La gran incertidumbre

La gran incertidumbre

El autor describe los principales y recientes enfrentamientos armados que impactan directamente en la escena mundial y sus futuros posibles.

| Por José Fernández Vega |

El estallido de la guerra en Ucrania en febrero de 2022 precipitó una serie de movimientos telúricos en el panorama internacional que ya venían tomando forma en los años precedentes. No solo aceleró esos procesos anteriores, sino que hizo surgir otros nuevos que marcarán el futuro. La hegemonía estadounidense y noratlántica, tal como la conocíamos desde el fin de la Guerra Fría, puede estar llegando a su fin, así como el tipo de globalización que estableció. Pero la emergencia de un mundo multipolar, como el que se avizora, no parece ser un proceso exento de conflictos dolorosos e inesperados. A las complicaciones políticas se les suma el calentamiento global cuya dinámica no podemos prever aunque ya sufrimos sus consecuencias. Un serio problema es que las rivalidades geopolíticas interfieren con la agenda climática. El riesgo es un escenario catastrófico para todo el planeta.

Violencia en el Pacífico

La rivalidad entre EE.UU. y China ya estaba allí años antes de la invasión rusa a Ucrania. Sin embargo, las tensiones entre Washington y Beijing no hicieron más que aumentar tras la incursión rusa en territorio ucraniano. Ahora no solo se expresan en un plano comercial y tecnológico, sino que se despliegan a un nivel militar. A diferencia de lo que ocurría durante la Guerra Fría, que culminó con el hundimiento de la URSS, China y EE.UU. desarrollaron economías en cierto modo complementarias. Hay pocos antecedentes de unos socios comerciales tan estrechamente vinculados que hayan llegado a un punto de enfrentamiento tan alto.

El motivo inmediato del potencial conflicto armado entre las dos grandes potencias del mundo globalizado es la disputa por la soberanía de Taiwán, un país reconocido solo por un puñado de integrantes de la comunidad internacional. EE.UU. no se cuenta entre ellos aunque hizo claro su compromiso por defender la isla de cualquier agresión de las fuerzas de la República Popular China que reclama el territorio. Pero esa rivalidad es solo la punta de un iceberg cuya mayor parte se halla sumergida y abarca distintos niveles. La disputa principal es por la hegemonía mundial. Esta guerra es a veces fría, otras veces híbrida y nadie sabe si se volverá frontal en los meses por venir.

La agresividad de la política exterior estadounidense hizo que China se alineara con Rusia y evitara condenar su invasión. Por el momento, no presta asistencia militar visible a Moscú y propuso un plan de paz que no tuvo repercusión alguna. Este alineamiento entre China y Rusia había sido anticipado por algunos analistas de EE.UU., Henry Kissinger entre ellos, quienes lo deploraron como una consecuencia política a la vez obvia y contraproducente de la actitud de Washington, que ahora enfrenta a dos poderosos enemigos de manera simultánea. Kissinger fue precisamente quien marcó un hito diplomático al aprovechar la división entre Beijing y Moscú para atraer a China hacia el campo occidental, lo que posibilitó la integración capitalista de la economía de ese país y su notable despegue económico.

Ahora EE.UU. inició un proceso de repatriación de las tecnologías de punta, en especial las que permiten la fabricación de microprocesadores muy sofisticados que había delegado en Taiwán, y resultan esenciales para la producción de muchos bienes de los que la producción, tanto la civil como la militar, no puede prescindir. Pretende asimismo relocalizar otras producciones que había trasladado a China atraídas por los bajos salarios. Este proceso no puede ser inmediato ni exento de efectos sobre los precios de los productos. Pero señala un giro en el modelo de globalización económica vigente durante décadas.

China, por su parte, despliega una activa diplomacia económica a través de la llamada Ruta de la Seda y también mediante los BRICS, cuyo exitoso proceso de ampliación es visto con preocupación por Washington porque uno de los objetivos centrales de esa alianza es discutir la hegemonía del dólar como moneda de intercambio internacional. Además, China ha ganado presencia en África y en América Latina mientras que EE.UU. viene perdiendo poder de influencia en esos espacios.

Alemania, Europa

A partir de la invasión rusa a Ucrania, EE.UU. puso mucha presión sobre sus aliados militares europeos de la OTAN, quienes cerraron filas disciplinadamente y se subordinaron a sus órdenes. Ello generó consecuencias económicas de importancia en el Viejo Continente. Estos fenómenos son parte de las novedades que generó la crisis en Ucrania. Mientras EE.UU. ha visto disminuir su gravitación internacional, la ha reforzado en Europa, un continente que desde los años inmediatamente posteriores a la segunda posguerra no había conocido tal nivel de subordinación política y económica.

La impuesta supresión del suministro de energía proveniente de Rusia, combinada con el impacto sobre la actividad que la pandemia dejó como legado, conmocionó a la economía europea y produjo una estampida inflacionaria que impactó en el nivel de vida popular. Algunos países cayeron en recesión. La principal economía del continente, Alemania, dio muestras de sumisión inéditas puesto que dependía de la provisión de gas ruso barato para alimentar su poderosa industria y calefaccionar los hogares. EE.UU. estableció que dejara de recibir esa fuente de energía. Para asegurar sus dictados, se sospecha que dinamitó los gasoductos marítimos que alimentaban al país desde Rusia sin que mediara reacción alguna de parte de Berlín.

Alemania debió construir en tiempo récord plantas que le permitieran recibir gas licuado de EE.UU. a un precio mucho más alto. Su industria se volvió entonces mucho menos competitiva. Ese gas se genera por medio del fracking, un procedimiento que los ecologistas condenan. El Partido Verde alemán, integrante de la coalición de gobierno, aceptó sin objeciones el nuevo esquema energético impuesto; aún más, se mostró como el sector más belicista de dicha coalición.

Entretanto, la población sufrió un brusco aumento en sus cuentas energéticas, solo atenuadas por las moderadas temperaturas del pasado invierno y las ayudas estatales. De todos modos, la economía alemana cayó y, dada su importancia, provocó repercusiones en el resto del continente. EE.UU. presiona asimismo para que Berlín restrinja sus intercambios con su principal socio comercial, China. La combinación de estos factores, sumada a la resaca pandémica, el deterioro salarial, la precarización, el aumento de los alimentos y los alquileres y la incertidumbre general, disparó la popularidad de la extrema derecha xenófoba. Resulta sorprendente que Washington ponga en peligro los pilares de sustentación de su principal aliado continental.

De su lado, Polonia reveló sus aspiraciones militaristas y aspira a formar la fuerza armada europea más poderosa en un futuro cercano. Para ello su gobierno reaccionario multiplicó el presupuesto militar. Con el fin de obtener el beneplácito de EE.UU. para facilitar su crecimiento en ese campo recibió refugiados ucranianos y se puso a la vanguardia de la asistencia militar a Kiev. Pero en medio de un período electoral, el partido del gobierno, enredado en múltiples conflictos con Bruselas que lo considera “iliberal” y le bloquea fondos europeos, puso fin a la importación de grano ucraniano puesto que ello resentía su base electoral rural. A pesar de esas maniobras, el oficialismo perdió las elecciones, aunque por escaso margen, frente un rival europeísta y neoliberal.

Otros países del este de Europa, Rumania es un ejemplo, mantuvieron la misma actitud respecto de las importaciones agrícolas de Ucrania. En Eslovaquia llegó al poder un gobernante pro-ruso cuya propuesta electoral incluía la cancelación de envíos de armas a Kiev. Hungría siempre se mantuvo cercana a Moscú puesto que importa energía rusa y eludió todas las presiones para alterar ese suministro. El resto del continente no ha dado muestras de resistencia frente a las presiones del atlantismo. Finlandia y Suecia abandonaron su larga política de neutralidad y se unieron a la OTAN, si bien Suecia aguarda aún su incorporación formal. Turquía, el miembro no europeo de la OTAN, parece el único país que se reserva un cierto margen de maniobra independiente y aspira a convertirse en un poder regional.

EE.UU. pretende que Europa cargue ahora con el peso financiero y militar de la guerra porque sus prioridades están puestas en el Pacífico y China. Pero la población del continente se muestra cada vez más agotada y los gobiernos registran ese malestar como una amenaza a la sustentación de su poder. Europa empieza a sufrir fracturas ante la crisis bélica en Ucrania y el agrietamiento no deja de extenderse, tanto a nivel de los distintos gobiernos como al interior de las poblaciones.

Ucrania: la gran devastación

Tras varios meses de contraofensivas ucranianas el saldo militar resulta claramente negativo. Kiev no puede exhibir ninguna victoria pese al constante apoyo occidental. Las defensas rusas resultaron inexpugnables. El objetivo de romper la línea defensiva en el sudeste para dividir el frente ruso y acceder al Mar de Azov y desde allí lanzarse a la reconquista de Crimea no se logró hasta el momento. El cambio de las condiciones climáticas en este otoño boreal volverá impracticable el terreno, obligará a detener las operaciones y prolongará el sufrimiento.

Nadie puede asegurar el número de bajas ucranianas, pero se sospecha enorme. Una parte significativa de la población huyó del país. Los ataques rusos demolieron infraestructuras esenciales. Ucrania tenía una economía estancada desde antes de la guerra y estaba endeudada con el FMI, su sistema político se hallaba corroído por la corrupción y teñido de autoritarismo. Todos esos problemas no hicieron más que agudizarse con la guerra. Ella por supuesto sumó sangre y una vasta destrucción material. En un mundo neoliberal se hace difícil imaginar un generoso plan de reconstrucción del país tras una hipotética paz.

Ucrania podría seguir el destino de otros frentes de batalla de la Posguerra Fría como Irak, Afganistán, Libia o Siria. Todos estos países fueron estigmatizados como Estados canallas o fallidos. Tras la intervención militar occidental no dejaron de serlo; antes bien, empeoraron drásticamente su situación y se volvieron países inviables: divididos, violentos, carentes de un Estado organizado y en control del territorio. La cruzada democrática no hizo sino agudizar sus penurias, multiplicar la pobreza y desatar guerras civiles.

Ucrania es la vanguardia de la lucha de la OTAN contra Rusia y es también la principal víctima. Son pocos quienes se preguntan sobre el futuro del país una vez que cese el fuego. Es casi disparatado hablar, como sucede actualmente en la Unión Europea, acerca de la asociación de Kiev a esa organización. Ucrania, sin embargo, tiene un alto valor geopolítico y es un proveedor clave de alimentos producidos en una de las praderas más fértiles del planeta. Es una extensa nación europea y cuesta creer que seguirá el funesto destino de los países de Asia o África intervenidos por la OTAN. Sin embargo, hay muchos motivos para el pesimismo sobre su futuro.

Como en Europa, también en EE.UU. el sólido apoyo inicial a Ucrania se está resquebrajando. En el Capitolio voces republicanas se oponen abiertamente a la sangría de recursos que está insumiendo el sostén estadounidense a una ofensiva ucraniana que no muestra resultados y se extiende en el tiempo. El ex presidente Donald Trump resistió siempre el apoyo a Kiev, aunque no guarda las mismas objeciones frente a la ofensiva contra China que él mismo impulsó con entusiasmo. Y Trump puede ser ungido presidente por segunda vez pese al asedio judicial del que es objeto en la actualidad.

Por otra parte, las múltiples sanciones económicas occidentales contra Rusia carecieron, hasta el momento, de efectos relevantes. En verdad, se comprobaron contraproducentes. Rusia consolidó sus lazos comerciales con China y con la India; en términos poblacionales equivale a decir: con casi un cuarto de la humanidad. Además, quienes aplicaban esas penalidades fuera de EE.UU., los europeos, fueron los primeros perjudicados, puesto que el continente sufrió consecuencias económicas de envergadura que se traducirán, tarde o temprano, en alteraciones políticas. El crecimiento de la extrema derecha casi por todas partes es solo una expresión inicial de esos cambios.

La invasión rusa a Ucrania constituyó una flagrante violación del derecho internacional. Pero en los asuntos mundiales no solo hay que considerar el plano legal. La guerra se habría evitado si no se hubiera lanzado una ofensiva política para integrar a Ucrania a la OTAN, algo que Moscú consideraba una línea roja. Las promesas de Washington a Gorbachov o los acuerdos de Minsk celebrados por primera vez un cuarto de siglo más tarde no fueron respetados. La agresión rusa es repudiable aunque desde un punto de vista geopolítico tiene su lógica. Lo evidente es que esta guerra no se debió haber producido nunca y que, una vez que estalló, ninguna potencia occidental abogó por la paz. Varias fuentes llegan incluso a sostener que las conversaciones de paz que avanzaban en Turquía en marzo de 2022 fueron boicoteadas por la Casa Blanca.

Verano tórrido; otoño sangriento

El último verano boreal fue pródigo en pésimas noticias ambientales. Incendios indetenibles en los bosques desde Hawai a Grecia, inundaciones súbitas en poblaciones europeas, chinas, australianas y estadounidenses, largas olas de calor agobiantes en grandes regiones a ambos lados del Atlántico y en Asia y Oceanía. La guerra ucraniana que limitó la importación de gas hizo que se detuviera la transición energética en Europa y que algunos países volvieran a quemar carbón, la fuente de energía fósil más contaminante.

La sensación es que el planeta está al límite y la existencia humana se encuentra bajo amenaza. La pregunta no es ya si habrá un calentamiento global, sino más bien si resulta todavía reversible. La conflictiva situación geopolítica que atravesamos complica la organización de una respuesta mundial coordinada ante esta emergencia tan existencial como global. La transición geopolítica en curso interfiere en la transición hacia energías no fósiles.

A todas estas complicaciones se les agrega ahora el súbito estallido de una crisis en Medio Oriente. Son malas noticias para Ucrania puesto que su conflicto pasa a segundo plano y Occidente se concentrará en el apoyo a su principal aliado en la región, Israel. El inusitado ataque terrorista que sufrió ese país impactó de lleno en la confianza que su población tenía en el poder de su defensa militar.

Esa incursión se produjo en momentos en que la sociedad israelí se hallaba dividida por la ofensiva de su gobierno de ultraderecha contra la división de poderes republicana. Es probable que una contundente respuesta armada de Israel dirigida a los palestinos no despierte simpatías internacionales y aísle al país. Por el momento, Israel lanzó ataques sangrientos que produjeron muchas víctimas civiles, aunque posterga la riesgosa idea de una invasión terrestre a Gaza.

Otro peligro es que el conflicto se extienda a nivel regional. Y esto tendrá consecuencias políticas mayúsculas, sin hablar del impacto en el precio del petróleo para una economía mundial que ya está en problemas. La agresividad estadounidense en el escenario internacional, que prolonga la guerra en Ucrania, mutó hacia la contención del impulso a una represalia iracunda del gobierno derechista de Tel Aviv, que busca así recuperar su disminuida legitimidad. EE.UU. teme la reacción de la calle árabe, algo que naturalmente preocupa también a las distintas autocracias de la zona. Las protestas políticas contra una escalada israelí podrían derivar en reclamos sociales en países donde reina la desigualdad.

El Sur se posiciona

Ante este panorama desolador, el llamado Sur Global hizo oír su voz, y no solo a un nivel testimonial. Los conflictos militares acontecen lejos de su geografía, pero afectan a un mundo integrado del que los países del Sur forman parte; tienen efectos económicos muy concretos en sociedades donde la desigualdad y la pobreza también constituyen flagelos crecientes. El Sur resistió las presiones atlantistas para unirse al apoyo diplomático y la provisión militar a Ucrania. En su lugar, propuso negociaciones de paz desoídas; el belicismo del Norte prevaleció. Ucrania sigue siendo devastada y sus perspectivas de victoria son cada vez más remotas mientras que Occidente comienza a dividirse y su apoyo a Kiev ya no es tan uniforme ni firme.

Un arco heterogéneo de analistas estadounidenses adhiere a la visión según la cual la guerra iniciada por Rusia es claramente ilegal aunque, desde un punto de vista político, reconoce antecedentes en las innecesarias provocaciones geopolíticas de Occidente, en sus promesas rotas que se remontan a las negociaciones finales de la Guerra Fría y en los pactos que años más tarde incumplió con Moscú. Henry Kissinger se cuenta entre esos analistas, pero no es el único; también Jeffrey Sachs o John Mearsheiner, por nombrar solo a otros dos, insospechados de inclinaciones promoscovitas. La agresividad internacional de Washington es inversamente proporcional a su efectivo poder. Ello no hace sino horadar todavía más el declive de su prestigio e influencia globales.

En este marco se vuelve indispensable una política independiente que promueva la estabilidad, defienda la paz e impulse la adopción de fuentes de energía cada vez menos contaminantes. Pese a su historia de subordinación, el llamado Sur Global fijó posiciones autónomas, propuso iniciativas de paz y criticó la deriva belicista que adoptó Europa con un entusiasmo incomprensible. Los países del Sur, algunos ya integrados en los BRICS y otros aspirantes a sumarse, mantienen un importante comercio con China y reciben de ella vastas inversiones. La agenda verde, sin embargo, se debilita. Los esfuerzos diplomáticos dirigidos a solucionar las recientes crisis militares no arrojaron resultados. Prevalece el belicismo mientras el calentamiento global progresa. Es claro que esta vez no solo el Sur pagará las consecuencias de las políticas del Norte. Pero eso no es ningún consuelo.

Autorxs


José Fernández Vega:

Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y profesor regular de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.