Políticas de salud mental

Políticas de salud mental

La promulgación de la ley de salud mental y derechos humanos ha reabierto un debate sobre las concepciones de lo normal y lo patológico, la utilización exagerada de psicofármacos y la necesidad de internación. La sistemática patologización de los sectores vulnerables de la sociedad tiene como fin el ejercicio del control permanente. Es hora de terminar de una vez con esta concepción que liga la locura a la pérdida de derechos ciudadanos.

| Por Osvaldo Saidón |

A partir de la discusión y la promulgación de la ley de salud mental y derechos humanos, se ha reabierto un debate sobre las políticas que se llevan adelante tanto por parte del Estado, como de los trabajadores de la salud mental en general.

Las concepciones en este campo sobre lo normal y lo patológico, la utilización exagerada de los psicofármacos, la necesidad de internación, las responsabilidades legales que se derivan de las internaciones involuntarias son temas de discusión y de opiniones encontradas. Es una confrontación bienvenida ya que este es un campo abierto, en devenir, sin definiciones consagradas, que se va modificando con el desarrollo de las ciencias, con las concepciones ideológicas de época y con los cambios que se generan en las costumbres y en los procesos culturales en curso.

Las decisiones que se toman, las medidas que se impulsen y los recursos que se orienten para ello, deben ser discutidos y comunicados de forma que puedan ser acompañadas tanto por los usuarios, los familiares de los pacientes y los trabajadores de salud mental en el sentido mas amplio del término.

Cuando decimos políticas, nos referimos por un lado a las acciones y las leyes que posibiliten una mejor atención, prevención y rehabilitación en el campo de la salud mental, y por otro lado, a la promoción de prácticas de inclusión que garanticen la accesibilidad, la equidad y la sustentabilidad de las acciones terapéuticas en este campo.

En ese sentido, la ley de salud mental y derechos humanos, aprobada ya hace cuatro años por unanimidad en el Congreso, es un instrumento que permite sentar las bases de este tipo de acciones y conduce a una serie de medidas que implican desde una política antimanicomial hasta una reforma psiquiátrica que debe tocar los fundamentos de muchas de las prácticas que hoy se realizan. La profundidad de la transformación necesaria ha levantado, como era de suponer, la resistencia de los sectores más corporativos (ciertas asociaciones de profesionales) y hasta el boicot de los grupos más ligados a los privilegios que les otorga un sistema de salud mental medicalizado y de tipo asilar (las diferentes instituciones de encierro y los grupos ligados a los grandes laboratorios).

Pero como decíamos antes, las políticas de salud mental ponen en evidencia que este campo es un campo de conflictos, donde se cruzan no sólo diversos intereses sino también diversas ideologías y concepciones de mundo.

La alegría, la tristeza, la salud, lo normal y patológico, los afectos, los pensamientos, la razón y la desazón no son definiciones acabadas sino un campo de debate y de experimentaciones, donde el cambio de época también juega un papel preponderante.

En el año 1998, publicamos un libro con el mismo nombre que hoy lleva este artículo: Políticas de salud mental. En esa época no hablábamos de las posibilidades de la ley de salud mental, sino de las características que una política de salud mental debería darse en tiempos de ajuste.

Allí concluíamos nuestro artículo hace ya más de 15 años con una advertencia que hoy se ha transformado en un combate posible de ser dado en el proceso de desmanicomialización que la ley propugna. Decíamos allí: “La burocracia psiquiatrizante encuentra frecuentemente entre sus empleados (técnicos, enfermeros, administradores, psicoterapeutas) la mano de obra dispuesta a darle sentido a toda esa rareza institucional que se genera alrededor de la locura considerada exclusivamente como enfermedad mental. Rareza que cuando deja de tomar la forma del asilo represor del electroshock y las rejas, toma las características de campos de rehabilitación para drogadictos, viejos, anoréxicos, donde se reactualiza la misma ideología asilar. Las buenas intenciones que mantienen la sobrevivencia de los manicomios, y las diversas estructuras asilares no pueden dilatar más la necesidad de acabar de una vez por todas con esa política absurda que termina ligando la locura a la pérdida de los derechos ciudadanos”.

Es por eso que la consigna ya antigua que dice que el problema no es el manicomio como institución sino el que llevamos en nuestras propias cabezas, mantiene siempre su actualidad.

Terminábamos diciendo: “Nuestros programas deberían estar orientados también a contraefectuar la producción de posiciones ambivalentes que las políticas de ajuste promueven en nuestra propia subjetividad”.

Esta demora que hoy persiste con una ley aprobada y reglamentada muestra la existencia de posiciones ambivalentes en relación a las transformaciones necesarias para llevar a cabo, por ejemplo, el cierre definitivo de los manicomios. Es llamativo que las intenciones que llevaba esta política, de terminar de una vez por todas con los manicomios, ya se ha trastocado en una reglamentación que posterga el cierre de los mismos para el año 2020.

Son tres las cuestiones que deben tenerse en cuenta si queremos encarar una verdadera reforma de la salud mental y en todas ellas debemos tener en cuenta el sujeto social que es el destinatario y hacedor de esta reforma.

Las cuestiones son predominantemente el sistema de atención, y rehabilitación, las acciones de prevención y atención primaria, y la formación.

En ese sentido, las acciones a encarar van mucho más allá de la sanción de una ley y de la presencia más o menos activa del Estado en la promoción y defensa de su aplicación.

En estos años hemos visto con cierta inquietud la desimplicación y el desinterés que grandes sectores directamente afectados por esta cuestión han mostrado en relación al tema. Esto abarca a los profesionales de la salud, a los funcionarios, e incluso a muchos de los usuarios que siguen todos ellos aferrados a las características que cierta tradición psiquiátrica-asilar y medicalizante le ha impuesto al campo de la salud mental.

La problemática de la seguridad que se viene imponiendo como paradigma dominante en relación a la conflictiva social ha retrotraído la discusión a temas más ligados a cuestiones legales, como los diagnósticos de peligrosidad, de adicción o de inhabilitación; con la presencia dominante de peritos especialistas orientando los diagnósticos e indicando los tratamientos a manera de sentencias a ser ejecutadas.

La discusión de estas cuestiones desde una perspectiva de los derechos humanos es un adelanto en relación a cómo se pueden reenfocar estos temas, posibilitando un cuestionamiento de ciertas prácticas y el desarrollo de nuevas y originales experiencias comunitarias y de prevención en salud mental.

De lo que se trata desde una perspectiva de los derechos humanos es de conquistar una restitución de la ciudadanía a aquellos que han sido históricamente catalogados como enfermos mentales y sus diferentes derivaciones: locos, adictos, débiles, perversos, etc.

Pero la cuestión de la ciudadanía, como decíamos antes, implica una discusión en una democracia participativa, de toda la diversidad que se expresa en el devenir social. La tendencia mediática hacia los binarios de bueno-malo, corrupto-decente, enfermo-normal cada vez se expande más en un discurso de la frivolidad, que hace que los sectores más responsables por esta situación actúen movidos más por cierto tipo de pensamientos binarios que por una idea de la complejidad que está presente en todas las acciones que se realizan en el campo de la salud mental.

Me referiré brevemente a nuestra pequeña historia en este campo, que comienza allí por los años ’60 y que al cumplir más de 50 años, nos muestra hoy la necesidad y las dificultades de hacer valer una ley aprobada casi por unanimidad en el Congreso. Han aparecido renovadas resistencias desde los mismos sectores que siempre, de algún modo, quisieron que nada pase, o en todo caso que sólo cambie algo para que en realidad nada cambie. Este gatopardismo que viene siempre acompañando todo tipo de reformas en nuestro campo, hoy es sustentado básicamente por los sectores mejor consolidados en el campo de la ciencia médica. Las asociaciones profesionales, la industria farmacéutica, el campo académico, y hasta los alumnos y los pacientes. El desafío es entonces crear una masa critica, y promover una comunicación, para llevar una verdadera reforma psiquiátrica que nuestra historia en este campo se merece.

En nuestra historia la construcción de una política de salud mental más equitativa, más democrática y sobre todo más inventiva, estuvo ligada al debate político cultural que se vivía en la Argentina de los años ’60 y ’70.

Luego, fue en los finales de los ochenta, con el retorno a la democracia, que se volvieron a plantear cuestiones como la salud popular o las residencias interdisciplinarias, como un modo de reponer algo de aquello que quedó interrumpido por la barbarie de la represión y del terrorismo de Estado.

Es por eso que esta ley de salud mental y derechos humanos es hija de esas luchas y es en ese sentido que debemos entender el concepto de lo antimanicomial en nuestra cultura.

El entusiasmo que se desplegó en los años ’70 y en los ’80 en las políticas antimanicomiales dio lugar a experiencias todavía fértiles tanto en Latinoamérica como en Europa. Experiencias pioneras como las de Trieste Santos y Río Negro, para citar sólo aquellas que más influencia tuvieron entre nuestros compañeros y colegas. Eran trabajos que invitaban no sólo a cambiar las cosas sino a cambiar las propias vidas.

Digamos entonces de lo que se trata cuando hablamos de cambio en relación al poder: nos referimos a intervenciones micropolíticas que actúen sobre el tejido institucional que organizan y dan sentido a nuestro cotidiano.

La experiencia en diversos lugares donde se encararon profundas reformas psiquiátricas demuestra que en el campo de la salud mental no basta con intenciones progresistas o intentos humanizadores de las prácticas. Hay una radicalidad del pensamiento, una necesidad de subvertir las ideas tradicionales sobre el significado de la cura y de la peligrosidad que debe llevarse adelante para no caer en la situación de que algo cambie aparentemente para que en lo esencial todo siga igual. Es imposible pensar el movimiento antimanicomial si no es junto a los diferentes movimientos sociales que vienen haciéndose lugar en nuestra contemporaneidad; desde los movimientos de liberación de la mujer y de liberación homosexual, hasta movimientos de los sin tierra o los diferentes movimientos contra las violencias discriminatorias.

Seguimos observando que la política asilar pude ser criticada a partir de una ley y por las reglamentaciones de funcionamiento de los servicios pero el manicomio persiste en la cabeza tanto de los usuarios como de los atendientes, e incluso en aquellos que se colocan en el lugar de los científicos.

Toda una política de buenas intenciones, de realización de cuidados, de preocupación por la situación social de los internados, a veces sin proponérselo, ha servido de argumento para mantener el statu quo y postergar la realización de nuevas experiencias. Esto ha sido aprovechado por las corporaciones médicas y o sindicales y por los laboratorios, para no ceder sus privilegios de ser quienes deciden y usufructúan los beneficios económicos que rinde una cierta política sanitaria en este campo. Todo esto a pesar de que ha sido más que demostrado que la relación costo beneficio en la atención psiquiátrica mejora sensiblemente con las políticas antimanicomiales.

La caracterización de los sectores más diversos: drogadictos, suburbanos, extranjeros, sin trabajo o sin tierra, como grupos de riesgo, muestra la crueldad que se puede desatar cuando se califica de patológicos los conflictos sociales que se suscitan. Esta patologización tiene como fin el establecimiento de un control permanente, traducido muchas veces en acciones sanitarias y pedagógicas que acaban arrojando al residuo de la segregación a sectores cada vez más amplios de la población. Hoy entonces, cuando a la salud mental se la liga a los derechos humanos y a una recuperación de la ciudadanía, tenemos ocasión de revertir este proceso y dar a las prácticas de salud un destino que contribuya a la producción de una subjetividad más inclusiva y solidaria. Pero no faltan los que aprovechan la preponderancia que toman las cuestiones de seguridad en las grandes ciudades para proponer acciones regresivas, y protegerse así de las consecuencias que implicaría dejar cierta hegemonía del poder psiquiátrico moralizante y correr los riesgos de enfrentar la vida de nuevos e impensados modos.

La caída de los ideales de transformación social, y las llamadas políticas realistas o posibilistas que se vienen pregonando, contribuyen a la gestación de esa voluntad de nada, a la que Nietzsche mencionaba como característica del nihilismo de la modernidad.

En ese sentido la promulgación de la ley, las políticas que recomienda, el cambio de paradigma que propone en relación a la internación y la interdisciplinaridad, abren la posibilidad de un debate renovado sobre cuestiones que pueden devolverles incluso a los propios trabajadores de la salud mental un sentido novedoso y un entusiasmo sobre su labor, llevándolos a experimentar más allá de las tradicionales fórmulas psicoanalíticas o medicalizantes. Se inaugura para los jóvenes profesionales una serie de prácticas que van desde desenvolver experiencias de salud mental en los hospitales polivalentes junto a todas las otras especialidades, a plantear nuevos modos de formación y prácticas cada vez mas democratizantes y comunitarias, junto a los usuarios y los familiares.

Claro que esto sólo se conquistará si la decisión política del gobierno acompaña esta ley a través de una reasignación de los recursos, y cuidando y afirmando con nombramientos, con recursos económicos y política comunicacional cada una de las cuestiones aquí planteadas.

En estos tiempos, por otra parte, la sociedad civil, sus grupos, sus instituciones, tienen una ocasión de retomar el optimismo de la acción ante el pesimismo de la razón, como decía Franco Basaglia, que lideró el movimiento antimanicomial en Italia y contribuyó a expandirlo por el resto del mundo.

No nos falta teoría crítica en este campo. Hoy de lo que se trata, y ese es el desafío, es de la construcción de los dispositivos que posibiliten una expresión de las subjetividades en curso.

Conocemos a la sociedad en tanto objeto disciplinario y estructura institucional. Pero lo que está en juego es ese otro social no reductible que está presente en inconmensurables historias de vida cotidiana, en instituciones, comunidades, grupos y espacios instituyentes.

Hoy hay decenas de redes, de frentes de salud mental nacionales y o regionales atentos a la aplicación de dispositivos de transformación y asimismo vigilantes ante las regresiones y la resistencia al cambio que esta política genera. Sabemos básicamente que el poder es local, es territorial, es un micropoder y de esa característica obtiene su eficacia.

Entonces es allí donde debe ser enfrentado, cuestionado, desviado, en la búsqueda y promoción de nuevos sentidos que saquen a la idea de salud mental de la cronicidad a la que fue condenada. En la creación de contrapoderes localizados, en innumerables experiencias de economía social, de frentes de artistas, es donde la vida podrá encontrar otras formas de expresión que eviten el estigma y el diagnóstico patologizante. Es tarea de los funcionarios detectar estas posibilidades, apoyarlas; es nuestra tarea ayudar a devolver el entusiasmo por una actitud que lleve a pensar la propia vida y la de nuestros semejantes en toda su diversidad y expandirla, como dicen nuestros hermanos brasileños en su reforma sanitaria, “sin miedo de ser feliz”.

Por ultimo queremos observar que la pata jurídica que lleva esta ley se viene desarrollando más y mejor que la propiamente ligada a la salud. En ese sentido es importante ligar las iniciativas de reforma en el campo de la salud mental a las transformaciones en el campo de la salud en general. Hago mías en ese sentido las afirmaciones hechas recientemente por nuestro maestro Mario Testa en el reportaje que se publica en este mismo número, en relación a las dificultades de implementar políticas de transformación en salud. Allí dice: “Me parece que uno de los principales problemas que enfrenta el campo de la salud es que la temática general de la salud no está en la agenda del Estado (ni del nacional ni de la provincia de Buenos Aires, ni de la CABA, y tampoco de los otros Estados provinciales). Y eso no es sólo responsabilidad de los respectivos gobiernos (aunque tienen mucho que ver con eso) sino también de todos/as nosotros/as, que no hemos sabido o no hemos podido (y en algunos casos tal vez no hemos querido) hacernos cargo del asunto”.

Mas adelante afirma en relación a la producción de nuevos sujetos sociales: “Esa función sólo puede realizarse en el espacio público que es el espacio de construcción de la historia; sin ella la vida no tiene sentido. Cuando estas ideas se hacen carne en nosotros, están dadas las condiciones ¡por fin! para que emerjan los sujetos que pueden trascender los espacios individuales y los núcleos de reconocimientos corporativos sectoriales para dar lugar a miradas y acciones que integren a los otros, los distintos o los que el sistema deja por fuera”.

El modo de ir creando una subjetividad que permita introducir estos cambios es colocarnos cada vez más en el lugar de los usuarios del sistema de salud, implicarnos en los problemas en que se encuentra la gente en relación a sus angustias, la violencia de su cotidiano, la precariedad de sus vínculos, y potenciar respuestas con dispositivos que ya desde hace tiempo son transitados en los más diversos lugares.

Autorxs


Osvaldo Saidón:

Medico psicoanalista. Analista institucional. Docente universitario en universidades de Brasil, Argentina y Bolivia.