“Promesas de crack”. Consideraciones sobre el proceso de formación de futbolistas profesionales

“Promesas de crack”. Consideraciones sobre el proceso de formación de futbolistas profesionales

Al momento de pensar el proceso de conformación de un futbolista intervienen múltiples variables entre las que se destacan la influencia de fuerzas sociales, económicas y culturales que prefiguran una determinada concepción del fútbol. Esto genera que el camino hacia el profesionalismo esté cargado de astucias y estrategias subjetivas que exceden el desempeño deportivo, haciendo que sean realmente pocos quienes cumplen el objetivo de llegar a primera.

| Por Federico Czesli y Diego Murzi |

En el fútbol argentino el número de jóvenes que se convierten en jugadores de fútbol profesional es muy reducido en relación con la cantidad que lo intenta. Los entrenadores coinciden en que solamente alrededor del 3% de los que componen la séptima categoría juvenil de un club (chicos de 15 y 16 años) llegarán a firmar un contrato profesional. Y si bien la firma del contrato representa la meta más ansiada para el futbolista en formación, esa instancia tampoco es sinónimo de un futuro de fama, reputación y tranquilidad económica en todos los casos. El porcentaje es mucho menor si pensamos en jugadores que logran alcanzar la elite del fútbol argentino, jugar en la A y realizar una carrera extensa, para no hablar de aquellos que consiguen llegar a mercados más competitivos como el europeo o triunfar en la selección nacional.

Pero esos pocos, esa cifra mínima de jugadores-estrella, logran construir una aspiración de vida que permea sobre una gran cantidad de niños y adultos. Con ellos como espejo, los chicos se incorporan a espacios de entrenamiento de alto rendimiento en los que practican a diario con un régimen disciplinario sumamente exigente, compiten para “demostrar” a sus entrenadores que son verdaderas “promesas” en las que vale la pena hacer una inversión, se construyen como hombres machos que no temen sacrificar el cuerpo, se alejan de sus familias y pasan a convivir con compañeros con los que comparten su vida pero que a la vez son rivales directos en la competencia por seguir en el club la temporada siguiente.

El ingreso de los aspirantes a futbolistas en edades tempranas a una actividad reglada, estructurada y con alto grado de especialización, donde la organización-club despliega protocolos y rutinas que apuntan a transformar sus cuerpos y sus conductas, supone para los jóvenes la inscripción a un proyecto de vida que es intenso y a la vez sumamente incierto. Esto inevitablemente tiene consecuencias para los chicos, que son confrontados diariamente con nociones como el éxito y el fracaso en el marco de una actividad socioprofesional que es competitiva pero no rentada, y que se sostiene en buena parte sobre deseos: deseos de gloria deportiva, deseos de dinero, de comprarles una casa a sus padres, de conseguir parejas sexuales, de salir en TV, todo tipo de deseos.

Analizar la formación de atletas desde las ciencias sociales abarca entonces un conjunto de elementos que atraviesan una práctica que se presenta antes que nada como deportiva, que posee como valores principales la victoria y el éxito y que tiene como organización central a los clubes de fútbol, espacios que en general asumen que son responsables de la formación de los jugadores “como personas” pero que no dudan en desprenderse de ellos si no demuestran el rendimiento esperado.

A partir de observar el mundo de la formación de futbolistas desde nuestros respectivos espacios académicos (la Universidad Nacional de San Martín en la Argentina y la Universidad Autónoma Metropolitana de México) y de conseguir una beca de la FIFA, en los últimos años realizamos tres investigaciones, en la Argentina, en Francia y en México, siempre con futbolistas de entre 15 y 17 años. A continuación, compartimos tres de los ejes principales de esas investigaciones: las trayectorias sociodeportivas de los jugadores, el rol de los clubes de fútbol como promotores de saberes y sentidos, y el lugar que ocupa el dinero en el proceso formativo.

Trayectorias deportivas: la gestión social del talento

¿Cómo nace un jugador de fútbol? ¿Dónde se origina el deseo de un chico por ser futbolista? Nuestra investigación expone una certeza: el ser futbolista es una construcción social. Jugar con los padres, en el colegio, en escuelitas de fútbol o en la calle, recordar las historias de padres o familiares futbolistas o mirar el fútbol por televisión son algunos de los elementos que condicionan las primeras experiencias de un niño con el deporte. Nada de otro mundo, excepto cuando observamos que en muchos casos ese “juego” infantil es relatado por los chicos como un entrenamiento sistemático, en el que junto a sus padres practicaban el pase con cara interna, la gambeta o el remate. O en aquellos casos en que los chicos dicen no haber sido talentosos ni sentirse atraídos por el fútbol, y sin embargo el padre (la figura paterna aparece como central en los relatos) insistió hasta que ellos comenzaron a sentir “la pasión” que hoy los lleva a entrenar a diario.

En algunos casos los jóvenes sostienen su práctica sobre la idea de que nacieron talentosos. En otros, sobre el esfuerzo que realizan desde la primera infancia. Entre los primeros hay una frase recurrente: “[cuando era chiquito] jugaba con chicos más grandes”. La idea es que ya desde pequeños marcaban una diferencia respecto de sus pares, presentándose a sí mismos como poseedores de un don “natural” para el fútbol que habilita y justifica su ingreso a los clubes para desarrollar la carrera de futbolistas.

En Estudiantes de La Plata, club con el que trabajamos en la Argentina, el 70% de los chicos entrevistados era del interior del país y solo 30% provenía de ciudades o barrios cercanos al club. En Olympique de Marsella, club francés donde también realizamos trabajo de campo, la cifra era simétricamente opuesta e incluso la cercanía de origen era una política de reclutamiento, ya que se consideraba que no era beneficioso reclutar a chicos menores de 15 años que viviesen a más de 50 kilómetros del club debido al estrés que les provocaba el destierro.

Sin embargo, en el recorrido entre la casa paterna y el club suceden muchas cosas. Entre los jugadores de Estudiantes el 80% había pasado por un promedio de tres equipos antes de llegar al club. En algunos casos jugaban campeonatos con adultos, se probaron en tres o cuatro equipos de Primera División con o sin éxito e incluso fueron objeto de transacciones comerciales por sus transferencias. Las historias devienen complejas y cargadas de experiencias que estructuran representaciones, modos en que ellos hoy miran y vivencian el fútbol.

Observemos el siguiente relato de un chico mendocino que en 2012 arribó a Estudiantes de La Plata, y que permite ilustrar algunas de las formas en que los jóvenes se desarrollan.

“–…a mí me daba miedo antes, jugar. (…) Mi papá me contaba que yo fui a una escuelita y un entrenador mío me gritaba, y yo me asusté y me largué a llorar y no quise jugar más al fútbol por un mes (…) [El entrenador] me gritaba para mi bien, porque mi papá lo conocía, y no me acuerdo yo, porque era chiquito, tenía cinco años ponele. (…) Mi papá me apoyaba, nada más, me apoyaba. Después me intentó decir ‘no tenés que tener miedo, lo hace por tu bien’ (…) Allá jugaba en una escuelita (…) yo tenía seis años y me ficharon a escondidas para que yo pueda jugar con los ’97 [jugadores dos años más grandes]. (…) el club puso plata a la Liga [hizo un soborno] para que pueda jugar. Porque si no yo no podía jugar, por el tema del seguro (…)
–¿A los siete años ya tenías pase?
–Claro, ya tenía pase, ya tenía un contrato y el pase, y el pase era del club y no me lo querían dar. Y mi papá tuvo que pagar. El pase era en esa época como 1.500 pesos, y era mucha plata en esa época, año 2006. Y mi papá (…) terminó pagando como doce pelotas y cuatro juegos de pecheras (…) para que me dieran la libertad, si no, no podía jugar en el torneo. (…)”.

Entonces, un chico desde los inicios presionado por su padre y por el entrenador, que aprende que esas formas de presión son “maneras de apoyarlo”, que conoció que para jugar puede ser necesario pagar o incluso sobornar y que por ende su juego vale dinero. El relato continúa: con once años el chico pasó a un club provincial en el que salió campeón, el entrenador le consiguió una prueba en Newell’s Old Boys, el chico la superó y a partir de ahí debieron apelar a un representante para ir a Santa Fe, donde en un principio iba cada 15 días para no alejarse de su familia. Según su relato, en Newell’s los compañeros lo maltrataban y amenazaban con lesionarlo, o no le pasaban la pelota porque temían que les ganara el puesto. En paralelo y según su relato, el representante lo llevó a probarse a Boca, River, Banfield, Lanús y San Lorenzo, equipos en los que también fue aceptado pero a los que no se incorporó porque según su padre “era muy chico”. De ese representante su padre decidió desprenderse cuando se cumplió el plazo porque solo lo utilizaron para acceder a Newell’s, de modo que también aprendió que para crecer es posible utilizar a otros actores.

Esta historia, al igual que muchas otras que encontramos en el campo, da cuenta de la influencia de fuerzas sociales, económicas y culturales que configuran una concepción determinada del fútbol y producen representaciones sobre las que se estructura la práctica. Y también expone que más allá de las particularidades de cada trayectoria, las historias están fuertemente desligadas de cualquier linealidad, y por ende, el camino hacia el profesionalismo está cargado de astucias y estrategias subjetivas que exceden el desempeño deportivo. A pesar de que el acceso al primer contrato profesional aparece como la consumación de un proyecto compartido entre el club y el jugador, lo que prima en los relatos de estos últimos es una creciente autonomización del proyecto propio de devenir futbolistas independientemente del lugar donde se realice.

Los clubes de fútbol como productores de saberes, sentidos y valores

Una de las propuestas centrales de Michel Foucault consiste en pensar la noción de “institución” como aquellos mecanismos a través de los cuales se evita la multiplicidad de sentidos posibles. Sin embargo, para este autor el poder no solo es coercitivo sino que también es “productivo”, porque produce saberes y placeres, cierta lógica en los conocimientos que se valorizan y los que son excluidos, y en los actores que definen lo que es verdadero. Este poder se pone en juego en infinitas relaciones entre hombres y mujeres, entre padres e hijos, entre “el que sabe” y “el que no sabe”. El autor se pregunta en El poder: una bestia magnífica: “¿Qué sería del poder del Estado, el poder que impone el servicio militar, por ejemplo, si en torno de cada individuo no hubiese todo un haz de relaciones de poder que lo ligan a sus padres, a su empleador, a su maestro: al que sabe, al que le ha metido en la cabeza tal o cual idea?”.

El fútbol en general y los clubes en particular funcionan como productores de sentidos y promotores de saberes y de placeres. ¿De qué manera? En los modos que ponen en juego para que los jugadores se brinden enteramente y alcancen su máximo rendimiento. Lo interesante es que aquellos elementos que observamos en los clubes pueden ser detectados también en otros espacios de las sociedades occidentales contemporáneas.

El primero es la generación de una estructura de observación: la idea de que los jugadores siempre están siendo evaluados en su rendimiento por el cuerpo técnico, y que en consecuencia la “oportunidad” de ascender de categoría o incluso de llegar a Primera está siempre presente, latente: cualquier partido puede ser el que catapulte al jugador al estrellato. Esta noción es central entre los jugadores: para “llegar” se necesita “tener la oportunidad” pero también “aprovechar la oportunidad”. Esto tiene una contraparte, que es el incremento de la presión y el estrés, porque si cualquier partido puede cambiarles el destino de forma positiva, también puede hacerlo de manera negativa, y entonces cualquier error los puede dejar fuera de la carrera por llegar a Primera.

En segundo lugar, lo que en el club Pumas de México llamaron “lo aspiracional”, que consiste en una gestión diferenciada de los recursos materiales: para lograr que los chicos se esfuercen más, se propicia la escasez. No hay espacio en la vivienda pensión para todos, el número de fichajes es escaso, en la Argentina el salario sólo se consigue cuando se alcanza la Primera… cada club lo pone en juego a su manera, pero la lógica consiste en que incluso si hubiera recursos para brindarles a todos, por ejemplo, un juego de camisetas o un casillero en el vestuario para que dejen sus cosas, conviene no dárselos para que no sientan “que se ganaron el puesto”.

Una tercera forma de ejercer el poder y promover el desarrollo es la puesta en práctica de premios y castigos, y a partir de ahí la generación de esperanza (de llegar) y de temor (por quedar afuera). El club da muestras de que ambas situaciones pueden suceder. El gesto más claro es que si un jugador tiene un mal partido se lo excluye del once inicial en el partido siguiente. Si tiene un partido pésimo, al siguiente se lo pone a jugar en un torneo de menor jerarquía, como es el caso del Torneo Metropolitano en la Argentina. Se podría pensar que la idea es que el entrenador realiza esos cambios para mejorar el equipo, pero muchas veces las modificaciones son una estrategia pedagógica: al sacar al jugador del equipo lo que se busca es afectar su orgullo y así promover que se esfuerce más por volver a ser titular. El objetivo es también a largo plazo, al generarle al joven la sensación de que si su futuro se definiese esa semana se quedaría fuera de la carrera por llegar a profesional.

Por el contrario, si tienen buenos desempeños los suben de categoría o los hacen jugar como sparrings de la Primera. Y sin dudas, un elemento que opera como “premio” son los viajes al exterior para jugar en torneos internacionales. Allí son llevados algunos jugadores seleccionados del equipo, y esa experiencia constituye los primeros contactos con la imagen arquetípica de la vida del jugador-estrella. Para chicos que provienen de contextos socioeconómicos donde viajar al exterior no es una posibilidad cotidiana, el viaje implica además una diferenciación respecto de sus pares no futbolistas: el fútbol les permite disfrutar las mieles de ser “promesa”, y si quieren mantener esos placeres tienen que mantener el nivel de juego.

Finalmente, otro elemento es la circulación en el mundo de la formación de la idea de que “el esfuerzo” es la variable que define que un jugador llegue o no. Es la creencia democratizadora, la que los ubica a todos en la misma posición y niega los otros capitales –sobre todo el económico, social y simbólico– que permanentemente se ponen en juego. Múltiples relatos sostienen la creencia de que “pese a todo, la posibilidad siempre está”: las historias de aquellos jugadores que no eran considerados en sus equipos y que de golpe lograron demostrar su juego y ser valorados en su medida y llegaron a Primera. Entonces, a partir de aquí el club propone “no bajar los brazos” en ningún caso, incluso si no pareciera haber posibilidades de lograr el objetivo.

El rol del dinero en el proceso formativo

El dinero representa una dimensión que atraviesa el proceso de formación de muchas maneras y está presente en el modo en que los jugadores llevan adelante su práctica, pero dado que es un elemento que contradice valores tradicionales del deporte como la competitividad o el deseo de gloria, al indagar en los actores sobre esta dimensión nunca apareció como prioritaria o central en el discurso directo, aunque los jugadores sí se permitieron señalar que entre sus compañeros había chicos que “sólo jugaban por la plata”.

Esto implica que es indudable que los jóvenes han naturalizado e incorporado la propuesta económica del campo futbolístico. Pero lo que se observa es que el dinero les interesa en primera instancia como medida de su valía deportiva, entendiendo que los salarios dependen de la calidad del jugador y lo perciben como una retribución por su nivel de juego. Así, encontramos chicos que declaraban que estarían “orgullosos” si un club pagara una suma importante por sus transferencias, interpretando esta situación más como un logro deportivo que como un logro económico.

Algo que caracteriza a la formación en la Argentina es que los jugadores de divisiones inferiores no perciben un salario por su actividad: se trata de una práctica donde el dinero aparece como la apuesta de máxima. Esto no sucede así en otros países: en Francia, por ejemplo, más de la mitad de los chicos de 15 años cobra dinero por jugar, porcentaje que se incrementa a medida que avanzan en su trayectoria por las divisiones juveniles. Allí la oferta de un contrato funciona para los clubes como una herramienta de persuasión para atraer a los jóvenes prometedores, al mismo tiempo que protege a la institución de eventuales solicitudes de otros clubes para hacerse con los servicios del jugador.

Cuando indagamos entre los entrenadores argentinos acerca de si los jugadores juveniles debían o no cobrar un salario, encontramos que en gran parte la respuesta fue negativa, amparada en la idea de que una recompensa material podría limitar o mermar el esfuerzo de los chicos por llegar al profesionalismo. Esa idea se sostiene desde los entrenadores-educadores sobre una doble presunción: por un lado, que los bienes y servicios a los que se accede con el dinero desviarían a los jugadores de su foco central que es la práctica deportiva, y por otro, que el dinero debe ser un premio, algo que se gana con esfuerzo en la cancha y no un beneficio cotidiano que se acuerda en un escritorio, como señalamos párrafos más arriba en relación con la idea del “esfuerzo”.

Sin embargo, en la Argentina la inexistencia de salarios habilita una gama de arreglos económicos no oficiales que tienen al representante como tercer actor, mediando entre el club y el jugador. Muchas veces el representante se transforma incluso en sostén económico del jugador, pagándole un sueldo mensual. Estos acuerdos son privados y se realizan entre partes, amparados en el menor control que impone la legislación argentina de deporte amateur, lo que deja a los actores más librados a la imposición de fuerza y a la efectividad de sus estrategias. Las implicancias que esas relaciones económicas tienen en la formación es muy difícil de medir ya que la variedad de acuerdos que existen es inmensa. Pero sí cabe señalar que el sostén económico que el agente representa para algunos jugadores permite que muchas carreras no queden truncas por falta de recursos materiales. Hemos comprobado que los vínculos entre los jugadores y sus representantes tienden a ser percibidos por los primeros más como paternales o sentimentales que como mercantiles o interesados.

Uno de los objetivos de nuestras investigaciones consistió en observar la recepción por parte de los jugadores juveniles de las ideas, valores y sentidos que la institución-club desplegaba en el proceso formativo con el objetivo de promover la mayor cantidad posible de jugadores al profesionalismo. Lo que observamos es que esa recepción se produce de forma activa, y que los jugadores despliegan estrategias individuales en ese proceso. El hecho de tener un representante es una de esas estrategias, que les permite contar con un respaldo en caso de ser descartados por el club, o con una herramienta de negociación en caso de continuar en la institución.

En el campo encontramos que el tradicional placer por el deporte o el éxito de gloria deportiva no es contradictorio con el anhelo de bienestar económico o incluso de acceso a lujos. Los chicos juegan también atravesados por fantasías y por la responsabilidad de darles nuevas posibilidades a sus padres y hermanos, y la imagen de gloria deportiva condensa el haber alcanzado todos esos elementos. Pero los chicos saben que la gloria y el dinero solo llegan siendo profesionales, de allí que todos sus esfuerzos (el sacrificio físico, los alejamientos de la familia, la vida fuertemente desligada de la diversión y el ocio) se sustentan sobre ese deseo profundamente arraigado. En el mundo de la formación todo tiempo presente es vivido por los jugadores como una etapa de paso hacia la conquista del profesionalismo.

Y su objetivo máximo de “llegar” a profesionales es en definitiva un objetivo individual, más allá de que la práctica del fútbol sea colectiva. Así, sumidos en una estructura de observación permanente que les reclama “mostrarse” y “destacarse”, exponiendo en cada partido que son superiores a sus compañeros y que tienen condiciones para seguir ascendiendo, no es extraño que las imágenes de éxito entre los jugadores jóvenes sean predominantemente individuales y pocas veces estén asociadas a sus compañeros o al equipo.

Autorxs


Federico Czesli:

Magister en Ciencias Antropológicas por la Universidad Autónoma Metropolitana de México-Unidad Iztapalapa y Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires.

Diego Murzi:
Magister en Sociología por la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de Paris. Licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires. Becario doctoral de CONICET IDAES/UNSAM. Vicepresidente de la ONG Salvemos al Fútbol.