Poderes e impotencias de las elites en la Argentina

Poderes e impotencias de las elites en la Argentina

Nuestro país, como todos, presenta grupos que ocupan posiciones de privilegio respecto de distintos recursos. Una perspectiva no reduccionista es capaz de incluir los elementos de heterogeneidad, indeterminación y contingencia que subyacen en este evidente predominio de determinados sectores por sobre otros.

| Por Mariana Heredia |

Una verdad fastidiosa

Cuando las desigualdades sociales recrudecen, vuelve la denuncia contra las elites e incluso la exigencia de que rindan cuentas por su suerte. Es que las distancias que se naturalizan en momentos de calma y prosperidad pueden ser escandalosas cuando arrecia la crisis. Al menos en la Argentina, la plasticidad del término elite permite que la crítica sea ecuménica y abarque tradiciones opuestas. Desde una sensibilidad de izquierda, el foco del encono suele dirigirse a quienes concentran la riqueza y sacan ventaja de la privatización de derechos y beneficios. Desde una perspectiva más liberal, el ensañamiento se concentra en los políticos y su ineficiencia en la toma de grandes decisiones. Dada la extracción social predominante de los miembros del gobierno argentino actual, algunos tienen motivos dobles para justificar su bronca, mientras otros no encuentran consuelo.

Sea de izquierda o de derecha, la crítica antielitista corre el riesgo de olvidar una verdad fastidiosa y, con ella, todos sus matices. La verdad es que, en todas las sociedades complejas conocidas, el poder, la riqueza y el reconocimiento tienden a repartirse de manera desigual, delimitando minorías con retribuciones o prerrogativas extraordinarias. Mal que les pese a los críticos socialistas o liberales, la ambición humana seguirá perseverando en la modificación o la preservación del orden, la acumulación de ventajas materiales o la conquista de la admiración pública. Y eso no es necesariamente ruin. Muy por el contrario, cada una de esas tradiciones asocia el progreso de la humanidad a la capacidad de conducir grandes cambios históricos o de desplegar una fuerza creativa que, al producir novedades, transforme nuestro mundo. La alta política como las revoluciones técnicas y económicas necesitan ser organizadas y dirigidas y quedan, por tanto, asociadas a grandes nombres. Así, cuando se acalla el abucheo, reconocer la existencia de desigualdades específicas –sus formas y gradientes–, sopesar sus fundamentos y consecuencias puede volverse un mejor punto de apoyo para conocer y transformar nuestras sociedades. También puede serlo reconocer que si bien siempre habrá ganadores (llamémoslos miembros de las elites), eso no significa que siempre ganen los mismos. El reconocimiento de estas viejas leyes sociológicas –la existencia de elites y su relativa circulación en tiempos de crisis– resulta fundamental porque la denuncia indiscriminada contra los ricos y poderosos corre el riesgo de respaldar, hoy como ayer, el caos disolvente o las reacciones fascistas.

Las negligencias del discurso antielitista son especialmente evidentes en la Argentina donde sus dirigencias se convirtieron, a partir de los años 1930, en clave fundamental para interpretar un devenir nacional decepcionante. Muchas veces comparado con el de Estados Unidos a principios del siglo XX, el derrotero del país mereció distintas explicaciones. Entre ellas, se destacan las que atribuyen la inestabilidad política y el estancamiento económico a la naturaleza de sus elites. Con este punto de partida en común, las causas propuestas fueron múltiples y hasta contradictorias. Por un lado, atendiendo a la dinámica política, la sucesión de golpes de Estado, de gobiernos civiles y militares breves se explicó por la falta de un partido de derecha electoralmente eficaz y por la activación de las Fuerzas Armadas como canal de intervención de las clases más altas. La representación corporativa no habría logrado cubrir esta vacancia porque, aunque tenaz, solo superó circunstancialmente la división por sectores de actividad. En efecto, pocas veces dirigentes del campo, la industria y las finanzas coincidieron, más allá de los slogans, en el apoyo a políticas específicas. Por otro lado, el análisis socioeconómico convino en atribuir las crisis macroeconómicas y la desaceleración del crecimiento a las características de las elites. Para algunos autores, el carácter aluvional de las clases altas argentinas y el agotamiento del proyecto agroexportador impidieron la conformación de un grupo cohesionado, portador de un nuevo modelo de desarrollo. De manera complementaria, otros afirmaron que la burguesía argentina constituía un sector heterogéneo, con intereses estructuralmente contradictorios que oponían el campo a la ciudad, los capitales nacionales a los extranjeros. En las antípodas de esta propuesta, otros analistas postulaban la particularidad de un núcleo empresarial multiimplantado cuyas prácticas especulativas y cortoplacistas contrariaban cualquier orden estable. Atractivas y eficaces para fundar juicios morales e identificar a quiénes culpar del fracaso, estas interpretaciones fueron empíricamente menos robustas. Por un lado, su generalidad sigue impidiendo saldar la controversia sobre el carácter unificado o fragmentado de las elites durante la posguerra. Si la continuidad de las prácticas económicas cortoplacistas parece un rasgo característico de quienes participan de las actividades productivas y financieras del país (sea cual fuere su sector de actividad, clase o ciudadanía), la composición social de las elites parece haber sido más bien abierta e inestable. La convergencia política, finalmente, pudo ponerse de manifiesto más en la reacción frente a la amenaza que en la conformación de una opción política o ideológica conjunta. En todo caso, pensar hoy la unidad o la fragmentación de cualquier grupo social parece requerir una consideración más sofisticada sobre los miembros, prácticas y relaciones que habrán de caracterizarlo.

Por otro lado, si la descripción morfológica de las elites propuesta por estas perspectivas clásicas resulta hoy problemática, también lo es el carácter determinante que se les había atribuido. No queda claro cuánto de los puntos de inflexión más recientes se debió a recomposiciones en estos grupos o a complejos procesos que agudizaron contradicciones de larga data e introdujeron elementos disruptivos, pero que, en todo caso, instituyeron nuevas lógicas políticas y económicas. Para abrir solo dos interrogantes: ¿cuánto del establecimiento de la democracia a partir de 1983 se debió a la modificación de la relación entre elites sociales y sistema político y cuánto a coyunturas históricas específicas como la derrota de Malvinas, la victoria de Alfonsín y el impacto del Juicio a las Juntas? ¿Cuánto de la adopción de las reformas de mercado a partir de 1989 o del abandono de la convertibilidad en 2002 puede imputarse a la superación de un empate entre fracciones burguesas o al desmoronamiento de dos órdenes económicos extremadamente frágiles? Que hubo en cada round ganadores y perdedores no hay duda, y que en general las víctimas se contaron sobre todo entre los más vulnerables, tampoco. En cualquier caso, miembros de las elites políticas y económicas corrieron suertes diversas en los nuevos escenarios y no siempre supieron jugar a favor de las opciones que, a la larga, más los beneficiarían.

Tal vez por haber estado indisolublemente ligada con la pregunta contrafáctica del porqué no fuimos (la nación moderna, la potencia industrial, la democracia participativa), la preocupación por las elites perdió, en tiempos de normalidad, gran parte de su interés. En tiempos de crisis, en cambio, políticos y periodistas alternaron entre dos caricaturas: el realpolitik para justificar a las elites propias y el infantilismo para juzgar las ajenas. De acuerdo con este último relato, la sociedad argentina se ve recurrentemente expoliada por un puñado de inescrupulosos y los resultados insatisfactorios son causados por gente mala que actúa vilmente. Un relato capaz de catalizar el resentimiento, pero menos útil para fundar un diagnóstico preciso y ensayar soluciones.

La nueva sociología de las elites

Es sobre este trasfondo que el aporte del sistema científico de la última década cobra toda su importancia. En 2005, la revista Apuntes de Investigación me permitió hacer una breve reseña sobre los estudios de las elites. Por entonces, más allá de la frondosa tradición de economía política liderada por Eduardo Basualdo y Daniel Azpiazu en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) de Buenos Aires, prácticamente no había investigaciones sociológicas sobre el tema. La reseña terminó siendo un rompecabezas que tomaba aportes de distintas especialidades (la sociología urbana, política, de la educación, del trabajo) que no se habían focalizado en las elites. Las distintas contribuciones de este dossier muestran el largo camino recorrido y su importancia para la Argentina de hoy. Frente a una tematización de las desigualdades que, como en los años 1990, busca restringir la atención pública a los pobres y empobrecidos, la preocupación por las elites invita a completar una vacancia indispensable para cualquier mirada relacional sobre la economía, la sociedad y la política.

Por tratarse de un tema candente abordado metódicamente, las contribuciones del dossier revelan un sutil equilibrio entre relevancia y ecuanimidad. Todos los autores comparten con sus mayores la convicción de que conocer los modos en que se configura el poder económico, se ejerce la dominación política, se relacionan empresarios y dirigentes políticos, se obtura o democratiza el acceso a ciertos derechos, se estructuran los valores y estilos de vida de las clases más altas, resultan piezas fundamentales para comprender la organización social en su conjunto. Comparten también la vocación de identificar en las distintas coyunturas patrones recurrentes de conformación y acción de las elites. No obstante, a diferencia de los estudios anteriores y del discurso del sentido común, ponen en suspenso los juicios en pos de una descripción densa de los mundos que analizan. En este sentido, en lugar de formular “la” pregunta por el orden y presuponer el carácter determinante de las elites, los autores delimitan problemas específicos, formulan hipótesis y proveen evidencias para contrastarlas. Hacerlo no los aleja de las grandes preguntas sobre la organización del capitalismo y la democracia en la Argentina, pero les permite formular respuestas más sólidas.

De los ensayos incluidos en el dossier se derivan algunos desplazamientos analíticos y varias conclusiones comunes. Contra cierto provincianismo de los enfoques anteriores, el primer desplazamiento consiste en inscribir el estudio de las elites en las grandes transformaciones geopolíticas, tecnológicas y culturales de las últimas décadas. Hoy más que nunca las elites argentinas tienen un componente extranjero innegable y comparten la vocación por participar de un círculo internacionalizado y cosmopolita. Cierto, el Estado no dejó de ser una arena de disputa por decisiones y recursos que generan ganancias extraordinarias. Tampoco abandonó la contienda cuando el descontrol de parámetros básicos como el valor de la moneda nacional o la tasa de interés provocaron recomposiciones violentas. No obstante, la capacidad estatal se fue acotando frente a un mercado global que ofrece grandes oportunidades para las elites económicas y restricciones importantes para el ejercicio de la autoridad pública. En este marco, la pregunta no es solo cómo las elites determinan los cambios históricos, sino cómo impactaron sobre ellas la crisis de los socialismos reales, la integración de los mercados comerciales y financieros, el desprestigio de los grandes relatos, la reorientación de la acción estatal… Cualquier alusión al “gen argentino” carece en este marco de asidero, no solo por la naturaleza de las elites argentinas actuales, sino porque muchos de los rasgos identificados se reproducen en otros países de la región o con características semejantes.

En consonancia con lo observado en otros países, la primera gran conclusión a la que llegan los distintos artículos es el declive inexorable de las familias tradicionales y de las prácticas y valores que las caracterizaban. Una de las pistas que recorren muchos de los artículos es el paso de una alta sociedad de raigambre nacional, con valores liberal-conservadores, a un conjunto de participantes más heterogéneo y disperso, insertos en negocios globalizados. Martín Schorr y Andrea Lluch detallan, cada uno a su manera, el repliegue y relativa subordinación de la burguesía nacional en la economía del país y, con ellas, el retraimiento de las redes de conocidos como infraestructura del mundo de los negocios. Carla Gras y Valeria Hernández identifican el reemplazo del gran terrateniente pampeano por complejas redes de agronegocios y sus noveles apoyaturas sociológicas y organizacionales. Alejandro Gaggero enfatiza la propensión de los argentinos con dinero a desprenderse de sus activos locales y colocar sus fortunas en el extranjero. Esta porosidad de las fronteras económicas se expresa también en la creciente importancia adquirida por las cámaras empresarias binacionales y las organizaciones internacionales de crédito, estudiadas por Marina Dossi, Alejandro Dulitzky y Pablo Nemiña, respectivamente. Es indudable, como demuestran Ana Castellani, Paula Canelo y Julia Gentile, que el gobierno de Cambiemos reclutó un número singular de miembros con apellidos ilustres; no obstante, lo destacable es que el acercamiento entre el mundo de la política y de los negocios se ve garantizado no ya por las elites tradicionales o los dueños de las grandes empresas argentinas, sino por los gerentes de las multinacionales que dominan hoy la economía del país.

El fenómeno también se observa en el plano institucional y cultural. Máximo Badaró presenta el debilitamiento de las Fuerzas Armadas desde la instauración de la democracia, pero sobre todo desde las reformas de los años noventa, concomitante con el eclipse de las invocaciones al sacrificio en nombre de la patria o la nación. Si bien Victoria Gessaghi corrobora la preferencia de las familias tradicionales por establecimientos educativos que reproducen algunos de sus valores, subraya el crecimiento de las instituciones de excelencia, alineadas con los imperativos pedagógicos de una economía abierta y competitiva. Desde una perspectiva complementaria, Leandro Basanta Crespo identifica en las páginas de la revista del diario La Nación el modo en que fueron declinando los llamados al compromiso en pos de un proyecto colectivo de progreso y el ejercicio de roles tradicionales hacia una orientación ideológica más liberal, individualista y centrada en el disfrute de la vida.

El segundo desplazamiento que comparten estos análisis es que en lugar de preguntarse por la cohesión o la solidaridad de las elites in toto, los autores indagan en qué grupos las conforman, con qué objetivos, con qué coincidencias y tensiones se agrupan en cada momento. Por un lado, a la distinción clásica entre elites económicas y políticas se agregan otras. En el caso de las elites empresariales, tanto Martín Schorr como Guillermo Jorge evidencian los imperativos específicos de las compañías nacionales y extranjeras mientras Florencia Luci y Andrea Lluch analizan los diversos formatos de conducción por profesionales o por miembros de la familia. Alejandro Gaggero subraya finalmente la discrepancia entre quienes detentan los resortes locales de la producción de riqueza a través de sus empresas y quienes lograron amasar las mayores fortunas para colocarlas luego fuera del país. En el caso de las elites políticas, Mariana Gené enfatiza la particular división del trabajo que supone agregar y representar intereses, alcanzar legitimidad pero garantizar umbrales aceptables de gobernabilidad, mediar entre actores en declinación, subordinación o preeminencia según la jerarquía de sus organizaciones y territorios. Pamela Sosa propone una doble contribución al conocimiento de las elites argentinas: la importancia del esquema federal en la conformación de la elite política ejecutiva y legislativa, pero sobre todo las distinciones dentro de los partidos y entre provincias con formas de desarrollo muy diferentes y posicionamientos inesperados. Además de estas distinciones dentro de dos colectivos ineludibles en cualquier sociedad capitalista (los hombres de negocios y los políticos), aparece una diversidad de puentes –las cámaras sectoriales, los organizaciones internacionales, las formaciones políticas de centroderecha, analizadas por Pablo Nemiña, Marina Dossi y Alejandro Dulitzky– que vinculan la economía y la política en el plano nacional e internacional y se debaten en el arduo trabajo que conlleva la representación de intereses colectivos.

La consideración de esta pluralidad de actores y de sus intervenciones permite alcanzar una segunda conclusión: más que identificar bloques homogéneos y enfrentados, las alianzas y oposiciones han sido más bien transversales. Esto puede observarse dentro de las formaciones partidarias como en el caso de la discusión de la ley del aborto estudiada por Pamela Sosa. Hay votantes a favor y en contra en el oficialismo y la oposición, entre mujeres y varones, en provincias pobres y ricas. Las alianzas cruzadas también se hacen evidentes al considerar la relación entre intereses políticos y empresariales. Hay hombres de negocios y dirigentes políticos que se aglutinan en la defensa de los acuerdos con el FMI analizados por Pablo Nemiña mientras otros los rechazan. Algo semejante puede concluirse del estudio de Carla Gras y Valeria Hernández sobre la soja, de Máximo Badaró sobre el rol de los militares o de Ana Castellani, Paula Canelo y Julia Gentile sobre el equipo de Cambiemos. En la discusión de estas cuestiones públicas, dirigentes gubernamentales y altos funcionarios tensionan la unidad de las coaliciones de gobierno y la acción estatal al replicar dentro de ellas las líneas de fractura de los grupos sociales que los respaldan.

El tercer desplazamiento consiste en dejar de pensar en términos de conductas ahistóricas para concebirlas prácticas moldeadas institucionalmente. Más que caracterizar a los empresarios como ontológicamente rentistas o a los políticos como irremediablemente corruptos, los trabajos del dossier nos invitan a ubicarnos en un nivel intermedio donde se sitúan los mecanismos susceptibles de incentivar o desalentar estas formas de actuar. Así, las limitaciones estructurales a un crecimiento sustentable y las crisis macroeconómicas recurrentes se convierten en claves para comprender cómo se acortaron los horizontes de inversión en la Argentina. Del mismo modo, las dificultades de sucesión en las empresas familiares, la legislación propicia a las inversiones extranjeras directas, la falta de un mercado local de capitales explican el repliegue del empresariado nacional frente al capital externo. Las potencialidades de la tecnología, las nuevas formas de organización de la propiedad y el trabajo respaldan asimismo la configuración de las grandes empresas estudiadas por Carla Gras, Valeria Hernández y Florencia Luci. Pero la infraestructura no es solo económica. Lo que la ley dictamina y la Justicia controla o tolera está también en el origen del saber específico de las elites políticas más hábiles estudiadas por Mariana Gené, tanto como del modo en que se reproducen pero también se revierten prácticas ilegales como las analizadas por Guillermo Jorge.

Es tal vez en este nivel donde más tela quede para cortar en los próximos trabajos sobre las elites. Faltan en la producción argentina estudios que profundicen cómo se intersectan regulaciones públicas e intereses mercantiles en la configuración de las elites profesionales –los jueces, los médicos, los deportistas– para avanzar en la comprensión de las relaciones entre reconocimiento, poder y riqueza en la sociedad contemporánea. Hay estudios sobre expertos y consultores, sobre la emergencia de una zona gris y porosa entre el funcionariado público y el mecenazgo empresario e internacional. Son necesarias investigaciones sistemáticas sobre cómo se privatizan derechos en el espacio público y se habilitan u obturan derrames a partir de la inversión privada.

En todo caso, junto con la novedades notables señaladas por muchos de los artículos (la renovación de la discusión política en torno de los derechos de las mujeres o la conformación de una coalición de derecha electoralmente efectiva, para citar solo dos ejemplos), la buena sociología sigue siendo, y el dossier es fiel ejemplo de ello, la que revitaliza problemáticas clásicas y se revela capaz de producir aportes sustantivos que trasciendan el resentimiento y contribuyan a construir diagnósticos y soluciones más allá de la coyuntura.

Autorxs


Mariana Heredia:

Socióloga de la Universidad de Buenos Aires, magister y doctora en Sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales, investigadora independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Ha trabajado sobre sociología de las elites desde el estudio de las corporaciones empresarias, la tecnocracia económica, las clases medias altas y altas en la Argentina reciente. Es autora de “A quoi sert un économiste” (La Découverte, 2014) y “Cuando los economistas alcanzaron el poder” (Siglo XXI, 2015).