Sexualidad, lenguaje y sociedad

Sexualidad, lenguaje y sociedad

En las últimas décadas el comportamiento sexual de la población ha cambiado y la sociedad lo ha aceptado. Sin embargo, estos cambios acontecidos en las prácticas y el modo de relacionarse no han sido del todo incorporados al lenguaje. Si bien existen términos o definiciones que fueron dejadas de lado, resta aún avanzar en la creación de nuevos conceptos que permitan definir la nueva realidad.

| Por Luis María Aller Atucha |

El cambio de comportamiento sexual observado en la sociedad en las últimas décadas ha obligado a modificar el lenguaje. Términos o definiciones que fueron usadas durante siglos pasaron a ser, de manera súbita, obsoletas y dejadas de lado. Al mismo tiempo, el actual comportamiento sexual de la población obligó a incorporar nuevos vocablos para describir actitudes y conceptos que difícilmente se pudieron haber imaginado nuestros ancestros.

Un ejemplo simple y claro lo constituye la expresión “relaciones sexuales prematrimoniales”, que definía una actividad sexual no aceptada o permitida, ya que se suponía que las relaciones sexuales se debían mantener únicamente dentro del matrimonio. Por lo tanto, el hecho de catalogar una relación sexual como “prematrimonial” era una manera de descalificarla y condenarla. Este concepto provenía de lo que se entendía y se aceptaba como el Sexo Oficial.

Sexo Oficial era aquel que la sociedad esperaba que todos respetaran y que las prácticas sexo coitales no se apartaran de cuatro variables que eran inamovibles. La relación sexo genital debería ser, necesariamente, matrimonial, heterosexual, monogámica y reproductiva. Cualquier actividad sexo genital, inclusive las que no involucraban los órganos sexuales, como por ejemplo las fantasías o simples caricias corporales con personas del mismo sexo o los encuentros coitales que se llevaran a cabo fuera del matrimonio, eran considerados fuera de lugar. Lógicamente que la población no respetó esta norma, pero no obstante aceptó y utilizó por siglos el concepto y el término de “relaciones sexuales prematrimoniales”, confirmando con esa expresión que el ejercicio de la sexogenitalidad debía ser dentro del matrimonio. Esta expresión, o definición, ha quedado obsoleta y fuera de lugar porque en la actualidad no se discute el derecho al sexo juvenil placentero, ni se presume que la pareja de “novios” espere la noche de bodas para concretar el encuentro sexo genital.

Hemos mencionado la palabra “novios” y esa palabra ha perdido la significación que tuvo durante siglos. Si buscamos definiciones de novios o sinónimos, nos encontraremos que el noviazgo está vinculado a algo transitorio, al futuro, a una promesa, una etapa de mutuo conocimiento y exploración, con el que se describía la relación de pareja que, estando enamorados, se “comprometía” a explorar en conjunto el futuro, una vez que se concretara la segunda variable del sexo oficial, que la sexogenitalidad fuera matrimonial.

Era entonces muy simple y concreto saber que esa pareja (también analizaremos esta palabra) estaba en una relación preliminar con vista a concretar un “matrimonio” para formar una familia, dentro de la cual se procrearían los hijos (único lugar válido y permitido para hacerlo). En la actualidad, el concepto “noviazgo” ha perdido totalmente el marco de definición, ya que es común escuchar no sólo que los novios conviven, sino que tienen hijos. No es raro encontrar una nota en un medio o una entrevista que explique que el “novio actual es el padre de mis hijos” (tomado de una declaración reciente de una actriz a un periódico). Por lo tanto, el concepto de exploración mutua, conocimiento previo, compromiso para concretar una relación permanente, queda fuera de lugar y no se puede usar. El vocablo “novios” se puede emplear para describir a dos púberes vírgenes que se sonríen, se toman de la mano y comparten un helado, como para hacerlo con una pareja que lleva conviviendo muchos años y producto de esa convivencia hay uno o más hijos.

Otro de los conceptos del sexo oficial que ha quedado de lado, al igual que los términos que se empleaban para definirlo, describirlo o denotarlo, es el de “monogámico”. Cuando las cuatro variables del sexo oficial eran por las cuales se regía la sociedad, la monogamia era un requisito indispensable de observar, sobre todo para las mujeres, porque los varones siempre se atrevieron a (o se tomaron la libertad de) ser contestatarios con lo que ellos mismos habían impuesto y exigían sin contemplaciones a sus compañeras. La monogamia estaba asociada a la virginidad femenina y los varones pretendían que sus compañeras tuvieran, hubieran tenido o fueran a tener, relaciones coitales sólo con ellos. Por eso el concepto de “virginidad” y de noche de bodas, en la que se suponía que la mujer por primera vez iba a conocer al varón. En algunas culturas (por ejemplo la gitana y ciertos lugares de Italia) se llegó a exhibir la sábana con una mancha de sangre para certificar que esa mujer había llegado virgen al matrimonio y que el primer varón que había conocido era su esposo. El ideal de esos varones era lo que en algún momento llegaron a hacer las viudas de la cultura milenaria de la India, incinerarse en la pira funeraria junto con el marido muerto.

Este concepto de monogamia absoluta, antes, durante y después del matrimonio, no se exige ni practica más. Aunque el sinceramiento de mantener relaciones paralelas al matrimonio todavía está arraigado y constituye un tema de conflicto e inclusive de ruptura del vínculo matrimonial.

Mencionamos la palabra matrimonio y cuesta definir qué significa el mismo. Cuando se le pregunta a una pareja que convive y tiene hijos si es casada, si no ha pasado por los trámites legales del registro civil y de la iglesia (fuera cual fuese el culto) encontramos respuestas tales como “no, no somos casados”, “estamos en pareja”, “él es mi novio”, “vivimos juntos”, etc. Por lo tanto, si bien no se respeta el concepto de matrimonio del sexo oficial, a pesar de que se cumplen con todas las características del mismo, vida en conjunto, compartir el mismo techo, tener hijos en común, no se describe esta unión como matrimonial, dando por sentado que lo formal (registro civil e iglesia) tiene más peso que la realidad que viven. Es también común escuchar “nos vamos a casar”, a una pareja que lleva conviviendo años y ya tiene hijos.

El problema es que no se ha encontrado una palabra que defina con exactitud qué tipo de relación es la que esas dos personas tienen. Cuando tiempo atrás se decía o se ponía en un cuestionario “casado”, estaba claro que convivía en pareja, compartía casa y tenían proyectos de vida en común. Muchísimas parejas actuales conviven en pareja, comparten casa y tienen proyectos en común (inclusive hijos) y en ese formulario o ante esa pregunta que sólo tiene dos posibilidades de respuesta, “casado – soltero”, ponen “soltero”. El lenguaje no se ha adaptado a la sociedad actual.

Siguiendo con este tipo de relación (¿matrimonial?, ¿conviviente?, ¿pareja?, ¿novios?, ¿…?), para el varón se hace más fácil definir la convivencia con su compañera porque puede decir “es mi mujer”. Su mujer es aquella con la que convive, tiene hijos y comparten presente y futuro. “Mi mujer”; nadie se sorprende cuando un varón describe así a quien lo acompaña y tiene que presentarla. Para la mujer la situación es totalmente diferente ya que no puede presentarlo diciendo “es mi hombre”. Por lo tanto, por lo general, lo presenta como “novio” (que puede ser padre de sus hijos), o su “pareja”, como si fuera una relación transitoria y se tuviera una pareja circunstancial formada para jugar un partido de tenis. Aquí también el lenguaje ha quedado obsoleto y está necesitando un aggiornamiento.

La ley en la Argentina está tomando medidas para solucionar algunos de los problemas legales que puede traer aparejados la convivencia sin una estructuración y un paraguas legal, creó la figura de “conviviente” y se puede obtener un certificado de convivencia legalizando la misma. No obstante es casi imposible encontrar a alguien que presente a su pareja cómo “mi conviviente” y aunque esté legitimada esa unión y relación seguirán usando la palabra “novio” cuando deban definir la relación. Evidentemente el término “conviviente” no es simpático y no define lo que sienten las personas que han decido compartir sus vidas.

Uno de los conceptos que ahora podría calificarse como peyorativo es el término “concubina-concubino”. Se empleaba para describir a dos personas que vivían juntas sin estar legalmente casadas, es decir que no tenían un matrimonio formal que había sido acompañado de todos los componentes que el mismo requería, legalmente certificado en el Registro Civil y “bendecido” en algún culto religioso. Ese término, que se empleó por siglos, ya no se utiliza más. Sería extraño, y chocante que alguien presentara a quien lo acompaña como “mi concubina” o “mi concubino”. La aceptación y generalización de las relaciones sexo genitales fuera de la tradicional pareja matrimonial hace que haya sido definitivamente desterrado.

Otros términos nuevos se han impuesto, y si bien están claramente definidos, todavía crean cierta confusión en la población, como por ejemplo el vocablo “feminismo” y la vieja expresión “machismo”. El feminismo es un movimiento reivindicatorio de la mujer que exige igualdad en la sociedad en todos los aspectos, en el estudio, en la oportunidad de trabajo, en los salarios percibidos y en el derecho a tomar decisiones sin necesidad de la aprobación de su esposo, compañero, novio o conviviente. Es decir, el feminismo es un movimiento que lucha por la igualdad de los géneros dejando de lado las diferencias y trabas que debió enfrentar la mujer para realizarse en la vida. No todos lo entienden así y hay conceptos no sólo errados, sino totalmente peyorativos respecto de este movimiento.

Por su parte, el término “machismo”, que en otras épocas se lo podía emplear para describir algunas actividades valientes y arriesgadas de los varones, “ser macho”, “ser decidido y fuerte”, “ser asertivo y líder”, ha quedado circunscripto a una definición justamente despectiva hacia el varón que ejerce la fuerza y destrata a la mujer. El machismo ha pasado a ser una lacra social y describe con exactitud el comportamiento despreciable del varón que hace uso de su fuerza o de algunas prerrogativas que le dan el dinero y el poder para no respetar a la mujer.

Como consecuencia del machismo llevado al extremo en el maltrato hacia la mujer, se ha acuñado una nueva palabra (lamentable) que es el “femicidio” o “feminicidio”, que puntualiza el hecho delictivo hacia la mujer que termina en el maltrato físico seguido de muerte. Tantos han sido los casos de violencia de género que terminaron con la muerte de la mujer, que la ciencia legal ha incorporado esa palabra para que tenga la fuerza y la connotación negativa que merece. El homicidio es de por sí un delito que merece toda la fuerza de la ley para aplicar la pena para el homicida; el femicidio es un homicidio agravado por haber sido perpetuado contra una mujer. La incorporación de este término en el lenguaje cotidiano es un avance en la lucha por la igualdad de géneros.

En el mundo del varón los conceptos peyorativos y castigadores de “maricón” y “puto” han dado lugar a un nuevo concepto de comportamiento sexual que es el de “gay”, que no conlleva carga negativa alguna, sino que describe la preferencia sexual de una persona hacia personas de su mismo sexo. Maricón y puto han sido archivadas. En el mundo femenino ya hace tiempo que la definición de “marimacho” dejó de emplearse y la definición de “lesbiana” solamente describe una preferencia sexual y no lleva la carga culpabilizadora y castigadora como era la de “marimacho”, ya que las mujeres que tenían relaciones con otras mujeres no respetaban el mandato de tener sexo solamente heterosexual dentro del matrimonio con fines reproductivos. También la obsolescencia de estos términos muestra un camino abierto al reconocimiento de que no existe un solo tipo de comportamiento sexual (y mucho menos solamente el que predica el Sexo Oficial), sino que cada día estamos más cerca de hablar de “sexualidades”, reconociendo que en el ejercicio de la misma hay muchas variantes.

Una palabra que también ha perdido la carga peyorativa que conllevaba es la de “amante”. Durante siglos se la empleó para describir las relaciones afectivas y sexuales que mantenían dos personas que no estaban casadas, es decir que realizaban el encuentro coital fuera de la variable matrimonial que la sociedad exigía. En la actualidad, cuando el inicio de la vida sexo genital comienza a edades cada vez más tempranas, es casi imposible que un joven o una joven defina a su pareja sexual como la “amante”, inclusive si se trata de una pareja esporádica que se lleva a cabo de manera paralela a la pareja matrimonial, a la pareja de convivientes o de novios. El término “amante” dejó de tener la carga negativa con que se lo empleó durante siglos para convertirse en algo deseable y digno de aplauso: tener un amante es dar amor a alguien. Hay que redefinir la explicación del significado de esa palabra.

Paralelamente a la palabra amante está la palabra “infidelidad”. En el concepto del sexo oficial era muy simple describir la infidelidad, ya que el varón esperaba que la mujer elegida para ser su compañera “siempre” le hubiese sido fiel, es decir, no hubiese tenido relaciones sexogenitales (hablamos ya de la noche de bodas, de la pérdida de virginidad y de la mancha de sangre, y explicamos que el concepto era diferente para el varón). Mucho más grave, motivo de divorcio o de rompimiento de la relación, lo eran las relaciones paralelas, es decir, la infidelidad durante la relación de pareja, noviazgo o convivencia. En estos momentos, sabiendo que la sexogenitalidad empieza a edades muy tempranas, se da por supuesto que quienes en la edad adulta forman pareja (matrimonio, convivientes, novias, “estamos juntos”, “vamos viendo”, etc.) ya han tenido otros compañeros sexuales. Con base en esta aceptación, no falta mucho para que también se comiencen a aceptar las relaciones sexuales paralelas, con lo que la palabra infidelidad perderá sentido. Tal vez también pierda vigencia la palabra “cornudo” o “cornuda”.

Otros términos que años atrás podrían parecer insólitos, hoy son corrientes y explican con claridad lo que se quiere decir, por ejemplo, con “esa es la novia de mi papá” o “ese el novio de mi mamá”, ya que no está descalificando esa relación ni dando idea de la clandestinidad en que se movían en el mundo de los amantes, sino posiblemente se esté presentando a la nueva compañera de vida del padre o de la madre con quien tendrá hijos y los mismos serán legítimos “medio hermanos”. Se puede hablar con orgullo y satisfacción describiendo “el hijo de mamá con su nuevo novio”, ese hijo de mamá que será medio hermano. A raíz de esto, palabras que se empleaban con sentido peyorativo y castigador como “entenados” o “bastardos”, para calificar a los hijos que no eran producto de una relación matrimonial formal, han sido dejados totalmente de lado. Si se siguieran empleando, serviría tal vez para calificar al 50% de la población actual.

El comportamiento sexual de la población ha cambiado. El Sexo Oficial con sus cuatro variables inamovibles, heterosexual, matrimonial, monogámico y reproductivo, ha quedado atrás. La sociedad lo ha aceptado. El lenguaje todavía no lo ha incorporado.

Autorxs


Luis María Aller Atucha:

Comunicador Social (New York University). Especialista en Sexualidad Humana. Sociología para el Desarrollo. Ex presidente de Asociación Argentina de Sexología y Educación Sexual. Consultor de la Organización Mundial de la Salud y del Fondo de Población para las Naciones Unidas.