Los cambios culturales en treinta años de democracia

Los cambios culturales en treinta años de democracia

La cultura es lo que más ha cambiado en este país en los últimos 30 años. En las mejores expresiones del arte y también en algunas de las peores conductas colectivas. Por eso, urge seguir cambiando las políticas culturales, para que nuestro pueblo sea consciente de lo que dice y lo que hace, pero también para lograr mejores formas de convivencia en paz en todo el territorio nacional.

| Por Mempo Giardinelli |

Si a finales de 1983 alguien hubiese dicho que en este país iba a pasar todo lo que pasó después, hubiese sido acusado, muy probablemente, de ser un delirante.

De igual modo, pensar el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 como un acontecimiento lejano que ya no nos afecta, no deja de ser un acto temerario. Y quizá por eso el aniversario del 10 de diciembre de 1983 que celebramos en este final de 2013 nos encuentra colmados de claroscuros y algunas fuertes incertidumbres. Es perfectamente lógico, por lo tanto, que esta sea una fecha símbolo de la recuperación democrática de la Argentina.

Lo cierto es que el tiempo ha transcurrido y a 37 años y medio del golpe y a 30 de la reconquista democrática, si todo parece hoy tan lejos como a la vez cercano, es porque así son los sucesos que conmueven a los pueblos, cuando son los pueblos los que protagonizan los cambios y la vida de una nación empieza a ser, afortunadamente, un continuum y no un destino.

Hoy queda poco, relativamente, de todo lo que definía el presente de este país y del mundo hace tres décadas. Ya no existen ni el avión supersónico Concorde ni la Unión Soviética; cayeron el Muro de Berlín y el apartheid sudafricano, y pasaron por el poder mundial Ronald Reagan, los dos Bush padre e hijo, Margaret Thatcher, Tony Blair y una cantidad de líderes chinos de nombres para nosotros impronunciables, como aparentes clones modernizantes del legendario Mao Zedong. Y en medio de todo eso, aquí en casa, en nuestro país, y conviene decirlo, las mutaciones fueron en general para bien y algunas fueron buenísimas.

Es posible que esta idea sea intolerable para muchos argentinos típicos, básicos, y sobre todo para porteños quejosos. Pero así son las cosas hoy, después de que por el poder pasaron Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando de la Rúa y una caterva de efímeros presidentes, ninguno elegido, hasta que llegaron Néstor Kirchner primero, y Cristina Fernández después. Y es que todo pudo ser mejor, desde luego, pero la sociedad argentina en democracia, sin que esto signifique negar todo lo malo que persiste, que aún es mucho, protagonizó una serie impresionante de cambios, avances y afianzamientos en materia cultural. Y este artículo intenta reflexionar por qué y cómo fue que lo hizo, y sobre todo qué perspectivas ofrecen esos cambios culturales que todavía veremos después de 30 años de democracia.

Las palabras y los hechos

En primer lugar, hay que decir que como marca de estas tres décadas quedó una palabra definitiva y símbolo de época: “Desaparecidos”. Su significado no es sólo el de sintetizar la tragedia, sino además simbolizar la lucha y el dolor pero en ningún caso la revancha. Virtud ética fundamental que hoy debe ser vista como el más grande triunfo cultural de esta nación. Porque el reclamo de justicia no contempló la injusticia como nueva política de Estado, sino que dio y sigue dando a todos los genocidas las garantías que ellos negaron a sus víctimas. Y de ese cambio cultural se nutrieron los otros símbolos, igualmente poderosos: Memoria, Verdad, Justicia.

A 30 años del inicio de la gran mutación nacional –eso es por lo menos dos generaciones– hoy se puede repetir el viejo lugar común de que la democracia es, nomás, el más imperfecto de los sistemas de gobierno. Pero también hay que decir que como hecho cultural, y en su práctica imperfecta, la democracia también puede ser un hecho revolucionario. Al menos si se mira hacia atrás y se recuerda que este país hace tres décadas era una carnicería. Y que hace dos décadas el sistema político se pervirtió hasta el punto de que nos dejaron en la vía, que es como se llama vulgarmente a la cancelación del futuro.

Basta, como ejemplo, enumerar muy velozmente todo lo que perdimos los argentinos en la década de 1990 gracias al discurso globalizador del neoliberalismo que aplicó aquí el menemato. Perdimos: la educación, la salud, la previsión social, la industria básica, la banca nacional, los ferrocarriles, el petróleo, el manejo nacional de granos y de carnes, la industria petroquímica, la minería, la riqueza marina, las tierras fiscales, la electricidad, el gas, las aguas corrientes y los servicios sanitarios, los teléfonos y las telecomunicaciones, el correo postal, las flotas marítima y fluvial, la red caminera, las líneas aéreas, los puertos y aeropuertos, la investigación científica y técnica… O sea: el patrimonio colectivo nacional fue completamente saqueado. Y encima destruyeron el trabajo y la cultura del esfuerzo, la producción y el crédito sano, así como corrompieron todas las formas de organización y llevaron a nuestro pueblo al desánimo y al enfermizo deseo de emigrar.

Basta una sola comparación: en 1974 la Argentina tenía 22 millones de habitantes y sólo 1,8 millones de pobres (menos del 10%), y el desempleo era de apenas el 2,5 por ciento. En 2003 la Argentina tenía 37 millones de habitantes y casi 22 millones de pobres (el 57,5%), de los cuales más de 10 millones eran indigentes, o sea menos que pobres. La tasa de desempleo estaba entre las más altas del mundo: 21,5 por ciento.

En contraste, y según la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe) en 2011 la pobreza era de sólo el 5,7% y la indigencia del 1,9%. Niveles que bajaron incluso al 5,4% y al 1,5% en 2012, pero que de todos modos significan que seguimos teniendo como mínimo tres millones de seres humanos en situación de pobreza e indigencia gravísimas, lo que configura un paisaje ominoso que basta tener ojos y vivir en las afueras de cualquier ciudad para comprobarlo.

Como en la remanida cuestión del vaso medio lleno o medio vacío, se puede pensar que es fantástico todo lo que se mejoró, como también se puede pensar que todo sigue siendo un desastre y no hay remedio. Ese es, de hecho, el juego necio que parecen practicar por un lado algunos funcionarios y militantes K que piensan que todo está bien y entonces “van por más”, mientras enfrente pululan políticos y periodistas dedicados a lanzar fuegos artificiales pretendiendo que el incendio es irrefrenable. Vieja manía de la (in)cultura argentina, particularmente de la clase media urbana y proverbialmente porteña.

Cachos de cultura

En los párrafos anteriores acaso esté la explicación, sencilla y brutal, de la contracara de la afirmación optimista del comienzo de esta reflexión. Porque si es verdad que la democracia abrió un período de renovación cultural en el más amplio sentido, también es verdad que la apertura a la libertad produjo mucho de lo peor del presente. Y es que esos datos y las viejas, tradicionales (in)conductas de clase alentaron entre otros males la naturalización de la corrupción; el paulatino y consistente crecimiento de las conductas violentas, y la exasperación y el resentimiento crecientes que hoy estamos soportando.

Todos esos rasgos son fácilmente comprobables en todo el territorio nacional y son muestras, algunas de ellas, de un deterioro cultural colectivo que a pesar de todo siguió dando muestras maravillosas de talento y creatividad, como corresponde a una sociedad capaz de obras impares y de prohijar artistas notables.

Esta contradicción, de hecho, difícilmente tenga otra explicación que el hecho de que el salto del terror y la censura hacia la libertad de expresión fue sin red, fue veloz y fue incontenible. Del mismo modo que el paso del autoritarismo más feroz a la negación de todo principio de autoridad fue, también, un desdichado sello natural del proceso argentino, y lo sigue siendo.

Por otra parte, hasta 2003 todo estaba centrado en el cambio del modelo económico que nos llevó a la ruina, y casi no había espacio para nuevos debates. Uno de ellos era la siempre postergada cuestión de la Cultura Nacional entendida como razón de Estado, lo que marcaría el camino hacia un cambio en los paradigmas culturales establecidos. Cuando prácticamente no existían la educación ni la salud públicas, era urgente reclamar un Estado responsable capaz de organizarlas, orientarlas y dirigirlas de acuerdo a los verdaderos intereses nacionales. Y esta era una batalla decisiva cuando los “modernizadores” querían hacernos creer que la función del Estado era reemplazable.

Aquella política aplicada de considerar a la cultura como algo no centrado en los intereses de la burguesía de Buenos Aires, que subrayaba la carencia de una Política Cultural Nacional, indicaba también la ausencia de un acuerdo general sobre qué se entendía por cultura y qué cultura se quería para la Argentina. Eso jamás había sido debatido por los actores de la vida artística y cultural de todo el país, y mucho menos podía pensarse en un programa de acción cultural para todo el territorio nacional.

Eso no existía en la Argentina, donde siempre hubo una enorme variedad de buenas intenciones –todas con nombre y apellido, y algunas menos improvisadas que otras– que pudieron aplicarse, o no, durante algunas gestiones porteñas. Pero era un hecho el carácter errático e indefinible de la así llamada Cultura Argentina. Y es que la idea de que son los funcionarios de turno los que la interpretan y desarrollan, según tuviesen mayor o menos cuota de poder y, sobre todo, presupuesto, era negativa desde todo punto de vista.

Algunos pocos sosteníamos, solitariamente, que la cultura de una nación es mucho más que eso, y sobre todo cuando un país es territorialmente grande como la Argentina. Por eso –decíamos– quienes más padecen la falta de una política cultural coherente y permanente son los habitantes del mal llamado “interior”, que en general sentían que la Secretaría de Cultura era como un ministerio más, siempre lejano y ocupándose de asuntos de la ciudad de Buenos Aires.

La norma cultural argentina durante los primeros 20 años de democracia tuvo, por eso, un rumbo errático y librado a las creaciones de talentos individuales, pero en general se profundizó el deterioro en todos los sentidos. No sólo en las costumbres y actitudes individuales y sociales, sino también en las estadísticas: la educación fue implosionada mediante la Ley Federal de 1992; la cultura oficial siguió siendo un pálido muestrario de actos en la capital de la república, que de hecho tenía dos secretarías, una nacional y otra municipal, y el inventario y cuidado del patrimonio cultural de los argentinos continuó siendo nulo y en constante y sistemático deterioro.

A partir del gobierno kirchnerista empezaron a producirse cambios fundamentales en materia de infraestructura educativa, reorganización de planes, recuperación de salarios, y entre otras medidas el lanzamiento de un fuerte Plan Nacional de Lectura. Los resultados, además, se vieron en infinidad de hechos, auspicios, estímulos y debates como los que se dieron en los cuatro Congresos Nacionales de Cultura (Mar del Plata 2006, Tucumán 2008, San Juan 2010 y Resistencia 2012).

Cambios de paradigmas

Así como decimos que los cambios más impactantes que se han producido en la Argentina de la democracia son culturales –y el vocablo “impactantes” abarca tanto los cambios positivos como los negativos– también lo es que los mejores logros y la exacerbación de las peores expresiones se concentraron en la década 2003-2013.

Es obvio, y realmente lo es para cualquier mirada objetiva y desapasionada, el fenomenal despegue de las artes en la Argentina: el cine, la literatura, el teatro, la danza, la música, las artes plásticas hoy tienen un desarrollo admirable, en condiciones de libertad absoluta y ya sin censuras ni prohibiciones. Y si se considera a la cultura en sentido antropológico, también: el desarrollo de las artesanías, la recuperación de las expresiones culturales de muchos pueblos originarios, los microemprendimientos de esos pueblos y otros colectivos y las nuevas formas basadas en experiencias locales ha sido extraordinario, si bien no estuvo ni está exento de errores y conflictos. Pero hoy todo eso está a la vista y es impresionante comprobar cómo la energía creativa argentina está pasando por uno de sus mejores momentos.

Otro gran avance cultural se produjo en los fuertes cambios de paradigmas. Por ejemplo, el hecho inocultable de que este país hoy ve menos televisión. Es un hecho de comprobación cotidiana que se mira mucho menos tele que hace años. Y sobre todo, y como educador, me consta que la tele ya no es el único instrumento que (mal)educa a las nuevas generaciones.

Creo que concurren a ello varias causas, empezando por la pésima calidad de las producciones que prescribe e impone “el mercado”, pero también la diversidad de la oferta de servicios (hoy se puede acceder a 200 canales o más, mientras la Argentina de hace 30 años estaba cautiva de sólo cuatro). El auge de la tecnología electrónica, la computación y el mundo digital, los celulares, la nanotecnología, y en fin, el universo cibernético que es nuestro asombro cotidiano y sobre todo es el presente natural de los nativos digitales, o sea los que hoy tienen menos de 15 años de edad, ha sido y es un factor democratizador de la cultura y el conocimiento, más allá de la popularidad de muchos productos deleznables.

Me parece que este es un elemento interesantísimo para pensar, porque desde hace años algunos sostenemos que no se puede instruir, educar, fomentar la lectura o la valoración estética mientras la inmensa mayoría de la población –incluidos los docentes– vive prisionera de un discurso incuestionado. Y en tal sentido el cambio en ciertos paradigmas argentinos ha sido sin dudas saludable, y en mi opinión una revolución en sí misma. Las señoras distinguidas que almorzaban en la tele ante un país con hambre, hoy resultan igual de exóticas pero más pobres de rating. Y los periodistas nostálgicos de la dictadura que pasaban por constructores de la democracia, hoy ya no tienen predicamento. Ni rating. Sólo descrédito. Quedan en pantalla, sí, chicas esculturales con cabezas vacías, algunos programas chismosos y cierto periodismo adocenado, pero todo en tono menor, claramente menos influyente.

La silenciosa e incomprendida docencia cultural ha sido, siempre, y así seguirá siendo, una tarea compleja y ardua pero siempre necesaria y urgente. Y sobre todo en un país como el nuestro, donde las últimas tres décadas –primero con autoritarismo y oscurantismo, y luego con descontroles absurdos, casi suicidas– nos cambiaron totalmente: de ser un país casi sin analfabetos, a finales del siglo pasado pasamos a ser uno en el que por lo menos un cuarto de la población leía y escribía de modo primitivo y apenas funcional. Bastaba recorrer las periferias urbanas, adentrarse en el mundo rural o profundizar temas con los jóvenes para ver que el resultado de tantos años de indolencia, robo y frivolidad –mientras los maestros, por ejemplo, eran condenados a salarios indignos– estaba a la vista.

El gran retroceso se evidenció brutalmente entre 2001 y 2003, y consistió, además, en que dejamos de ser una sociedad medianamente culta y lectora para reconvertirnos en una sociedad que se informa por la tele, que le cree a la tele, que piensa (o cree que piensa) por lo que dice y muestra la tele, y así y por eso tan manipulada y estafada.

El extravío de las sanas costumbres de la inteligencia activa es la razón por la cual todavía hoy vastos sectores de nuestro país siguen sin comprender –ni aceptar– el papel de sus intelectuales. Peor aún: muchas veces son los propios intelectuales argentinos los que menosprecian (o sea, ignoran) su propio rol mientras desdeñan alegremente a sus colegas. Y los resultados son tremendos: en la Argentina se entiende menos, se entiende mal, hay menos interpretación y se perdió espíritu crítico, que hoy se confunde con protesta y grito. Basta escuchar el lamentable lenguaje coloquial de los argentinos, pauperizado hasta límites insólitos.

Por eso hay que saludar la nueva Ley de Medios, incluso en textos como este. Porque llevará años reparar el daño cultural que se ha hecho, con el atropello intelectual y moral constante a que se sometió a una ciudadanía a la que costará mucho tiempo y esfuerzo reconvertir en personas pensantes, no más clientes cautivos de las políticas de embrutecimiento que tanto daño causaron.

Si otros países lo han hecho, nosotros también podemos hacerlo. Es una cuestión de voluntad política, aunque también de seriedad y perseverancia en la acción. Si se hace, será revolucionario y se habrá contribuido a superar la espantosa situación sociopolítica y sociocultural en que se encuentran vastos sectores de la niñez y la juventud en la Argentina, hoy carne potencial del poder narco que está ya en nuestras barbas. Estadísticamente se trata de por lo menos un par de millones de compatriotas extremadamente jóvenes, extremadamente vulnerables y extremadamente peligrosos, para ellos mismos y para la sociedad. No tengo dudas de que esa es la gran tarea cultural pendiente.

Por eso urge seguir cambiando las políticas culturales, para que sean no sólo contenedoras del talento en todas las expresiones, sino que a la vez orienten a nuestro pueblo para que sea consciente de lo que dice y lo que hace, y pueda sentirse orgulloso de su producción artística e intelectual, pero también del ejercicio de mejores formas de convivencia en paz mediante la práctica de la inteligencia y el buen gusto en todo el territorio nacional.

En ese contexto trabajan muchas, muchísimas ONG, fundaciones e instituciones en todo el país, que siguen dando batalla en desventaja pero inclaudicablemente. Desde luego que ninguna puede –ni debe– suplir el rol del Estado, pero ante la ausencia del Estado a lo largo de muchos años, y desde la destrucción que dejó la dictadura, muchas se han venido constituyendo en expresiones solitarias de la cultura de ciudades y pueblos enteros. Es necesario y urgente amalgamar todo eso, y no para desmantelarlo haciendo que sus hacedores deban trasladarse a Buenos Aires para ser funcionarios, sino, al contrario, para fortalecer lo que hacen con una política estatal orientadora y de apoyo sustancial, que promueva el arraigo y el desarrollo de las peculiaridades.

La cultura, insisto, considerada como expresión de las conductas de la ciudadanía, es lo que más ha cambiado en este país. En las mejores expresiones del arte y también en algunas de las peores conductas colectivas. Lo que va, por citar un ejemplo, de las orquestas juveniles y el desarrollo de movimientos musicales de excelencia en todo el país, a las bestialidades militantes de las barras bravas futboleras. Y todo de igual manera veloz, inclaudicable, deslumbrante incluso y aterradora en ocasiones.

Por eso llama tanto la atención observar cómo retornan y siguen vigentes algunas estupideces populares, predominantemente clasemedieras y argentinamente eternas, como creer que el enemigo es el Estado o que las privatizaciones a mansalva son un camino de progreso… También los que siempre creen que “cuanto peor, mejor”; los que siempre dicen que “esto no se aguanta más”; o los que hubiesen soñado ser ingleses y reniegan de ser descendientes de tanos, gallegos, judíos o árabes.

La resistencia cultural de los argentinos ha sido enorme, y sus resultados en general mucho mejores que lo que suele reconocerse. Por eso estamos malheridos, seguimos malheridos, pero de pie. Y por eso a pesar de todos los problemas que subsisten –hoy cuando la esperanza parece posible– es hora de empezar estos debates. Que no han sido pocos los triunfos culturales que ha logrado la democracia argentina en 30 años.

Autorxs


Mempo Giardinelli:

Escritor y periodista. Asesor ad-honorem del Ministerio de Educación de la Nación y del Plan Nacional de Lectura. Consultor de la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (CONABIP) y de la Asociación de Bibliotecarios Graduados (ABGRA). Ex docente de Periodismo y Literatura de la Universidad Nacional de La Plata, de la Universidad Iberoamericana (México) y de la Universidad de Virginia (Estados Unidos).