Prefacio

Prefacio

| Por Horacio A. Feinstein |

El capocómico Tato Bores repitió a lo largo de muchos años un ya clásico refrán porteño, de autor anónimo: “Vivir se puede, pero no te dejan”. Buenos Aires (BA) no existe, decía Marcel Duchamp hace un siglo atrás después de haber vivido un año en ella. Sobre la misma urbe, Ricardo Piglia advertía una tensión entre una ciudad real –que es una ciudad negada, negativa, una ciudad invadida, un oxímoron: es una ciudad bárbara– y la que se le contrapone: una ciudad imaginaria, futura, ausente, que en verdad es una ciudad extranjera: es decir, Buenos Aires como París o como Nueva York. Mujica Lainez afirmaba que el primer canto que inspiró Buenos Aires es un canto de amargura, de hembra traidora que mata a sus maridos.

Buenos Aires –y con ella la nación y la literatura nacional– se funda en la contradicción entre una realidad que se niega a la vez que se la describe.

La vida en la ciudad de BA ya no tiene más buenos aires (si es que alguna vez los tuvo), ni tampoco el ritmo apacible que hasta el último cuarto del siglo XX daba lugar a la vida en los cafés, desde donde los porteños arreglábamos el mundo y establecíamos nuevas cosmogonías. No solamente han pasado varias décadas desde entonces sino que –a semejanza de casi todas las grandes urbes del planeta– la vida cotidiana porteña (de Buenos Aires) se ha tornado insufrible; los actuales caffees (sic) porteños son meros lugares adonde hacer negocios o de encuentro para ir a hacer negocios.

Buenos Aires es cada vez más un territorio caro donde vive gente adinerada y adonde llegan personas de los cuatro puntos cardinales para hacer dinero y para gastar dinero. Últimamente, muchos barrios y actividades han sido reconfigurados para el turismo, que viene de lejos al Palermo Dead del s. XXI (antes, barrio de la Chacarita) en procura de los malevos de Borges.

Para paliar la horrenda cotidianidad urbana los porteños pudientes adoptaron la vida en barrios cerrados y countries, en zonas del conurbano bonaerense adonde suponían que alcanzarían el paraíso terrenal, rodeados de naturaleza pura (aunque prefirieron pastos exóticos, implantados), a poca distancia del centro y sin nada de edificios o molestos colectivos. Pero a poco de estar allí percibieron que estaban rodeados de “la inseguridad”. No nos une el amor sino el espanto, será por eso que la quiero tanto, murmuraba Borges en relación a la ciudad.

Cabe señalar que esta situación de Buenos Aires no es excepcional sino que es común al modo de vida urbano de las grandes metrópolis; espacios conformados por la expansión de las ciudades debido al atractivo que ejercen sobre el resto de la población de cada país. La ciudad, como espacio de encuentro cara-a-cara entre las personas, como espacio propiciador de vidas más plenas, se ha ido transformando en la inmensa mayoría de las metrópolis en territorios hostiles, violentos, casi inhumanos.

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En el presente número de Voces en el Fénix, los autores convocados para dar cuenta de esa realidad aportan desde su conocimiento y experiencia a una caracterización del drama urbano contemporáneo, particularizando en nuestro Buenos Aires contradictorio e insustentable desde variadas perspectivas sociales y humanas. Drama que podría sintetizarse en la premonitoria intuición que tuvo hace cuarenta años Italo Calvino cuando afirmaba, en Las ciudades invisibles, que la crisis de la ciudad demasiado grande es la otra cara de la crisis de la naturaleza. Recientemente, el papa Francisco se expresó en parecidos términos: no es propio de habitantes de este planeta vivir cada vez más inundados de cemento, asfalto, vidrio y metales, privados del contacto físico con la naturaleza.

Adentrándonos en la publicación, Miguel Grinberg en su nota nos recuerda que, durante los próximos 35 años, el crecimiento de la población urbana continuará y hacia el año 2050, ocho de cada diez personas del globo vivirán en ciudades. Esta veloz urbanización está alterando radicalmente el paisaje social, ecológico, económico y financiero del planeta, mientras la ciudad va perdiendo la dimensión humana.

El autor pasa a interrogarnos al respecto. ¿Qué ciudad futura deseamos? ¿Cómo podría restaurarse la virtud convivencial? ¿Hasta cuándo el mundo rural seguirá absorbiendo los detritos de la urbe y generando alimentos suficientes para poblaciones que crecen con celeridad? ¿Qué modelo cultural urge diseñar para no desbarrancarse en un “sálvese quien pueda” en el hormiguero masivo? ¿Descentralizando las metrópolis? ¿Ecologizando los campos abandonados? ¿Inventando un modelo de agro-ciudad cibernética? Sobre algo existe unanimidad, concluye Grinberg: la urbanización terrestre es inevitable. Entretanto, el abastecimiento de alimentos confiables, el agua potable, el aire puro, la vivienda, el trabajo y demás premisas de la existencia plena deben ser asegurados.

Veamos qué sucede al respecto en la metrópolis bonaerense, la Gran Buenos Aires –a la cual se refiere en su nota Leonardo Fernández–, donde apunta el autor que la urbanización (el 35% de la población del país se aglutina en menos de 1% del territorio) y las infraestructuras (realizadas en grandes cuencas hídricas de poca pendiente) han impermeabilizado la tierra en demasía, contribuyendo así, grandemente, a graves y –a veces– trágicas inundaciones que anegan periódicamente vastas zonas urbanas y periurbanas. Por encima de ello, la moderna agricultura intensiva de la macro-región platense ha reducido la capacidad de infiltración de la tierra y, para evitar excesos hídricos, utiliza canales de drenaje que en gran medida transgreden el curso natural del agua, agravando la situación cuando se producen lluvias extraordinarias. Por ello y teniendo en cuenta la urbanización creciente, la degradación ambiental y las amenazas de El Niño y el cambio climático, no solo será necesario que las autoridades públicas regulen y controlen adecuadamente esos drenajes sino que además acometan una tarea ciertamente perdedora de votos: poner en valor ambiental –restringiendo el valor de cambio de la propiedad a la condición de mantener el uso ambiental del suelo requerido por la región– a los territorios (líneas de cursos de ríos y arroyos urbanos y periurbanos, caminos de ribera, áreas deprimidas) que pueden dotar de mayor resiliencia a la zona mediante la amortiguación de excesos hídricos. A este propósito, las políticas públicas también deberán limitar a los barrios cerrados y articular las políticas de inversión en transporte público ferroviario con las de vivienda y de corredores verdes urbanos y periurbanos. En fin, concluye proponiendo Fernández, debemos “repensar la ciudad como ecosistema”.

Por su parte, Pablo Bertinat asevera en su nota que a medida que la trama urbana se hace más compleja se incrementan los conflictos socio-ambientales alrededor de la cuestión energética. Ello puede visualizarse a través de un par de datos sobre Buenos Aires que indican lo gravoso e insustentable que se ha tornado el transporte urbano de pasajeros: las emisiones de gases de efecto invernadero del transporte privado de pasajeros representan más del 75% de las emisiones totales del sector transporte, mientras que se estima que este en Buenos Aires insume a los pasajeros más tiempo de traslado que en cualquier otra ciudad de América latina. Sin duda, la cuestión energética en contextos urbanos requiere reconocer explícitamente su carácter problemático y generar los mecanismos, estructuras y recursos que permitan en un marco de participación ciudadana construir otro relacionamiento de las ciudades con su entorno. Ciertamente, toda una asignatura pendiente.

En su artículo, Pablo Sessano afirma que la ciudad no es una totalidad cerrada y autosuficiente, sino un sistema abierto que consume y degrada casi la totalidad de los aportes que demanda desde afuera de sí misma; aportes cuyo circuito de origen ha sido progresivamente invisibilizado, dificultando la comprensión de la problemática. Así la ciudad aparece ilusoriamente como una isla, en el mejor de los casos, que existe por sí y para sí. Lo cual es del todo falso. Esta falacia contribuye a mantener la creencia de que este es el mejor, el único lugar donde vivir y que sus problemas son el resultado de que todos, naturalmente, queremos vivir en él. Es pertinente entonces preguntarse hoy si la ciudad tal cual es tiene sentido o cuál sería un otro sentido posible, toda vez que ha dejado de ser el lugar del buen vivir mientras esta noción en cambio emerge en América latina sobre la base de otras tradiciones y otros paradigmas ofreciendo alternativas para habitar –morar– la tierra, estrechamente ligadas al mundo rural. En esta dirección, Sessano propone volver a conectar a la ciudad primero con su hinterland, su entorno ecosistémico no urbano más cercano, y luego con la extensión mayor y a partir de allí con otras ciudades.

Olaf Jovanovich se refiere en su nota a las inundaciones recientes de las ciudades de La Plata y Buenos Aires y advierte al respecto que (a) la ciudad no sólo es la construcción física de edificios e infraestructuras, sino que también es una red de relaciones que producen urbanidad y (b) las ciudades, como cualquier sistema complejo, son productoras de sucesos inesperados. Si la discusión sigue manteniéndose en el cuánto (que si la inundación se debió a que llovió 250 o 350 mm), sigue la nota, deberemos resignarnos a seguir hallando “el incluido y el excluido” de la historia, fábula que cada día tiene menos de los primeros y más de los segundos. Los cuántos no nos llevarán a una nueva ciudad, sino solamente a una ciudad con un poquito más de tolerancia numérica, a aguantar unos milímetros más, pero los límites siempre serán los mismos. Necesitamos cambiar la frontera, modificar la concepción de ciudad, y dentro de ella, la concepción de ciudadano, de profesional, de comerciante, de ganador y perdedor, de educación, pero sobre todo de ciudad, y hacer una ciudad democrática, segura, sustentable y socialmente justa.

A propósito de ello y de las inundaciones en la ciudad de Buenos Aires, Oscar Zuazo escribe en su nota basada en una experiencia reciente de la Comuna 15: “No se puede entender cómo un gobierno que nos trata de vecinos, no nos reconoce el derecho ciudadano a la transparencia de la información, a participar en la elaboración de planes de contingencia, y por sobre todas las cosas, a cuidar a los más desprotegidos, cuando el agua sube”.

Gabriela Massuh escribe que nuestra democracia urbana (porteña) está asfixiada de obras privadas anunciadas con grandes palabras públicas. Es momento de que el ciudadano haga ejercer sus legítimos derechos respecto de lo que legítimamente le corresponde. Para concluir: “Como si no importara la memoria, a nadie le interesa la pérdida del paisaje urbano. ¿Por qué la ciudadanía porteña es tan proclive a aceptar la destrucción de su hábitat público en un grado muchas veces escandaloso?”.

Desde una visión estructural, Silvio Schachter analiza la violencia urbana vinculando la dimensión macrosocial que estigmatiza al espacio público (otrora un lugar de encuentro de los distintos) y los barrios marginales como lugares favorecedores de la violencia con la micropolítica de lo privado, de la familia y del trabajo, señalando que existen diversas expresiones de violencia: familiar, de género, sexual y laboral. En la misma dirección, la presencia absorbente en los medios de las imágenes sobre el delito, el abuso del morbo y la crueldad, se acopla con un doble mensaje, que sin interrupción pasa del horror a la saturación de figuras publicitarias de una ciudad feliz, dedicada al placer de comprar. Permanente incitación al consumo, que se le propone a una mayoría carente de recursos, para quienes el poder ser se va amalgamando con la impotencia del poder tener. Por otra parte, continúa Schachter, dicha estigmatización de los espacios públicos conlleva a aceptar las nuevas formas que adoptan los individuos de interrelacionarse (en realidad, de desencontrarse), de formar sujetos que experimentan la vida sin sociabilidad física, cada vez más limitados al mundo virtual. El ámbito privado como refugio del espacio público (al respecto, Zygmunt Bauman dice que las redes virtuales parecen proporcionar un refugio atractivo y cómodo), prosigue el autor, no es más que una ilusión que elude el conflicto y una vez alcanzada esta situación de miedo o pánico, es que el poder filtra su oferta de seguridad y blindaje de espacios, que termina imponiendo prácticas y validando discursos, estéticas y valoraciones cuyo eje vertebrador es la producción de una narrativa disciplinante que no admite refutaciones. El hábitat ha sido rediseñado con una estética del temor, la arquitectura del miedo invade todos los actos, modifica el entorno y los recorridos urbanos que son seleccionados en base a códigos ponderados como más seguros, llegando al reparto de botones antipánico como el reconocimiento explícito de la necesidad de una terapia electrónica para enfrentar el pánico ya instalado. A su vez, dicho enclaustramiento elimina la capacidad de experimentar nuevas relaciones y ejercer una de las cualidades esenciales de la actividad humana, tal como cuestionar las condiciones existentes. Por difícil que esto parezca, vale la pena recordar a Lewis Mumford cuando señalaba, a propósito de las urbes, que la vida se nos hace tolerable sólo gracias a nuestras utopías.

La realidad del cambio climático constituye un escenario terminal en muchos aspectos frente al cual no cabe sólo adaptarse sino que el mismo debería motivar las energías hacia la transformación profunda de los patrones de producción, consumo y convivencia. A este respecto, Susana Eguia advierte en su artículo que tal como en toda ciudad consolidada, en Buenos Aires resulta muy difícil revertir lo hecho mal en razón de los costos económicos y ecológicos de la “deconstrucción”. Pero el desarrollo e incorporación de medidas de mitigación y adaptación como un elemento central de planificación deben impulsar en la ciudad proyectos y políticas de adaptación urbana sustentable, con distinto grado de aplicación de estrategias y tecnologías orientadas a reducir los procesos de presión medioambiental, entre ellas la rehabilitación bioclimática del patrimonio edificado, y la adopción de criterios bioclimáticos en las nuevas edificaciones.

Desde lo político-institucional y normativo, en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires la novedosa institución de las comunas (unidades político-administrativas en que se dividió a la ciudad) ha abierto un incipiente espacio de participación ciudadana, a partir de la Constitución de 1996. Al respecto, Pedro Kesselman advierte en su nota que ante el actual tsunami público/privado que –contraviniendo aún a las leyes orgánicas de la ciudad– está convirtiendo a Buenos Aires en una suerte de santuario del lucro, se yerguen movimientos vecinales, organizaciones no gubernamentales, ciudadanas y ciudadanos que resisten la destrucción de la ciudad que sienten como suya, logrando a veces pequeños grandes triunfos que permiten soñar con que no todo está perdido en Buenos Aires.

A su vez, Sergio Kiernan escribe en su artículo relacionado con el rescate del patrimonio urbano y del espacio público que los vecinos de Buenos Aires dejaron de creer que su ciudad, su paisaje personal, es asunto de expertos ante los que se deben inclinar y callar, incorporando otra causa al temario de movilizaciones, a la agenda política ciudadana, ya que el avance de lo privado sobre lo público en todas las esferas de actividad es alentado por el propio sector público porteño.

Desde una mirada a escala metropolitana, Artemio Abba subraya en su nota que el altísimo costo generalizado (incluyendo costos monetarios y no monetarios del viaje, por ejemplo, el tiempo de espera y traslado) de la movilidad metropolitana, que se ha venido agravando en Buenos Aires desde los años ’60, es un asunto típico de las grandes ciudades. Y prosigue señalando que, en la misma, ha crecido de manera desproporcionada la movilidad mediante el modo automotor individual en desmedro del peso de los modos masivos y públicos, lo cual recae más fuertemente sobre los sectores de menores recursos.

La dimensión metropolitana es también considerada por Horacio Feinstein en su contribución a la publicación cuando señala que de igual manera que no se puede pensar apropiadamente el sistema de transporte del área si no es en el espacio metropolitano, la gestión de basura y residuos bonaerense debería enmarcarse en esa misma dimensión espacial, prestando mucho cuidado a que la redefinición territorial en la materia se haga de una forma equitativa y solidaria (entre la Capital y el conurbano) que no implique dependencia o sumisión sino, antes bien, reconociendo las ventajas de la mutua interdependencia y de las complementariedades entre jurisdicciones políticas, que son mucho más que contiguas.

En la misma dirección, Claudia Baxendale ahonda en su nota en la mirada a escala metropolitana para señalar que con “islas” de riqueza junto a zonas de asentamientos informales, proyectos inmobiliarios que venden “paisajes naturales” –que ni siquiera son propios del sitio–, junto a zonas ambientalmente deterioradas y contaminadas, se presenta esta interfase urbana-rural con sus limitaciones pero también con sus potencialidades espaciales y ambientales que deberían ser puestas a consideración en la planificación y la gestión efectiva de su territorio.

En la misma zona de interfase urbana-rural tiene lugar la enriquecedora experiencia, en curso, de educación ambiental en el conurbano bonaerense relatada en su nota por Julieta Zamorano, la que fue iniciada como escuela experimental para la educación de los niños y al poco tiempo comenzó a transformar la vida y el entorno de los adultos, también.

La violencia ha modificado drásticamente las conductas de la población, advierte Schachter, su modo de percibir y resolver la cotidianidad y no toda la violencia es reconocida como tal. Como ilustración de ello, Koutsovitis y Baldiviezo afirman en su artículo que constituye una flagrante discriminación que tanto el GCBA como AySA (la empresa pública de agua y saneamiento) no garanticen la misma calidad del servicio (de agua potable y saneamiento) en las villas como sí lo hacen en el resto de la ciudad. La profunda distancia entre los estándares que el marco normativo establece y cómo se presta el servicio en las villas en la actualidad implica una violación al derecho humano al agua, a la salud, al ambiente, a la calidad de vida y a la igualdad.

Análogamente, Cristina Cravino afirma en su nota que recientemente, en nombre de los derechos de los habitantes (de las villas de la cuenca Matanza-Riachuelo) en condiciones ambientales vulnerables, se tomaron decisiones que implicaron relocalizaciones “exprés”, que vulneraron todos sus derechos, entre ellos a la información, a la participación y el acceso a una vivienda digna.

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Si bien es cierto que circunstancias políticas de corto o mediano plazo, así como el mayor o menor involucramiento en las decisiones por parte de la sociedad civil, pueden agravar o aliviar el drama urbano contemporáneo, existen condiciones estructurales al estilo de desarrollo vigente que hacen que las ciudades sean un ámbito privilegiado para la reproducción del capital. Así como –en procura de beneficios– el capital financiero avasalla áreas rurales y zonas cordilleranas llenas de minerales, sin importarle el concomitante arrasamiento de pueblos, glaciares o bosques, lo mismo hace con las ciudades sin importarle las consecuencias sobre la población de las mismas ni la sustentabilidad del “progreso”, llevado de las narices por la tasa de ganancia. De esta manera las metrópolis se han convertido en el punto de colisión masiva de la acumulación por desposesión impuesta sobre los menos pudientes y del impulso promotor que pretende colonizar espacio para los ricos.

Repensar la política es también imaginar cómo reapropiar los sitios urbanos para la vida comunitaria, derribar muros, recuperar el barrio, la plaza, la calle y crear nuevos espacios, donde podamos reconocernos y actuar conforme a nuestros deseos, sin que el miedo nos paralice, porque no hay opción para la humanidad fuera de las ciudades. Contrariamente, el discurso hegemónico vigente ubica al espacio público y a los barrios marginales como el sitio favorecedor de la violencia, negando así que en el ámbito privado y consolidado también acontecen innumerables expresiones tipificadas de violencia, familiar, de género, sexual o laboral.

No se trata de aferrarnos a un pasado inasible que día a día se desvanece por el mero transcurrir de las horas, sino que procuramos evitar que el insaciable afán de lucro borre de un plumazo nuestro patrimonio, nuestra historia, nuestro ambiente y, para peor, expulse gente de nuestra ciudad –como viene ocurriendo–. Queremos una Buenos Aires que vuelva a ser un crisol de etnias, de condiciones sociales y de culturas como el que pergeñó innumerables logros que fraguaron su renombre. Que no sea una ciudad más sino que sea ella, única, ni mejor ni peor; ella.

Entendemos que para esto puede ser buena guía el concepto de ciudad (metrópolis) como ecosistema. Y para evitar su irreversible deterioro deberán respetarse los límites naturales y sociales para el funcionamiento y reproducción de aquel; para ello será necesario transitar un proceso de restauración de entornos naturales y sociales que han sido avasallados (la barranca del río, barrios mixtos sin más territorios-de-primera-y-de-segunda, espacios públicos abiertos y cerrados, etc.), lo cual podría estimular una mayor convivencialidad a escala social.

Si la humanidad tiene futuro (y el derecho a anticipar el futuro, a diseñar nuestro futuro, debería ser incluido entre los derechos sociales) el mismo será muy distinto del presente. Uno de los grandes cambios requeridos es que se tendrá que sacrificar el confort en pos de la sobrevivencia. De lo contrario, los más desposeídos se enfrentarán a situaciones de creciente vulnerabilidad (por ejemplo, las consecuencias del cambio climático).

Para ello, habrá que diseñar y poner en marcha una dinámica que propicie tendencias a la descentralización, a la emigración inversa y al repoblamiento del territorio, con base en una redistribución del acceso a la tierra. Sólo en un marco de replanteamiento paradigmático acerca de nuestra forma de habitar, de ocupar el territorio y de aprovechar los recursos que la (madre tierra) naturaleza nos ofrece, que suponga una nueva ética del habitar-ser en el mundo, concluye P. Sessano, podremos concebir y conducirnos hacia otra ciudad. Resignificar la noción misma del habitar la ciudad sólo será posible en articulación con actores sociales no urbanos que tienen necesidades y visiones complementarias y representan al “otro” territorio, ese de donde proviene todo lo que la ciudad requiere para existir. Se trata de promover una dinámica que vaya socavando los supuestos instalados que ponderan como indispensables en la ciudad, nociones tales como las economías de escala, la concentración, el gigantismo, las (falsas) necesidades que justifican la permanente realización de obras y provisión de materiales e incluso innecesarios flujos energéticos y alimentarios que bien podrían sustituirse por producciones de cercanías o incluso intraurbanas; todas funcionales a la lógica de la reproducción ampliada del capital y en modo alguno a la de la reproducción ampliada de la vida.

Autorxs


Horacio A. Feinstein:

Economista político, especializado en asuntos ambientales y cuestiones urbanas. Miembro del Grupo de Ecología de Paisajes y Medio Ambiente (GEPAMA/UBA) y del Consejo Consultivo de la Comuna 14, CABA.