Sobre la salud colectiva

Sobre la salud colectiva

A lo largo de la historia de la humanidad el avance del capitalismo atentó contra el desarrollo exitoso de la salud colectiva. ¿Qué es necesario hacer para cambiar esto?

| Por José Carlos Escudero* |

Establezcamos al comienzo un distingo: la “salud colectiva” tiene importantes diferencias con la “salud” a secas, tema este último muy importante, pero que concierne principalmente a la vida cotidiana de los individuos de cualquier sociedad. Cuán sano/enfermo se siente/está cada individuo, cuánto bienestar/malestar percibe, cuánta aprensión/calma experimenta con respecto a las señales que recibe de su propio cuerpo o de su propia subjetividad, qué está sucediendo con la similar “salud” de otros individuos con los que cada quien se vincula; estos son temas prioritarios en la atención de cada uno de ellos.

Como hemos dicho, “salud colectiva” es otra cosa que “salud”. Es la sumatoria de fenómenos que se dan en grandes grupos/agregados de individuos, y cuya aprehensión no se obtiene mediante la sumatoria de relatos individuales (aunque esto no se descarta) sino que se pone en evidencia por intermedio de saberes/técnicas/procedimientos que provienen de la demografía, la epidemiología, la biología, la psicología colectiva, los estudios culturales, la historia, las ciencias políticas, la ecología.

El contraste entre “salud” y “salud colectiva” como aquí se las ha definido puede llevar a situaciones irónicas. La clase media próspera de la Argentina, que en términos políticos suele identificarse con ideologías neoliberales o individualistas/consumistas, ignora que las probabilidades de supervivencia de sus propios hijos son inferiores a las de los niños de la despreciada (por ellos), socialista y colectivizada Cuba. Ciertos hechos elementales sobre buena o mala salud colectiva en diferentes lugares del planeta, por ejemplo el caro, malo, ineficiente y corrupto sistema de salud de Estados Unidos, y el análisis sobre este y muchísimos otros “estudios de caso”, son sistemáticamente ocultados/escamoteados/minimizados por los medios de comunicación hegemónicos, cuyo interés fundamental –tienen también otros– es la propaganda en favor de políticas de “salud colectiva” que maximicen el beneficio económico del bloque político al que pertenecen, y no maximicen la justicia social, la solidaridad colectiva, e inclusive elementales criterios de eficiencia que exhiben alternativas no neoliberales o no capitalistas para obtener una buena “salud colectiva”. En estos días, la precariedad política de la buena “salud colectiva” de origen socialdemócrata en los países europeos, hija de los Estados de Bienestar que surgieron en ellos al terminar la Segunda Guerra Mundial, y su contradicción con la lógica capitalista financiera de corto plazo imperante en el mundo entero, nos muestra la vulnerabilidad de medidas progresistas que se consideraban irreversibles, pero que resultan hoy contradictorias con las necesidades de la lógica implacable de un capitalismo en profunda crisis. Las medidas que están tomando las dirigencias políticas de Europa son bien conocidas por los argentinos que las sufrieron hasta el 2003: achicamiento del gasto público, desempleo y precarización del trabajo, reducción de beneficios sociales, incluyendo los de la salud, y postergación de la jubilación. Estas medidas están a corto plazo deteriorando la “salud mental colectiva” en estos países, y a mediano plazo deteriorarán su “salud colectiva” global.

Hablar de “salud colectiva” deriva inmediatamente en hablar de medidas de política para mejorarla, aunque existen ejemplos históricos de medidas de política que se toman deliberadamente para empeorarla, como se ha observado especialmente en guerras de agresión imperialista, sobre las poblaciones sometidas. Hagamos ahora una breve reseña del camino que ha recorrido el homo sapiens con respecto a su “salud colectiva”.

Durante siglos el fenómeno de la salud humana se dedicó exclusivamente a la atención de los individuos que estaban enfermos. Se trataba de atenderlos, contenerlos y consolarlos y de muy poco más, ya que las curaciones eficaces eran muy pocas. Los tratamientos que se aplicaban tendían, en general, a empeorar la evolución de las enfermedades, no a mejorarlas.

Quienes se encargaban profesionalmente de estos tratamientos eran los médicos, un grupo muy particular de la humanidad. Todos eran hombres, cuya edad y cuya posición social eran más altas que las de casi todas las personas que atendían. Los médicos manejaban un conocimiento que era avalado por sus pares y por el conjunto de la sociedad, y su omnipotencia y su arrogancia (que se observan también hoy) no se compadecían con la bajísima eficacia de sus intervenciones.

Existía una muy rudimentaria epidemiología, saber que intenta vincular a los individuos enfermos con fenómenos grupales, con situaciones estructurales en la sociedad o en la conciencia de los individuos. Las observaciones que podría haber enriquecido esta epidemiología incipiente no se recolectaban sistemáticamente, no existían el método experimental, la validación sobre la base de la teoría de las probabilidades, los análisis multidisciplinarios de causalidad, la vinculación “horizontal” de diferentes saberes. No se sabía cuáles remedios curaban, cuáles eran indiferentes, cuáles hacían daño (actualmente esto último se sabe, pero por razones políticas no se puede aplicar del todo este conocimiento).

Con el correr de los siglos la situación fue cambiando. Se comenzó a sistematizar las observaciones acerca de lo que provocaba enfermedades o lo que las curaba, comenzaron a aparecer algunos medicamentos eficaces (que aún hoy son una pequeña fracción de los que se venden en la Argentina), algunas vacunas, algunas técnicas muy útiles como la asepsia. A partir del siglo XIX, algunos grandes cambios que se produjeron en los países imperiales y en quienes se habían sumado exitosamente en sus redes comerciales (como la Argentina) se tradujeron en redes de agua potable y cloacas domiciliarias, un menor hacinamiento, una mejor alimentación, una menor duración del trabajo asalariado y de sus riesgos (debidas muchas de estas medidas a un notable aumento en la combatividad de los explotados en cada sociedad), y se sumó a esto la difusión de medicamentos, vacunas y procedimientos terapéuticos que servían. Estas diversas medidas se tradujeron en una dramática reducción de la mortalidad y de ciertas enfermedades. En este mundo de triunfadores, por ejemplo, las epidemias de enfermedades infecciosas disminuyeron hasta casi desaparecer. En el mundo que los países imperiales explotaban impunemente (los “pueblos sin historia”) se dio un fenómeno opuesto, que aún hoy se conoce muy poco, pero recordemos que la reducción de la tuberculosis en las ciudades textiles de Inglaterra durante la Revolución Industrial tenía la contrapartida de su aumento en India, donde las manufacturas locales –entre muchas otras redes de la sociedad– eran desmanteladas por el invasor imperial; y que China, tras dos guerras perdidas, y en nombre de la libertad de comercio, tuvo que aceptar la importación de opio, hecho que mejoró las finanzas de Gran Bretaña y que trajo incontables perjuicios a la salud de la población china.

En el siglo XX, que acaba de terminar, la esperanza de vida de la población mundial se casi duplicó, éxito civilizatorio, ya que casi todos estamos en favor de una mortalidad muy baja, excepto quizás en el caso de que se aplique a algunos enemigos. A comienzos del siglo XXI algunos países han llegado a tener una mortalidad infantil que es de menos de la mitad del uno por ciento anual, y una mortalidad materna casi nula, venciendo así flagelos que hasta hace muy poco, históricamente, se consideraban consustanciales con la condición humana. Estos países son en general capitalistas de tipo socialdemócrata, con un Estado regulador fuerte, siendo una excepción el agregado a esta lista de Cuba que, insertado en el muy reducido mundo del socialismo real, tiene niveles de salud excelentes, para irritación de los Estados Unidos y para incomodidad de los tecnócratas en salud del resto de América latina, que en general no se animan a hablar de esto, y mucho menos a analizar las causas que lo motivaron. Como se ha señalado arriba, la evolución de la crisis mundial actual está poniendo en cuestión este panorama tan favorable del que gozan muchos de estos países afortunados.

A comienzos de este siglo se ha vuelto cada vez más evidente que el capitalismo salvaje, si lo dejan, puede ganar mucho dinero con la salud, que se está pareciendo cada vez más en monto del gasto a ramas de la economía más tradicionales, como la energía o el gasto militar, cuya tasa de beneficio es apreciablemente más alta que la de estas y es además más difícil de auditar. Es hasta cierto punto lógico que así sea ya que, como ya se ha observado, la salud es parte central de valores tan medulares como la longevidad y la calidad de vida. Para aumentar este gasto a niveles máximos, observamos a nivel mundial una creciente estimulación por parte de los medios de comunicación hegemónicos de la compra de las recetas capitalistas para los males de la salud humana, y una bien planificada corrupción a quienes pueden influir en el direccionamiento de este gasto: a profesionales, especialmente médicos, legisladores, tecnócratas, reguladores, periodistas, “comunicadores”, políticos, etc. Esto puede garantizar la compra de las recetas capitalistas, que invariablemente enfatizan el tratamiento y la rehabilitación de enfermedades sobre la base de herramientas puntuales cada vez más costosas, y dejan de lado la prevención, el recurso humano, la contención, lo que la ciencia ha demostrado que sirve y que además es comparativamente barato.

Resulta ilustrativo que el país central más capitalista del mundo en salud, Estados Unidos, está gastando la mayor suma de dinero planetaria (el 16% del PBI, con estimaciones de aumento al 25% del PBI para el año 2030) mientras que su mortalidad infantil es ahora apreciablemente superior a la de Cuba, país pobre que gasta por habitante y por año una pequeñísima fracción, y cuyo sistema de salud es el más “costobeneficioso” del planeta. Sobre la corrupción del capitalismo volcada a la salud casi no se habla en la Argentina, ni siquiera en nuestro ambiente de academia, que presuntamente, por su independencia y objetivo declarado de búsqueda de la verdad, sería una fuente importante de información y de análisis. A nivel mundial, sin embargo, las denuncias detalladas de instancias de esta corrupción están aumentando exponencialmente.

El mejoramiento de los indicadores económicos y sociales de la Argentina a partir de 2003 es muy claro, y quizá revela un cambio histórico de la tendencia de los últimos treinta años, aunque estos indicadores siguen siendo peores que los que existían en el año 1975, último de nuestro Estado de Bienestar. Sin embargo, las políticas de Estado financiadas para el área salud (a diferencia de la retórica de los discursos) son hoy casi inexistentes, vergonzosa comparación con políticas de Estado tomadas desde 2003 tan rotundas, eficaces y valientes como el default de la deuda externa, la estatización de las AFJP, la argentinización del Banco Central, y las asignaciones por hijo o embarazo. Una explicación inicial de un fenómeno que es más complejo puede ser que la salud capitalista mundial tiene poderosos cauteladores: la Organización Mundial de Comercio, los organismos internacionales de crédito, muchos gobiernos de países centrales, incluyendo aquellos que son progresistas de fronteras para adentro e imperialistas en el extranjero, una cadena mundial de medios capitalistas hegemónicos. Todo esto pesa para que nuestras 15 muertes infantiles evitables que ocurren todos los días sigan ocurriendo. Dentro de nuestro país, los agentes de la salud capitalista, y elementos aliados (por ejemplo, la gran mayoría de las organizaciones profesionales de los médicos, los gerentes de muchas obras sociales, las prepagas), configuran un poderosísimo factor de poder, y quien se enfrente con él sabe que puede ser destrozado en el intento.





* Médico Sanitarista y Sociólogo. Prof. Tit. UNLU Y UNLP.