Seguridad privada y seguridad pública
El crecimiento del mercado de la seguridad privada no fue acompañado por un proceso de adecuación normativa. Si bien en algunas jurisdicciones se sentaron las bases para una coordinación entre la esfera privada y la pública, este escenario resta aún ser explorado.
| Por María Eugenia Carrasco |
Imaginemos a un francotirador apostado en la caja de un supermercado a fin de disuadir a los clientes de cualquier intento de hurto o robo. Dudo que algún lector estime que la contratación de tal servicio pueda entenderse como una prestación de seguridad privada. Y esto, aun cuando las tres notas características del uso común del concepto “seguridad privada” sean la de tratarse de un producto o servicio vinculado a la protección de bienes jurídicos, que este sea provisto por una empresa o un particular y que ese producto o servicio implique una contraprestación dineraria. Pensar en lo que entendemos por seguridad privada es discutir los límites culturales y legales que estamos dispuestos a trazar en torno a la comercialización de la seguridad.
Es por este motivo que quiero llamar la atención sobre la naturalización de los conceptos y sobre la importancia de hacer explícita su estipulación. Mientras alguien puede pensar en seguridad privada como el trabajo de los vigiladores, otra persona, quizá, la asocie al empleo de circuitos cerrados de televisión. Pero de nada serviría sumar a este concepto actividades que desaprobemos, como podría ser el caso del francotirador. Lo que importa es llegar a un acuerdo social sobre qué productos o servicios de seguridad –si es que alguno– queremos permitir que sean brindados por particulares y bajo qué condiciones. Esto lleva a debatir cuestiones tales como la clase de injerencia que estamos dispuestos a tolerar en nuestras vidas, el uso de armamento por parte de vigiladores en espacios abiertos o cerrados o el ámbito y los medios con que particulares podrán realizar averiguaciones de información.
Ahora bien, fuera de esta problematización que estimo aún un debate pendiente en todos los niveles, a fines ilustrativos de la temática aquí tratada es importante recordar que los servicios de seguridad privada contemplados por nuestra legislación incluyen la vigilancia privada de personas, bienes y actividades; la custodia de personas; la custodia de bienes o valores; la investigación, y la vigilancia con medios electrónicos, ópticos y electroópticos. A grandes rasgos lo que suele entenderse por seguridad privada gira en torno a actividades de vigilancia, custodia o investigación.
A continuación voy a resumir la evolución normativa y a caracterizar dos modelos de gestión de la seguridad privada según quién ejerza la función de autoridad de control. Luego me referiré a la vinculación entre la seguridad privada y el sistema de seguridad pública. Quedan exentos de este análisis los regímenes particulares de ámbitos específicos tales como el aeroportuario o los locales bailables.
Para comenzar, una aproximación jurídica
La oferta de servicios de seguridad privada en nuestro país tiene una larga data. A comienzos del siglo XX ya funcionaban algunas sociedades de investigación particulares y prestaban servicio una cantidad de agentes, estos últimos dedicados mayormente a tareas de vigilancia. En respuesta a ello, en los años ’30 fue dictado el primer antecedente normativo que regula la actividad: el Edicto de Policía Particular de 1932. Según este, tanto las sociedades de investigación como los agentes particulares requerían el visto bueno de la jefatura policial. Más aún, en el desarrollo de su actividad estaban obligados a comunicar al órgano policial todo asunto de interés público del que tomaren conocimiento.
En términos históricos y a nivel nacional, al señalado edicto le siguió una serie no muy profusa de documentos legales: el Edicto de Policía Particular de 1948, la ley 21.265, el Decreto 1063/76, el Decreto 986/78, el Decreto 1172/88 y el Decreto 1002/99. Los mismos dan cuenta de que, en términos de interés político, dicho fenómeno pasó de ser una mera preocupación regulada a nivel de edicto policial a ser objeto de una ley, de diversos decretos reglamentarios y, por último, de un decreto de necesidad y urgencia formalmente vigente pero devenido en letra muerta. Y es que si bien la preocupación en torno a esta temática creció, el debate respecto al rol del Estado nacional en la regulación de la seguridad privada no fue aún saldado: ¿competencia federal o atribución no delegada de las provincias?
Entre quienes promueven la sanción de una ley federal de seguridad privada encontramos a aquellos cuyo argumento jurídico central parte de entender a la seguridad privada como una actividad comercial y que, por este motivo, debería ser objeto de regulación federal. Por otra parte, encontramos a quienes propugnan por una ley de adhesión, respetando así la autonomía de las provincias en la determinación de la autoridad de aplicación pero invitando a las mismas a aunar criterios y a colaborar con la centralización de información en procura de un mejor control sobre las empresas y trabajadores del sector producto del entrecruzamiento de datos. Un ejemplo del modelo de adhesión es la ley 26.370, la cual establece las reglas de habilitación del personal que realiza tareas de control de admisión y permanencia de público en general en eventos y espectáculos públicos.
Mientras tanto, al margen de todo debate jurídico, el sector de la seguridad privada continuó creciendo y diversificando su oferta. Las transformaciones económicas, sociales y culturales de fines de los ’80 y principios de los ’90, la debacle institucional del año 2001 con su puesta en crisis del sistema de seguridad pública y la incursión de las nuevas tecnologías en materia de seguridad son sólo algunos de los factores que colaboraron en la conformación de un escenario afín al desarrollo del mercado de la seguridad. Es así que la Cámara Argentina de Empresas de Seguridad e Investigación (CAESI) calculaba que a partir del año 2001 la industria registraba un crecimiento de un 5 por ciento anual.
A esta expansión del mercado se le suma la señalada ausencia de una regulación eficaz a nivel federal y el fracaso en la tratativa de los diversos proyectos de ley nacional de seguridad privada que circulan por los recintos parlamentarios desde principios de la década de los ’90. Es en este contexto que surgen los marcos normativos provinciales: leyes, decretos ley, decretos, resoluciones o edictos: casi la totalidad de las provincias argentinas cuenta con alguna reglamentación propia en esta materia. Sin embargo, esto no implica la existencia de consenso alguno respecto del objeto a regular (esto es, qué se entiende por seguridad privada), ni respecto de quién será la autoridad de control, ni sobre si se permitirá o no el uso de armamento, o cómo será la relación con el sistema de seguridad pública o cuáles serán los requisitos en términos de capacitación del personal.
Lo primero que se puede observar sobre esta legislación local es que el reclamo popular de un gobierno civil de los asuntos de seguridad tuvo eco en lugares centrales, pero tan sólo en una minoría: Buenos Aires, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Santa Fe y Mendoza, entre otras, asignaron a una dependencia civil gubernamental el ejercicio de las tareas de habilitación y control. Por el contrario, la mayoría de las provincias, en consonancia con la delegación histórica de control, le asignaron dicha función a su fuerza policial.
Dos modelos de gestión: gobierno civil o gobierno policial
Partiendo de una lectura sistémica de la seguridad pública que concentra su atención en el accionar de los actores estatales o privados abocados a la prevención, conjuración e investigación de conflictos de carácter violento o delictivo, la seguridad privada puede ser entendida de dos formas diferentes: como un subsistema más, a la par del subsistema policial; o bien como un componente del subsistema policial. Tal como mencioné previamente, en la última década aparece un punto de bifurcación en la gestión de la seguridad privada: mientras que en algunas provincias se crearon dependencias gubernamentales para la regulación y control de la seguridad privada, en otras provincias aún persiste un modelo de sujeción de la seguridad privada a un control estrictamente policial.
En el primer modelo, el del gobierno civil del subsistema de seguridad privada, el conjunto de empresas o particulares que prestan servicios de vigilancia, custodia o investigación, es regulado, coordinado y controlado desde una estructura de conducción y administración gubernamental, encargada esta última también de conducir y administrar al subsistema policial, aunque desde diferentes dependencias.
En el segundo modelo, el del gobierno policial de la seguridad privada, las empresas y particulares son, en algunos casos, reguladas por la autoridad policial a través de edictos y en otros casos, por la autoridad gubernamental. Sin embargo, la nota distintiva es que estos prestatarios son habilitados y fiscalizados por la fuerza de seguridad local. Si tenemos en cuenta que el sector de la seguridad privada es un ambiente fértil para la reconversión de personal policial tanto en calidad de mano de obra como de personal directivo, este modelo de gobierno aparece como más proclive a amparar la profundización de relaciones informales entre controlador y controlado.
Para tener una mejor idea sobre lo que significa en términos de trabajo y ejercicio de poder desempeñar el rol de autoridad de control, es necesario señalar algunas de las actividades asociadas a dicha actividad: otorgar las habilitaciones necesarias previo control del cumplimiento de las condiciones respectivas, llevar un registro del personal o empresas habilitadas, fiscalizar a las empresas, aplicar el régimen de sanciones y, por último pero no menor, recaudar las tasas de inscripción, habilitación y trámites.
Por otra parte, controlar a estas empresas conlleva un beneficio importante, algunas veces implícito y otras explícito, y es el que cualquier despliegue territorial de personas y medios trae aparejado: la obtención de información. Decía que esto en algunas legislaciones se hace explícito y se debe a que, como en el caso de la provincia de Buenos Aires, la reglamentación exige la tramitación del alta de los objetivos vigilados, tanto con medios físicos como por sistemas de monitoreo de alarmas.
El potencial de la seguridad privada
Puede que a esta altura, aunque sea de mala gana, lleguemos a la conclusión de que es imposible frenar el desarrollo del mercado de la seguridad, quedándonos únicamente la posibilidad de regular la actividad. Es cierto que resultaría materialmente imposible que el Estado ocupe hoy los mismos espacios que el sector privado (en 2007 ya se calculaban 200.000 trabajadores en todo el país). También es cierto que muchos de los bienes y servicios que se contratan satisfacen necesidades estrictamente privadas que la ciudadanía no tendría por qué subsidiar. Puede entonces abrirse a debate acerca de cómo aprovechar al máximo el potencial de información que las empresas de seguridad privada pueden aportar al sistema de seguridad pública y al sistema de justicia.
A este respecto podría argumentarse que el gobierno de la seguridad privada debe limitarse a observar el cumplimiento de los requisitos legales y, a lo sumo, a controlar la calidad del servicio. No obstante, aun los primeros antecedentes normativos señalados reconocían el carácter subordinado y complementario de quienes prestan servicios de vigilancia, custodia o investigación. Esta subordinación y complementariedad suele estar asociada a dos obligaciones:
• la obligación del personal privado de seguridad de colaborar con las autoridades policiales, organismos de persecución penal u autoridad pública prestando auxilio bajo su dirección; y
• la obligación de dicho personal de poner en conocimiento de la autoridad competente todo hecho delictivo del que tomen conocimiento en el marco de sus funciones.
Aun así, la prestación de auxilio sigue siendo una fórmula genérica no traducida a líneas de acción y la obligación de comunicar hechos delictivos no abarca la puesta a disposición de la ubicación de posibles medios probatorios a las autoridades judiciales. No hay que olvidar que se trata de recursos humanos y técnicos que, si bien son contratados por particulares para un fin preciso, cumplen funciones en un ámbito cuya gestión es indiscutiblemente estatal. Aun cuando se trate de subproductos o servicios complementarios de seguridad, la prevención, gestión e investigación de los conflictos violentos o delictivos es una atribución del Estado. ¿Por qué habrían de descartarse los insumos y asistencia que las empresas y particulares del sector pueden aportar bajo la dirección y control gubernamental?
Es en esta línea que se sitúan algunos requerimientos plasmados en las actualizaciones legislativas, como ser la tramitación de un alta por objetivo al que me referí en el apartado previo o el establecimiento de plazos mínimos de conservación y estándares de calidad de imagen de las grabaciones de los circuitos cerrados de televisión, tal cual lo contempla la legislación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Estamos ante un campo aún no muy explorado de la gestión de la seguridad: el del diseño de políticas de coordinación entre el subsistema policial y el subsistema de seguridad privada y, asimismo, entre el sistema de seguridad pública y el sistema de justicia.
Las nuevas tecnologías permiten recabar y sistematizar información con una velocidad otrora impensable y bajo parámetros definidos por el usuario. Asimismo, permiten garantizar la comunicación segura a distancia y la georreferenciación de personas, móviles y objetos. Con todo, la mera acumulación de datos no sirve de mucho si estos no son puestos a disposición de quien pueda darle un buen uso en términos de administración de seguridad o justicia. Es con esto en vista y sin olvidar al factor humano que invito a reflexionar sobre la importancia de la regulación jurídica y del gobierno político de la seguridad privada.
Autorxs
María Eugenia Carrasco:
Abogada UBA. Investigadora del Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia (ILSED).