo y el fascismo que llevaron a la Segunda Guerra Mundial puesto que, directa o indirectamente, de aquellos polvos vinieron estos lodos.
En cualquier caso, hay que reconocer la inagotable capacidad creativa de la sociedad argentina para dar respuesta tanto a la adversidad de las condiciones materiales para la producción de hechos de cultura como al desaliento o la estupefacción que dicha adversidad suscita.
Las políticas culturales que el Estado llevó a cabo en estas cuatro décadas guardan estrecha relación con lo dicho anteriormente. La comprensible euforia de la sociedad argentina ante el retorno de la democracia potenció las políticas culturales del alfonsinismo que en verdad no fueron tan auspiciosas y que se hicieron sentir, sobre todo, en Buenos Aires en particular, gracias al Plan Cultural en Barrios llevado adelante por el entonces secretario de Cultura de la ciudad, Pacho O’Donnell. Y es cierto que las fuerzas de una economía que seguía siendo dominada por los grupos enriquecidos a la sombra de la dictadura y el chantaje de una deuda externa ilegítima no dejaron de hacer mella en esa gestión que, como es sabido, debió entregar el gobierno seis meses antes de lo previsto. Durante los gobiernos del menemismo y de la Alianza, en virtud de sus políticas económicas de corte neoliberal, se apuntó meramente a los megaespectáculos, al boato de circunstancias, antes que a medidas que fomentaran el desarrollo de la actividad cultural en sus diversas manifestaciones. Los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner significaron un generoso paréntesis en esta palmaria ausencia de políticas culturales que el gobierno macrista profundizaría, ya no por omisión de políticas positivas, sino por la comisión programática de la persecución, desamparando así a la cultura que –el dato no es menor– dejó de tener un ministerio para atender sus necesidades y pasó a ser una secretaría del gobierno de Macri.
Si hubiese que mencionar un hecho emblemático de la riqueza cultural que los gobiernos kirchneristas hicieron posible, habría que citar el trabajo ejemplar, en su audacia, creatividad y hospitalidad, de Horacio González al frente de la Biblioteca Nacional. Esa tarea, así como también la importancia en la vida cultural argentina del trabajo intelectual de González, merecerían, sin dudas, un capítulo aparte.
La cultura argentina, entrenada desde mucho antes de la última dictadura para encontrar sus propios recursos, fue ofreciendo admirables pruebas de su desenfadada creatividad. Ya a fines de la dictadura, antes y después de la irresponsable aventura militar que llevó a la Argentina a la Guerra de Malvinas, el rock había dado muestras de estar a la altura de las circunstancias. Baste con mencionar la canción de León Gieco “Sólo le pido a Dios”, que se convirtió en un himno que cuestionaba, solapada pero inequívocamente, esa guerra insensata. Y no pasarían más de unos pocos meses desde la rendición de los militares argentinos en Malvinas para que Rodolfo Fogwill, uno de los más lúcidos comentaristas de la realidad argentina de los ochenta y noventa, publicara (en De la Flor, cuyos editores debieron emigrar durante la dictadura y manejar la editorial por interpósitas personas) Los pichiciegos, donde ofrece un testimonio ficcional de la verdad de la guerra. Ricardo Piglia había propuesto, con Respiración artificial (1980), una lectura de la tradición literaria argentina que era, al mismo tiempo, una irónica revisión de la historia argentina y una ácida (y según el autor, involuntaria) parodia de la paranoia de los militares de la dictadura. Años después, ya en plena democracia, escribiría otra novela fundamental: La ciudad ausente (1992) en la cual, en medio de la liquidación del Estado que estaba perpetrando el menemismo, reflexiona, entre otras cosas, sobre el rol del Estado en las sociedades contemporáneas. Y el propio Fogwill (cuya rivalidad con Piglia no hizo más que afilar en ambos sus virtudes como narradores) rubricó la mejor crónica de los años menemistas en su novela Vivir afuera (1998), una larga y aparentemente caótica conversación entre los marginados por las políticas de Menem.
La versatilidad de la literatura argentina de las dos primeras décadas de democracia permitió la confirmación y la emergencia de otras voces que fueron decisivas: Juan José Saer, con la consolidación de un proyecto narrativo que interroga la opacidad del mundo y de nuestra existencia; Andrés Rivera, que recurriría al pasado argentino para reflexionar amargamente sobre el presente; César Aira, que expandiría las posibilidades narrativas y la coexistencia en ellas del ensayo (rasgo que lo acerca curiosamente a un escritor respecto del cual se ha manifestado en las antípodas, como Piglia); Alberto Laiseca, que incurrió de modo casi inaugural y excluyente en lo que él mismo llamó “realismo delirante”; Marcelo Cohen, que hizo de la literatura fantástica y de anticipación un género refinado y poético para reflexionar también sobre el presente.
El carácter señero de estos y otros narradores, como Liliana Heker, Abelardo Castillo, o Antonio Di Benedetto (de póstuma consagración) no iba a ser alcanzado por los autores de generaciones posteriores. Y esto no se debió a la falta de méritos de autores como Sergio Chejfec, Alan Pauls o Sergio Bizzio (nucleados en torno a la influyente revista Babel), ni a la falta de eficacia de narradores como Juan Forn, Rodrigo Fresán o Martín Rejman (agrupados en el proyecto editorial de la Biblioteca del Sur), sino, en gran medida, a que las condiciones de la época dejaron de ser propicias para la consolidación de autores o concepciones estéticas capaces de concitar adhesiones unánimes, no solo en la narrativa sino en la cultura en general. La percepción del fracaso de la modernidad y su utopía de progreso indefinido hizo posible una nueva sensibilidad que dio en llamarse posmodernidad y que, más allá de la pertinencia del término y lo que supuestamente diagnosticaba, vino a expresar el clima de esos nuevos tiempos, creando la ilusión de un relativismo estético que, a juicio de quien esto escribe, es harto discutible.
Lo mismo que se afirma aquí sobre las nuevas generaciones de narradores vale para los nuevos y nuevas poetas que comenzamos a publicar en los años noventa.
La poesía supo pasar, entre los ochenta y los noventa, de la exuberancia a la parquedad: a la sofisticada elaboración neobarroca de poetas como Arturo Carrera y Néstor Perlongher le sucedió el escepticismo conciso y desangelado de una generación caracterizada como objetivista que, celebrada por el influyente Diario de Poesía, se nucleó tiempo después en la revista 18 Whiskys, de solo dos números de existencia pero de misteriosa ascendencia.
Desde luego, la poesía tuvo también, en los ochenta y noventa, otros actores importantes, como el grupo reunido en torno a la revista y luego editorial Último Reino, que nucleó a poetas herederos de la obra de Mario Morales, como Víctor Redondo, Horacio Zabaljáuregui, Mónica Tracey y Susana Villalba. Y la obra de autores de generaciones anteriores como Edgar Bayley, Olga Orozco, Francisco Madariaga, Alberto Girri, Susana Thénon, Juan Gelman, Juana Bignozzi, Joaquín Giannuzzi y Leónidas Lamborghini tuvo el mismo carácter ejemplar que la de narradores como Piglia, Saer, o Fogwill.
Esos y muchos otros poetas tuvieron acceso a la edición y la circulación no por obra de alguna institución estatal –salvo una serie de antologías del Fondo Nacional de las Artes–, sino por la iniciativa de los mismos creadores y de unos pocos pero fervorosos editores, como José Luis Mangieri y el propio Víctor Redondo.
El saludable y necesario avance del feminismo tuvo su correlato en la creciente presencia de poetas mujeres en los primeros planos de la consideración del público: de Diana Bellessi a Tamara Kamenszain, se traza un arco que incluye a poetas ya mencionadas como Villalba, y otras como Mónica Sifrim, María del Carmen Colombo, Liliana Lukin y Claudia Masin, cuyas obras tienen hoy una circulación que trasciende largamente el público cautivo del género.
Si el rock de los ochenta fue la fiesta de sonidos y colores diversos y renovadores que parecían comentar, celebrándola o cuestionando sus límites, la nueva democracia obtenida, en un arco que iba de la causticidad de Patricio Rey y Los Redonditos de Ricota al glamour de Virus y la sensualidad de Los Abuelos de la Nada, pasando por los momentos más inspirados de Charly García y Luis Alberto Spinetta como solistas, o el genio compositivo de Fito Páez, el de los noventa estuvo signado por el avance contracultural de un punk que, si bien había surgido también en las postrimerías de la dictadura con grupos como Los Violadores y Ataque 77, o un heredero del punk como Palo Pandolfo, encuentra su verdadera razón de ser (nihilista, contestataria e irreverente) en esa década signada por el desaliento y la frustración.
Esto no significa que grupos como los mencionados y otros como Soda Stereo perdiesen en esa nueva década su eficacia, pero el rock, no solo en la Argentina sino en todo el mundo, terminó por ser prácticamente fagocitado por el negocio discográfico primero y luego por el de las plataformas y perdió su carácter contestatario.
Quizás el impulso creativo más importante haya estado, en las últimas dos décadas, en el ámbito de la música de Buenos Aires, el jazz y el folklore. Y el pulso de la resistencia cultural al estado de las cosas comenzó a encontrar en manifestaciones generalmente menospreciadas como la cumbia, el rap y sus derivaciones.
Habría que consignar por lo menos dos generaciones consagradas a explorar la riquísima tradición del tango y sus adyacencias. Artistas como Alfredo “Tape” Rubín, Ramiro Gallo, orquestas como la Fernández Fierro, agrupaciones como 34 Puñaladas (hoy Bombay Buenos Aires) e intérpretes como Cucuza Castiello, Lidia Borda y Ariel Ardit revitalizaron el género, ofreciendo nuevas versiones de su época dorada y avanzaron en las múltiples direcciones abiertas por los renovadores clásicos del tango, como Piazzolla, Salgán y Eduardo Rovira.
Sería una impertinencia referirnos a una expresión musical tan vastamente extendida en nuestro territorio como el llamado folklore desde la inevitable sordera de la ciudad de Buenos Aires. Pero también sería imperdonable no mencionar el aporte vivificante de artistas como Teresa Parodi, Liliana Herrero, Juan Falú, Lilian Saba, Raly Barrionuevo, Juan Quintero y Lorena Astudillo, entre muchos otros que ampliaron las posibilidades del género y, en más de un caso, asumieron un compromiso explícito con las causas populares.
Quizás hayan sido el teatro y la música, por su contacto directo con su público, los primeros en emerger con una fuerza vital y renovadora tras la caída de la dictadura. La gente de teatro había establecido un antecedente de resistencia creativa con las sucesivas ediciones de Teatro Abierto (la primera fue en 1981), iniciativa que enseguida sería imitada por la gente de la danza, la música y la poesía. Los responsables de esa saludable aventura recibieron durante los primeros años de la democracia el reconocimiento merecido. Pero, en paralelo, nuevos aires llegaron para discutir el protagonismo de ese teatro heredero de las grandes corrientes del siglo XX, impulsadas por Stanislavsky, Brecht, Meyerhold, Artaud y Grotowsky, entre otros. Por una parte, la irrupción de un movimiento underground que abarcó todas las artes performáticas y mostró su mejor expresión en El Parakultural y el Centro Cultural Rojas, a través de propuestas que rompían casi todas las convenciones vigentes del teatro poético, realista o de ideas. Alejandro Urdapilleta, Batato Barea, Humberto Tortonese y Las Gambas al Ajillo fueron sus principales hacedores. Por otro lado, el trabajo de directores como Alberto Ure, Ricardo Bartís y Pompeyo Audivert, cuya influencia persiste hasta el presente a través de sus propias creaciones y las de sus discípulos, se replanteó, con mayores ambiciones formales, aunque no menos disruptivas, el teatro de personaje, conflicto y mensaje de los grandes protagonistas de la época anterior.
Ese nuevo teatro comenzó a cuestionar la idea misma de representación, la causalidad psicológica y hasta el protagonismo del actor (como en el caso de la compañía El Periférico de Objetos, 1990-2009), que supo incorporar algunos de los hallazgos del underground e, incluso, a varios de sus mejores intérpretes (Alejandro Urdapilleta tuvo una participación descollante en el Hamlet montado por Bartís en el Teatro San Martín en 1991). Y, también, a través de un magisterio más o menos intuitivo, generó las condiciones para la aparición de una nueva escena, en la cual el autor pareció perder definitivamente la partida frente al director, en la medida en que muchos de los grandes espectáculos fueron el resultado de creaciones colectivas a partir de improvisaciones que desembocaban en una dramaturgia.
Esto no implicó, desde luego, la desaparición de los grandes autores que, como Roberto Cossa o Eduardo Pavlovsky mantuvieron su vigencia y ofrecieron sus ácidas lecturas de la era menemista, apelando al humor, la ironía, la parodia y la hipérbole, rasgos que también caracterizaron al teatro de los nuevos creadores ya mencionados. Tampoco cabe desconocer la vigencia de dramaturgos y en general directores y/o actores de sus propias obras como Mauricio Kartun, Rafael Spregelburd y Alejandro Tantanian.
Como prueba de la vitalidad e indeclinable espíritu de resistencia del teatro argentino, baste mencionar que, en el mismo momento en que en nuestro país estallaba la crisis de 2001, en la ciudad de Buenos Aires se anunciaba en la cartelera de los diarios no menos de un centenar de espectáculos que en su mayoría no contaban con aportes o subsidios estatales de ninguna índole.
Entre una película como El exilio de Gardel (1985), de Pino Solanas, y un film como Tierra de los padres (2011), de Nicolás Prividera, hay una distancia que va mucho más allá de los 26 años que separan el estreno de ambas. No solo por el hecho de que mientras Solanas recurre a la espectacularidad alegórica y se arroga el derecho a inaugurar un nuevo género, la tanguedia, Prividera apela a la austeridad documental de un grupo de escritores y actores leyendo declaraciones de grandes protagonistas de nuestra historia junto a sus tumbas. Sino también, y muy especialmente, porque ambos films son el resultado de épocas muy diferentes en lo que respecta a las condiciones de producción, circulación y recepción de lo que, en apariencia, constituiría un mismo género.
El cine, por su propia condición industrial y colectiva, ha estado ligado como pocas otras actividades al devenir de nuestro país en materia de políticas culturales estatales, condición de realización y de recepción. Y, por otra parte, cabe subrayar que hoy una película puede verse a solas en el hogar y en cualquier momento. Ha dejado de ser una ceremonia colectiva, supeditada a una sala y sus horarios de exhibición.
Pero además, y esto es lo que se busca destacar aquí, el cine se ha hecho eco también de la progresiva transformación del lugar de enunciación y de la calidad y los propósitos de la misma, en similar medida en que la narración, la poesía y el teatro. Todas las artes que apelan a narrar o a expresar una subjetividad parecen haber renunciado (salvo excepciones, como Lucrecia Martel, en el cine) a contar grandes historias y a los procedimientos ampulosos para replegarse en la enunciación de un sujeto íntimo, familiar, y en muchos casos casi indiscernible del autor.
En qué medida este viraje está relacionado con la eclosión de las redes sociales, sorteando la instancia de legitimación de la crítica y otras formas de consagración sería cuestión para analizar en ocasión, quizás, de los próximos cuarenta años de democracia.
Autorxs
Guillermo Saavedra:
Poeta, editor, traductor y crítico cultural. Director de la revista de cultura Las ranas. Se desempeña en el área de Investigaciones Especiales de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.