Pensando en salud mental

Pensando en salud mental

La autora propone reflexionar acerca de la salud mental en tanto una trama compleja, en la que tiene una especial relevancia el rol de los vínculos sociales.

| Por Susana Villarueta |

Desde la experiencia profesional como psicóloga clínica, formada en el ámbito hospitalario, en derechos humanos y el acompañamiento psicosocial a personas migrantes y refugiadas, pensar en salud mental desde la actualidad del presente implica poder pensar en la interacción que existe entre las vivencias y experiencias de las personas y lo perteneciente a la vida social, implica pensar en el lazo social.

Los lazos sociales en la actualidad transitan dentro de una evolución tecnológica de la información y la comunicación, que se desarrolla en el marco de una economía de mercado, que aparte de promover el individualismo y el rendimiento económico, complejiza la vida laboral y familiar. Dicha situación produce efectos psicosociales, ya sea favorables o desfavorables en términos de la salud mental. Efectos que tienen que ver con lo que sienten y les pasa a las personas con los cambios y consecuencias que produce esa evolución, al igual que las modificaciones en los modos de vida y construcción de lazos sociales. Por lo cual debido a este contexto y más allá de singularidades psíquicas individuales existe una convivencia y una tensión permanente con la realidad exterior.

Precisamente, los lazos se construyen porque como humanos padecemos de una precariedad, en el sentido de que necesitamos un soporte social en todas las instancias de la vida, necesitamos el intercambio con y de los otros. Así es que, en caso de no encontrar ese soporte, que puede ser familiar, social o institucional, nos enfrentamos al sufrimiento interior o social que afecta la salud mental: situación que el trabajo profesional identifica en la complejidad que se establece en la relación de la realidad psíquica de las personas con la realidad exterior, en la medida que esta se transforma y cambia las condiciones de vida conocidas o esperadas.

Es en este sentido que la salud mental está relacionada con la vida y con lo que se construye en ella y que hace que nos sintamos personas conectadas consigo mismas y con los otros sociales. Si se piensa la salud mental como imagen se podría decir que es una trama tejida por muchos hilos. Hilos que se pueden asociar a los modos singulares y colectivos de habitar un espacio y un tiempo, a los diferentes modos de amar, a las conexiones sociales y la cultura de la que provenimos o estamos insertos, a las diferentes formas de trabajo, a la historia y a lo familiar.

Por tanto, la salud mental en la singularidad y las variaciones subjetivas de cada persona convoca a una mirada heterogénea, que implica no solamente una mirada disciplinar tradicional y estructurada sino una mirada amplia. Lo cual significa una perspectiva que involucra a la relación social y a los integrantes de la sociedad. Dicho de otro modo, influye la calidad de vida, debido a la importancia del entorno y a las influencias socioeconómicas y decisiones políticas, que nutren las relaciones con el otro dentro de la sociedad.

Puede decirse entonces que pensar y/o reflexionar sobre el concepto e idea de la salud mental se pueda realizar desde un pensamiento complejo según lo propuesto por el filósofo y sociólogo francés Edgar Morin, quien postula evitar reduccionismos y simplificaciones a la hora de analizar situaciones de lo humano. No obstante, en el imaginario social el concepto de salud mental suele estar asociado a un pensamiento homogéneo representado por el “sentido común”. Generalmente este sentido es construido a partir de representaciones imaginarias que asocian la salud mental con personas calificadas como “locos o locas” que están hospitalizadas o que padecen y/o transitan por episodios psiquiátricos, o simplemente que se salen de la “norma” socialmente aceptada.

La construcción del mencionado “sentido común” va en contra de lo propuesto por la Organización Mundial de la Salud (OMS), que considera a la salud mental como parte de la salud en términos generales al definirla como “un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad”. Es decir que para tener una suficiente buena salud mental deben darse condiciones que favorezcan los vínculos, en situación de equidad y justicia en los distintos ámbitos de la vida.

En consonancia con lo dicho por la OMS, en el país la Ley Nacional de Salud Mental Nº 26.657 y su decreto reglamentario del año 2013, basada en principios de los derechos humanos, parte de la presunción de la capacidad de todas las personas, y en su artículo 3 define: “En el marco de la presente ley se reconoce a la salud mental como un proceso determinado por componentes históricos, socio-económicos, culturales, biológicos y psicológicos, cuya preservación y mejoramiento implica una dinámica de construcción social vinculada a la concreción de los derechos humanos y sociales de toda persona”.

Como se observa, la salud mental no se trata de personas “locas o locos” encerradas a las cuales hay que apartar o excluir de la sociedad, sino que tiene que ver con respetar lo singular de cada uno referido a lo más propio de cada uno, a la vez de ser un tema que nos involucra como integrantes de la sociedad en tanto estamos en relación con. En efecto, como personas estamos escindidos entre lo que quisiéramos lograr y a lo que accedemos, situación que provoca sujeciones conscientes e inconscientes. Estas sujeciones se pueden notar cuando aparecen sentimientos de estar sujetados al malestar, a la pérdida de sentido o sujetados y/o determinados o expuestos a dispositivos de poder y saber. A causa de los cuales y a través de discursos y prácticas se realizan transformaciones o modificaciones que alteran los hilos de la trama de la salud mental.

El tener que enfrentar estas sujeciones y o determinaciones presentes en la complejidad de la vida ya sea laboral o familiar, en ocasiones hace que nos falten las respuestas. Al mismo tiempo, el no encontrar respuestas o soluciones produce malestar interno, que se puede expresar consigo mismo o hacia lo que nos rodea, revelando la precariedad que nos atraviesa y nos hace vulnerables. Vulnerabilidad que se puede manifestar en síntomas como la ansiedad, la angustia o situaciones más graves, que modifican la calidad de vida. Un ejemplo de ello fue la situación de pandemia Covid-19. La pandemia, individual y colectivamente, implicó enfrentarse a lo inestable de aquello que se creía estable. Hubo que enfrentar el acontecimiento y su devenir, así como también la tensión entre la vida y el encierro, tensión que atravesó el sentido común y conmovió la sensibilidad. Porque los lazos familiares y sociales que sostienen nuestra precariedad se interrumpieron o adquirieron otras formas.

Es por esta causa que las definiciones de la OMS y la reglamentación de la Ley Nacional de Salud Mental promueven el vínculo social, por ser determinantes los efectos sociales en la misma. Como se ve, tener en cuenta las condiciones materiales, el respeto y el cuidado necesario en el abordaje de los efectos psicosociales, producidos en el sí mismo, en lo familiar o social en la construcción del vínculo es necesario para el desarrollo de una suficiente buena salud mental.

Al llegar a este punto, debe agregarse que estos aspectos de la construcción del vínculo social se configuran a partir del uso de la lengua con la cual nos comunicamos y construimos el lazo con los otros. En efecto, dado que el lenguaje como campo de acción e instrumento cumple una función y no es neutral, el prestar atención al uso del mismo en el vínculo social es prestar atención al impacto que su uso puede tener sobre la identidad y subjetividad de las personas. El efecto del uso de la lengua puede producir alteraciones en la salud mental y la calidad de los vínculos, tanto como lo pueden producir situaciones materiales. Vale la pena aclarar que, desde los estudios lingüísticos, diferentes autores, entre ellos Émile Benveniste, han analizado el impacto de la enunciación. Refiriéndose al cómo se dicen las cosas, es decir el cómo el locutor se apropia de la lengua y cómo a través de su alocución a otro, ya sea de manera implícita o explícita, revela su posición frente al mundo, su subjetividad en la relación con los otros.

En otras palabras, en el vínculo social, en ocasiones al hablar suponemos a la cultura como homogénea, igual a la que nosotros tenemos o transitamos. Esta situación hace que al usar el lenguaje cuando nos dirigimos a otro, que quizá no pertenece a la misma cultura en la cual nos movemos, afectemos su subjetividad. Son varios los ejemplos en ese sentido que se pueden dar y que suelen basarse en el “sentido común”. Se puede mencionar el lugar otorgado históricamente a las mujeres desde una mirada jerárquica y de dominación. Se puede incluir también la adjudicación de estereotipos negativos a quienes tienen elecciones sexuales diferentes o la descalificación a las personas migrantes y a quienes se les adjudica una “raza”. En todas estas circunstancias el uso del lenguaje en el vínculo social afecta la salud mental, ya que lleva implícito no solo un no reconocimiento como persona y una descalificación subjetiva, sino que afecta las capacidades a la vez que tensiona las posibilidades de elaborar sentimientos o emociones provocadas por prácticas discriminatorias que vulneran la autoestima y en muchas ocasiones el acceso a derechos.

Estas prácticas y uso del lenguaje convierten al otro, a quien va dirigido, en objeto y atacan el yo de la persona. Cuando a partir del uso del lenguaje se realizan enunciados que afectan la identidad se develan situaciones de poder, como lo describe la filósofa Judith Butler en Lenguaje, poder e identidad. Cuando se descalifica a partir de un enunciado, el mismo guarda la memoria de prácticas autoritarias que lo han instituido como normal. Esto se puede apreciar en las manifestaciones racistas que se suelen ver en lo social hacia personas racializadas, como las personas negras o no blancas o los considerados “cabecitas negras”. En estas situaciones se puede ver que si bien la “raza” es una invención, una construcción cultural basada en sistemas de creencias de superioridad, actitudes, valores, representaciones y opiniones en relación con “otro” percibido como inferior en virtud de su diferencia, el uso del lenguaje propone y tiene como base la desigualdad y el poder. Con lo cual las manifestaciones lingüísticas y las prácticas racistas manifestadas ya sea en forma verbal o no verbal, a través de gestos y/o actitudes, afectan la construcción del vínculo y también la salud mental de la persona a quien va dirigido el discurso.

Por consiguiente, junto a los cambios y transformaciones tecnológicas y sociales a las que se está expuesto dentro de la sociedad, se suman las realidades ficticias que puede construir el lenguaje. Ambas situaciones se interseccionan en el vínculo social, produciendo dominaciones simbólicas o materiales sobre las psiquis y los cuerpos. Estas dominaciones llevan a apropiaciones subjetivas, por ejemplo, cuando nos esforzamos en una productividad y rendimiento laboral que afecta los lazos sociales y los modos singulares de devenir y estar dentro de un tiempo y espacio. Por lo tanto, el malestar emocional que pueden provocar estas situaciones es parte de violencias simbólicas que menoscaban las capacidades y producen angustias que pueden manifestarse a través de síntomas corporales o emocionales, produciendo un desequilibrio en la salud mental. Cabe señalar que estas son parte de las afecciones padecidas por quienes ven, por ejemplo, restringido el acceso a un empleo por ser discriminados de alguna forma negativa, ya sea por condición sexual, migratoria o poseer un color de piel diferente o cualquier otra que no sea la aptitud laboral.

De este modo se producen cuadros de ansiedad y estrés que provocan dolor subjetivo, que disminuye el potencial de calidad de vida, considerando como se ha mencionado que las experiencias vitales se desarrollan y transforman dentro de las relaciones sociales influyendo en la salud. Por lo expuesto se puede ver, como se mencionó al comienzo, que pensar en salud mental implica adentrarse en un pensamiento complejo, por lo heterogéneo de los hilos que conforman la trama. Por lo cual pensar desde una perspectiva de promoción de la salud mental convoca al cuidado del vínculo social. Cuidado que parte de la responsabilidad de los estamentos gubernamentales, pero también de todas y todos los integrantes de la sociedad, por la responsabilidad individual y colectiva en la construcción de los lazos sociales que cada uno tiene.

Hay que hacer notar que si bien la mayoría de las personas puede tener recursos para enfrentarse a las contingencias de la vida, las transformaciones y cambios continuos nos exponen a momentos de crisis, donde el sostén social es indispensable para atravesarlos. Estas situaciones implican enfrentar angustias frente al encuentro con lo diferente. Y esto lleva a la tendencia a expulsar lo distinto, ya sea por medio del lenguaje o de actitudes tendientes a la eliminación de lo no igual. De lo cual resultan actitudes que fragmentan la trama y la posibilidad de una suficiente buena salud mental tal cual lo propone la OMS y la Ley Nacional de Salud Mental.

Autorxs


Susana Villarueta:

Licenciada en Psicología. Maestranda en Maestría en Estudio Interdisciplinarios de la Subjetividad (UBA).