Los movimientos sociales y la vitalidad de la política democrática

Los movimientos sociales y la vitalidad de la política democrática

A partir del cuestionamiento y transformación de los criterios de representación tradicional, los movimientos sociales surgieron, crecieron y hasta se integraron al aparato del Estado en los últimos 30 años. A continuación, algunos ejemplos de su aporte a la vitalidad y renovación del régimen democrático.

| Por Sebastián Pereyra |

Una de las grandes novedades en estos últimos 30 años de vida democrática es sin duda la importante presencia que han adquirido los movimientos sociales en la política nacional. Es innegable, en este sentido, que la democratización implicó un crecimiento de nuevos actores no institucionales con itinerarios más o menos formales de organización y con demandas de diverso tipo que impactan en el espacio público y en la política institucional (sistema político y agencias estatales).

Al mismo tiempo, la vitalidad política de los movimientos sociales desde la transición tiene como contracara un sostenido proceso de desafección respecto de los actores tradicionales que operaron como vías de representación política en el país a lo largo del siglo XX (partidos políticos y sindicatos). Si comparamos el escenario político de la transición con el actual, es innegable que se han transformado sustantivamente los modos de participación política de la ciudadanía. Precisamente, la transición democrática implicó un proceso de fuerte activación de la política partidaria y sindical. Los actos de cierre de campaña de los dos principales partidos en 1983 movilizaron cerca de tres millones de personas y los niveles de afiliación de los votantes en ese momento eran elevados. Del mismo modo, la conflictividad sindical frente al deterioro de las condiciones de vida durante el primer gobierno democrático daba cuenta de la importancia de ese otro significativo actor de la política nacional. Sin embargo, ya con claridad desde el año 1987 en adelante, puede observarse que esos actores tradicionales iban perdiendo progresivamente la capacidad de expresar un conjunto de nuevas demandas que fueron surgiendo en los años sucesivos como verdaderos malestares de la democracia.

En ese sentido, de modo más o menos articulado y con distinta capacidad de impacto y perduración en el tiempo, las principales expresiones de participación política en el país han estado del lado de los movimientos sociales, uno de cuyos rasgos importantes ha sido –al menos en las instancias de surgimiento y consolidación– el de confrontar con los actores tradicionales de la representación social y política. Así, los distintos movimientos que fueron surgiendo en estos últimos 30 años han tendido a cuestionar y transformar los criterios de la representación al tiempo que han inspirado y actualizado los valores y horizontes de la democracia.

Desde la segunda mitad de los años ’80, la organización y movilización de grupos de protesta en nuestro país se ha vuelto una experiencia normal y cotidiana. Sólo para tomar un parámetro, podemos considerar que entre 1984 y 2007, en la prensa gráfica nacional se registra en promedio más de una protesta diaria.

La persistencia de este fenómeno señala un proceso creciente de legitimación de la protesta como un recurso para el sostenimiento de demandas. Estas experiencias de movilización representan siempre una realidad cambiante que incluye desde amplias campañas de protesta con la consolidación de organizaciones y dirigentes hasta formas más subterráneas de desarrollo de redes y activismo para llevar adelante determinadas causas específicas.

Los movimientos son, en este sentido, amplios espacios de solidaridad colectiva que logran sostener una dinámica de movilización, lo que los constituye en verdaderos actores políticos. Sin embargo, sus trayectorias dan cuenta de tensiones y conflictos que son propios de actores que suelen tener un bajo nivel de formalización.

Dentro de este amplio espectro existen algunos movimientos que han sido, para nuestra vida democrática, de una importancia muy significativa. Pensemos, por ejemplo, en el movimiento de derechos humanos que surgió durante la última dictadura militar y que a través de las denuncias sobre el paradero de los detenidos-desaparecidos y sobre los mecanismos ilegales de aplicación de la violencia represiva estatal, sentó las bases y acuerdos sobre los que se consolidó la transición a la democracia. En estos treinta años, el movimiento ha representado un modo de expresión de ciertos valores que quedaron asociados a la democracia argentina, como son las garantías y derechos civiles y políticos así como la condena y censura hacia toda forma de violencia política.

La lucha del movimiento de derechos humanos ha sido una constante que marca uno de los horizontes de la democracia argentina. Más allá de las diversas coyunturas en las cuales diferentes gobiernos han tomado decisiones de muy diverso signo, e incluso contradictorias entre sí (creación de la Conadep, juicio a las juntas militares, leyes de obediencia debida y punto final, indultos, etc.) el problema de los derechos humanos en relación con la última dictadura militar ha formado parte de uno de los grandes consensos que se ha afianzado en los años de vida democrática. Se trata, claro, de consensos que operan no necesariamente de modo extendido y homogéneo a nivel popular pero sí evidentemente en el de un público interesado en la política, de un público intenso con capacidad de marcar e informar el pulso de los debates nacionales. Esos consensos tienen, a su vez, en los organismos de derechos humanos a portavoces reconocidos y legítimos frente a los cuales las políticas tienen que ser puestas a prueba.

A tal punto es así que resulta difícil pensar en que las políticas de derechos humanos referidas al tratamiento de los crímenes de la dictadura pudieran tener otro contenido que el que actualmente tienen y ello en parte gracias a un marcado proceso de institucionalización de los organismos de derechos humanos.

Algo similar ha ocurrido con los movimientos de desocupados que surgieron en la segunda mitad de los años ’90. Los movimientos piqueteros llegaron entre 1996 y 2000 a la política nacional e instalaron un conjunto de demandas vinculadas con el problema de la exclusión social y con las consecuencias de las políticas económicas neoliberales que se profundizaron durante esos años. La movilización de desocupados en todo el país, la creación de organizaciones y la política de los cortes de ruta permitieron darle forma a un conjunto de reivindicaciones que mostraron la relación directa entre desempleo y exclusión.

Las demandas por empleo genuino y también las negociaciones por política asistencial marcaron a la vez un horizonte y un piso en el reclamo de los desocupados. Así, todo ese ciclo de movilización fue capaz de marcar otro hito en estos treinta años de democracia en el país. Otro consenso surgió de esas movilizaciones vinculado con las condiciones materiales de subsistencia y las condiciones de integración social necesarias para el ejercicio de la ciudadanía. También marcaron algunos elementos vinculados con la centralidad del Estado en la configuración de un modelo de desarrollo para el país. La democracia se ha vuelto desde entonces social y relativamente estadocéntrica como corolario de la crisis y colapso de las políticas de libre mercado que se habían intensificado en esos años noventa.

En lo que constituye una verdadera división del trabajo político, por otro lado, los movimientos que han producido algunos de los temas y consensos más importantes de la democracia argentina no han mostrado capacidad ni interés de integración a la política partidaria y electoral. En el movimiento de derechos humanos esa distancia ha sido explícita desde el principio al punto que esa estrategia representó un legado para muchas organizaciones que han vivido desde entonces la partidización de sus reclamos como un proceso negativo de politización. Los dirigentes piqueteros, por su lado, han fracasado en sus intentos de reconvertir su capital militante en capital electoral.

La institucionalización de los movimientos llegó así más por su incorporación a una coalición de gobierno y a los procesos de política pública que por su transformación en actores integrados al juego político. Este proceso que se produjo en los últimos años como consecuencia de importantes realineamientos de la política pública producidos por el kirchnerismo dejó abierta una polémica sobre los sentidos de la institucionalización. El salto al Estado –a través de la ocupación de cargos o en la gestión de la política pública– se produjo en el marco de un apoyo explícito a la política gubernamental y una relativa incorporación a la coalición de gobierno. Surgen así debates sobre la cooptación y la debilidad de las transformaciones de estos años que recuerdan a los debates sobre la integración del movimiento obrero en los años ’40.

Si pensamos en el movimiento de derechos humanos, el lugar que ocupó desde la transición democrática fue el de una red de solidaridades que trascendió la política partidaria y que mantuvo –más allá de la filiación o doble filiación de muchos de sus militantes– una importante autonomía respecto de los posicionamientos político-ideológicos de los partidos tradicionales.

Por otro lado, desde el momento de su revitalización en los años ’90 –luego de los indultos– la política de los organismos fue de confrontación con las autoridades y agencias estatales tratando de revertir las políticas que habían clausurado el juzgamiento de los militares. El posicionamiento de los organismos y el carácter de las nuevas movilizaciones que fueron surgiendo en esa década claramente se definieron a distancia e incluso contra la política partidaria y las autoridades de gobierno. Sin embargo, esos cuestionamientos no implicaron –al menos mayoritariamente– una deslegitimación de los principios democráticos vigentes.

Algo similar ocurrió con los movimientos piqueteros. Los reclamos multisectoriales surgidos por los procesos de descolectivización en varias ciudades el interior del país en la segunda mitad de los años ’90 confluyeron en la identificación de las autoridades políticas como responsables principales de las dificultades económicas afrontadas por la población. En el origen de esas experiencias se encuentran importantes conflictos sindicales de base que estuvieron vinculados a las crisis fiscales de las provincias por esos años y que desencadenaron importantes movilizaciones y confrontaciones que se fueron repitiendo cíclicamente en las ciudades del interior. Muchos de esos episodios terminaron con el ataque a edificios y funcionarios públicos y con pedidos de renuncia para las autoridades locales o provinciales. Los movimientos piqueteros surgieron en ese contexto y recurrieron a modalidades de organización y movilización que confrontaron fuertemente con la política partidaria y las cúpulas sindicales. Esa confrontación se debió también al hecho de que las organizaciones tuvieron como objetivo principal, en esos años, disputar con las agencias estatales el control de los recursos públicos de la política asistencial focalizada, destinada a paliar la situación provocada por el constante aumento del desempleo a nivel nacional. En ese mismo sentido, la modalidad de acción directa que distinguió a estos movimientos, el corte de ruta, da cuenta de la intensidad en los modos de confrontación. Ese formato de protesta, a diferencia de una manifestación y quizá también de una huelga, representa, en cierto modo, un mecanismo de desobediencia civil, de disputa de la legitimidad del Estado para el control de un territorio.

Algunos de esos rasgos y formas de confrontación permiten entender las características y alcances de la crisis de 2001-2002. Aunque no emergieron allí movimientos que lograran una cierta permanencia en el tiempo ni producir transformaciones significativas en las prácticas políticas ni en los mecanismos de representación, la crisis dejó una huella considerable en los años posteriores. Así, cada vez que se producen episodios de confrontación y, en particular, si se expresan allí sectores medios urbanos, la impronta de la crisis de 2001 reaparece con una retórica de fuerte crítica a la actividad política. Se expresan allí aquellos a quienes Juan Carlos Torre denominó los “huérfanos de la política de partidos”. De todos modos, esas experiencias y protestas no se han constituido en movimientos sociales, ni en la línea de las asambleas barriales o los colectivos de ahorristas durante la crisis, ni como consecuencia de las masivas marchas contra el gobierno nacional o demostraciones sectoriales desde el 2008 en adelante. Sin embargo, algunos de esos rasgos están presentes, como pudimos observar, en la progresiva constitución de un movimiento comunitario-ambiental en los últimos años. Las comunidades que allí reclaman, lideradas por las asambleas de autoconvocados, disputan directamente con las empresas que lideran los emprendimientos económicos pero también con las autoridades políticas de los distintos niveles de gobierno. Surgen allí los principales argumentos críticos que pesan sobre los representantes políticos y que nutren la agenda democrática de ampliación de derechos.

Como dijimos, la deslegitimación de la política partidaria y la representación política expresada en los movimientos sociales no es un proceso unidireccional. En ese sentido, si consideramos dos de los tres movimientos que hemos analizado con mayor profundidad (derechos humanos y piqueteros), debemos señalar que, globalmente, la dinámica de esos movimientos siguió un proceso que podríamos llamar de “institucionalización” y que tiene, sin duda, ciertos rasgos paradójicos. Por un lado, los reclamos de los organismos históricos de derechos humanos así como también el problema del desempleo han sido pilares de la recomposición política del país luego de la crisis de 2001.

De hecho, el kirchnerismo se apoyó en estos movimientos para construir legitimidad política partiendo de una situación de relativa debilidad. En ese sentido, no sólo la reorientación política sino la articulación de los movimientos con el aparato del Estado dan cuenta de dicho proceso de institucionalización. En los dos casos, los movimientos han contribuido a la legitimación de las autoridades así como al fortalecimiento de distintas agencias estatales, aportando militantes para ocupar puestos clave así como también transformando las reivindicaciones en líneas de política pública.

Por otro lado, ese proceso sigue atado, en alguna medida, a la lógica de producción de coaliciones políticas y de gobierno; se trata, en efecto, de una institucionalización híbrida, no desvinculada del cumplimiento de ciertos rituales de apoyo político que siguen marcando que existe una dependencia de las decisiones gubernamentales para el sostenimiento de los logros y conquistas de los movimientos sociales y, al mismo tiempo, una cierta endeblez en la consolidación de políticas de largo plazo.

Nuestro balance, en este sentido, es el de una continuidad de la política democrática no institucional muy vital en la Argentina y capaz de generar temas de agenda y nuevos actores colectivos vinculados con ellos. El modo de expresión de esa política en movimientos sociales ha tendido a marcar en las últimas décadas las debilidades y limitaciones de la política de partidos y también de los mecanismos de representación centrados en los procesos electorales. Si pensamos en los años ’80, el problema de la legitimación del orden político se ha complejizado, merced a un proceso variable pero constante de desnacionalización de los conflictos (por efecto fundamentalmente de una importante descentralización en algunas funciones y servicios del Estado). Eso pareciera producir una lógica de desresponsabilización entre los distintos niveles de gobierno que suele ser subrayada en cada uno de los conflictos.

El malestar con la política partidaria y la política representativa se mantiene como un elemento que acompaña los procesos de movilización social al tiempo que, en estos últimos años, la desnacionalización de los conflictos parece marcar un límite al surgimiento de nuevos actores colectivos. Sin embargo, esos procesos concomitantes no han sido, como vimos, una fuente de cuestionamiento al régimen democrático sino que, por el contrario, representan un aspecto central de su vitalidad y renovación constantes.

Autorxs


Sebastián Pereyra:

Doctor en Sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (París-Francia). Investigador del CONICET / IDAES – Universidad Nacional de San Martín.