Los sentidos del boxeo

Los sentidos del boxeo

El boxeo es una disciplina con una extensa trayectoria en nuestro país. Esto puede verse reflejado en la cantidad de medallas olímpicas aportadas por este deporte a lo largo de la historia de los Juegos. Pero, ¿por qué elegir un deporte en el cual las personas se golpean? ¿Cómo se soporta el dolor de los golpes recibidos? ¿Cómo es la participación de las mujeres en este mundo? En las próximas páginas, esta experiencia contada en primera persona.

| Por Verónica Moreira |

Desde hace varios años tengo una deuda pendiente: estudiar algún aspecto relacionado con el boxeo. Desde hace tiempo, miro peleas por televisión buscando un tema para investigar. También asistí a festivales organizados por el Sindicato de Camioneros durante mi trabajo de campo en el club Independiente. Mi experiencia se limitó, todas las veces, a mirar atentamente sin comprender con detalle qué estaba sucediendo en el ring. No obstante, tenía algunas preguntas iniciales: ¿por qué aquellas personas habían elegido un deporte de combate en el que se batían a duelo con los puños? ¿Por qué elegir un deporte en el que los golpes producían lesiones en el rostro y dolor agudo en el cuerpo? ¿Cómo los atletas soportaban el dolor de los golpes recibidos? ¿Cómo soportaban el dolor de la derrota? ¿Por qué las mujeres practicaban este deporte? ¿Cómo habían hecho ellas para participar de ese mundo?

Con la única certeza que tenía –la de estudiar este deporte– me dirigí en el mes de abril de este año a un gimnasio ubicado en el barrio de Chacarita (ciudad de Buenos Aires), invitada por otra antropóloga que generosamente quiso compartir su espacio y experiencia. Con el comienzo de la práctica sobrevino una nueva perspectiva: la de la comprensión de un deporte complejo, cuya precisión técnica y coordinación son esenciales. El gimnasio funciona en el primer piso de la sede social de un conocido club de fútbol. Dicha institución nació de la mano de este deporte en 1906 y, como otras instituciones del mismo estilo, sumó a lo largo de su historia distintas actividades y disciplinas de carácter amateur. Hoy, en la sede social se practica natación, taekwondo, gimnasia aeróbica, ajedrez y boxeo.

Si quería escribir algo sobre boxeo debía involucrarme poniendo mi propio cuerpo en el aprendizaje. Los antropólogos sabemos que si queremos conocer un fenómeno desde la perspectiva de sus protagonistas debemos “estar allí”, observando y participando de las actividades de su cotidiano. Creí –aún creo– que practicar este deporte fue la mejor vía para comprender las características y sutilezas de una disciplina que conserva una extensa trayectoria en nuestro país. El boxeo es el deporte que hasta el momento ha dado la mayor cantidad de medallas para la Argentina en los Juegos Olímpicos.

Me presenté como antropóloga y le expliqué mi interés al profesor del gimnasio, una persona respetada y distinguida en el club. Dije algo así como que quería “conocer y escribir sobre boxeo” pero que antes debía saber de qué se trataba. Si bien durante la segunda clase el profesor le dijo jocosamente a un alumno que me estaba explicando algunos movimientos: “Bueno, dale, explicale qué tiene que hacer así salís en la nota” (es común que a los antropólogos nos confundan con periodistas), no volvió a comentar nada sobre –ni a preguntar por– mi trabajo. Al entrenador no le importó mi presentación, pues me incorporó como una alumna más en el grupo de hombres y mujeres de distintas edades, con o sin trayectoria deportiva, de distinta contextura física, que él entrenaba a diario.

Emprendí el desafío pese a la ansiedad y vergüenza que me generaba ir al gimnasio. No me resultaba natural ingresar a ese mundo de nuevas relaciones, dominado por la presencia de hombres jóvenes, siendo una mujer adulta y de pequeña contextura. Olvidando todos los manuales de antropología en rededor, durante las primeras semanas pensé que lo mejor era pasar inadvertida llevando al mínimo el contacto verbal, visual y gestual con mis compañeros y pocas compañeras del lugar. Quise mantenerme al margen (hacerme invisible para no afectar –ni ser afectada por– el entorno) sin registrar, entre otras cuestiones, que el profesor me explicaba los ejercicios a viva voz frente al resto de los alumnos. Pensé ingenuamente que la estrategia había dado resultado hasta que comprendí que estaba atrapada en la trama diaria de chismes y ejercicios. Caí en la cuenta, además, cuando noté que los cuerpos –el mío también– tomaban el centro de la escena trotando, saltando, respirando, transpirando.

Pese a las dudas e inseguridades, continué con el emprendimiento. Comprendí con el tiempo que el estilo de enseñanza del profesor, caracterizado por el rigor y la exigencia, no estaba destinado únicamente a mí, sino que se extendía para organizar el entrenamiento de todos los alumnos del gimnasio. El trato al inicio fue distante. El profesor me trataba de “usted” y me llamaba de muchas maneras, menos por mi nombre. Decía “ella”, “chiqui”, “chica”. ¿Pagué mi derecho de piso? Sí, pagué. Pasé con éxito una etapa en la que no tenía nombre, en la que realizaba la entrada en calor y el estiramiento del final sin la parte técnica, en la que entrenaba sola, sin guantes, con tiempos muertos durante los cuales no sabía qué hacer. Pasé la etapa en que otros abandonan porque se aburren. Sorteé ese limbo. El cambio de postura del profesor sobrevino cuando incrementé la frecuencia de la práctica por semana. Cuando mostré que estaba comprometida.

A diferencia de otros lugares de entrenamiento recreativo y profesional, el gimnasio donde practico “es una escuela”. Allí no asisten boxeadores profesionales. El objetivo es “la formación”, es decir, la enseñanza del deporte. Dicen algunos alumnos que el profesor pertenece a la “vieja escuela”, esto es: a una escuela donde la asistencia regular y el entrenamiento disciplinado funcionan como pilares del aprendizaje. Ambos valores se estiman tanto o más que la destreza física.

¿Cómo es la enseñanza y el aprendizaje del boxeo en este gimnasio?

Los alumnos quedan en silencio, momentáneamente abstraídos del entorno. No obstante, el gimnasio no es silencioso. Su sonoridad entremezcla el repiqueteo de las sogas, los pasos en el ring y piso de cemento y goma, el choque de mancuernas en el espacio de guardado, los golpes en las bolsas y la rueda, la respiración y los gemidos del último esfuerzo, el choque entre guantes y guantines. El timbre del reloj marca el tiempo de ejecución de los ejercicios y el posterior período de descanso (3 minutos de trabajo por 1 de recuperación). La música, que el profesor controla celosamente, se integra a la práctica (cuando el sonido se usa para realizar un movimiento corporal a su compás), o permanece como un telón de fondo (la música está ahí pero no se escucha).

El diálogo interno, sin palabras habladas, se interrumpe con las órdenes, comentarios y correcciones del profesor, cuya voz y presencia se hacen notar. Las conversaciones animadas, de varios minutos, las inicia él con cualquiera de los presentes. Otras conversaciones están protagonizadas por los alumnos con más trayectoria y/o los que tienen una relación de confianza con el instructor. Si se arman conversaciones espontáneas entre los alumnos más nuevos, estas son breves y duran como máximo lo que dura una tarea (enrollar las vendas, vendarse las manos, estirar las piernas, trotar). Estas charlas improvisadas y breves suceden, con frecuencia, durante las etapas del comienzo y final, casi nunca durante la enseñanza de “la técnica”, en la que los ejercicios deben realizarse de manera continua para cumplir los tres minutos que marca el reloj.

Las conversaciones son limitadas no solo porque la mirada del profesor las inhibe sino también porque el entrenamiento requiere de una respiración adecuada para acompañar el esfuerzo físico.

La clase es exigente y dura aproximadamente dos horas. En ese contexto de exigencia y vigilancia, el cuerpo y la palabra son centrales en el proceso de aprendizaje. Las palabras se dan en simultáneo con la exposición corporal del ejercicio. En particular, aprendo mirando y escuchando al profesor y a mis compañeros. Miro, escucho e imito. Por momentos, la explicación de los otros y/o mi mirada se detienen en alguna parte del cuerpo, que en ese instante se transforma en un cuerpo en disección. Me detengo en el pie, el puño, el brazo. En silencio, de manera introspectiva, sin palabras en voz alta, me muevo recordando y analizando las imágenes que quedaron de la explicación gestual y verbal. Pienso y recuerdo. Pero se da un proceso de recuerdos y olvidos. Trato de recordar las sugerencias para no redundar en errores (mantener la guardia alta, no anticipar el golpe, sacar los golpes desde el mentón, girar el talón). Corrijo y, en ese devenir, suceden otros descuidos (me olvido, por ejemplo, de acompañar los movimientos con la respiración). Frente a mi cara de frustración, el profesor agrega: “La práctica hace a la perfección”. Después de un período de práctica insistente se produce –o no se produce– el gesto incorporado. La incorporación se manifiesta cuando el movimiento resulta “natural”.

Las metáforas son habituales y ayudan a comprender el “cómo” de la consigna. Cuando el profesor me enseñaba “el cross” con la mano izquierda, me dijo: “Tirá como si cortaras el aire con una sierra”. También ayuda saber el “para qué”. Por ejemplo, durante la entrada en calor hacemos trabajos de “cintura” que se transforman en una defensa en el futuro. La conceptualización del movimiento pensando su finalidad ayuda en el proceso de aprendizaje.

Es parte del entrenamiento entrar en contacto con las texturas de las vendas, los guantes, los cabezales, que pueden generar confort y/o incomodidad. Como todo deporte de contacto, el roce con los cuerpos de los compañeros es habitual. Realicé mi primer “guanteo” con un compañero experimentado. Debía “tirar” golpes “rectos” con ambas manos, y él procurar la defensa con un “quite” y “bloqueo”. Tímidamente, fui adaptándome al objetivo. Invertimos los roles, mi compañero también “tiró” y sentí la presión de su puño en mi mano derecha, hasta que llegó, finalmente, en mi experiencia vital el golpe sobre mi mentón.

El entrenamiento se realiza en un ambiente poco ventilado pese al corredor de ventanas en el salón. Los cuerpos elevan su temperatura, y hasta en los días más fríos, transpiraban sin cesar. El profesor, no obstante, mantiene las ventanas cerradas porque cada uno “tiene que buscar su propio aire”. Esto da como resultado una atmósfera cargada de olor a encierro, objetos transpirados y poco ventilados, y olores corporales.

Quiero destacar, para finalizar, tres dimensiones como resultado provisional de este aprendizaje que lleva pocos meses. En primer lugar, identifico la constitución de una dinámica colectiva para el funcionamiento de un deporte que es individual. Si bien, como dice el profesor, “cada uno perfecciona su técnica”, “corrige cuando se equivoca”, el entrenamiento genera momentos de cooperación, intercambio y solidaridad. La ayuda de los compañeros es central en este proceso, no solo porque los más experimentados corrigen las posturas de los novatos, sino también porque cuando hay contacto físico en ejercicios de ataque y defensa, los integrantes de la dupla deben medir su fuerza para no lastimar al compañero. Cuando el profesor dice “hablen con el compañero”, lo hace porque el que defiende debe estar atento a la combinación de golpes del que ataca. Si uno “tira una combinación” determinada, el otro debe procurar una defensa apropiada para repeler los golpes. En los guanteos es importante “bajar la emoción” y “respetar al compañero”. El profesor está atento a los gestos excesivos. Al mismo tiempo, frente a esta vigilancia también se dan momentos efímeros de miradas y risas cómplices cuando los ejercicios no salen a la perfección y/o cuando efectivamente entra un golpe en la humanidad del que acompaña. Desde luego que, en este contexto, hay una jerarquía que lideran los alumnos con más trayectoria y/o más destreza. Este aspecto se percibe en la división de tareas y exigencia de los ejercicios.

Otro aspecto relacionado con el entrenamiento en este gimnasio fue la sensación de pertenencia. El paso desde la sensación de sentirme una persona ajena y extraña a ser parte de una grupalidad se dio de manera progresiva. Noté que era incluida cuando algunos compañeros –el ambiente es mayormente masculino, en ocasiones soy la única mujer– comenzaron a cruzar conmigo miradas y palabras; el profesor comenzó a llamarme por mi nombre y me sumó a ejercicios más exigentes con otros alumnos.

Un punto final para señalar es la relación de género. Mi impresión es que en este contexto sí hay actitudes distintas hacia las mujeres que se dan cuando en los guanteos los hombres pegan suavemente, controlan su fuerza. También hay comentarios que marcan a las mujeres con ciertos lugares comunes (las mujeres son novias, esposas, madres). Por ejemplo, en mi caso, el profesor me imaginó como “novia” de un alumno del gimnasio. Y, con el tiempo, sin mediar conversación, me preguntó “si tenía una hija/un hijo”. O sea, me imaginó como una mujer heterosexual y una posible madre. Recordé la experiencia cuando estaba con los hinchas en el estadio y me preguntaban qué pensaba mi novio sobre mi trabajo con ellos. No obstante, lo que pienso es que en este deporte –que está asociado a la fuerza, la potencia, la resistencia– las mujeres participan más allá de lo que convencionalmente está relacionado con su género; participan de acuerdo con su compromiso y disciplina a la par de los hombres. Todxs son alumnos del gimnasio.

¿Por qué escribir esta descripción? Porque es una manera de reflexionar sobre mi ingreso, presentación y experiencia como investigadora en un mundo construido y constituido históricamente por hombres. Porque es la etapa inicial de un proceso de investigación que va a durar varios años. Esta primera etapa se caracteriza por el descubrimiento de un conjunto de prácticas, relaciones y valores no conocidos. Quise además ubicar mi propio cuerpo –y el de mis compañeros y compañeras– como un “lugar” de experiencias emocionales y sensoriales desde el cual comprendemos e investigamos el mundo que nos rodea.

Autorxs


Verónica Moreira:

Investigadora CONICET – Docente UBA. Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, UBA.