La inflación argentina en el siglo XXI: orígenes del fenómeno y problemas de la estabilización
El artículo da cuenta de los motivos que originaron diversas situaciones del país en que fue necesario abordar la inflación y repasa los aspectos principales de las acciones estatales que se implementaron.
¿Cómo llegamos hasta aquí?
La lenta agonía del llamado régimen de Convertibilidad, que culminó con su colapso a fines de 2001, tuvo enormes costos sociales y económicos. Posteriormente, no obstante, la economía tuvo una rápida recuperación en términos de producción y empleo, la cuenta corriente de la balanza de pagos se volvió superavitaria y las cuentas fiscales mejoraron sustancialmente. Un rasgo notable de esta recuperación fue que a pesar de que el valor del dólar estadounidense pasó de $1 en diciembre de 2001 a casi $4 a mediados del 2002 para descender luego y estabilizarse en torno a $3, el impacto sobre los precios fue mucho menor. Así, la inflación de los precios al consumidor (punta a punta) fue de 41 por ciento en 2002, pero bajó a 3,7 por ciento en 2003 y 6,1 por ciento en 2004. La Argentina parecía encaminada a seguir el sendero de otros países de la región que lograron superar crisis cambiarias importantes (México 1994, Brasil 1999) manteniendo tasas de inflación de un dígito. Luego de casi once años de estabilidad de precios, las prácticas indexatorias parecían finalmente desterradas en la Argentina. Sin embargo, dos décadas después volvemos a sufrir una inflación anual de tres dígitos, mientras los demás países de América latina (a excepción de Venezuela) siguen gozando de inflaciones muy bajas. ¿Qué nos pasó?
Un primer salto se produjo en 2007-2015 con una inflación promedio de 26 por ciento anual. ¿Cómo se explica? Las causas que suelen mencionarse son: a) el aumento de los precios internacionales de los alimentos (Frenkel, 2016); b) el crecimiento de los salarios nominales a una tasa mayor que la del aumento de la productividad más la inflación pasada (Frenkel. 2016), y c) el deterioro del resultado financiero del sector público como porcentaje del PIB (Producto Interno Bruto) desde un pequeño superávit de 0,7 en 2007 a un déficit considerable de 5 en 2015.
La primera causa es un ejemplo de inflación estructural: cuando aumenta un precio relativo, el nivel general de precios sube también porque ningún precio nominal baja. Sin embargo, en Brasil, que también exporta alimentos, el aumento de los precios internacionales no aceleró la inflación. Como nuestro vecino tenía un régimen de flotación cambiaria, apreció su moneda a partir de 2005 cuando empezaron a subir los precios internacionales mientras que la Argentina mantuvo el 3 a 1 con el dólar (para mayores detalles ver Keifman, 2019).
La segunda causa es un caso de la llamada inflación de costos, o también, inflación por puja distributiva. Un factor que parece haber contribuido al push salarial fue la incertidumbre sobre la verdadera inflación en el período de intervención del INDEC (Frenkel, 2016). Una estimación confiable de la inflación puede servir de ancla nominal para las expectativas. Es claro también que el Ministerio de Trabajo convalidó el push salarial, probablemente por razones que veremos enseguida.
La tercera es un ejemplo clásico de inflación de demanda, potenciado por el financiamiento monetario del déficit. Una política fiscal expansiva puede no ser inflacionaria en condiciones de alto desempleo y elevada capacidad ociosa. Sin embargo, la economía argentina ya enfrentaba cuellos de botella y restricciones de capacidad desde mediados de los 2000 (Keifman, 2005 y 2009). No sorprende que entre 2007 y 2015 el PIB haya crecido menos del 2 por ciento anual, aunque con mayor inflación y un deterioro de la cuenta corriente.
Lo que subyace a la política fiscal expansiva y, probablemente, a la aquiescencia al push salarial, es una visión voluntarista de que siempre es posible acelerar el crecimiento empujando la demanda con políticas activas (erróneamente asociada con Keynes1). En particular, el enamoramiento con las llamadas “tasas chinas” de aumento del PIB entre 8 y 9 por ciento anual en 2003-2007 parece revelar una confusión conceptual entre la recuperación de una depresión que va reduciendo la capacidad ociosa y el crecimiento genuino que expande la capacidad productiva. Un concepto básico del enfoque keynesiano es el de la tasa garantizada de crecimiento (Harrod, 1939), es decir, la tasa a la cual puede crecer una economía de manera sostenida (sin restricciones en la oferta de trabajo). Dado el porcentaje del producto que se destinaba a la inversión en los 2000 y la relación incremental capital/producto, los cálculos más optimistas implican una tasa garantizada de crecimiento del 4 por ciento anual (Keifman, 2005). Para crecer a tasas chinas hay que invertir y ahorrar como China.
Las únicas medidas adoptadas para morigerar la inflación fueron el retraso en ajustar el tipo de cambio nominal y las tarifas de los servicios públicos (especialmente, las de energía) ante el salto inflacionario. Lo primero contribuyó al deterioro de las cuentas externas alimentando expectativas de devaluación que impactaron las reservas internacionales del Banco Central, lo que fue respondido con controles cambiarios y de importaciones. Lo segundo empeoró las cuentas fiscales por los subsidios utilizados para mantener las tarifas. No se advertía que, finalmente, la inevitable corrección de los desequilibrios acumulados habría de llevar la inflación a un piso más alto.
Y eso fue lo que ocurrió desde fines de 2015 con el nuevo gobierno que unificó y liberó el mercado cambiario (antes de arreglar con los fondos buitres) bajo el supuesto (no probado) de que los precios ya se habían ajustado al nivel del dólar paralelo, eliminó prohibiciones a la exportación de trigo y maíz, redujo retenciones a las exportaciones, y empezó a recomponer de manera acelerada las tarifas de energía, todo bajo la premisa de que con política monetaria contractiva la inflación no se iba acelerar. La inflación de 2016 fue de 40 por ciento y el producto cayó 2 por ciento.
El experimento de política de 2016-2017 fue un monetarismo sui generis por el alto déficit fiscal (que creció hasta un 5,9 por ciento del PIB en 2017), combinado con restricción monetaria2. Esta política elevó las tasas de interés y con el retorno de la Argentina al mercado financiero internacional, llevó a un ingreso de capitales por crecimiento de la deuda pública en dólares y carry trade, que si bien estabilizó el tipo de cambio, redujo la inflación y reactivó la economía en 2017, duplicó en un año el déficit en cuenta corriente, y finalmente colapsó en febrero de 2018 cuando empezó una masiva salida de capitales que señaló un nuevo cierre del acceso de la Argentina al mercado financiero internacional. Los acontecimientos de 2017 y 2018 corresponden al tipo de ciclo de auge financiero y crisis cambiaria que Frenkel (1982) identificó para explicar la crisis de la “tablita” de Martínez de Hoz.
Para evitar el default, el gobierno acudió al financiamiento del Fondo Monetario Internacional (FMI) que estuvo condicionado a un draconiano ajuste cambiario, fiscal y monetario. El déficit fiscal primario (es decir, sin contar pagos de intereses) como porcentaje del PIB cayó fuertemente de 3,79 a 0,44 en dos años; sin embargo, el déficit fiscal total cayó menos, de 5,9 a 3,8 por ciento del PIB, por el aumento del peso de los intereses de la deuda. A pesar del drástico ajuste que redundó en una caída acumulada del PIB de 4,6 por ciento en 2018-19 y un nuevo escalón inflacionario de 54 por ciento en 2019, el FMI suspendió la asistencia financiera, la Argentina no pudo volver al mercado financiero internacional y se restableció el control de cambios.
El equipo económico que asumió a fines de 2019 buscó “tranquilizar la macroeconomía” frente a la seria situación económica y social heredada. La gran concentración recibida de vencimientos de la deuda externa llevó a priorizar su reestructuración. En 2020 se reestructuró la deuda con acreedores privados con una quita del 45 por ciento que mejoró sustancialmente el perfil de vencimientos externos pero tuvo poco impacto en la prima de riesgo país, por lo cual la Argentina no pudo regresar al mercado financiero internacional, a diferencia de lo ocurrido con la reestructuración de 2005.
Lamentablemente, la profunda recesión causada por la pandemia complicó enormemente la gestión macroeconómica en la Argentina y el mundo. La decisión de los gobiernos de sostener los ingresos de la población y la demanda agregada en medio de los confinamientos con gran aumento de los déficits fiscales generó presiones inflacionarias latentes que se presumían transitorias. Sin embargo, debido a que la esperada normalización de las economías tras la llegada de las vacunas fue solo parcial por la persistencia de problemas en las cadenas globales de producción (v.g., los reiterados confinamientos masivos en China) y la logística, y la guerra entre Rusia y Ucrania disparó los precios internacionales de alimentos y combustibles, la inflación se convirtió en la preocupación principal de los gobiernos.
En la Argentina el impacto de la pandemia fue mucho mayor porque la falta de acceso al mercado obligó a financiar el salto transitorio del déficit fiscal (que superó 8 por ciento del PIB en 2020) con emisión monetaria. Al poder recuperarse la economía en 2021 gracias a la vacunación masiva, se buscó reducir el déficit fiscal (que cayó a 4,5 por ciento del PIB) y la emisión monetaria para evitar saltos inflacionarios y expectativas de devaluación, pero este intento de normalización se encontró con una fuerte resistencia de un sector gravitante de la coalición gobernante que llevó primero a una excesiva prolongación de las negociaciones con el FMI para reprogramar la deuda con el organismo y luego al rechazo liso y llano del acuerdo firmado a pesar de su contenido más flexible. El conflicto interno culminó con la renuncia a mediados de este año de los ministros de Economía y de la Producción, generando una enorme incertidumbre sobre el curso futuro de la economía que disparó las expectativas de devaluación y causó un nuevo salto de la inflación.
Así llegamos a la alta inflación. Los costos ya son evidentes. Por un lado, no se puede crecer con alta inflación (1975-1988) y fácilmente puede derivar en una hiperinflación. En noviembre de 1988 la inflación mensual fue 6 por ciento, en julio de 1989 llegó al 197 por ciento. A su vez las hiperinflaciones son tan devastadoras que crean un terreno fértil para salidas extremas. La salida de las hiperinflaciones de 1989 y 1990 fue el llamado Plan de Convertibilidad, que fijó por ley el precio del dólar y ató la base monetaria a la evolución de las reservas internacionales. El régimen fue muy efectivo para terminar con la inflación pero probó ser demasiado rígido para enfrentar una sucesión de perturbaciones externas negativas como los contagios de las crisis financieras y cambiarias de países emergentes, cuyo golpe de gracia fue la depreciación del real brasileño. Una nueva hiperinflación podría llevarnos a la eliminación directa de la moneda nacional y su sustitución por el dólar, un cambio de régimen mucho más difícil de revertir que el de la Convertibilidad.
¿Qué aprendimos de las experiencias de estabilización? ¿Qué podemos hacer?
La demanda de un plan de estabilización es hoy muy intensa pero su implementación en la situación actual enfrenta serios desafíos. Lo primero es tener un buen diagnóstico. La alta inflación no es estructural ni se debe a la puja distributiva entre trabajadores y empresarios. Es una cuestión de órdenes de magnitud de sus efectos. Como bien lo fundamentan Heymann y Leijonhufvud (1995), lo común a las altas inflaciones es la existencia de un serio desequilibrio fiscal no resuelto por el sistema político. De hecho, la alta inflación en la Argentina empieza en 1975 cuando el déficit presupuestario alcanzó un 13 por ciento del PIB. Por lo tanto, una condición necesaria para estabilizar es consensuar una reducción sustancial y duradera del déficit fiscal. El éxito inicial del Plan Austral se debió en buena medida, aunque no exclusivamente, a la fuerte caída del déficit fiscal, que luego no pudo sostener, en parte por la oposición del propio partido gobernante (Torre, 2021), que selló así su suerte.
Otra lección importante es que la política monetaria no debería ir por delante de la política fiscal, es decir que la desaceleración del crecimiento de la oferta monetaria no debe ser mayor que la caída del déficit fiscal. La inconsistencia entre la política monetaria y la política fiscal fue la principal razón del fracaso de la gestión económica de 2016 y 2017.
Las políticas de ingresos han jugado un papel importante en varios planes de estabilización de shock, es decir, de freno brusco a la inflación, que ordenaron las cuentas públicas (Krieger Vasena, Austral y Convertibilidad en la Argentina; Pacto de Solidaridad Económica en México; plan israelí). Al fijar ciertos precios clave como tipo de cambio, salarios, tarifas de servicios públicos, y precios del sector privado (compulsivamente en ocasiones, por medio de acuerdos voluntarios en otras), se logra cortar la inercia inflacionaria que proviene de las prácticas de indexación. Sin esta coordinación, una política de contracción fiscal-monetaria podría ser muy recesiva y poco efectiva para bajar la inflación.
Por otro lado, las políticas de ingresos por sí solas están destinadas a fracasar. El Pacto Social de Gelbard-Perón lanzado en 1973 con un enorme apoyo político inicial naufragó por varias razones, pero una no menor fue el alto nivel del déficit fiscal. En este tipo de experiencias suele ocurrir que mientras las presiones inflacionarias derivadas de la política fiscal expansiva rápidamente llevan a aumentos de precios y salarios, el tipo de cambio y las tarifas públicas se mantienen congelados incubando ajustes explosivos del tipo de cambio y las tarifas como en el Rodrigazo.
Si bien la política de ingresos es fundamental en los planes de shock, no está exenta de desafíos. Un problema potencial es que si los ajustes de los contratos nominales no están sincronizados, es decir que no se indexan simultáneamente, un congelamiento general exigiría una intervención general en los mercados para evitar que quienes ajustaron más recientemente sus salarios (por ejemplo) no entren con ventaja respecto de quienes lo hicieron en un pasado más remoto (Frenkel y Ros, 1997). Aun el Plan Austral, que se dio en un contexto de máxima sincronización porque la indexación salarial era mensual, empleó una tabla de desagio para corregir los contratos financieros y de alquiler.
No obstante, hubo shocks estabilizadores exitosos en contextos de baja o nula sincronización pero con regímenes autoritarios. Bajo la dictadura de Onganía, Krieger Vasena otorgó aumentos de salarios diferenciales según la fecha de cierre de la última paritaria antes de congelarlos, y luego realizó acuerdos de precios con empresas líderes a cambio de ciertos incentivos. Otro ejemplo es el Pacto de Solidaridad Económica lanzado en México en 1987 bajo el régimen hegemonizado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Queda abierta la pregunta si en el contexto argentino actual, afortunadamente democrático, aunque sin sincronización de los ajustes nominales, sería posible consensuar las intervenciones necesarias para implementar un plan de shock.
La mencionada falta de sincronización podría explicar por qué varios países optaron por una estrategia gradual de reducción de la inflación, como Chile, Colombia y Perú (ver entrevista a Roberto Frenkel en este número). En estos casos, los bancos centrales adoptaron una política de desaceleración del ritmo de crecimiento del tipo de cambio pero dentro una banda de flotación, dándole así efectividad a la política monetaria. Un punto importante en la implementación exitosa de una estrategia gradualista es que los ajustes de los salarios nominales deberían promediar la inflación pasada y la inflación proyectada. En los países mencionados los sindicatos son, en general, débiles y poco importantes. Este no es el caso de la Argentina, donde los sindicatos han adoptado la conducta defensiva de indexar los salarios a la inflación pasada, algo totalmente comprensible en nuestros habituales contextos de incertidumbre. La implicancia es que una política de reducción gradual de la inflación en nuestro país también demandaría políticas de ingresos que coordinen los ajustes de salarios y precios con las políticas monetaria y fiscal.
En resumen, la necesidad de coordinación pone de relieve que la desinflación es un juego de tres grupos de actores: gobierno, trabajadores, empresarios. Sin compromisos creíbles de todas las partes una política antiinflacionaria estaría condenada al fracaso. ¿Podremos ponernos de acuerdo para hacerlo? Ojalá nuestros dirigentes tengan la sabiduría y buena voluntad de lograrlo.
Referencias bibliográficas
Blaum, Luis y Saúl N. Keifman. (2021). “El keynesianismo en Argentina”, en Adrián Ravier (comp.), Raíces del Pensamiento Económico Argentino, Grupo Unión.
Frenkel, Roberto. (1982). “Mercado financiero, expectativas cambiarias y movimientos de capital”. Desarrollo Económico, Vol. 22, Nº87.
Frenkel, Roberto y Diego Friedheim. (2016). La inflación argentina en los años 2000. http://www.itf.org.ar/pdf/documentos/98_2016.pdf
Frenkel, Roberto y Jaime Ros (1997). “Alternativas de política antiinflacionaria en la economía colombiana”. https://repositorio.cedes.org/bitstream/123456789/3424/1/se199702.pdf
Harrod, Roy. (1939). “An Essay in Dynamic Theory”, Economic Journal, Vol. 49, Nº193.
Heymann, Daniel y Axel Leijonhufvud. (1995). High Inflation, Oxford University Press.
Keifman, Saúl N. (2019). “Significado, alcances y limitaciones de la teoría de la inflación estructural”, Anales de la LIV Reunión de la Asociación Argentina de Economía Política, https://bd.aaep.org.ar/anales/works/works2019/keifman.pdf
_____________. (2009). “Producto potencial y fuentes del crecimiento”, ponencia presentada en “Análisis y Medición de la Economía Argentina”, Seminario en Honor a Alberto Fracchia, CIDED-Universidad de Tres de Febrero, Buenos Aires, 25 de marzo.
_____________. (2005). “Requerimientos de inversión para una estrategia de desarrollo con equidad”, ponencia presentada en las “Jornadas del Plan Fénix en Vísperas del segundo Centenario. Una estrategia nacional de desarrollo con equidad”, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, agosto.
Sargent, Thomas y Neil Wallace (1981). “Some Unpleaseant Monetarist Arithmetic”, Federal Reserve Bank of Minneapolis Quarterly Review, otoño.
Torre, Juan Carlos. (2021). Diario de una temporada en el quinto piso, Edhasa.
Notas:
1) Para el esclarecimiento de este punto véase Blaum y Keifman (2021). ⇑
2) Veáse Sargent y Wallace (1981). ⇑
Autorxs
Saúl N. Keifman:
Licenciado en Economía (UBA). Doctor en Economía (Universidad de California en Berkeley). Profesor Regular Titular de Crecimiento Económico en la Universidad de Buenos Aires, Investigador del IIEP-UBA-CONICET y del CIDED-UNTREF.