La ajenidad congénita de los porteños

La ajenidad congénita de los porteños

Cada ciudadano tiene derecho a ser protagonista de los cambios de la ciudad, proyectando en ellos sus propias necesidades y esperanzas. Esto, en una democracia caracterizada por el avance de las corporaciones privadas, es un desafío enorme. Es hora de recuperar la política para terminar con la lógica de inversión y especulación que nos rodea en nuestro hábitat cotidiano.

| Por Gabriela Massuh |

En un curioso ensayo reunido en la primera edición de Otras Inquisiciones, Borges intenta definir la relación de los argentinos con el Estado. Digo “curioso” porque Borges, siempre tan específicamente literario en sus ensayos y muchas veces desdeñoso de los temas políticos, suele evadirles a los esencialismos, sobre todo cuando estos intentan definir supuestos rasgos típicos de un pueblo o un grupo de personas. Pero en “Nuestro pobre individualismo”, así se titula el texto en cuestión, sostiene que el argentino percibe el mundo exterior como un caos porque lo siente ajeno, preestablecido, inabarcable; o si se quiere, “alienante” (término que por cierto no usa Borges). Dentro de esta percepción de lo público, que implica una dificultad radical para entender lo que es el “bien común”, todo lo que no se siente como propio es ajeno, porque está fuera de uno. El argentino, sigue Borges, contrariamente al europeo o a los pueblos de origen sajón, instala lo público en la dimensión de lo alienante; es, si se quiere, por definición un caos. Al no ser de uso exclusivo, ese objeto público no es de nadie. El hecho de que todos seamos parte de una comunidad distinta y variada, de que constituyamos una unidad hecha de diversidades es, de hecho, un sentimiento muy poco frecuente en el universo local (y que muchos confunden con la euforia orgiástica que produce el fútbol).

La postura radicalmente opuesta a esta “ajenidad de lo público” es la de Hannah Arendt. Una de sus grandes lecciones fue la de interpretar que en toda raíz totalitaria se encuentra la reducción del espacio público, entendido como el conjunto de articulaciones de una comunidad en permanente transformación y conflicto. En este sentido, la política no es solamente consenso o ejecución de verdades reveladas aplicadas por una elite, sino ese territorio donde debe primar, precisamente, el interés común, el bien de todos y no de una parte. Para Arendt, el espacio público es el único ámbito donde los intereses sectoriales son pospuestos en función de un todo entendido como comunidad. Es el lugar donde el individuo se despliega solamente porque es parte de una multiplicidad divergente.

Gran parte de la historia oficial argentina fundó una visión simulcop del Estado. Nuestra iconografía escolar está plagada de estampitas, llena de héroes con la cabellera al viento, cabos, alféreces, sargentos o brigadieres que ni siquiera son recordados por la inercia de las calles que los nombran. Producto de este Estado de ficción perpetua fue la secuencia de sacrilegios burocráticos y autoritarios cuyo fin inició Alfonsín con la puesta en marcha en 1983 de este último período de gobiernos electos por el voto popular. A partir de entonces hubo, sí, “más democracia”, aunque no necesariamente reflejada en una distribución más equitativa del bien común o su incremento. En perspectiva, democracia no significó el triunfo de la “cosa pública”, sino el avance de las corporaciones privadas que se dieron (y siguen dando) un festín con el acaparamiento indiscriminado de bienes que van desde el aire que respiramos hasta el subsuelo que nos nutre de agua.

De esto trata lo que hoy llamamos extractivismo: de la “acumulación por desposesión” a la que recurre David Harvey para caracterizar a nuestra época, con sus métodos ilegítimos de apropiarse de lo que es de todos para ponerle un valor del que solo se benefician unos pocos privados acrecentando hasta el paroxismo la generación de pobreza y el crecimiento de la brecha social.

El extractivismo no es una abstracción; tampoco una metodología de producción que tiene lugar allá lejos, en zonas rurales o despobladas donde no existen actores sociales para oponérsele o problematizarlo. Sucede hoy aquí, en las grandes pero también pequeñas ciudades, en los conglomerados urbanos y muy precisamente en Buenos Aires, delante de nuestras narices sin que a muchos (que son mayoría) se les mueva un pelo cuando ven desaparecer espacios verdes, opacarse cielos abiertos, esfumarse empedrados, derrumbarse edificios añejos de historia y aniquilarse tradiciones culturales. Como si no importara la memoria, a nadie le interesa la pérdida del paisaje urbano. Tampoco a quienes son responsables de la sanción de leyes que aumentan progresivamente el riesgo de inundación, de polución, de impermeabilización del suelo con la permanente violación del código de planeamiento urbano a través de la creación indiscriminada de polos y circuitos artificiales que, con el pretexto de “modernizar” un barrio, lo destruyen con una especulación inmobiliaria que ha producido la alarmante cifra de 28% de viviendas nuevas ociosas para una población total de la ciudad que no ha variado desde 1947. Apenas somos los tres millones de siempre, pero seguimos construyendo. No precisamente viviendas, sino objetos de especulación.

¿Qué nos hace tan propensos a creer en espejitos de colores o en globos amarillos? ¿Por qué tomamos por verdad un discurso publicitario que dice ser antiideológico y apolítico cuando es todo lo contrario? ¿Por qué seguimos aceptando que se avance sobre los espacios verdes mientras se dice lo contrario? ¿O que, en lugar de continuar con los subterráneos se recurra a un sistema de transporte obsoleto, basado en energías no renovables presentándolo como el último grito tecnológico? ¿O que se hable de una “revolución en la educación pública” cuando el presupuesto del sector permaneció subejecutado a lo largo de los ocho años de una misma gestión? ¿O que el presupuesto más jibarizado de la historia de la ciudad sea nada menos que el de vivienda, que debería urbanizar las cuatro villas más grandes de la ciudad tal como lo dictan cuatro leyes especialmente sancionadas? Mientras tanto, la expulsión de los sectores medios de los barrios convertidos en circuitos de actividades, sectores que emigran hacia el conurbano o incrementan la población de las villas cuyo número, nunca oficial, siempre estimativo, arroja hoy la alarmante cifra de medio millón de personas en la Capital.

¿Qué nos pasa a los porteños que seguimos encandilándonos con la nunca suficiente proliferación de patios de comidas, paseos de compras, outlets, shoppings, torres de la altura de las de Dubai a lo largo de la ribera del río que continuarán desde el Norte por Puerto Madero hacia el Sur, arrasando con la Reserva Ecológica y llevándose puesta a toda la Isla Demarchi por improductiva?

¿O por qué permitimos que el contrato privado más caro y ominoso del presupuesto de la ciudad, el de la recolección de basura, no pueda cumplir ni aproximadamente con las metas de la ley basura cero y se esté proponiendo recurrir al sistema de incineración, aquel que hasta la década del setenta había convertido a Buenos Aires en una de las ciudades más polucionadas del mundo?

Vivimos en una época de gran confusión política, quién lo duda; y ningún partido, por más opositor que se presente, es ajeno a creer que el vertiginoso crecimiento de las ciudades, no sólo la de Buenos Aires, es parte de una inevitable forma de la modernidad y el progreso. Pero ese progreso ya no conlleva al bienestar general. ¿Por qué se destruye sustancia urbana y cultural? Se diría que para avanzar en mejoras para el conjunto de la comunidad: viviendas, infraestructura, salud, etc. Nada de eso es lo que se construye hoy en su lugar, sino meros objetos de inversión y especulación. No hay fe más inquebrantable que el capitalismo, decía Walter Benjamin. Hoy vemos que tenía razón: la fe en las inversiones especulativas a ultranza se ha convertido en el credo fundamentalista de mayor difusión en la actualidad.

Ante este panorama se abre naturalmente un sinfín de preguntas. Por cuestiones de espacio, rescatemos sólo dos de ellas.

¿Por qué la ciudadanía porteña es tan proclive a aceptar la destrucción de su hábitat público en un grado muchas veces escandaloso? ¿Por qué es tan proclive a ignorar que detrás de la inflación de palabra “verde” hay cada vez más cemento? En síntesis, ¿por qué adora dejarse seducir por globos? La respuesta tal vez sería: porque nunca ha tomado conciencia de que el territorio que a diario recorre y aquel que le queda por descubrir también son parte de su casa: lo involucran y le pertenecen. Esta concepción, tan bien descripta por Hannah Arendt es lo que hoy Abraham Gak suele llamar la “ajenidad congénita” de los porteños. Esta ajenidad, si se permite el neologismo, define la relación de nuestros conciudadanos con el espacio público, que sería algo así como “lo que está más allá de mi casa no me pertenece ni es parte de un todo comunitario; es de nadie y está sometido al libre albedrío de cualquiera”.

La otra pregunta es más compleja y acaso sólo pueda formularse aquí de manera retórica: ¿se puede revertir esta situación? ¿Hay manera de hacer de la ciudad una casa de todos?

Sí, se puede. Aunque es un largo proceso de aprendizaje y corremos el riesgo de sucumbir debajo de la avalancha de escombros, se trata de aprender que cada ciudadano tiene un legítimo derecho no sólo a vivir en la ciudad, a trabajar en ella, a recorrerla o usarla, sino también a ser protagonista esencial de sus cambios proyectando en ellos sus propias necesidades y esperanzas. Nuestra democracia urbana está asfixiada de obras privadas anunciadas con grandes palabras públicas. Es momento de que el ciudadano haga ejercer sus legítimos derechos respecto de lo que legítimamente le corresponde.

Autorxs


Gabriela Massuh:

Escritora. Autora de El robo de Buenos Aires.