Un futuro para la democracia

Un futuro para la democracia

La autora se plantea distintas preguntas en torno a la democracia, como por ejemplo qué es y para qué existe, y también qué se dice sobre esta y qué se hace en su nombre cuando se ejerce ciudadanía, entre otras.

| Por Sabrina Morán |

Desde las transiciones a la democracia de fines del siglo XX, la democracia se convirtió en el principal objeto de estudio de las ciencias sociales latinoamericanas, que encontraron su auge al calor de aquellas discusiones intelectuales y políticas. Como afirmó Cecilia Lesgart, en ese contexto “la forma era el contenido” (2004) y no fue difícil alcanzar un consenso ampliado respecto de la pertinencia de empezar por definir la democracia en términos de reglas del juego; o como dicen (decimos) los politólogos, “al nivel del régimen”, esto es, en términos procedimentales. Así, aunque el flamante presidente electo afirmara en su discurso de asunción que “con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se educa y se cura”, lo cierto es que el debate en torno al contenido, a la sustancia, al horizonte de expectativas de nuestra democracia quedó en suspenso en virtud de la necesidad de apuntalar esos procedimientos ante el autoritarismo todavía al acecho. Así, las urgencias de aquella hora hicieron que los esfuerzos se concentraran en garantizar la institucionalización de esas reglas del juego, en apuntalar un Estado de derecho democrático y liberal, y dejar para después la pregunta ya no en relación con el cómo de la democracia, sino con el para qué.

Por aquella época, en abril de 1986, el filósofo italiano Norberto Bobbio dictaba la conferencia inaugural de la flamante carrera de ciencia política de la Universidad de Buenos Aires bajo el título “El futuro de la democracia”. A tono con el clima de época, Bobbio reafirmó allí nuestra definición “mínima” de democracia, sin por ello dejar de señalar unas cuantas falsas promesas de la misma, que podríamos señalar como vigentes: la actualidad del peso de los grupos de interés frente a la ficción individualista del contrato social, y frente a la representación política; el carácter elitista, en ocasiones oligárquico, del poder político; en este mismo sentido, el carácter limitado de las instancias de participación para la ciudadanía; la vigencia del poder invisible, la educación ciudadana como ideal inalcanzado.

A cuarenta años del retorno de la democracia en la Argentina, nos proponemos, conscientes del desafío que porta cualquier ejercicio de prognosis, actualizar la pregunta que se hiciera Bobbio en sus albores: aquella por el futuro de nuestra democracia y sus cuentas pendientes. Pero ¿qué democracia?

Como señalaran oportunamente O’Donnell (2007), Aboy Carlés (2016) y Rinesi (2021), entre otros, las democracias contemporáneas son producto de la convergencia de distintas tradiciones políticas: democracia, liberalismo y republicanismo, convergencia no exenta de desafíos y contradicciones, mediada por el gobierno representativo y el Estado de derecho. Así, aunque la democracia liberal se nos presenta como la forma de gobierno definitiva, al calor del célebre diagnóstico sobre el fin de la historia (Fukuyama, 1992), sabemos que la relación entre liberalismo y democracia es histórica y contingente. “El liberalismo, como teoría del Estado (y también como clave de interpretación de la historia), es moderno, mientras que la democracia como forma de gobierno es antigua” (Bobbio, 1989, p. 32). Como también sabemos, lo que cambió en el pasaje de la democracia de los antiguos a los modernos no es la titularidad del poder político o la soberanía, que siempre es del pueblo, sino el modo de su ejercicio. Es solo mediante el gobierno representativo que el principio de la igualdad puede ser aplicado a gran escala; es solo a través de la representación política que es posible implementar un gobierno popular en Estados de gran tamaño. Pero más allá de este eficaz tecnicismo (el argumento de la escala), la democracia representativa aparece como una expresión, a la vez, 1) de la desconfianza hacia los muchos y 2) la convicción de que los representantes serán más capaces que los ciudadanos de identificar lo mejor para el conjunto y trascender los intereses particulares. Así, la democracia liberal se afinca en un continuum que va de la participación (democrática y republicana) a la representación (liberal), y es en esa tensión que se refuerza y debilita, alternativamente, su legitimidad sustentada en la soberanía popular.

La posibilidad de que esta convergencia entre liberalismo y democracia sea relativamente armónica o virtuosa ha estado supeditada, justamente, a la preeminencia de un tipo de definición de la democracia (que no es, evidentemente, la única existente): aquella que la concibe como un conjunto de reglas, en desmedro del ideal democrático afincado en un horizonte igualitario. El procedimiento por encima de la ética.

Esto no quiere decir, cabe aclarar, que la así constituida democracia liberal prescinda completamente de la idea de igualdad (Bobbio, 1989). Atenta a la garantía de las libertades individuales como fin principal, la doctrina liberal contempla la igualdad jurídica –en la medida en que el liberalismo encuentra su presupuesto filosófico en el iusnaturalismo– y la igualdad de oportunidades, esto es, la igualdad de puntos de partida, procurando no interferir (ni permitir otras interferencias) en las trayectorias ni en la igualación de los puntos de llegada. Así, el Estado liberal puede ser democrático en la medida que se considera a la democracia como forma política y no como ideal igualitario; en la medida en que se circunscribe el papel de la soberanía popular y se ancla el concepto de pueblo al de ciudadanía política. Hasta tanto no se alcanzó este consenso procedimentalista existió una fuerte contraposición entre ambas tradiciones; sin embargo, la preeminencia del institucionalismo condujo a un olvido progresivo de cualquier horizonte igualitario que trascienda las coordenadas de la ciudadanía política y los derechos del consumidor (Aibar Gaete, 2013; Rinesi y Nardacchione, 2007). Así, desde esta mirada, la participación en lo común, en la cosa pública, queda reducida al acto cívico electoral, reforzando la división del trabajo que el elitismo nos sugería en sus teorías de la democracia de las primeras décadas del siglo XX: la clase política debe decidir y gobernar, mientras la ciudadanía debe limitarse a elegir entre las elites disponibles y volver a sus cosas; o como suele decirse, dejar gobernar.

A pesar del consenso en torno a esta forma de entender la democracia, sus límites y alcances, resulta habitual encontrarnos hoy con dos diagnósticos, que se nos aparecen como parcialmente contradictorios. Por un lado, se afirma que la democracia liberal es no solo la forma preponderante que han tomado las democracias realmente existentes, sino que además la democracia así concebida es considerada un valor, el mejor régimen posible y deseable. Desde la caída del Muro de Berlín y la clausura del debate socialismo/liberalismo/democracia, el consenso aproblemático en torno a la democracia liberal es el supuesto del cual parten todos los análisis y diagnósticos contemporáneos, e incluso algunas determinaciones de política pública e internacional. Por otro lado, se sostiene que las democracias atraviesan una crisis, acaso terminal: se habla de la muerte de las democracias, del ascenso de populismos por izquierda y derecha, de una profunda e inexorable crisis de la representación política, de la cual serían síntomas la desafección política ciudadana y el crecimiento del plebiscitarismo. El gobierno representativo, puente histórico entre la tradición democrática y la liberal, se encontraría hoy debilitado, minado en los fundamentos de su legitimidad.

Pero ¿qué hay detrás de este doble diagnóstico? ¿Qué nos dice de nuestras democracias, y de nuestra teoría de la democracia, la insistencia en afirmar tanto la definición procedimental como la crisis de representación que alerta a cientistas sociales y periodistas hace ya décadas? Creo que lo que hay detrás es un problema que se desprende de las limitaciones de definir a la democracia en estos términos, que es síntoma del abandono de la pregunta por el “para qué” de la democracia, de la caída de su horizonte igualitario. Pero también del olvido de los elementos republicanos que constituyen a nuestras democracias, que no se reducen a la tan mentada división de poderes, sino que remiten además al compromiso con lo público, a la participación deliberativa y activa en aquello que nos es común, a ese mundo que, arendtianamente hablando, construimos como un entre nosotros y nosotras.

En este sentido, diría que lo que se constata una y otra vez a partir de este doble diagnóstico es que las democracias realmente existentes no encajan en los moldes del institucionalismo liberal conocidos como definiciones procedimentales, presuntamente realistas. Como señalaran ya hace tiempo Rinesi y Nardacchione (2007), una vez más el dispositivo categorial de la ciencia política colapsa al ritmo de las instituciones que busca describir. Es tiempo, me parece, de disponernos a revisar nuestra ciencia política, pero también los términos de nuestro debate público ciudadano; volver a plantearnos la pregunta sobre qué decimos y qué hacemos, cuando decimos democracia y cuando ejercemos nuestra ciudadanía.

Si, como señala Rancière en El odio a la democracia, la afirmación del procedimiento supone la constante represión del fundamento democrático (2005, p. 10), la crisis de “funcionamiento” de las democracias da cuenta de que la normatividad oculta en estas definiciones ha sido limitada en su performatividad y ampliamente desbordada por los clásica e históricamente temidos excesos de la democracia. Me refiero al temor a los muchos, o la tiranía de la mayoría; y al temor al uno, al demagogo, al líder carismático. Desde este punto de vista, es en ese fundamento mayoritario, en la democracia que existe más allá del procedimiento, como un estado social caracterizado por la extensión de la igualdad de condiciones, donde reside la posibilidad del exceso, del desborde (que, paradójicamente, puede empeorar a raíz de la atomización que provoca el individualismo liberal, nos dice Tocqueville), que se vuelve incluso más amenazante si esas mayorías llegan a identificarse con Uno. Pero también podríamos pensar que es en esa democracia, entendida como estado social igualitario, donde podemos encontrar algunos elementos para formular otra respuesta a la pregunta “¿qué democracia?”, una que retome aquella pregunta pendiente: ¿democracia, para qué?

Se trata, en última instancia, de una actualización de la tensión entre igualdad y libertad como principios que operan en el horizonte de sentido democrático, en el que actualmente la libertad, negativa e individualmente entendida, ha tomado preeminencia y la igualdad es vista (diría, como ha sido siempre, pero ahora abiertamente) como una amenaza. O incluso, y acaso esto sea peor, como un ideal que estamos en tren de desechar, porque ya no es imaginable alcanzarlo.

Lo interesante y paradójico de todo esto parece ser no solo que la desconfianza democrática esté hoy igual de viva que en la Antigüedad, sino que el pluralismo liberal que encuentra en los procedimientos demo-liberales el resguardo de las garantías y libertades del individuo, unidad mínima de esta composición contractual, se muestra en su normativismo mucho menos pluralista de lo que propugna ser. ¿Qué quiero decir con esto? Que al negar la agencia de los muchos, o la posible legitimidad del vínculo identitario entre un líder y sus seguidores; al nombrar como exceso a todo aquello que no es institucionalizable y negarle así una participación en la definición misma de la democracia (en la medida en que la democracia sería nada más que ese conjunto de instituciones), lo que se afirma es una democracia poco democrática, acaso representativa, pero definitivamente poco participativa, que se sostiene sobre la exclusión de hecho de un creciente número de personas que, aunque jurídicamente iguales (que no es poco), no pueden ejercer en pie de igualdad sus derechos políticos y civiles, no solo porque no son vistos como iguales por sus congéneres, sino porque las condiciones materiales del ejercicio de sus derechos no están garantizadas. Libertad e igualdad tienen una tensa relación, es cierto, pero también se requieren mutuamente. Representación y participación sin dudas también se nos presentan en tensión, pero son ambas componentes definitorias de la democracia.

En Cuerpos aliados y lucha política, Judith Butler afirma que

“La clave de una política democrática no reside en la extensión del reconocimiento a cualquier persona en términos igualitarios, sino más bien en la idea de que solamente cambiando la relación entre lo reconocible y lo no reconocible se puede: a) asumir y perseguir la igualdad y b) convertir ‘el pueblo’ en un campo abierto a elaboraciones más amplias” (2019, p.13).

La pregunta de la hora pareciera ser aquella por los términos en que persiste la negación de ese reconocimiento. La pregunta por la democracia no es solo un punto de partida, sino también un punto de llegada, teórico y político. Interrogación que contiene, necesariamente, una más: aquella por la relación entre igualdad y libertad como su horizonte de sentido.

No se trata de una tarea meramente teórica o especulativa: cuarenta años después de la transición a la democracia en la Argentina, cuarenta años después de los primeros e importantísimos debates que nos supimos dar en torno a nuestra democracia por venir y su horizonte de sentido, creo que podemos afirmar que vivimos nuestra democracia en función de cómo la entendemos. Si consideramos que la democracia se reduce efectivamente a un conjunto de procedimientos, a unas reglas del juego que nos garantizan nada menos que los importantísimos derechos a elegir a nuestros representantes y expresar, por los medios que nos queden más cómodos (quizás hoy, las redes sociales), nuestras individualísimas opiniones, entonces nuestra participación en ella se reducirá a twittear e ir a votar periódicamente. Que, insistamos, no es poca cosa. Pero si nos atrevemos a imaginar, ahora que tenemos esos procedimientos fortalecidos y aceitados, nuestra democracia como algo más; si nos permitimos, si nos damos la tarea de dotar de otros sentidos a nuestra democracia, de preguntarnos ¿para qué?, y llenarla de contenido, estaremos en condiciones de expandir ese horizonte de sentido jurídicamente igualitario hacia otro sustantivamente igualitario. Dotar a la democracia de una ética. Ligar la democracia a una idea de lo común, y también a una idea de futuro, hoy en crisis.

No son pocas las experiencias contemporáneas que nos dan pie para emprender esta tarea: las luchas del movimiento feminista, la organización en torno al cambio climático y la emergencia ecológica sean acaso nodos de reunión posibles. Pero también el siempre actual y acuciante problema de la desigualdad social: porque si, como en los años de la transición, queremos volver a pensar la democracia en relación no solo con procedimientos sino con la idea de democratización como proceso, es preciso reconocer que el ejercicio efectivo de todo derecho jurídicamente reconocido implica partir de cierta igualdad de condiciones; de una democracia entendida como forma social, y no solamente como forma política. Para eso, acaso sea importante tener presente algo que señalamos más arriba: que nuestras democracias son el producto de la convergencia de tres tradiciones: republicana, democrática y liberal.

El futuro de la democracia seguramente implica subsanar los problemas que señalaba Bobbio: fortalecer los derechos individuales y la combinación virtuosa de representación democrática y no democrática; la educación ciudadana, la publicidad de los actos de gobierno. E implica también, a cuarenta años vista, construir un horizonte democrático que refuerce esos tres componentes democráticos: los derechos liberales, la participación democrática, la deliberación republicana. Imaginar, para performar, una democracia que sea más que un procedimiento, una forma de vida en común. Elaborar una idea de lo común que, sin obturar el fundamento individualista de las democracias, nos permita trascenderlo, orientarnos a la convergencia entre igualdad y libertad, entre representación y participación. Construir, entonces, una democracia donde podamos ser a la vez más libres y más iguales; una democracia donde nos demos la tarea común de volvernos tales. Una democracia, entonces, no solo liberal, sino también republicana.

Bibliografía de referencia

Aboy Carlés, Gerardo (2016). “Populismo y democracia liberal, una tensa relación”. Identidades, 6 (2), 5-26.
Aibar Gaete, Julio (2013). “La miopía del procedimentalismo y la presentación populista del daño”. En Aibar Gaete, J. (comp.), Vox Populi. Populismo y democracia en Latinoamérica (pp. 31-62). Avellaneda/Los Polvorines: UNDAV, UNGS, CLACSO.
Bobbio, Norberto (1986). El futuro de la democracia. México: FCE.
Bobbio, Norberto (1989). Liberalismo y democracia. México: FCE.
Butler, Judith (2019). Cuerpos aliados y lucha política. Buenos Aires: Paidós.
Fukuyama, Francis (1992). El fin de la historia y el último hombre. Madrid: Planeta.
Lesgart, Cecilia (2004). Usos de la transición a la democracia. Ensayo, ciencia y política en la década del ochenta. Buenos Aires: Homo Sapiens.
O’Donnell, Guillermo (2007). “Accountability Horizontal”. En Disonancias, críticas democráticas a la democracia (pp. 85-112). Buenos Aires: Prometeo.
Rancière, Jacques (2006). La haine de la démocratie. Paris: La Fabrique.
Rinesi, Eduardo (2021). Si el hombre va hacia el agua. Buenos Aires: Ubu Ediciones.
Rinesi, Eduardo y Nardacchione Gabriel (2007). “Teoría y práctica de la democracia argentina”. En Rinesi, E., Nardacchione, Gabriel y Vommaro, Gabriel (comps.), Los lentes de Victor Hugo (pp. 9-56). Buenos Aires: Prometeo; San Martín: UNGS.
Tocqueville, Alexis de. (1957). La democracia en América. México: Fondo de Cultura Económica, 1957, selección.

Autorxs


Sabrina Morán:

Licenciada en Ciencia Política y Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Magíster en Ciencia Política del Instituto de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín (IDAES-UNSAM). Becaria posdoctoral del CONICET. Docente de la UBA y de la Universidad Nacional de José C. Paz.