Acceso a la salud en el contexto de pandemia por Covid-19

Acceso a la salud en el contexto de pandemia por Covid-19

El artículo da cuenta de las distintas barreras que enfrentan cotidianamente las personas para ejercer su derecho a la salud y analiza los problemas de accesibilidad a los servicios médicos en una situación en particular como fue la emergencia sanitaria por Covid-19.

| Por María Graciela García y Martín de Lellis |

El concepto de acceso universal a la salud es de un gran valor para el diseño de las políticas públicas y la gestión sanitaria.

Se basa en la aspiración a que toda persona tenga el derecho a recibir una atención adecuada a sus necesidades y sin obstáculos ni discriminación alguna, e incluye la capacidad de la persona atendida para comprender y/o aceptar las prescripciones de los servicios de salud.

Suele distinguirse conceptualmente el acceso inicial al sistema de servicios, condición necesaria para que se inicie una relación terapéutica o de cuidados, y el acceso ampliado, entendido este como la relación continua entre usuarios y prestadores durante todo el proceso de atención.

Para aproximarnos a la práctica de los servicios, es útil interrogarnos acerca de dos cuestiones fundamentales: cuáles son las trayectorias que siguen los usuarios en busca de atención, cómo y cuándo identifican una situación como de riesgo para la salud, y cómo intentan superar las barreras al acceso. Y de parte de los prestadores, qué oferta de atención disponen para los/las usuarios/as que demandan asistencia, y cómo coordinan sus tareas quienes ocupan distintos roles de conducción y de atención directa a las personas bajo tratamiento.

El acceso a servicios resulta uno de los conceptos fundamentales de la salud pública, porque permite identificar factores facilitadores u obstaculizadores, representados estos últimos por las barreras que puedan afectar el vínculo entre usuarios y prestadores de servicios, las que suelen clasificarse como:

Barreras económicas: que incluyen los gastos directos e indirectos para hacer frente a la atención de la salud, ya que los seguros sociales o privados pueden requerir de un pago de bolsillo o bien un copago que a menudo está fuera del alcance de la mayoría; o gastos indirectos como los medicamentos, el costo del transporte o los días de inactividad que resultan del tiempo necesario para el reposo o la convalecencia.

Barreras organizativas: comprenden las trabas burocráticas relacionadas con horarios de atención, los restrictivos criterios de admisión, las colas de espera, las carencias o límites en la autorización de prestaciones, la insuficiente disponibilidad de centros de atención o bien para obtener medicación, así como los déficits de profesionales y técnicos que atiendan la demanda. En relación a los procesos de derivación y de coordinación bajo el modelo de trabajo en red, las barreras organizativas atañen a la carencia de información necesaria para orientar la demanda de los usuarios, pues se deriva más por el vínculo informal entre los profesionales –a través de un llamado telefónico o un simple mensaje de WhatsApp– que por aquellos canales formales que suele imponer la administración sanitaria.

Barreras geográficas: manifiestas en el tiempo que puede demandar el traslado desde el domicilio o el lugar donde se encuentre el usuario hacia los centros de atención, lo cual incluye además el deficitario estado de los caminos o la baja disponibilidad de transportes utilizados para realizar este trayecto.

Barreras psicosociales: que remiten a la calidad de los vínculos, muchas veces conflictivos, que se establecen durante la prestación de servicios de salud. En tal sentido, la incomunicación o incomprensión entre las diferentes creencias y saberes sobre la salud pueden cavar distancias insalvables en la comunicación y contrariar las finalidades terapéuticas, las cuales deben basarse en una relación empática entre usuarios y prestadores de servicios.

Sostenido en una lógica paternalista y centrada en el saber profesional, el uso de un lenguaje técnico críptico y complejo, o bien la desinformación intencionada porque el paciente no puede comprender, subestiman las potencialidades del otro, y conspiran negativamente al momento de adecuar de manera flexible los procesos asistenciales.

Ciertos comportamientos percibidos como problemáticos desde el punto de vista profesional, como la baja adherencia a tratamiento, tienden con frecuencia a ser puestos bajo la responsabilidad casi total de los pacientes.

Pero muy difícilmente una embarazada que es sostén económico de un hogar con hijos pequeños deje de realizar trabajo físico por fuera o dentro del ámbito doméstico –como acarrear útiles de limpieza, fregar el piso, sostenerse erguida durante horas–, aunque el médico le indique reposo absoluto para llevar a buen término su embarazo.

También resulta muy difícil asegurarse de que en el seno de una familia se dispensen adecuadamente los medicamentos recetados si no se explica con claridad al paciente o a su cuidador para qué sirven, cuándo y cómo deben ser administrados, y si no se despejan todas las dudas en torno a los efectos inocuos o nocivos que pudiera ocasionar a la persona que los consume.

De esto se sigue, primero, que los profesionales de la salud deben reflexionar críticamente sobre sus propias acciones en lugar de focalizar principalmente la responsabilidad en los otros, y revisar cómo las prácticas asistenciales hegemónicas pueden reforzar una mayor distancia respecto de los usuarios.

Por otro lado, en muchos colectivos sociales (como las minorías étnicas, las comunidades lésbicas y las personas en situación de calle) hallamos desconocimiento o falta de información respecto del derecho a recibir atención en salud, y de su carácter irrestricto y universal. Además, aquellos migrantes indocumentados que se hallan en una condición irregular suelen plantear dificultades al momento de aproximarse a un centro de atención, por las amenazas o el riesgo de maltrato, persecución y/o estigmatización de los que pueden ser objeto.

Todas estas barreras desafían la capacidad de los usuarios y/o familiares para sortear, mediante estrategias eficaces, las barreras a la asistencia. En muchas ocasiones terminan reforzando la judicialización de la salud, a través de amparos u otro tipo de reclamos que incitan la intervención de la Justicia para recibir prestaciones que, estando reconocidas por la normativa vigente, no se hacen efectivas.

Por último, debemos señalar que las barreras no son siempre el resultado de circunstancias azarosas, sino que son a menudo administradas intencionadamente para lograr una disminución de aquella demanda percibida como una sobrecarga potencial de trabajo para el escaso personal disponible, o bien como un obstáculo para lograr el equilibrio de las cuentas institucionales, ya sean estas públicas o privadas.

Acceso a servicios de salud mental

Algunos de los aspectos que se acaban de enunciar guardan especial relevancia en torno a la atención específica de la salud mental, ya que las personas con padecimientos mentales severos siempre han sufrido importantes problemas de acceso efectivo a servicios. Esto se expresa en las brechas de tratamiento para los problemas mentales más prevalentes, medidas como la cantidad de casos detectados que, en el último año, no han tenido contacto con los servicios formales de salud y, por lo tanto, no han sido atendidos.

Los problemas de acceso afectan en particular a los más vulnerables entre los vulnerables: ancianos en situación de pobreza, con trastornos mentales o discapacidades cognitivas severas, quienes pueden no disponer de redes de apoyo ni sostén y, por lo tanto, más necesitan la protección social y sanitaria del Estado.

En el caso de los padecientes mentales reflejan una conexión aún más estrecha, pues la mayoría de las evidencias mundiales subrayan que los determinantes sociales negativos y la desafiliación incrementan el riesgo de alteraciones a la salud mental. Además, bajo esta condición las personas en situación de pobreza y con trastornos mentales severos encuentran mayores barreras al acceso y, cuando acceden, solo son instituciones deterioradas las que les brindan algún tipo de atención.

Se cumple así la clásica ley de cuidados médicos inversos formulada por un sanitarista inglés llamado Tudor Hart, quien señalaba hace medio siglo que la disponibilidad de asistencia sanitaria tiende a variar inversamente a la necesidad de la población asistida: los sujetos más vulnerables no son atendidos y profundizan su vulnerabilidad, y quienes presentan menor riesgo relativo tienen más posibilidades de ser atendidos y resolver satisfactoriamente los daños a la salud.

La identificación de barreras al acceso se torna relevante para comprender y dimensionar las dificultades y desafíos en torno a la sustitución de la atención en salud mental en el hospital monovalente y su traspaso a servicios y dispositivos descentralizados, acorde con la propuesta de la Ley Nacional de Salud Mental.

A nivel normativo, y pese a que las leyes de salud mental nacionales y provinciales son potentes herramientas de cambio, no se están implementando de manera eficiente, y la falta de inversión en atención primaria dificulta que las personas con problemas mentales busquen ayuda en estos ámbitos para resolver sus problemas más urgentes.

Las prestaciones son predominantemente asistencialistas: no se alientan estrategias para la participación de individuos, grupos y comunidades en torno a la promoción y protección de la salud mental, y la prevención primaria ocupa un lugar secundario en las prioridades de los servicios especializados.

Los abordajes territoriales a cargo de centros primarios o establecimientos generales de salud presentan resistencias para readecuar su dinámica de atención y generar respuestas que sustituyan la internación prolongada, lo que refuerza al hospital psiquiátrico como núcleo hegemónico del sistema de servicios de salud mental.

Frecuentemente hallamos que se desactivan cargos por renuncias o retiros jubilatorios, pero no se reponen los mismos con la celeridad necesaria para que un servicio no se discontinúe ni se debilite en aquellas capacidades técnicas imprescindibles para garantizar una buena atención.

Otro de los problemas frecuentes atañe a las discrepancias ideológicas y teóricas que dividen a los profesionales dentro del sistema de servicios, especialmente entre psicólogos y psiquiatras. Esto se debe a diferencias fundamentales en su formación, lo cual aumenta la dificultad de hallar consensos que orienten y regulen la práctica profesional.

Los preconceptos asociados a la “locura”, con su fuerte instalación y reproducción en la sociedad, relacionan los problemas mentales más severos con aspectos tales como la peligrosidad, el descontrol, la imprevisibilidad y la irreversibilidad de las manifestaciones asociadas. Estos procesos de rotulación y estigmatización, que también están presentes en las comunidades de práctica profesional, se expresan finalmente en comportamientos discriminatorios hacia quienes necesitan ser oportunamente atendidos. Así, a menudo la mera concurrencia a un servicio psiquiátrico puede ser objeto de estigmatización porque se considera que esas demandas son de personas con graves problemas de insania o locura.

Por último debemos señalar ciertos problemas que afectan la dinámica de los servicios de salud mental: la asistencia se organiza sin el reconocimiento acerca de cómo se plantea cuantitativa y cualitativamente la demanda y se cristalizan, como dispositivos congelados, encuadres terapéuticos rígidos o pautas de tratamiento que no consideran los determinantes que inciden sobre quienes pueden acceder a la consulta.

En este sentido, y como efecto de los problemas antes enunciados, se naturalizan situaciones que constituyen incumplimientos desde la perspectiva de derechos, tales como la internación indebida, involuntaria y/o de larga estadía como respuesta privilegiada, el aislamiento del paciente de su medio familiar y comunitario, o bien las escasas iniciativas de trabajo articulado con otros servicios del nivel local.

Impacto del Covid-19 sobre la accesibilidad a servicios de salud mental

La declaración de emergencia sanitaria y las medidas de aislamiento preventivo, social y obligatorio, que han sido adoptadas por el Estado nacional con el consenso de las autoridades provinciales y cuyo objetivo ha sido contener o mitigar la propagación del virus, aumentó la percepción de que la vida cotidiana está afectada por situaciones que están fuera de nuestro control y tienden a aplazarse en un horizonte incierto.

Además, las medidas de aislamiento, si bien eran necesarias, tuvieron un innegable impacto sobre la salud mental: se incrementaron las emociones subjetivas como el miedo, la frustración, el enojo y la desorganización psicológica, y se agudizaron problemas como el estrés, los trastornos preexistentes de ansiedad y/o depresión.

Por otra parte, se han quebrado rutinas organizacionales, se agudizaron los problemas vinculares por el régimen de convivencia obligada y se reactivaron conflictos interpersonales. También se han fragilizado aquellas redes de apoyo y sostén que son requeridas, en estas difíciles circunstancias, para afrontar los problemas asociados con el aislamiento forzoso.

Todos estos impactos negativos sobre la subjetividad plantean un incremento potencial de la demanda hacia dispositivos especializados de salud mental, y ponen más de relieve la importancia de coordinar y activar las redes formales e informales para dar contención, apoyo y cuidados a las personas que más lo necesitan.

Pero tras el desencadenamiento de la pandemia por Covid-19 han recrudecido los problemas de accesibilidad a servicios por tres razones fundamentales: las restricciones a la movilidad circulatoria, la escasez relativa de recursos y la baja prioridad asignada a los problemas de salud mental y adicciones ante la necesidad de atender las secuelas de la emergencia y porque las modalidades alternativas de atención remota suelen cubrir a los sectores que cuentan con mayores recursos económicos y educativos para sostener tales vínculos.

Además, las prioridades establecidas por muchos establecimientos han estado dirigidas hacia las personas con síntomas compatibles con el virus y no con aquellos que no presentan síntomas de ese orden y que, además, se presume interferirán con las labores del personal o distraerán recursos para atender una problemática que no resultaría prioritaria.

Oportunidades para la transformación

Veamos cuáles son estas estrategias que se han hecho más visibles, y que es necesario continuar impulsando con el marco orientador de la Ley Nacional de Salud Mental:
a. La implementación de nuevos dispositivos de tratamiento y/o inclusión habitacional tales como centros de día, casas de convivencia o modalidades de internación domiciliaria que garanticen sistemas de apoyo y atención personalizada.
b. El seguimiento de situaciones clínicas con tecnologías de atención remota ante la ausencia de camas disponibles y las dificultades para realizar los controles ambulatorios fuera del domicilio.
c. El fortalecimiento de los procesos de externación asistida hacia unidades de corta estancia, a escala humana y con mayor integración a las redes comunitarias.
d. La movilización de recursos técnicos ante la emergencia, para contener y resolver la crisis allí donde esta se produce.
e. La integración de los equipos interdisciplinarios afrontando un objetivo común: atender la urgencia, acompañar, sostener y cuidar.

Todas estas estrategias pueden constituirse en redes formales de servicios que, al incrementar el acceso a servicios eficaces y técnicamente calificados, satisfagan las nuevas demandas por atender las secuelas del malestar y el sufrimiento psíquico que ha desatado la pandemia.

Autorxs


María Graciela García:

Licenciada en Psicología y Trabajo Social. Ex subsecretaria de Derechos Humanos y Seguridad de la Defensoría del Pueblo, CABA.

Martín de Lellis:
Licenciado en Psicología (UBA). Magíster en Administración Pública. Profesor Titular Regular de la Cátedra I de Salud Pública y Salud Mental. Facultad de Psicología (UBA).