La reemergencia indígena en la Argentina: coordenadas y horizontes

La reemergencia indígena en la Argentina: coordenadas y horizontes

Partiendo desde la tradicional concepción de “lo indio” como parte subordinada y asimilable en el pueblo, este nuevo fenómeno político y cultural busca concebir “lo indígena” como la posibilidad de una diferencia en un plano de igualdad.

| Por Axel Lazzari |

Los hechos de violencia estatal que se han registrado últimamente en contra de los legítimos reclamos mapuche revelan que para los poderosos (y sus clientelas pasivas e indiferentes) los asuntos indígenas amenazan con “pasarse de la raya”. Esta necesidad de denunciar como desborde, falta de respeto y desafío cierto modo nuevo de actuar y verse como indígenas, originarios o aborígenes pone de manifiesto un proceso histórico más profundo de movilización política y cultural de los pueblos indígenas que se viene gestando desde hace décadas. Se trata de una verdadera reemergencia cuyos signos abarcan el protagonismo creciente de los indígenas en esferas sociales que antes les eran vedadas, la inclusión de más voces de mujeres y de hombres construyendo su propia imagen de indígenas como “diferentes e iguales” al resto de la nación, la consolidación de organizaciones culturales y políticas, todo ello sostenido en los (no tan) nuevos derechos culturales y étnicos que, a pesar de ser cumplidos mínimamente por el Estado, aportan horizontes de acción y pensamiento a los movimientos indígenas. En este trabajo brindaremos algunas coordenadas básicas para comprender la reemergencia indígena contemporánea en la Argentina.

De “indio” a “indígena”: conquista, colonia y nación

La reemergencia de los pueblos indígenas se extiende a lo largo y ancho de América latina, activando procesos organizativos, redefiniendo las políticas de Estado y desafiando en paralelo los estereotipos negativos arraigados en el imaginario cultural. Estos hechos revelan la crisis de los ideales de modernidad occidental en los que se fundaron los Estados nacionales y las sociedades americanas. A la sombra de estos ideales, los “indios” aparecían como poblaciones a “domesticar”, “instruir” y “blanquear” o, en el peor de los casos, como pueblos destinados al exterminio o a vegetar. No olvidemos que la expresión “indio” es un verdadero fetiche: abre una y otra vez la herida más profunda y duradera de la conciencia americana, la marca a fuego de su carácter colonizado. Sabemos que el origen de esa palabra se funda en un malentendido, relacionado con la creencia que tuvieron los primeros españoles que llegaron a nuestro continente, de haber arribado a la India en su navegación hacia el oeste. Este error en la nominación encierra simbólicamente la dificultad que desde el inicio tuvieron los conquistadores europeos para reconocer la singularidad de este “mundo” que era “nuevo” únicamente para ellos. Ya decía el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil Batalla que “al indio lo crea el europeo, porque toda situación colonial exige la definición global del colonizado como diferente e inferior”. Esta herida siguió supurando tras las independencias de las naciones americanas que, lanzadas al progreso tras la emancipación (luego llamado modernización y desarrollo), reprodujeron en lo esencial al “indio” como etiqueta ubicua para detectar a los que, por causa de su diferencia, suponían un obstáculo y un peligro a domeñar en pos de la ansiada realización de valores eurocéntricos.

El espejismo de Europa –al que luego se añadió el de los Estados Unidos– y en el que la Argentina y Latinoamérica parecen ensoñarse desde siempre, hoy se ha astillado de tal modo que deja ver, si no “el otro lado del espejo”, al menos las tendencias históricas que ponen en cuestión el modo de la modernidad latinoamericana. Esta crisis del imaginario se correlaciona con transformaciones históricas en la relación entre sociedad, economía y Estado, por una parte, y en el modo de vincular nación, pueblo y Estado, por la otra. Se puede hablar así de una crisis del Estado de Bienestar y una crisis de lo nacional-popular, respectivamente, que, al conectarse, explican a grandes rasgos los tiempos que vivimos, uno de cuyos signos es, justamente, la reemergencia indígena.

El llamado Estado de Bienestar fue una forma histórica que moderó las desigualdades económicas, privilegiando el interés de la nación sobre las clases, siendo la nación concebida como una comunidad política con una fuerte base étnica y cultural en el llamado “pueblo”. En la Argentina, durante casi todo el siglo XX, predominó un modo de imaginar este pueblo como una mezcla étnica homogénea, o sea, como una combinación de partes diferentes que se funden en una misma y única sustancia. Las figuras del “conquistador” (español), “el gaucho” (criollo), “el inmigrante” (sobre todo europeo meridional) y “el indio” conformaron esos cuatro “ingredientes” que, en diversas proporciones, daban el estilo argentino de pueblo y nacionalidad. Mientras la figura del conquistador traía a la memoria un legado civilizatorio de la vieja España, el gaucho –o, más ampliamente, el nativo criollo– refería a una cultura tradicional consolidada en los primeros tiempos de la patria; los inmigrantes, por su parte, eran vistos como colectividades que venían de afuera a traer el progreso de la nueva Europa y, por último, los indígenas eran considerados las sociedades y culturas que estaban aquí desde antiguo pero condenadas a desaparecer. Justamente estos dos últimos colectivos –inmigrantes e indios– fueron los que el Estado consideró que había que convertir urgentemente en argentinos, lo cual se creyó posible por dos vías discursivas. A los inmigrantes les cabía el esquema del “crisol de razas” en el que todos los “pueblos del mundo” se fundían respetando ciertas tradiciones hispánicas del conquistador –la lengua castellana y la religión católica– y la tradición criolla simbolizada, sobre todo, en el gaucho a caballo. A su turno, a los indígenas les correspondía ser absorbidos en la tradición criolla del paisano. Existía un tercer contingente mayoritario conformado por el “pueblo criollo” (no confundir con el símbolo del gaucho) que no era una minoría étnica sino un modo de vida, producto de los primeros mestizajes entre indígenas y europeos, que con el tiempo llegó a adquirir connotaciones regionales, raciales y hasta políticas bajo la denominación de “cabecita negra”. En muchos sentidos, los criollos también fueron argentinizados en el espejo del gaucho e incluso en la imagen del inmigrante europeo que aportaba a dicho modo de vida tradicional los valores del “trabajo” y la “blancura”. Asomaba entonces como ideal del pueblo argentino lo “criollo en general” con un fuerte componente “blanco” (sobre todo en la ciudad de Buenos Aires y en el Litoral) y, por ende, desindianizado. En efecto, “lo indio” siempre ha sido la parte maldita de la sociedad argentina, incluso para los diversos nacionalismos, elitistas o populistas. Es por esto que muchos criollos continúan rechazando el espejo del indio pues se les revela allí el temor a conservar todavía el malón y la vincha. Pero también otros que se consideran descendientes de europeos se alejan con similar inquietud de lo indio porque les recuerda que ellos mismos aún no han logrado ser modernos y que, por lo tanto, siguen siendo subdesarrollados. Esta compleja máquina mezcladora del pueblo argentino productora de subjetividades, afectos y deseos, de la cual acabamos de esbozar sus operaciones principales, se completaba con el discurso de la civilización y el progreso cuyos modelos, como vimos, eran Europa y luego Estados Unidos.

La articulación histórica de Estado de Bienestar e identidad nacional-popular produjo en la Argentina cierta nivelación socioeconómica entre las clases, el sentimiento de pertenecer a un mismo pueblo e inclusive un estilo de participación política perdurable a través de movilizaciones populares. Desde el punto de vista de las experiencias indígenas, sin embargo, estos procesos significaron una fuerte aculturación y la desaparición de su diferencia étnica, sin por ello alterar su lugar de subordinación estructural. Aquí se inserta el papel del llamado indigenismo latinoamericano, política de Estado tendiente a desarrollar acciones de “reparación histórica” hacia el sector indígena marginado, que tuvo por meta la integración subordinada de los “indios” a los ámbitos económicos, sociales y políticos de la nación, fomentando además su mestizaje o acriollamiento. En la Argentina, el indigenismo no adquirió la fuerza y amplitud de sus pares mexicano, peruano e inclusive brasileño, restringiéndose a regular las colonias, reducciones y misiones (en manos de órdenes religiosas) que existían en las zonas algodoneras y forestales del Chaco y en las regiones ovejeras de Pampa y Patagonia.

Hoy en día se sigue hablando de “indios” pero han crecido los lenguajes que hablan de “indígenas” y “pueblos indígenas” (u originarios) como consecuencia directa del retorno de los pueblos originarios a la escena. ¿Cómo se dio este proceso y cuáles son algunos de sus rasgos y sentidos? La demanda histórica de los indígenas comenzó a escucharse en otra clave hacia fines de los años ochenta del siglo XX cuando se inicia en América latina una ola de “retornos democráticos” tras el fin de las distintas dictaduras militares que asolaron el continente. Sociedades civiles reorganizadas inauguraron entonces, junto a los movimientos internacionales y nacionales de defensa de los derechos humanos, nuevas oportunidades para reconstruir los reclamos indígenas. El principal factor que aceleró las condiciones de la reemergencia indígena fue el proceso de reforma del Estado, entendido este como una nueva ola de modernización restrictiva. En la Argentina y en algunos países latinoamericanos los ajustes estructurales de los años noventa casi desmantelaron el Estado de Bienestar y sus políticas proteccionistas, al tiempo que se aceleraba la internacionalización de la economía de libre mercado y el predominio del capitalismo financiero. Los programas de ajuste en tiempos de globalización concentraron la riqueza social en pocas manos, generando en consecuencia una expansión geométrica de la pobreza y la exclusión social. El consenso que los Estados nacionales esperaban de sus ciudadanos y el pueblo se vio amenazado y recortado, no solo por el resquebrajamiento del lazo social sino también por una revolución en las telecomunicaciones que permitió y permite la conexión de los ciudadanos en redes virtuales transnacionales, dando lugar a la creación, a un ritmo vertiginoso, de nuevos pensamientos y deseos tan cosmopolitas como individualistas. En este trance se fueron liberando y mostrando diferencias de estilos culturales, particularismos étnicos y nacionalismos defensivos que estaban latentes o acaso ni existían.

La llamada visibilización de la diferencia indígena se vio envuelta entonces en la paradoja de una “democracia neoliberal” –que hoy busca retornar con toda su fuerza– que mientras, por una parte, incentivaba proyectos de participación, descentralización y autonomía a lo largo y a lo ancho de la sociedad, por la otra, cercenaba la distribución de recursos sociales y económicos entre la población. En este contexto, los indígenas presenciaban el aumento del despojo de sus tierras, la expulsión de la población rural a las ciudades y la explosión de las “villas miseria”. Fue entonces cuando algunos grupos de indígenas salieron al encuentro de los nuevos lenguajes del pluralismo étnico y cultural que abrían la posibilidad de reconocer las identidades silenciadas o subvaloradas y, partiendo de su reivindicación, agruparse y defenderse de la pauperización y la marginación que los afectaban. Las nuevas organizaciones indígenas retomaron las viejas banderas de los sindicatos, las cooperativas, los partidos y los movimientos políticos populares en cuyo seno muchos indígenas ya habían participado de la vida nacional durante buena parte del siglo XX, aunque en una posición subordinada y al precio de disolver su diferencia étnica en el “pueblo criollo”, pero la novedad fue apostar a la construcción de una agenda autónoma de demandas dentro de esos movimientos sociales.

La reemergencia indígena constituye un fenómeno político y cultural complejo en una coyuntura histórica que, partiendo desde “lo indio” como parte subordinada y asimilable en el pueblo, llega a concebir “lo indígena” como la posibilidad de una diferencia en un plano de igualdad. De ahí que el porvenir de los movimientos indígenas y de las políticas públicas que los reconocen como tales, así como de la sociedad toda, dependa de ir más allá de la noción homogénea de “pueblo”, subrayando la pluralización interna de la nacionalidad, y generando y haciendo cumplir a la vez derechos que promuevan la igualdad socioeconómica dentro del común.

Indígena y pueblo indígena

Resulta necesario detenernos en la palabra “indígena” como nueva consigna de los tiempos. La idea nos lleva a pensar en algo o alguien que es propio del lugar, un nativo. En este sentido, todos seríamos indígenas porque todos somos nacidos en algún lugar. Pero “indígena” refiere, sobre todo en el ámbito jurídico y político, a un sujeto colectivo y es por esta razón que se habla de “pueblos indígenas” u “originarios” para referirse a aquellos pueblos que han surgido en un determinado territorio (que puede ser muy amplio) hace mucho tiempo atrás. Pero el criterio fundamental para determinar el sujeto “pueblo indígena” pone de relieve el hecho histórico de la conquista. Son pueblos indígenas aquellos colectivos humanos que están en condiciones de remontar su historia a poblaciones que fueron conquistadas, colonizadas y nacionalizadas por otras que provenían de tierras lejanas. En este sentido, existen en el mundo muchos pueblos indígenas y, solo por nombrar algunos, pueden encontrarse en Europa (los sami o lapones), en la India (los adivasi) o en Japón (los ainu). En nuestras sociedades americanas, originadas a partir de hechos de conquista, colonización y nacionalización, los pueblos indígenas son, justamente, el conjunto de colectivos diferenciados que han sido históricamente englobados como “indios”. Por lo tanto, la diferencia esencial entre “indio”, categoría colonial por excelencia, y “pueblo indígena”, categoría poscolonial, reside en que esta última invierte el valor jurídico y moral de la conquista, la que de ser un derecho del vencedor pasa a fundar un derecho del vencido. En nuestras sociedades, en las que la historia se narra como un “antes” y un “después” de Colón y del “25 de mayo de 1810”, queda claro que los pueblos indígenas son aquellos que remontan sus orígenes a los “tiempos precolombinos” y/o los “tiempos pre-nacionales”, distinguiéndose así de los descendientes de los europeos coloniales, los esclavos africanos y las diversas colectividades de inmigrantes.

¿Cómo entender la idea de que los pueblos indígenas actuales son la continuidad de aquellos que habitaban “aquí”, “antes” de la conquista, la colonización y la emancipación nacional? La idea de “antes” refiere al tiempo inmemorial (no necesariamente historizable) que transcurrió previamente al momento de la conquista y la nacionalización. La noción de “aquí” también es difusa y hay que entenderla en un sentido igualmente amplio (no necesariamente geografizable) como un espacio vital y cultural variable que puede oscilar entre el continente americano, el territorio histórico de un pueblo y el lugar de habitación actual. ¿Se dirá que resulta arbitrario considerar como “aquí” a América en su totalidad y como “corte histórico” la fecha simbólica de 1492, o para el caso, a “Argentina” y la marca de “1810”? Si así lo fuera, ello se debe a las propias historias nacionales (y coloniales) que consideran que en esos espacios y en esos momentos comienzan épocas no solo diferentes sino “nuevos inicios”. El trasegado argumento de que los indígenas americanos, por provenir de inmigraciones asiáticas prehistóricas, no serían realmente “originarios”, desconoce el hecho de que fueron los propios conquistadores, colonizadores y luego los patriotas criollos los que crearon esas divisorias espaciales y temporales. ¿Qué sucedería si “América en 1492”; análogamente, ¿qué sucedería si dejara de tener sentido para los argentinos el 25 de mayo de 1810 y el mapa del país? Es en relación a esas intersecciones espaciales y temporales que hay que entender lo que abarca el “antes” y el “aquí” que determinan la categoría “pueblo indígena”. Aquellos que niegan la existencia de los pueblos indígenas, y los derechos que derivan de tal condición, desconocen porfiadamente los hechos de violencia en los que se funda nuestra historia. Al contrario, la Constitución nacional de 1994 implícitamente reconoce tal violencia pues deriva el reconocimiento de los derechos de los “pueblos indígenas argentinos” de su condición de “preexistencia” a la nación argentina. En síntesis, hoy al hablar de “indígenas” nos referimos a personas que manifiestan alguna conciencia de que la marginalidad y la exclusión que las afectan responden a que sus ancestros estaban aquí-antes que los argentinos y fueron conquistados por esos “que vinieron de afuera”. Esta manera de comprender a los pueblos indígenas deja abierta a redefiniciones la cuestión de los “contenidos” culturales y demográficos de cada pueblo indígena. Vale decir, es necesario relativizar la fácil ecuación entre “pueblo indígena” y “cultura” (o “etnia” o “raza”) indígena. Por ejemplo, el pueblo indígena qom, realmente existente, coincide solo en parte con lo que la educación y la ideología nos ha enseñado como “cultura qom tradicional”. Por ello resulta fructífero pensar a los pueblos indígenas en la reemergencia actual como un sujeto en construcción que va ampliando su capacidad de actuar y posicionarse sobre la base de intereses comunes, valores y metas compartidas. Retomando el ejemplo, en la actual construcción del pueblo qom, en la que están comprometidos los propios qom, resulta imprescindible apelar a la imagen de un tiempo de los antiguos en el que predominaban relaciones de reciprocidad entre los seres humanos y la naturaleza, pero ello no necesariamente implica un retorno nostálgico a una condición más auténtica, a “su cultura verdadera”.

Diferenciación e igualación: más allá de la subordinación y la otrificación

Los discursos de la diferencia cultural y la igualdad social permean los derechos y las demandas de los pueblos indígenas. Decimos que los indígenas son diferentes y esto supone una relación, vale decir, son diferentes en relación a la sociedad nacional. Pero esta diferencia no es neutra y conlleva una carga valorativa, por lo general negativa, fuertemente condicionada por la idea de “indio”. En este sentido, el reconocimiento de que los indígenas son parte de “culturas diferentes” está siempre amenazado por dos riesgos; el primero, concebirlos como “culturalmente diferentes a” en el sentido de “culturalmente inferiores a”, y el segundo, pensarlos directamente como “los otros” por excelencia, fuera de toda relación. Si en el caso de la diferencia como inferioridad cultural nos enfrentamos con la vieja idea de los indígenas como subordinados a la nacionalidad, en el caso de la diferencia como exterioridad, nos deslizamos hacia la otrificación absoluta.

A la inversa, ¿será que se puede hacer justicia a los pueblos indígenas si se los concibe como “un sector más de la población” necesitado de un “desarrollo” con un mínimo de gestos hacia la “diferencia cultural”? Los pueblos indígenas suelen ser un ejemplo recurrente a la hora de denunciar la extrema desigualdad en el acceso a los recursos básicos de la vida. Las estadísticas asocian a las poblaciones indígenas con los mayores índices de desigualdad estructural en América latina y es fácil correlacionar esa “extrema desigualdad material” con el racismo hacia ellas. En consecuencia, se diseñan diversos tipos de políticas de “igualación social y económica” del sector indígena con el resto de la sociedad. Pero llevada al extremo esta lógica resulta paradojal. En el supuesto de que se revirtieran las condiciones de injusticia material en la vida de los indígenas, entonces estos pasarían a formar parte indistinguible de una población culturalmente homogénea. Quizás una política “distributiva” acabaría con el racismo y la desigualdad social y económica, pero con ello desaparecería también la diferencia indígena. ¿Queremos que desaparezca “lo indígena”, incluso en la panacea de la riqueza y el bienestar? Quizá lo que debemos intentar es conciliar diferencia e igualdad al plantear la cuestión indígena (que es la cuestión de todos). Para ello deberíamos evitar pensar la diferencia en los cómodos moldes del relativismo cultural o del todavía más fácil exotismo, pero al mismo tiempo, deberíamos precavernos contra la simple (di)solución de lo indígena en una igualdad universal y abstracta sin anclajes históricos. Sin lugar a dudas, existen urgencias prácticas y necesidades perentorias por las que reclamar, pero es justamente durante este andando que notamos desafíos que la reemergencia indígena trae, una vez más, para el pensamiento occidental, que todavía no ha podido concebir la idea de diferenciación junto con la idea de igualación. ¿Cómo pensar en ese andando de los reclamos y organizaciones la diferencia indígena junto con la igualación social? ¿Hay claves para abordar estas paradojas en las formas y estilos de pensamiento de los indígenas?

La cultura en la cosa, la acción y la conciencia

¿Por qué “lo cultural” es uno de los discursos predominantes a la hora de referirse a los pueblos indígenas en las leyes, las políticas de gobierno, y el imaginario social más amplio? La noción de “cultura” se consagra en el siglo XX como un discurso crítico a las ideas de religión y raza, apuntando, en su acepción antropológica, a una valoración más positiva de la diferencia indígena. Sin embargo, el discurso de cultura no deja de ser problemático, como ya señalamos. Por ejemplo, cuando se espera que al hablar de una “cultura aborigen” se presente al que escucha o lee un “museo”, “lista” o “patrimonio” de costumbres y obras diversas que exhiban un modo de ser peculiar, se está presuponiendo una cultura que alberga un núcleo más o menos estable de identidad y estilo. A esta actitud se la denomina “culturalista”. Pero las culturas no son únicamente conjuntos de objetos y pautas producidos por hábitos sino también repertorios de habilidades que se adaptan a distintas circunstancias. En otras palabras, lo que llamamos cultura es la capacidad de aprender otros hábitos y habilidades de otras culturas. Se comprende mejor la idea de cultura si se la aborda, pues, como el continuo movimiento entre la acción, el pensamiento y las obras que estos producen, por una parte, y el hábito, la habilidad y el aprendizaje para producirlas, por la otra. Esto conlleva importantes consecuencias para apreciar cabalmente el lugar de la cultura en la reemergencia indígena. Asumiendo que los hábitos culturales nos atraviesan sin nosotros saberlo del todo, pues somos seres regulados por las rutinas, “la cultura” –o “la costumbre” o la “palabra de los antiguos” como se la denomina en otros pueblos– suele hacerse presente en la conciencia como algo en lo que se piensa o de lo que se está hablando. Justamente, uno de los rasgos clave del resurgimiento indígena es la toma de conciencia de la cultura (hábitos, objetos, etc.) por parte de amplios contingentes de indígenas para hacer de ella “su cultura”, es decir, para reafirmar o reconstruir una identidad cultural propia. Ciertamente la cultura, puesta en acción más o menos intencionalmente por los indígenas, vuelve a reaparecer bajo la forma de un “museo” o un patrimonio de costumbres tradicionales que fija límites a una forma de ser. Pero no siempre se opta por el tradicionalismo. Mapurbe, por ejemplo, es un movimiento de jóvenes mapuches urbanos que pretenden recrear en un estilo punk el sentir mapuche, lo cual levanta críticas tanto entre los no-mapuches como entre los mapuches tradicionalistas. En cualquier caso, “museo” o “contramuseo” cultural, se trata siempre de estabilizar una “identidad” en el gran “río cultural” que nos atraviesa. Tal vez la pregunta que nos debemos hacer entre dos “museos” de una misma cultura aborigen sea política: “¿quién lo hace?”, “¿con qué fines?”, “¿qué posibilidades comunitarias se abren y se cierran?”.

Continuidad y discontinuidad cultural: variantes de la reemergencia indígena

Según un criterio que tenga en cuenta las condiciones de creatividad cultural que se dan en el marco de la reemergencia, los pueblos indígenas en la Argentina pueden agruparse en dos grandes tipos de situaciones:
a) Pueblos con conciencia de continuidad cultural.
b) Pueblos con conciencia de discontinuidad cultural.

Esta distinción merece algunos comentarios. En primer lugar, es importante advertir que la discontinuidad no es lo contrario de la continuidad sino una forma de continuidad accidentada que reconoce la persistencia de un hilo, por más fino y frágil que sea, a través de baches, interrupciones y enmarañamientos. Por lo tanto, todos los pueblos indígenas –y sobre todo sus líderes y organizaciones– son conscientes de una continuidad identitaria, más o menos intensa, vinculada con su pasado. La clave del problema no está en cómo se experimenta la continuidad sino en que las instituciones, la opinión pública y los mismos indígenas reclaman “pruebas” culturales –incluyendo las lingüísticas– de dicha continuidad. En otras palabras, se requiere a los indígenas que cumplan con la expectativa general de ser “otros”, de ocupar el lugar de la diferencia cultural o exotista que les reserva el pueblo y la nación. Probablemente en aquellos casos en que la tradición cultural está relativamente más viva es más fácil para propios y extraños reconocer continuidad cultural. Los pueblos indígenas de la región chaqueña y los mbyá-guaraní en la provincia de Misiones ejemplifican estas situaciones y no es mera coincidencia que estos colectivos sean objeto de mayores cargas de racismo y discriminación acompañadas de condiciones generalizadas de inequidad material. Vale decir, ¡a mayor continuidad cultural, mayor exposición a la discriminación! Y, sin embargo, las alarmas que vigilan la identidad indígena se encienden cuando los indígenas no se muestran lo suficientemente diferentes. Es como si dijeran: “Fuimos muy otros, comenzamos a parecernos y hoy casi somos como ustedes, pero esta semejanza se debe a que fuimos colonizados e integrados compulsivamente”. ¿Acaso se trata de poblaciones indígenas acriolladas que ahora reclaman con pocas pruebas ser indígenas? Pero reflexionemos: ¿quiénes querrían “fingir” una identidad indígena (como si esto fuera posible todo el tiempo) cuando los beneficios que se prometen se dan en cuentagotas y los perjuicios que acarrea “recuperar la identidad” son inmensamente mayores? Los procesos de reemergencia indígena revelan claramente que no es indígena aquel o aquella que simplemente desea serlo, sino el o la que lo viene siendo, aun subrepticia y equívocamente, por tradición familiar y comunitaria o simplemente por “amar lo indígena”. Puede convertirse en indígena aquel o aquella que, por ejemplo, solía escuchar que se hablaba de “cosas de indios” en su familia hasta que un día, superando muchos miedos y dudas, decide acercarse y preguntar a la “abuelita” por ese “secreto a voces”. Puede convertirse en indígena aquel o aquella que le gustaba el folklore, que andaba de mochilera, que buscaba un sendero para dar un espacio a sus impulsos “contraculturales”. Aun con diferentes intensidades, en ambos casos intervienen procesos de creatividad cultural para reforzar y engordar el hilo de la memoria y el proyecto indígena, afirmándose así que “lo indígena” ya no es una cuestión exclusivamente de pasados y legados culturales (y mucho menos de razas), sino de presentes y porvenires.

Derechos y demandas

En este presente los derechos colectivos que combinan el reconocimiento de la diferencia indígena con la redistribución equitativa de bienes y servicios sociales y económicos se cumplen a medias muy tímidamente o directamente se incumplen. Mencionemos las principales demandas, todas ellas interconectadas, que vienen articulando los movimientos indígenas en la Argentina. En primer lugar se reclama el cumplimiento del derecho a la identidad, lo que implica el poder de autodefinirse como indígenas, individual y grupalmente. Este derecho a la identidad se expresa como derecho a la identidad cultural, que conllevaría, como vimos, un modo de vida diferente –en el pasado y en el futuro–. El derecho a la tierra y al territorio expresa la más fundamental de las demandas indígenas y hace referencia tanto a las reivindicaciones de equidad material como a las de reconocimiento cultural. El territorio no se restringe a la acepción de “tierra” como un medio o un objeto de producción (“suelo y recursos naturales”) que haga viable la reproducción física, sino que incluye a todos los seres (vivos y muertos) y las fuerzas que lo habitan conformando un entramado de pertenencias que debe mantenerse para la continuidad del grupo indígena y la vida. El reclamo de territorios indígenas busca, además, construir niveles de autonomía en el manejo de esos recursos y fuerzas. La participación ciudadana efectiva es otra demanda central que se orienta a ampliar la toma de decisiones sobre asuntos de vital importancia que afectan a estos pueblos. La participación ha desembocado en la actualidad en la creación de organizaciones indígenas numerosas, de niveles variados (locales, regionales, nacionales, internacionales), así como en la aparición de nuevas dirigencias. En relación con la participación está el derecho a la autodeterminación. Esta exigencia es problemática para casi todos los gobiernos nacionales, ya que se plantearía con ella la existencia de un sujeto jurídico de derecho internacional equivalente a los Estados. Sin embargo, las organizaciones indígenas en la Argentina suelen interpretar la autodeterminación como la autonomía en esferas de gobierno propio dentro del Estado nacional. En este plexo de derechos se insertan otros en referencia a la salud intercultural y la educación intercultural y bilingüe cuya efectivización requiere de ingentes esfuerzos de negociación y presión con las autoridades de gobierno.

El trilema de la subordinación cultural, la otrificación exotista y la igualación social solo podrá ser resuelto por la palabra diferente e igualadora de los propios movimientos indígenas.

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Para el presente artículo se consultaron, entre otros, los trabajos La emergencia indígena en América Latina, de José Bengoa (2000) y Pueblos Indígenas en la Argentina. Interculturalidad, educación y diferencias, de Silvia Hirsch y Axel Lazzari (2016).

Autorxs


Axel Lazzari:

Ph.D. en Antropología por la Universidad de Columbia, Master en Antropología Social por el Museu Nacional, UFRJ y Licenciado en Ciencias Antropológicas por la Universidad de Buenos Aires. Es Investigador Adjunto en el CONICET y docente de grado y posgrado en el Instituto de Altos Estudios Sociales, Universidad de San Martín. Es director del Centro de Estudios Socioterritoriales, en Identidades y Ambiente (CESIA) y co-coordinador del Núcleo de Estudios sobre Pueblos Indígenas (NESPI).