Violencia urbana y urbanización de la violencia

Violencia urbana y urbanización de la violencia

En los últimos años la ciudad se fue rediseñando con una estética del temor. Cuanto más miedo, más fragmentada será la sociedad, y cuanto más segmentada esté la ciudad, más fácil será dominada por el miedo. En este escenario no habrá verdaderas opciones para recuperar el espacio público hasta tanto no se ponga en crisis la forma excluyente de apropiación privada del suelo urbano que desvanece su carácter de bien social.

| Por Silvio Schachter |

Texto basado en el capítulo escrito por el autor para el libro Tiempos violentos, Ed. Herramienta.

El término violencia urbana tiene un carácter polisémico: puede referirse tanto a los fenómenos que ocurren en la ciudad, particularmente en la metrópolis y que tienen a esta como escenario físico, o a la ciudad misma como generadora de esos procesos, vinculados al modo de producción del espacio urbano y sus consecuencias físicas, sociales y culturales, como creadores de distintas expresiones de violencia.

La violencia ha modificado drásticamente las conductas de la población, su modo de percibir y resolver la cotidianidad, la lectura de los símbolos, señales e hitos que referencian el sentido de comunidad real e imaginario y consecuentemente, ha cambiado la forma de pensar y hacer la ciudad. Ha impuesto la ruptura de vínculos sociales y personales, reestructurando hábitos familiares, estratificando formas y territorios, cristalizando fronteras materiales y virtuales, dando un nuevo carácter a los históricos conflictos de clase, identitarios, de género y etarios.

La aversión a lo público, el avance de la lógica privatizadora, el desarrollo de una arquitectura que diseña sobre la base del patrón dominante del miedo y la inseguridad, junto a la multiplicación de los mecanismos de control, la impunidad de los aparatos represivos del Estado, la corrupción, el ascenso de la criminalidad, el crecimiento de la seguridad privada y la militarización de áreas de la ciudad, han erosionado los supuestos teóricos y la materialidad sobre la que se fundó la vida urbana de la modernidad.

No toda la violencia es reconocida como tal. La fragmentación, la segregación, la gentrificación, la apropiación especulativa del territorio, la degradación del medio ambiente, la localización forzada en hábitats precarios, la disparidad en el acceso a los servicios de salud y educación, el deterioro del transporte público, son las formas, visibles o veladas, que confluyen en una sinergia de eventos y acciones que no son identificados como causales directos o motivadores de violencia. Estos sucesos se despliegan ocultos o relegados, por la excluyente, ambigua y generalizada demanda de seguridad producida por el aumento de la criminalidad.

Si bien la violencia en nuestras ciudades es omnipresente, su análisis sigue siendo parcial y segmentado, abordado como respuesta insuficiente y defensiva frente al permanente tratamiento mediático que sostiene políticas de intolerancia, de corte represivo y de justicia por mano propia. Menos aún se ha investigado la relación que existe entre violencia y ciudad. La realidad impone un replanteo metodológico, pues pensar que la ciudad en sí misma es la causa de la violencia, hace inviable cualquier hipótesis. En su raíz está la forma de apropiación y producción del espacio del capitalismo tardío, que genera una urbanización cada vez más caótica y agresiva, una disociación entre los flujos globalizados y el asentamiento en los lugares, una urbanización sin ciudad, cuya consecuencia es el crecimiento exponencial de la conflictividad y las contradicciones, que se potencian ante la densidad de la urbe y la creciente degradación y hostilidad de la vida citadina.

Teatro, escenario y protagonista

En las últimas décadas el delito y la acción criminal sumados a otras formas de violencia interpersonal han adquirido, por su magnitud y complejidad, una dimensión inédita, transformándose en protagonistas esenciales para la interpretación de los procesos socio-espaciales de nuestras ciudades, que son agrupados genéricamente bajo la denominación de violencia urbana. Las distintas violencias se han conformado en los mecanismos excluyentes de resolución de los conflictos, se imponen como recurrente manera de ser alguien y sobrevivir en el anonimato urbano, como formas de comunicación de los mensajes hegemónicos, como respuesta a otras violencias primarias y sistémicas, como una vía para visibilizarse. Las violencias se han trasformado en una manera de vivir y padecer en las ciudades.

Los conflictos cotidianos, las relaciones más simples, son tocados por el modo beligerante de dar trámite a las diferencias o desacuerdos. El escenario se torna tanto más complejo pues también se trata de violencias no organizadas, que rompen con la verticalidad como única dirección, aunque siempre son una resonancia de la forma como se ejerce desde el poder, con actores y expresiones difusas que atraviesan todas las capas, se horizontalizan y al hacerlo pierden fundamentos ideológicos.

La forma en que se narra y se experimenta está debilitando la esencia de la vida urbana, provocando un modo diferente de conceptuar el urbanismo, las conductas sociales e individuales, el rol del Estado, los mecanismos coercitivos y de control, las prioridades políticas y los mensajes mediáticos.

La relación violencia-miedo-inseguridad ha resignificado los temas que siempre han sido protagonistas del hacer urbanístico, el hábitat, la vivienda, el transporte, el medio ambiente, la recreación, el equipamiento, la movilidad. Lo público y lo privado, el centro y la periferia, la dimensión física y la temporal, el cuerpo y el lenguaje, viven un proceso de cambio constante con la volatilidad que supone la construcción sobre un territorio minado de tensiones.

El mundo de la sinrazón desborda e intenta ser contenido infructuosamente por la norma y la autoridad, que muestra su incapacidad e ineficacia para el mantenimiento de un hipotético orden citadino en base a políticas de seguridad impuestas por lógicas represivas alimentadas más en urgencias políticas que en la genuina búsqueda de respuestas certeras. El reconocimiento manifiesto de la imposibilidad de enfrentar la crisis de la metrópolis, que cada vez es menos ciudad y se aleja en términos materiales y conceptuales de sus modelos de urbanidad y civilidad, propios del ideario construido en la modernidad, es trasladada a su ontología. La ciudad de la furia, dura y criminal es la causa originaria del mal vivir, su hostilidad es considerada inmanente y en consecuencia se la carga de negatividad, con una visión que objetiva a la ciudad en sí como el origen de la disfunción.

La violencia urbana no es producto de una causa natural, desviación moral o legal; es más que el hecho delictivo legalmente tipificado; tampoco es una suma de factores de riesgo. Es básicamente una relación social, una forma particular y plural de expresar la conflictividad política y social, que se da en un territorio y en un tiempo específicos, explicitando un vínculo complejo e interrelacionado de la violencia con la ciudad y de la ciudad con la violencia.

Su lectura no puede ser acotada, es de origen múltiple, ya que responde a una complejidad de fenómenos, pues es un organismo atravesado por infinitas tensiones, un invisible entretejido que relaciona de manera más o menos evidente cada elemento entre sí y con su totalidad. Es más que un registro cartográfico de los sucesos en el territorio, es a la vez productora y marco condicionante. La urbe es lugar, teatro en tanto es sitio material, pero no es lugar pasivo, interviene, es producto del trabajo social y como tal interviene en la génesis de la violencia como relación. Es obra, texto en creación, que involucra a los actores que la protagonizan, ejecutan y transforman bajo el signo de las relaciones dominantes.

La disputa voraz y asimétrica por la posesión del suelo, bien escaso e irreproducible, la especulación inmobiliaria, la concentración y superposición de actividades, su heterogeneidad, su expansión sin límites, la restringida y caótica movilidad y los efectos del impacto ambiental que produce su huella ecológica imponen en su dinámica conflictos, contradicciones y una insalvable confrontación de intereses. Frente a este medio hostil, sus habitantes actúan y reaccionan con una propensión creciente a resolver sus tensiones mediante el uso y abuso de la fuerza, la agresión física y la virulencia verbal, método belicoso que se va asimilando como modo regular de relacionarse individual y colectivamente.

La refutación de estas concepciones no puede desconocer que el incremento de la criminalidad, la diversidad de sus registros y métodos junto a su creciente profesionalización, conducen a que la violencia de raíz criminal sea uno de los problemas que más afecta la calidad de vida urbana. La descomposición de las condiciones para una vida comunitaria, signada por el individualismo, la desesperación, la marginación, el aislamiento, la desconfianza y la agresividad son causa germinal de la violencia. Cada una de las reacciones de defensa o agresión de la población dispara nuevos comportamientos imprevistos, configurando una dialéctica ininterrumpida de causas y efectos que fortalecen la sensación de estar lidiando con acontecimientos incomprensibles e inmanejables.

La urbe salvaje

La fragmentación característica del espacio posmoderno es propia también del mundo económico y social de la ciudad actual. La sensación de riesgo e inestabilidad en un futuro cargado de malos presagios abona la tendencia a la multiplicación de estallidos emocionales individuales y colectivos.

La división socio-espacial revela cómo las clases hegemónicas escogen y legitiman la opción de un mecanismo que cristaliza las relaciones entre los que pertenecen a segmentos socioeconómicos diferentes y construye dispositivos de control y coerción para que esas relaciones permanezcan. Relaciones favorecidas porque las clases dominantes disponen de un doble poder sobre el espacio, a través de la propiedad privada del suelo y también a través del conocimiento, la estrategia y la acción del Estado. Esto les permite reivindicar una pertenencia a ese espacio como una conquista sobre quienes pueden amenazar su privilegio, fortaleciendo el rechazo a la heterogeneidad a favor de grupos de cohesión uniformes que responden a sus mitos y deseos y los hacen merecedores de un espacio propio.

Una matriz de alejamiento más que de proximidad, de sospecha preventiva más que de confianza, se extiende al conjunto de los vínculos sociales. La vocación por el enclaustramiento elimina la capacidad de experimentar nuevas relaciones y ejercer una de las cualidades esenciales de la actividad humana, cuestionar las condiciones existentes.

El miedo y la violencia son también un artificio, un idioma para pensar al otro; una elite transida por prejuicios, animosidad y beligerancia es incapaz de cualquier alteridad, alimenta el odio de clase, la arrogancia y la justificación de privilegios. Cuando se hace referencia a determinadas zonas, las villas y barrios pobres, de modo explícito los considera áreas de concentración de delincuentes, todo aquel que vive allí es descalificado como ciudadano, marcado como habitante de un territorio sin control, promiscuo, sin familia, ni autoridad, por lo tanto justificadamente segregado. Ese espacio segregado, no elegido por los millones que lo habitan, es a su vez teatro de una dura conflictividad, un choque cotidiano sin equivalencias entre sus habitantes y sus formas organizativas autónomas, que enfrentan la actividad criminal, el clientelismo político, la burocracia de los organismos estatales y la administración prebendaria de la pobreza.

Quienes moran en estos territorios son las principales víctimas de la globalización, de una economía predadora y expulsiva, parte de una identidad genérica, definida por su hábitat, que en su forma alienada, cosificada, adopta la figura peyorativa del villero. La enajenación de su cualidad como sujeto tiene que ver con la impugnación de su espacio como parte de la ciudad, con la consiguiente negación de su ciudadanía.

Ese territorio es desconocido por quienes construyen los relatos más duramente adjetivados, macerados por los medios con narrativas e imágenes exteriores y lejanas, son incapaces de reconocer en ellos la vida que bulle, compleja y diversa, donde viven familias con sueños y deseos de un hábitat digno.

El sentimiento de que las clases empobrecidas se han vuelto parasitarias, que injustamente viven de los impuestos que pagan los contribuyentes y además cometen delitos contra quienes los sostienen, se consolida como un sitio desde donde establecer la ajenidad, reafirmando el binario de ellos y nosotros, donde nosotros significa normal, trabajador y decente, y ellos el anverso carente de estas cualidades morales, instituyéndolos como una entidad homogéneamente abyecta y disfuncional.

Es esta deshumanización de las relaciones la que nos aproxima a la barbarie de la guerra, la que niega la humanidad del que considera un enemigo, sin nombre, sin historia, sin futuro. No pertenece a un lugar que nos dé referencias de sus lazos afectivos, sólo está donde no debería estar y debe ser removido.

Sus espacios son caracterizados como la “ciudad salvaje”, ante los cuales la “civilizada y homogénea” se blinda, reforzando una lógica de fronteras. Ciudad de fronteras, con límites y barreras virtuales y materiales, donde el paso de unos está reglado y el de otros, negado. Al salir de su territorialidad asignada por la segregación espacial, inmediatamente se le hace sentir un extraño, sometido a identificación, control y vigilancia. Cuando se habla de temores en la ciudad se da por sentado que quienes los experimentan de manera especial son quienes el Estado y el mercado consideran como contribuyente, consumidor, cliente o beneficiario.

El espacio público, otrora un lugar de encuentro de los distintos, pierde significado y se convierte en un no lugar en tanto queda circunscrito únicamente a una cinta de circulación, a su vez también fracturada entre quienes se desplazan en transporte individual y quienes sufren el deterioro del colectivo, entre automovilistas prepotentes, espoleados por el tiempo, y peatones ignorados, entre quienes recorren circuitos acotados y quienes viajan interminables horas para desplazarse de sus viviendas al trabajo. La consecuencia es la pérdida de arraigo colectivo, donde un urbanismo salvaje que obedece a un cálculo de racionalidad formal y comercial va destruyendo poco a poco todo paisaje de familiaridad y confianza en el que pueda apoyarse la memoria colectiva y un proyecto solidario.

El pensamiento unidireccional ubica al espacio público y a los barrios marginales como el sitio favorecedor de la violencia, negando así que en el ámbito privado y consolidado también acontecen expresiones tipificadas de violencia familiar, de género, sexual o laboral.

La violencia no es un mal de quienes viven en el pobreza ni se da exclusivamente en los territorios precarizados; esa interpretación con aspiraciones progresistas, puede ser funcional a las estigmatizaciones y las lógicas represivas. La violencia, en todas sus formas, así como el miedo y la sensación de inseguridad, atraviesan al conjunto de la sociedad y a los espacios que esta crea. Sus diferentes actores pueden cambiar de conductas de acuerdo al lugar que ocupan en cada situación, en el trabajo, en su hogar, en la escuela, en la calle o en un recital de música, expresando tendencias que se ven estimuladas o debilitadas conforme al contexto y pueden pasar de víctimas a victimarios en un tránsito tan veloz como imprevisible.

Arquitecturas y narrativas del miedo

Los rostros de los miedos no siempre son reconocibles, cuando la taxonomía del otro peligroso es un arquetipo cargado de prejuicios, su ubicación puede estar en el territorio desconocido o habitar la propia cotidianeidad.

La relación violencia-miedo-seguridad se ha integrado en una tríada difícil de desagregar, el miedo es vivido como sentimiento y la violencia como acción, pero cuando la acción cesa, el miedo persiste, reaparece, asciende, cambia de motivo y de forma. Siempre tiene una espacialidad, se proyecta y le da un sentido al lugar, que luego el sujeto generaliza hacia otros lugares y actos. Esta lógica prefigura comportamientos, desde los más complejos hasta los más sencillos. Cada vez que se articula un cerrojo, se activa la alarma del automóvil, en el simple modo de acomodar un bolso o una cartera, o en la rápida caracterización de quien camina a nuestro lado, la situación remite a la existencia de inseguridad y da la señal de alerta a nuestros sentidos. Cuanto más miedo, más fragmentada será la sociedad, y cuanto más segmentada esté la ciudad, más fácil será dominada por el miedo.

La sociedad, en un período relativamente corto, adaptó sus conductas y aceptó un sinnúmero de medidas y objetos que han ido incorporándose a sus hábitos cotidianos y rituales familiares. El hábitat ha sido rediseñado con una estética del temor, la arquitectura del miedo invade todos los actos, modifica el entorno y los recorridos urbanos que son seleccionados en base a códigos ponderados como más seguros.

El paisaje urbano ha cambiado al dividirse entre zonas fiables o inseguras, lugares con resguardo o desprotegidos, antinomia que define el linde entre lo confiable y lo peligroso. El abandono de ciertos lugares de la ciudad, la conversión de algunas áreas de la ciudad en zonas prohibidas, condena a una movilidad condicionada a sus residentes, con una infraestructura de transporte y de servicios que se adapta al carácter amenazante de esas áreas, aislando aún más a sus habitantes.

La sensación de inseguridad acorta la franja horaria que produce el efecto de la reducción del tiempo vivencial de la urbe, ciertos lugares tienen un valor de uso acotado; con lo cual las ciudades tienden a desaparecer en la noche, pasadas ciertas horas es aventurado salir del ámbito casero. Solo pequeños bolsones muy vigilados se mantienen como reductos de esparcimiento nocturno para un segmento privilegiado.

La regulación del temor se extiende con un vasto repertorio de estrategias, la privatización del espacio público como garantía de su control, una señalización que nos advierte de la necesidad de cuidar nuestro equipaje y bienes personales en las estaciones y medios de transporte, voces advirtiendo que estamos siendo filmados o grabados, letreros que indican que el área está protegida por alguna empresa privada de monitoreo satelital, nos hablan de una semiótica urbana del peligro. Una nueva tematización en las relaciones intersubjetivas es mediada por vidrios blindados, sensores de movimiento, intercomunicadores o por las más rústicas y tradicionales rejas. La implementación de una serie de normas que condicionan o impiden la convivencia, sumadas a un sinfín de objetos con que la vulnerabilidad personal pretende ser resuelta ‒armas, alarmas y una gama cada vez más amplia de artefactos‒, ya son parte de la estética urbana. Espacios vigilados, cámaras de video, guardias civiles, tarjetas de acceso, detectores de robo en prendas y objetos se imponen como necesarios sin meditar que la aceptación de estos controles valida la universalidad de la categoría de sospechoso. El pánico se hace trama constitutiva de la existencia, va fabricando los equipamientos de las ciudades que distinguen las formas de vida en la ciudad, el reparto de botones antipánico es el reconocimiento explícito a la necesidad de una terapia electrónica para enfrentar el pánico ya instalado.

Los lugares abiertos e irrestrictos de intercambio a escala vecinal y barrial se consideran incontinentes, desprotegidos, azarosos, solo un área excedente dentro del damero edificado. Son visualizados como territorio de hostilidad y peligro, un paisaje de potenciales amenazas, un ámbito cargado de negatividad y rechazo, su degradación o desaparición significa aceptar las nuevas formas de interrelacionarse, de desencontrarse, de formar sujetos que experimentan la vida sin sociabilidad física, cada vez más limitados al mundo virtual.

Las ciudades se hacen cada vez más privadas y domésticas, prueba de ello es el significativo crecimiento que ha tenido la cultura a domicilio, cine en casa, comida en casa y trabajo en casa. Cada vez es más frecuente que la casa se habite en exceso y en la ciudad apenas se circule, la vida se vuelca hacia adentro, el nuevo centro urbano tiende vertiginosamente a ser el espacio reducido del hogar. El discurso de la inseguridad fractura el exterior del interior, encierra a las personas en sus domicilios, convertidos en última frontera; un refugio que es solo elusión del conflicto. La idea de bastión fiable no logra ocultar los importantes indicadores de violencia familiar que se desarrollan con sorprendente frecuencia e intensidad entre las paredes del hogar con actores conocidos, donde las principales víctimas son mujeres y niños.

Vivimos la paradoja de una sociedad que mientras refuerza su adhesión a la lógica privatizadora se somete sin resistencia a todos los mecanismos de control social, a una invasión inédita de su privacidad, a una máxima vigilancia y exposición de sus actos. Es incapaz de reaccionar ante la manipulación estatal y privada de sus datos, al bombardeo ininterrumpido del mercadeo virtual y comunicacional y ofrece sin pudores su intimidad, develada en las redes sociales.

La promiscuidad y el encierro habitacional compacta vivencias, agota la experiencia familiar a un micromundo entre muros, impide la realización social y activa detonantes que explotan en actos virulentos, de género, escolares o laborales, promoviendo un sinnúmero de patologías, la topofobia, el temor a ciertos lugares o situaciones; la agorafobia, el pánico a los lugares abiertos, o el miedo a la ciudad en su totalidad.

Una parte importante de la dimensión subjetiva de la construcción del miedo es fruto del desenvolvimiento de las variadas vías de comunicación en torno a la delincuencia. Su potencia queda evidenciada en los elevados porcentajes de selección a través de la cual la gente se entera de situaciones vinculadas con hechos de violencia y por la cantidad y calidad de la crónica roja expuesta diariamente. En un espacio de 30 años hemos transitado de una crónica del delito como excepción, a una crónica del delito como cotidianidad.

La presencia absorbente en los medios de las imágenes sobre el delito, el abuso del morbo y la crueldad se acopla con un doble mensaje que, sin interrupción, pasa del horror a la saturación de figuras publicitarias de una ciudad feliz, dedicada al placer de comprar. Permanente incitación al consumo que se le propone a una mayoría carente de recursos, para quienes el poder ser se va amalgamando con la impotencia del poder tener.

La ciudad sitiada

En la ciudad construida y en la transformación de la ciudad existente las medidas de control toman un lugar cada vez más importante. Centrada ahora en las redes de comunicación, en la vigilancia automática y la respuesta inmediata a cualquier amenaza contra el orden, la ciudad controladora se basa en la pretensión de organizar el cuerpo social, distribuirlo, estratificarlo, señalar a cada órgano una función específica, jerarquizarlo a través de reglas. Así opera la máquina que persigue el control integral del cuerpo de la ciudad. El rasgo distintivo de esta época es que este control y esta pérdida de libertad e intimidad que está dispuesto a vivir el ciudadano medio, se acepta sin ninguna resistencia, de forma acrítica. Por el contrario, se ofrece como condición necesaria y signo de calidad, creando una estética de la seguridad, simulando un nuevo código de pertenencia. No se la registra como parte de una arquitectura defensiva, es disimulada como afirmación de una posición social que se refugia tras los muros.

En las metrópolis la vasta extensión de la periferia y la división entre espacios rentables o desechables discrimina entre las locaciones seguras, desde zonas de clase media con calles desiertas pero pobladas de garitas de vigilantes privados hasta los countries, barrios cerrados, construidos como verdaderas islas amuralladas. El resto es considerado “tierra salvaje”, solo apta para acciones punitivas, presencia policial esporádica, para razzias sobres los jóvenes proto-criminales y para el uso del gatillo fácil.

En una dialéctica entre el mercado de la violencia que justifica y estimula al mercado de la seguridad privada se privatiza la ciudad y se privatiza el control. Una forma más donde el mercado se apropia de lo que el Estado abandona. De esta manera, la seguridad tiene un tránsito: de lo público-estatal a lo privado-empresarial, creando un nuevo mercado de la arquitectura, el urbanismo y la tecnología. Seguridad privada y privatización de la seguridad convierten un servicio público en un servicio privado, pero que actúa también en el ámbito de lo público. Los bienes y derechos de los ciudadanos que pueden pagar serán protegidos por este sistema, lo que contribuye a exacerbar la violencia que se ejerce contra el resto de los ciudadanos que son considerados sospechosos o enemigos.

Atosigada por la exposición a una violencia cuya esencia desconoce, la demanda de aseguramiento y el blindaje de espacios imponen prácticas y validan discursos que han venido introduciendo nuevas sintaxis, estéticas y valoraciones, cuyo eje vertebrador es la producción de una narrativa disciplinante que no admite refutaciones. La gobernabilidad intenta que la ciudad renuncie a su condición intrínsecamente turbulenta y contradictoria; intento que pretende que la ciudad deje de desentrañar sus oposiciones, sus conflictos y acabe por acatar una autoridad fiscalizadora. Es decir, los esfuerzos por establecer un sistema homogéneo, basado en un poder político coercitivo, que recurre a la violencia como fundadora del derecho.

La impotencia de una sociedad constantemente bombardeada por actos de agresión, de violencia, siembra el camino para todo tipo de variables autoritarias, aceptando hacer de la ciudad un espacio restricto, vigilado y sometido a control social y político. Hechos aberrantes de injusticia por mano propia, golpizas y linchamientos que barbarizan la urbe, son actos justificados y apologizados en los medios y redes sociales. La angustia y paranoia se vuelcan a la búsqueda desesperada del chivo expiatorio que transforma a vecinos preocupados en hordas de homicidas. El modelo de la convivencia no puede ser el de una ciudad sitiada por la sospecha, donde los ciudadanos se controlan unos a otros con base en la certeza moral de cada cual, con la engañosa convicción de que la suya es la correcta interpretación y aplicación de la norma, o peor aún, la acción directa sin importarle norma alguna.

La ansiedad, la manipulación política y mediática, reclaman hasta el hartazgo el atajo simplista y ejemplificador, la realidad es que llevamos décadas de soluciones inmediatistas fallidas, que solo conducen a seguir acumulando deuda social y a reproducir la violencia en todas sus formas.

No hay alternativa posible si se piensa en medidas aisladas o en soluciones lineales, tampoco en visiones teleológicas o mensajes encriptados propios de la academia. No habrá verdaderas opciones sin la voluntad de superar los límites de la producción socio-espacial capitalista y poner en crisis la forma excluyente de apropiación privada del suelo urbano que desvanece su carácter de bien social.

La urbe no puede ser un aglomerado de gente acorralada, resignada a una vida amputada. Repensar la política es también imaginar cómo reapropiar los sitios urbanos para la vida comunitaria, derribar muros, recuperar el barrio, la plaza, la calle y crear nuevos espacios donde podamos reconocernos y actuar conforme a nuestros deseos, sin que el miedo nos paralice, porque no hay opción para la humanidad fuera de las ciudades.

Autorxs


Silvio Schachter:

Arquitecto, ensayista, investigador de políticas urbanas. Miembro del Consejo de Redacción del Colectivo Editorial Herramienta.