Las constituciones latinoamericanas y la política

Las constituciones latinoamericanas y la política

Es necesario repensar los textos constitucionales de América latina y el Caribe de forma que contribuyan al efectivo bienestar de sus pueblos, a la integración regional y a la participación colectiva como el mejor modo para enfrentar a los poderes fácticos que obstaculizan el desarrollo de las naciones.

| Por Juan Francisco Numa Soto |

Los seres humanos contamos con algo muy real, pero a priori intangible: la proyección. Proyectarnos. Cuando hablamos de superar los condicionamientos sociológicos, económicos, militares, tecnológicos y comunicacionales que impiden el avance de toda Latinoamérica hacia el Buen Vivir, debemos considerar como una oportunidad, y con mayor detenimiento, las herramientas políticas más apropiadas para que, desde la vía democrática y pacífica, establezcamos un andamiaje institucional que, con carácter permanente, nos permita dar de una buena vez un salto en el desarrollo humano en toda Latinoamérica y el Caribe (LyC). Las Constituciones emergieron en la época contemporánea (últimos 250 años) como la estructuración más idónea para que los países puedan insertarse en el mundo con un proyecto propio, y brinden a sus habitantes una vida digna.

Los 33 países que conformamos la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) somos nominalmente independientes y soberanos, pero, en la práctica, padecemos de serios problemas de pobreza y miseria. La inmensa mayoría de las mujeres y hombres de LyC desconoce la historia constitucional de sus propios países y mucho más del resto de los países de la CELAC. Lanzarnos a integrarnos de manera irreversible, demandando una integración que sirva de vector para el desarrollo armónico de todo nuestro continente y sirva de garantía del derecho humano al desarrollo de todos, resulta además una acción política racional de supervivencia.

¿Por qué viene tan lenta la integración definitiva de Latinoamérica? Justamente porque somos un territorio donde confluyen intereses corporativos transnacionales. Digámoslo de un modo más claro: Latinoamérica es un continente en disputa. De un lado, las grandes corporaciones transnacionales explotando nuestros recursos en su solo provecho; del otro, los pueblos, buscando soluciones con propuestas de nula viabilidad, ya que en la realidad efectiva continuamos desunidos y desintegrados. En el medio, la nueva institucionalidad del proto-Estado Latinoamericano, con avances que resultan hasta ahora fácilmente reversibles.

Pero ¿qué son las Constituciones y para qué nos sirve el constitucionalismo en Latinoamérica?

a) Primero repasamos brevemente el concepto de “Constitución” y su historia

La Constitución es la ley suprema de un Estado, que establece su organización, su funcionamiento, su estructura política y los derechos y garantías de los habitantes de un Estado. El vocablo surgió de la unión de dos palabras latinas: cum, que significa “con” y statuere, que quiere decir “establecer”. Sin embargo, el término “constitución” referido a la política es añejo en Occidente; el estudio sobre la organización política se halla en la Antigüedad clásica, en la Edad Media y en la Modernidad. En razón de lo expuesto, es posible hablar, en términos generales, sobre el concepto de Constitución desde el punto de vista de la evolución de las ideas políticas, refiriéndonos así a su evolución histórica, comenzando en sus orígenes, en Grecia, hasta el periodo de las Constituciones burguesas, que aparecen a partir del siglo XVIII y llegan hasta la actualidad. Como observaba Arturo Enrique Sampay, todas las comunidades gozan de una Constitución, aunque no la tengan escrita, ya que como decía Aristóteles, “la Constitución es la ordenación de los poderes gubernativos de una comunidad política soberana, de cómo están distribuidas las funciones de tales poderes, de cuál es el sector social dominante en la comunidad política y de cuál es el fin asignado a la comunidad política por ese sector social dominante”. En la traducción de la definición aristotélica de Constitución, “tóskyrion tés poiteias”, literalmente: “lo dominante en la Constitución”, que podemos traducir al castellano con la frase: “La clase social dominante en la comunidad”, es traducido ahora de modo que significa el órgano soberano dentro de la Constitución jurídica positiva. Para Aristóteles, entonces, la esencia de la Constitución es la clase hegemónica, identificada con lo dominante en la Constitución. Y puesto que el sector social dominante conforma el régimen político, “Constitución y sector dominante significan lo mismo”. Hoy día entendemos a los sectores dominantes como los factores reales de poder o poderes fácticos. Pero ¿qué son los mentados poderes fácticos? Lo podemos definir como las potestades públicas que no surgen de la ley, ni están en ella regladas, sino que nacen de la dinámica de las relaciones sociales. No son por lo tanto poderes formales, jurídicamente regulados, sino poderes informales, que están al margen de la previsión de la ley y que son ostentados y ejercidos de facto por individuos o grupos para defender intereses económicos y sociales de carácter particular dentro de la comunidad política. De esto surge que la clase dominante o factores reales de poder en un momento histórico determinado fijan en la Constitución el fin de la comunidad.

Cuando hablamos de política y Constitución, estamos refiriéndonos a la posibilidad que tenemos los latinoamericanos de poder instituir con carácter permanente una ingeniería institucional económica, que nos incluya a todas y todos, y consolide un esquema de desarrollo humano armónico y permanente para toda LyC.

En este sentido, explicaba el gran jurista suizo Emerich de Vattel, nacido en el año 1714, que “es la Constitución del Estado la que decide de la perfección de éste y de su aptitud para llenar los fines de la Sociedad; en consecuencia, el más grande interés de la Nación que forma una Sociedad Política, es elegir la mejor Constitución posible y la más conveniente a las circunstancias”, y agrega: “Si la Nación considera que es mala su propia Constitución, tiene derecho a cambiarla. No hay ninguna dificultad en el caso de que decida unánimemente este cambio, pero la dificultad existe cuando hay desacuerdo”.

Recordemos que la “doctrina Vattel” fue utilizada por los revolucionarios de las colonias inglesas en Norteamérica, cuando se creó la primera “Constitución escrita”, que las unía en una sola federación de colonias (estados), en base al proteccionismo económico, garantizándose la defensa común, instaurando un nuevo régimen de propiedad intelectual y derecho de patentes, con un Banco Nacional creado por el Congreso Nacional para créditos de infraestructura y adelantos tecnológicos. Unificaron la ejecución de este programa económico en la entonces novedosa figura de un “Presidente” (el primero fue George Washington), que llevó de primer Ministro de Economía al que fuera su edecán en las batallas revolucionarias por la independencia (A. Hamilton), y uno de los mentores intelectuales de la Constitución Federal de los Estados Unidos.

Es ineludible, a fin de lograr desarrollarnos en el frenético mundo actual, donde imperan en la realidad efectiva los designios de los sectores financieros y bancarios, por sobre los poderes formales de la mayoría de nuestros sistemas constitucionales, actuar con la debida diligencia política. Ello implica también aprender de las lecciones de la historia constitucional latinoamericana. Esto ocurre, por ejemplo, con el caso de la ocultada Constitución Nacional (CN) argentina de 1949 que, gracias y a través del avance y desarrollo del propio proceso político argentino, incluyó las normas de política económica constitucional (ver Capítulo IV: “La función social de la propiedad, el capital y la actividad económica”), apropiadas para alcanzar los fines propuestos, la anhelada Justicia Social.

Vivimos un claro retroceso democrático en varios de los países latinoamericanos, tanto en lo sustancial como en lo formal. Llegamos a esta situación regresiva con respecto a los presupuestos mínimos de los derechos humanos (Brasil, por ejemplo), entre otras razones, por las limitaciones que produce la enseñanza hegemónica de nuestra historia institucional, a partir de una concepción netamente positivista del derecho constitucional y, en otras ocasiones, directamente por el deliberado ocultamiento político de períodos trascendentes de nuestra propia historia constitucional latinoamericana, como ocurrió en la Argentina con la referida CN de 1949, la de Chile de 1925 o la de Perú de 1979. Además de pervertirse generalmente el concepto de poder constituyente originario (ontológicamente libre y soberano, sin condicionamientos), pretendiendo naturalizarse categorías absurdas, como la existencia de “cláusulas o partes pétreas” de las Constituciones, o que los poderes formales o “constituidos” (Congreso de la Nación o Poder Judicial, por ejemplo) pueden establecer límites, condicionamientos o juzgar las decisiones tomadas por el pueblo en una Asamblea o Convención Constituyente. En el año 1994, el Congreso de la Nación Argentina, en una práctica viciosa, alejada de la intencionalidad con la que fue creado el artículo 30º de la CN en el año 1853, que específicamente instituía el derecho natural del pueblo para “reformar en todo o en parte la Constitución Nacional”, usurpó las atribuciones inalienables, imprescriptibles y permanentes del pueblo argentino de autodeterminarnos a través de una Convención Constituyente, al establecer los límites sobre los que se podía debatir (¡sic!). Debemos ser categóricos en esto: la cámara de representantes solo tiene la facultad de declarar por ley la necesidad de la reforma de la CN, nada más; el contenido de la Convención Constituyente es asunto exclusivo de este último órgano. Algo similar ocurrió con la sanción de la actual y vigente en lo meramente formal Constitución brasileña, ya que, cuando retornó la democracia, en el año 1986, el congreso brasileño sancionó una enmienda constitucional (26/1986), que convocaba a elegir congresistas que harían, a su vez, las veces de “constituyentistas” (sic), arrogándose la atribución (exclusiva del poder constituyente) de sancionar una Constitución. De este modo, subvirtieron la teoría constitucional moderna configurada durante la Revolución Francesa, cuando el Abate Sieyés diferenció el poder constituyente de los poderes ya constituidos o a constituirse. Esto explica también la facilidad con la que puede actuar el congreso brasileño llevando adelante un golpe de Estado institucional contra la democráticamente elegida presidenta Dilma Rousseff. La vía institucional para reencauzar a un poder judicial como el brasileño –tan permeable (como en Argentina, Paraguay o Uruguay, por ejemplo) a la doctrina militar norteamericana del Lawfare (Charles Dunlap Jr, 2001), llevando a la cárcel al máximo líder popular de toda la historia de dicho país– es a través de una Asamblea Nacional Constituyente, que reencauce a los poderes constituidos (Congreso Federal y Poder Judicial Federal de Brasil) dentro de los carriles constitucionales. Esto nos da cuenta de la importancia de que el pueblo sea consciente de la potestad que ostenta a través del poder constituyente, del cual es siempre el único titular.

b) Avanzar desde nuestro propio “Ius Cosntitucionale Commune Latinoamericano”

Las cláusulas constitucionales de integración son las disposiciones normativas que contemplan la posibilidad de ceder parte de la soberanía de un Estado a una institución o ente, ya sea del orden regional o internacional. Se trata eminentemente de disposiciones de rango constitucional de alta relevancia dentro del cuerpo normativo de las Constituciones contemporáneas de Latinoamérica, ya que, en efecto, corresponden a las materias o zonas en las que las mismas Constituciones de nuestros respectivos países ceden o traspasan sus poderes a una nueva esfera en la que se comparte interdependientemente, con el resto de los países hermanos, la toma de decisiones.

Dado que la integración definitiva latinoamericana representa una lucha constante de más de 200 años, separar las propuestas de técnica constitucional para la integración de la acción política cotidiana representa un error, voluntario o involuntario, que termina perjudicando y empantanando el avance de la unión de los pueblos, ya que resulta imprescindible poder contar con herramientas institucionales de escala continental para enfrentar los desafíos y amenazas globales.

Un avance en este sentido es el que nos muestran sobre todo las Constituciones de Ecuador y Bolivia. En las cláusulas constitucionales de integración podríamos establecer con mayor precisión inclusive los fines o metas específicas, como por ejemplo, el sistema monetario y crediticio, o el tratamiento jurídico diferenciado a las pymes o productores locales. Resulta ineludible la “alfabetización constitucional” de las grandes mayorías sufridas de nuestro pueblo, instruyendo a quienes desconocen la trascendencia que implica en términos de política económica un poder constituyente invocado para garantizar un modelo que saque de la miseria y la pobreza a los oprimidos.

Las Constituciones latinoamericanas son la principal herramienta política conducente y efectiva con que cuentan actualmente los pueblos excluidos, postergados y rezagados de Latinoamérica para obtener por medios pacíficos y democráticos la ejecución de un modelo económico que los incluya a todas y todos, en armonía con los principios del derecho internacional de los derechos humanos.

En el pasado, aprobar una Constitución era relativamente fácil; se trataba de una concertación de elites, realizada por medio de sus representantes, donde los acuerdos se fundamentaban en unos intereses comunes. La brevedad de los textos contrastaba con los profusos discursos decimonónicos, que después tenían dificultades en traducirse en un articulado revolucionario, por más que el propio concepto de constitucionalismo, en su origen, esté ineludiblemente vinculado al de revolución. La mayoría de la población permanecía al margen de los cabildeos y las negociaciones, como espectadores indiferentes de una función que se desarrollaba sin su participación. Los que conciliaban y redactaban eran denominados padres de la Constitución.

El actual constitucionalismo latinoamericano, el surgido luego de la revolución democrática de Venezuela en 1999, es un constitucionalismo “sin padres”. Nadie, salvo el pueblo, debería sentirse progenitor de las futuras Constituciones, por la genuina dinámica participativa que acompaña los procesos constituyentes, permitiéndoseles crear democráticamente la ingeniería constitucional apropiada. Sin el apoyo de los sectores populares y/o las grandes mayorías, la Constitución formal se vuelve solo un documento escrito que no se refleja en la realidad efectiva tornándose una mera Constitución nominal, o letra muerta en un documento escrito.

La política es acción, y la acción debe estar dirigida a alcanzar el bien común, el bienestar general, la igualdad entre el hombre y la mujer, la justicia social y/o el buen vivir de los habitantes. De ahí que la mejor Constitución, en relación con la realidad concreta latinoamericana, resulta aquella por la cual, atendiendo al grado de cultura intelectual de todas y todos, y a la cantidad de recursos y calidad de bienes materiales de que se dispone efectivamente, se realiza en la mayor medida posible el bien común, posibilitando que cada uno de los miembros de la comunidad goce de pleno desarrollo humano.

c) Un eje común latinoamericano: nuestros recursos naturales

Las legislaciones infraconstitucionales de los distintos Estados o países de LyC fracasan en sus cometidos de tutela y protección de los recursos naturales estratégicos ante la fuerza ejercida por los factores reales de poder externos. Además, existen casos de países latinoamericanos de menor envergadura y potencial para imponerse, mucho más susceptibles de ser permeados por los factores reales de poder, aunque tengan constitucionalizadas la protección de sus recursos naturales en sus respectivas Constituciones. No solamente se han creado muchas Constituciones en algunos países sin resolverse los problemas de fondo (Colombia, por ejemplo), sino que también hemos creado, a lo largo de un siglo, muchos organismos regionales. He aquí una de las razones para el debate político de las Constituciones latinoamericanas, su viabilidad en forma autónoma y la necesidad actual de comenzar a debatir desde distintos órdenes y niveles la protección de nuestros recursos naturales, pero en forma integrada y a la vez constitucionalizada.

La técnica constitucional más acertada para la prosecución de un proceso de integración latinoamericano es que la misma sea de ejecución progresiva. Aunque la idea de unidad nace de una voluntad política, es un proceso de maduración, de alcance futuro, sujeto a crisis, retrocesos (como ocurre actualmente), estancamientos y rectificaciones. De ahí que, en el caso latinoamericano, la integración se dirija más a la formación de una comunidad y no a una federación o confederación en el sentido clásico de estos términos.

Autorxs


Juan Francisco Numa Soto:

Abogado Docente en las materias Derecho Constitucional Económico (UBA) y Producción del Ordenamiento Jurídico Latinoamericano (UNAV). Miembro Fundador del Instituto Arturo Enrique Sampay.