Treinta años de política exterior argentina

Treinta años de política exterior argentina

La lectura de la política exterior argentina de estos últimos treinta años requiere incorporar tres elementos centrales: el papel del Estado, la direccionalidad de las demandas e intereses de las elites sectoriales y los movimientos del contexto internacional y su impacto sobre el país. Rupturas y continuidades de la diplomacia argentina desde el retorno de la democracia.

| Por Carlos Raimundi |

Un análisis integral de la política exterior argentina de estos treinta años de continuidad institucional –que se cumplen el 10 de diciembre de 2013– requiere un primer paso de clarificación de algunos elementos de carácter teórico, otros históricos y algunos puramente conceptuales.

Durante ese tiempo cronológico ha trascurrido un tiempo político, signado por siete períodos presidenciales, lo que marca una etapa de continuidad que no habíamos tenido antes, a lo largo de todo el siglo XX. Y, si bien es algo conocido, en un país que ha carecido de estabilidad institucional durante tanto tiempo, no sería atinado esperar una política exterior completamente “estable”. Más bien, son los resabios de aquella inestabilidad los que también se han visto reflejados en nuestra agenda exterior.

La política exterior de un Estado remite a las conductas, acciones y toma de posición que este sostiene en medio de la complejidad del escenario internacional. Y si bien el “poder de mando” forma parte de la definición teórica de Estado, no corresponde concebirlo como una entidad uniforme, y mucho menos estática. Tal como lo define Andrew Moravcsik en un artículo llamado “Liberal International Relations Theory. A Scientific Assessment”, el Estado se constituye al mismo tiempo como una “correa de transmisión de demandas particulares” de múltiples actores (sector privado, burocracias estatales, ciudadanía), y luego de cotejarlas con sus propios principios e intereses, tomará una decisión política convertida luego en acción estatal.

Y si damos por sentado que en la Argentina se produjeron entre 1930 y 1976 seis golpes de Estado, hay motivos suficientes para esperar que tal situación iría a dejar su impronta sobre la etapa de estabilidad institucional sobreviniente, en términos de dificultar una orientación estratégica unificada. Inclusive, una vez adentrados en el proceso institucional iniciado en 1983, las demandas corporativas lograron, por momentos, hacer tambalear la estabilidad interna, y, con ello, incidir sobre los comportamientos de nuestra política exterior, limitando –en uno y otro caso– el concepto de autonomía de la política respecto de los intereses corporativos e intentando provocar giros en nuestra política exterior, de modo que esta evidenciara, por momentos, una imagen de transitoriedad.

Como corolario de esto último, cabe decir que, para quien suscribe estas líneas, no es concebible, salvo discursivamente, la incompatibilidad entre las políticas que repercuten sobre la vida interior de un país y su política exterior, en términos de autonomía. A una política autónoma de los intereses corporativos a nivel interno corresponde una similar en el modo de relacionamiento externo, y, concomitantemente, cuando el país pasó por tramos de políticas condescendientes con los grupos corporativos, esto se reflejó tanto en uno como en otro escenario.

Otro factor estructural en esta aproximación a las últimas tres décadas de política exterior lo constituye el haber sido una de las etapas de cambios más acelerados de la historia moderna; tal vez, “la” etapa en que se han producido cambios más profundos a nivel internacional, en un lapso más breve.

Es así que la lectura de la política exterior argentina de estos últimos treinta años requiere incorporar –de modo integral– los tres elementos descriptos. El papel del Estado (fuerte o invisibilizado), la direccionalidad de las demandas e intereses de las elites sectoriales que pueden constituir o no la base de apoyo político del gobierno, y los movimientos del contexto internacional y su impacto sobre el país.

Primera etapa

En el momento que asume el gobierno constitucional del Dr. Raúl Alfonsín, en diciembre de 1983, el contexto internacional estaba caracterizado por el enfrentamiento de las dos superpotencias en el marco de la Guerra Fría, que se expresaba a través de conflictos regionales de diversa índole en todas las regiones del planeta, acentuado por el ascenso del conservadurismo político de Ronald Reagan en los Estados Unidos y los inicios del desgaste del régimen soviético y de su influencia mundial.

A nivel regional, salvo las democracias limitadas de Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela, el resto del subcontinente vivía bajo férreas dictaduras, lo que limitó la capacidad de maniobra de la incipiente democracia argentina, especialmente en algunas iniciativas como la de afrontar de manera conjunta las respectivas crisis por endeudamiento externo de nuestros países. Además, la imagen externa que el país arrastraba de los tiempos de la dictadura, estaba signada por el desconocimiento del laudo arbitral por la cuestión del Beagle –lo que nos colocó al borde de un conflicto armado con Chile–, la colaboración con el golpe de Estado en Bolivia, la desestabilización del gobierno sandinista de Nicaragua, la derrota militar en Malvinas y las atroces violaciones a los derechos humanos.

A partir de ese momento, el gobierno del Dr. Alfonsín intentó llevar a cabo una política exterior coherente con los valores democráticos, cuya agenda señalaba nuestra vocación de “incrementar la independencia política y económica del país, aumentando los grados de autonomía de la nación argentina”; la “búsqueda permanente de la paz y el resguardo de los derechos humanos fundamentales”, e “impulsar la integración latinoamericana fortaleciendo la capacidad regional, política y económica”.

En pleno contexto de la Guerra Fría, los márgenes de maniobra de los países dependientes estaban muy acotados a la agenda instaurada desde el Hegemón regional bajo cuya influencia se encontraran, hecho que puso límites insoslayables a la voluntad de autonomía expresada por la política exterior de aquellos primeros tiempos de democracia. Y ya sea desde esa pretensión autónoma como desde la política de alineamiento incondicional desplegada durante la década siguiente, nuestra política exterior debió priorizar su modo de relacionamiento con los Estados Unidos.

Por ejemplo, desde una faceta meramente económica, en aquellos momentos en los cuales la base de apoyo político del gobierno estaba constituida por las elites más ligadas al sector de la producción industrial –siempre teniendo en cuenta un contexto internacional fluctuante–, la relación de Argentina con Estados Unidos tendió a ser más inestable, existiendo una inclinación hacia mayores controversias y desavenencias. Por el contrario, cuando la coalición de poder se regía mayoritariamente por intereses ligados a la exportación agropecuaria y a los servicios financieros, la política exterior con aquel país tendió a ser más estable, y por supuesto, más cercana.

Desde el comienzo de la transición democrática el presidente Alfonsín y su canciller pusieron el acento en la necesidad de reencauzar las relaciones con Estados Unidos, como modo de superar aquellas oscilaciones. Para ello se trazó una política de acercamiento en algunos aspectos esenciales como democracia, pluralismo, derechos humanos, libertad y justicia –aunque con algunas desavenencias sobre los medios para alcanzar dichos fines– junto con otros puntos conflictivos respecto de los intereses estadounidenses, como los temas económicos y financieros, la deuda externa, la crisis centroamericana, la participación en el Movimiento de No Alineados.

Segunda etapa

Ya durante la presidencia de Carlos Menem el contexto internacional había sufrido notables cambios. Una vez concluida la Guerra Fría, Estados Unidos se erigió como un Hegemón global, en lo que Christopher Layne (1993) denominó, en su texto Why New Great Powers Will Rise, la “Ilusión Unipolar”. De este modo, en total coherencia con el paradigma del neoliberalismo y con un fuerte apoyo de sectores corporativos nacionales, se puso en marcha la idea de un Estado ausente, entregando el funcionamiento de la economía y, en definitiva, a la sociedad, al mercado. En consecuencia, la Argentina durante la década de los ’90 asumió un conjunto de compromisos con organismos internacionales (OMC, Banco Mundial, FMI, etc.) y particularmente con los Estados Unidos. Esta agenda, basada en un “alineamiento automático”, determinó una serie de cambios en las políticas ensayadas hasta entonces por la diplomacia argentina (Malvinas, Proyecto Cóndor y política nuclear, crisis centroamericana, Movimiento de No Alineados). Asimismo, se plasmó la participación en la Guerra del Golfo (1991), el retiro del país del Movimiento de los No alineados (1992) y la designación de la Argentina como aliado extra OTAN (1998). Para la administración Menem, la “reinserción” a Occidente señalaba el rumbo para la superación de la “decadencia argentina”, en un camino que si bien exigía un costo en términos de ajustes internos y externos, prometía beneficios muy superiores. La nueva diplomacia hizo de la construcción de un vínculo sólido con Occidente, y con Estados Unidos en particular, su objetivo central. Este alineamiento se mantuvo de facto incluso durante el gobierno de la Alianza (basta recordar la condena a Cuba y que De la Rúa viajó tres veces a Washington en tan sólo dos años de gestión).

Tercera etapa. La integración política

Muy lejos de los resultados esperados, el alineamiento con los postulados de privatización y ajuste del “Consenso de Washington” provocó en toda la región, y particularmente en la Argentina, una profunda crisis económica, social y política, que hizo eclosión en nuestro país en diciembre de 2001. Ella produjo un cambio interno estructural, relativo a la recuperación del rol del Estado como un actor central en la sociedad, permitiendo a la política emerger como el modo de resolución y regulación de los conflictos de distinta índole. Este giro paradigmático le permitió de algún modo recuperar su rol de “agente político con poder de mando (decisión) legitimo dentro de un territorio dado”, capaz de velar por los intereses de la mayoría de la sociedad, sin depender indefectiblemente de las demandas particulares de los actores más poderosos. Asimismo, como consecuencia de esta crisis mermó el poder relativo de la base de apoyo ligado al sector financiero, que había caracterizado a la década de los noventa, y dio lugar al resurgimiento de una serie de actores ligados a la producción industrial, aunque en esta oportunidad también participaron sectores pymes, sindicatos de trabajadores, organizaciones de la sociedad civil, entre otros. La participación de estos actores iba a ser determinante a la hora de identificar una agenda exterior, en este período.

La primera década del siglo XXI encuentra a América del Sur con nuevos gobiernos populares que expresan una matriz política y económica claramente distinta del neoliberalismo imperante durante la década anterior. Centrados en el combate a la pobreza y la intervención estatal en los asuntos económicos, los presidentes Hugo Chávez de Venezuela, Lula da Silva de Brasil y Néstor Kirchner de la Argentina protagonizaron un proceso de acercamiento que tuvo como hitos la reunión de Cuzco en diciembre de 2004 y las sucesivas cumbres de Brasilia y Cochabamba, para culminar en la creación de la Comunidad de Naciones Suramericanas. Este proceso de integración de políticas regionales encontró su punto de mayor significación en la IV Cumbre de las Américas celebrada en Mar del Plata, en noviembre de 2005. Ante el propio George W. Bush, presidente de los EE.UU. que en esos momentos estaba en plena guerra en Irán y Afganistán, los gobiernos de la región rechazaron la propuesta estadounidense de formar un área de libre comercio para toda la región (ALCA), con lo que potenciaron la defensa de sus modelos productivos dirigidos a proteger la producción industrial autóctona, fomentar la integración física, energética, productiva y económica y el comercio intrarregional, y bregar por una mayor autonomía financiera respecto de los organismos internacionales. Con el advenimiento de las presidencias de Evo Morales en Bolivia y de Rafael Correa en Ecuador, ambas en 2006, y de Fernando Lugo en Paraguay (2008), se consolida un fuerte núcleo de coincidencias políticas y estratégicas que dan impulso a la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), cuyo primer Secretario General fue el ex presidente argentino Néstor Kirchner.

La Unasur ha venido funcionando como un foro político liderado por las Cumbres de Presidentes, y tuvo intervenciones protagónicas en rechazo del intento de golpe de Estado contra Evo Morales en 2008, de las bases militares estadounidenses en Ecuador y del intento de golpe contra Rafael Correa en 2010, así como en el encauzamiento pacífico de las fricciones entre Colombia y Venezuela, erigiéndose en garante de la paz y la estabilidad política de la región. En este marco de entendimiento regional, se crea la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), con la presencia de 33 países fundadores, sin los Estados Unidos y Canadá. En definitiva, se trata de un proceso que, además, alejó la incidencia que, ya sea de manera directa como desde la Organización de Estados Americanos (OEA), EE.UU. ejerció sobre la región con una intensidad creciente desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Los ejes de la actual política exterior argentina

La Argentina ha trabajado intensamente en el cumplimiento de los tratados internacionales en materia de no proliferación nuclear, en derechos humanos, en la conjura de los delitos vinculados con el terrorismo, la trata de personas y de género, así como en la persecución y penalización del narcotráfico y del lavado de dinero. Pero, al mismo tiempo, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ha planteado en todos los ámbitos internacionales –fundamentalmente en el G-20, que ha asumido un papel relevante ante la debilidad de la OMC y de Naciones Unidas– la necesidad de cambios en la composición y estructura de los organismos multilaterales, tanto políticos como económicos, dada su insuficiencia e incapacidad para anticipar las diversas crisis o proponer soluciones eficaces para su resolución. El diseño de una nueva arquitectura financiera, y la denuncia internacional de las guaridas fiscales y de las maniobras de los denominados fondos buitre para desestabilizar la estructura financiera en general, y de los países emergentes en particular, también han estado fuertemente presentes en los planteos políticos y diplomáticos efectuados por los representantes argentinos en los foros internacionales.

En respaldo de nuestro objetivo de desendeudamiento, apoyado en el trípode “No al ALCA”, canje de deuda privada y pago de la deuda con el FMI, la política exterior ha colaborado en mantener con firmeza la posición argentina de co-responsabilidad de los acreedores respecto de nuestra abultada deuda con el exterior, tanto en los foros internacionales como en los juicios pendientes en el CIADI, ámbito creado por el Banco Mundial para dirimir las controversias entre Estados e inversores privados.

En el mismo sentido, y como una reafirmación más de la defensa de un modelo productivo con eje en la industrialización y la diversificación productiva, la Argentina encaró misiones comerciales a Angola, Azerbaiján, Vietnam, y otros países emergentes, en el marco de una marcada estrategia de cooperación Sur-Sur.

Respecto de nuestros derechos sobre las Islas Malvinas y del Atlántico Sur, la Argentina ha intensificado su reclamo al Reino Unido para que cumpla las numerosas resoluciones de Naciones Unidas, ya sea de la Asamblea General como del Comité de Descolonización, que la obligan a dialogar con nuestro país respecto de la disputa de soberanía, reiterando la vía diplomática y pacífica, y denunciando el anacronismo de la situación colonial, así como la militarización de la zona y el incumplimiento de las disposiciones internacionales en materia de explotación de recursos en áreas que están en conflicto internacional.

Asimismo, la Argentina mantiene su presencia en diversas misiones humanitarias a través de Naciones Unidas, especialmente en Haití, donde ha mantenido desde hace varios años una política de cooperación orientada a mejorar la situación de ese país. Desde 1993, nuestro país participa de lo que inicialmente fue la UNMIH y hoy se denomina MINUSTAH, ha instalado cascos azules en 2004 en el noroeste del país (zona de Gonaives) y dotado el Hospital Reubicable en Puerto Príncipe, en una clara señal de acrecentar la ayuda humanitaria a expensas del apoyo estrictamente militar.

Un aspecto poco mencionado de la política exterior argentina de la última década se relaciona con la difusión y el fomento de nuestras manifestaciones culturales en el exterior, saliendo de los estrechos y tradicionales márgenes de la cultura de elite, para acercarse a la promoción de valores de todo el país y de las más diversas expresiones del arte y la cultura. En el mismo sentido, ha sido intensa la tarea de repatriación de científicos, como asimismo la integración de científicos e investigadores a quienes, aun cuando permanezcan viviendo en el exterior, se los integra a círculos de cooperación científico-tecnológica con los centros de investigación de la Argentina.

Cabe resaltar, además, una línea de trabajo de la Cancillería argentina referida a promover la integración de jóvenes de todas las extracciones sociales y provenientes de toda la extensión de nuestro territorio, para la formación de las nuevas generaciones de diplomáticos, con el objetivo de garantizar una representación más diversa y cabal de los intereses de nuestro país en nuestras relaciones con el exterior.

Por último, una cuestión no grata para nuestra política exterior, y en especial para nuestra férrea voluntad de integración regional, es el litigio que mantenemos desde hace años con la República Oriental del Uruguay como consecuencia de la construcción en ese país de la planta de celulosa de la compañía finlandesa Botnia, en franca violación de los mecanismos de consulta previstos en el Estatuto del Río Uruguay, suscripto por ambos países en 1975. Dicho emprendimiento eludió la realización de los estudios de impacto ambiental, lo que, luego de agotarse infructuosamente la negociación bilateral, obligó a la Argentina a recurrir a la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Esta emitió un fallo equilibrado, que hizo lugar a demandas de ambas partes, y actualizó el compromiso de una consulta previa ante cualquier innovación del statu quo. Uruguay, nuevamente de modo unilateral, autorizó el aumento de la producción de la papelera, lo que motivó la protesta formal de nuestro país, y abrió la posibilidad de retornar a La Haya. Este es el estado de cosas al momento de escribir estas líneas, pero, más allá de ello y de sus posibles derivaciones, lo cierto es que la demora en resolver definitivamente el tema da cuenta de la insuficiencia de las estrategias de los países del Mercosur de mayores dimensiones –Brasil y Argentina, en ese orden– para proponer a sus socios de menores dimensiones –Paraguay y Uruguay– alternativas de inversión productiva y creación de fuentes de trabajo que los alejen de las presiones extorsivas de los grandes conglomerados transnacionales.

Conclusiones

Desde el punto de partida de estos treinta años de continuidad institucional en 1983, se han operado cambios profundos en el sistema internacional. De la Guerra Fría a la caída del Muro de Berlín, de la bipolaridad al mundo unipolar, de la posguerra fría a los atentados de las Torres Gemelas, del conflicto Este-Oeste a la globalización, de la idea de la “aldea global” a la multiplicidad de conflictos regionales.

De un análisis dinámico de las prioridades de la política exterior argentina de estos últimos treinta años, surgen dos grandes ejes estructurantes de nuestro posicionamiento ante el mundo, propios de una potencia intermedia, participante activa de los organismos internacionales.

Uno de ellos habla del mayor respeto por las problemáticas propias de los países en desarrollo: derechos humanos, endeudamiento, trato igualitario hacia los países en desarrollo en las negociaciones comerciales, integración regional, soberanía territorial. Estos temas pueden presentarse como elementos comunes de la agenda exterior de la Argentina –si bien con algunas diferencias propias de cada gobierno así como de cada contexto internacional– entre los gobiernos de Raúl Alfonsín, y Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. Mientras que las gestiones de Carlos Menem y Fernando de la Rúa evidencian un apego mucho mayor –prácticamente absoluto– por la agenda y prioridades lideradas por los Estados Unidos.

La primera de las tendencias se ha caracterizado por la presencia de un Estado activo en las definiciones de política y ha buscado como base de apoyo, fundamentalmente de 2003 para aquí, a diversos actores con demandas e intereses ligados a la producción y al desarrollo. La segunda ha seguido el alineamiento sistemático con los EE.UU. y todo el andamiaje institucional del Consenso de Washington (FMI, Banco Mundial, OMC, CIADI, OTAN), a través de una línea de acción y de interpretación de la realidad mundial que el canciller de Carlos Menem había definido como de “relaciones carnales”. Se trataba de una correspondencia con la política interna de Estado mínimo, que le otorgaba al mercado la definición de las prioridades tanto políticas como económicas. Tanto aquella política exterior como el modelo económico, social y político doméstico, contaron con el apoyo predominante de los grupos corporativos ligados a los servicios, las finanzas y el capital transnacional.

Finalmente, encontramos algunos puntos de la agenda exterior que han logrado trascender a lo largo de todo el período, como la presencia en los foros multilaterales, la paz y la no proliferación nuclear, la integración regional y los derechos sobre Malvinas. Aunque, lógicamente, no defendidos con el mismo énfasis ni desde la misma perspectiva. De un enfoque claramente político de la integración con Brasil surgido de los protocolos firmados entre los presidentes Alfonsín y Sarney en la década de los ochenta, pasamos a una integración puramente comercial y desregulada en los noventa, para volver a un acercamiento predominantemente político, aunque con un intenso incremento de las relaciones comerciales a partir de sendos crecimientos industriales. De la infructuosa “política de seducción” a los habitantes de las Islas Malvinas de la Cancillería de Carlos Menem a un reclamo intenso de diálogo al Reino Unido formulado en todos los foros internacionales, con apoyo de Unasur, CELAC, China, Rusia y la totalidad de los Estados africanos, bajo las presidencias de Néstor y Cristina Kirchner.

El corolario de estas tres décadas de continuidad institucional es la reafirmación de nuestra condición de Estado soberano para la fijación de los ejes de política exterior, y la utilización de la política como instrumento fundamental de representación de los intereses nacionales, a partir de la construcción de mayores márgenes de autonomía respecto de las presiones ejercidas por los poderes fácticos y permanentes. Nuestra propia historia, tanto la más remota como la más reciente, nos ha enseñado de manera suficiente que cada vez que el rol del Estado y de la política en materia de planificación y establecimiento de las prioridades nacionales fue ocupado por otros actores, ya sean internos o foráneos, los intereses particulares pasaron a dominar la agenda. Y dejaron de lado los intereses mayoritarios de nuestro pueblo, que es a quien debe tributar todo gobierno que se precie de popular y democrático.

Autorxs


Carlos Raimundi:

Diputado Nacional por Nuevo Encuentro. Miembro de la Comisión de Relaciones Exteriores y Parlamentario del Mercosur.