Introducción. Algunos apuntes preliminares

Introducción. Algunos apuntes preliminares

| Por Eduardo Rinesi |

Desde hace cuarenta años rige en nuestro país un tipo de organización de la vida colectiva a la que nos hemos acostumbrado a dar el viejo nombre de democracia. Cuatro décadas atrás oponíamos lo que se decía con ese nombre a lo que se nombraba con voces como “autoritarismo”, y señalábamos con el dedo hacia adelante para indicar el sentido de un proceso de “transición” (vieja palabrita) a esa democracia que aspirábamos a ver consolidada entre nosotros después de la noche horrible de la dictadura y gracias a la recuperación del orden constitucional. A estas últimas dos palabras también las usábamos mucho. Casi como sinónimos, en realidad, de la propia palabra democracia. En efecto, la democracia, en un sentido importante, era –o equivalía a– la vigencia de la Constitución, cuyo Preámbulo, por cierto, solía repetir (como en una especie de “rezo laico”, como se ha dicho tantas veces) el primero candidato y después presidente Raúl Alfonsín.

Lo interesante del asunto es que la Constitución Nacional argentina no es una constitución democrática, ni indica que sea o deba ser democrático el sistema que la Nación Argentina adopta para su gobierno a través de la adhesión a su articulado. A ese sistema de gobierno el texto constitucional lo califica, como sabemos desde que lo aprendimos en la escuela secundaria, como representativo, republicano y federal. No como democrático, palabra que la Constitución no usa, y que fuimos nosotros, los argentinos y las argentinas y nuestros y nuestras dirigentes, quienes utilizamos para hablar del tipo de gobierno y también de sociedad que, bajo los auspicios y el amparo del texto de esa Constitución, queríamos conquistar. De las tres palabritas que recordábamos que aparecen expresamente en el texto de la Constitución, las dos últimas permiten identificar un conjunto de problemas y desafíos (los que nos plantean la “cuestión republicana” y la “cuestión federal”) que por cierto recibirán tratamiento detallado en las páginas interiores de este número de Voces en el Fénix. Aquí me gustaría detenerme un momento en la primera: en la palabra y en la idea, fundamental en nuestra teoría política contemporánea, de representación.

Y me gustaría detenerme un momento en esta idea de representación para sugerir que es en ella donde es posible encontrar la característica fundamental del modo en el que, en Occidente, pensamos desde hace un tiempo, pero no desde siempre, el significado de la vieja palabra griega “democracia” (que para los antiguos griegos quería decir una muy otra cosa que para nosotros), y también donde podemos encontrar algunas de las características y algunos de los límites de la que cumple entre nosotros cuatro décadas, y que tenemos tanto que defender como que ser capaces de pensar al servicio del designio de una mayor justicia. Me gustaría, en fin, decir en lo que sigue dos cosas. Una, que la idea de representación es lo que separa la noción moderna de la noción antigua de democracia, y lo que permite que los usos corrientes del lenguaje político de nuestro último siglo hayan sancionado con un valor universalmente positivo lo que dice una palabra que desde su nacimiento hasta hace poco tiempo era el nombre sonoro de una desviación o un extravío. La otra, que esa misma idea moderna de “representación” señala simultáneamente uno de los obstáculos más grandes para la posibilidad de una (introduzcamos esta expresión, sobre la que volveremos) democratización de nuestra democracia, condición fundamental para que este pueda encarar los desafíos que hoy tiene por delante.

Para los antiguos griegos, entonces, la palabra democracia no era una palabra buena. La democracia, forma degradada o corrompida de la vida pública, era un problema y un peligro porque era el gobierno de las mayorías pobres y despreparadas y porque el principio sobre el que se sostenía, que era el de la soberanía del pueblo, del démos, discutiendo y decidiendo en asamblea, implicaba que el poder de este sujeto soberano fuera mayor que el de las leyes y costumbres que, si de veras se estaba dispuesto a reconocerlo, no debían tener la posibilidad de limitarlo, lo que hacía de la democracia, como ha mostrado mejor que lo que podemos reproducir su argumento aquí Julián Gallego, la antesala de (si no, incluso, otro nombre posible para) la anarquía. Y la verdad es que, si se revisan las apariciones de la idea de democracia a lo largo de la historia política de Occidente, se advierte que su uso siempre ha sido fuertemente descalificativo, y siempre ha estado asociado a estos dos problemas que acabamos de indicar: el de ser el nombre del gobierno de la chusma, y el de ser el nombre de un gobierno turbulento y alborotador. Es solo muy recientemente (tal vez desde los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial) que la palabra “democracia” conquistó en nuestra lengua política la buena fama que la corteja hasta la fecha. La idea de representación (decía, sugería) tiene mucho que ver con esto.

El camino lo habían abierto los federalistas norteamericanos: Hamilton, Madison y Jay, que se habían propuesto construir, para los Estados Unidos que nacían, un orden político republicano. El propósito tenía el enorme interés de desafiar las enseñanzas que a mediados del siglo XVIII habían dejado escritas Rousseau y Montesquieu, los grandes republicanos –digamos: “neo-romanos”– franceses del siglo XVIII, que habían indicado, al mismo tiempo, que la república era el mejor tipo de gobierno posible y también (pero, también) que era, fatalmente, un tipo de gobierno propio de sociedades ya pasadas, y no aplicable a las sociedades de las grandes dimensiones que tenían las naciones de su propio tiempo. Hamilton, Madison y Jay no están de acuerdo. Déjennos hacer de la ciudadanía, dicen, no el sujeto efectivo de la soberanía del Estado, sino su sujeto hipotético y abstracto, y déjennos introducir en la administración de la cosa pública el principio –rechazado enfáticamente por Rousseau– de la representación, y verán cómo una república gobernada por una pequeña elite, en nombre del pueblo pero a distancia de él, puede funcionar perfectamente. Esas enseñanzas de los federalistas norteamericanos serían recogidas en el otro extremo del continente por los miembros de la generación del 37, y especialmente por Alberdi, que las convertiría en una piedra basal del edificio constitucional argentino levantado a mediados del siglo XIX.

Entretanto, en los países del cuadrante noroccidental del planeta la vigencia de ese principio de la representación iría permitiendo recuperar de su descrédito a la vieja palabra y a la vieja idea de “democracia”, que ahora aparecía, gracias a él, mucho menos inquietante y mucho más viable. Y que incluso podía empezar a articularse en un sentido positivo para nombrar con ella lo contrario de lo que se decía con los nombres de los grandes sistemas totalitarios europeos. Quiero decir: que, colonizada por el lenguaje liberal-político dominante, la palabra “democracia” empezó a usarse con un valor positivo, como una “buena” –incluso como una muy buena– palabra política, para designar, ahora, contra lo que se representaba con los nombres infames de esos totalitarismos (y más tarde también con los de las dictaduras sudamericanas), un sistema de reglas de juego que les permitía a los ciudadanos y a las ciudadanas elegir periódicamente a sus representantes, que deliberarían y gobernarían en su nombre, y tener reconocidos, a cambio de esa cesión de su soberanía (y a diferencia de lo que ocurría en esas sociedades totalitarias o dictatoriales) un conjunto de libertades y de derechos.

La idea de democracia se vuelve entonces (y este es el sentido en el que la palabra ingresa hace ahora cuatro décadas en el lenguaje político argentino) inseparable de estas dos ideas: de la idea de libertades y de la idea de derechos, conceptos ambos de enorme complejidad, sobre los que tratan también varias de las contribuciones a este número de Voces en el Fénix. Sobre el primero –el de libertades– digamos que nombra cosas muy distintas en el interior de las distintas tradiciones teóricas, históricas y políticas que convergen en la manera en la que hoy nos representamos el problema de la libertad: la tradición liberal (que piensa la libertad de los individuos frente a los poderes que pueden amenazarla o conculcarla), la tradición democrática (que piensa la libertad de los individuos para participar de manera deliberativa y activa en las grandes discusiones colectivas y en los procesos de toma de decisiones sobre lo común), la tradición republicana (que piensa que nadie puede ser libre en un país que no lo es, y por lo tanto se esfuerza por tematizar las condiciones para esa libertad colectiva del pueblo en su conjunto, que es otro nombre para lo que nuestro lenguaje político corriente suele llamar “soberanía”). Sobre el segundo –el de los derechos– señalemos la diferencia entre los derechos “negativos” que le pedimos al Estado que se abstenga de violar y los derechos “positivos” que le exigimos al Estado que nos garantice.

A lo largo de estos cuarenta años hemos conocido modulaciones muy diferentes en nuestros usos de estas palabras, de estas categorías (la de libertades, la de derechos, incluso esta última que acaba de hacer su aparición: la del propio Estado), lo que nos dio también como resultados distintas formas en las que pensamos la democracia y los procesos de su profundización, de su –decíamos– democratización. Una primera, en los ochenta, fue la de la democracia como una utopía: como la utopía de una sociedad signada por la vigencia plena de las libertades negativas y por un retroceso del Estado en el desempeño de las funciones ferozmente represivas que había cumplido durante la dictadura. Una segunda, en los noventa, fue la de la democracia como una rutina: como la rutina de una vida gobernada mucho más por la lógica de la economía que por la de una política que había perdido buena parte de su encanto, donde la libertad que se pensaba no era tanto, ya, la de los ciudadanos y las ciudadanas, sino la de los actores de un mercado que parecía reclamar también menos Estado (menos controles, menos trabas: no debo decir el modo en que esta cantinela ha vuelto a ocupar últimamente un lugar en nuestras discusiones) que el que habíamos conocido. Una tercera, después, fue la de la democracia como un espasmo: como el ejercicio silvestre y espontáneo de una libertad no ya negativa sino positiva: no ya “de”, sino “para”: para participar, en reuniones y asambleas en las que por un momento una ciudadanía enojada con sus representantes y dispuesta a tomar su existencia colectiva en sus propias manos pareció volver a convertirse, siquiera por un breve momento, en dueña de su destino.

A la vuelta del siglo, la idea de democracia parece haber cedido su lugar, en nuestro lenguaje político dominante, a otra idea que ya anunciamos: la de “democratización”, la de profundización, ampliación, universalización de las libertades y de los derechos en los que pensamos cuando pensamos en la palabra “democracia”, al mismo tiempo que se producía el desplazamiento de una idea de la libertad (liberal, democrática) de los individuos a una idea de la libertad (republicana, colectiva) del pueblo, y de una idea negativa (y correlativamente anti-estatalista) de los derechos en general y de los derechos humanos en particular a una idea positiva de los derechos (con la consecuencia de una ampliación de la lista de esos derechos que empezábamos a calificar como “humanos”) y de una complejización de nuestra idea y de nuestra valoración acerca del Estado. Después del ciclo de los tres gobiernos kirchneristas, y en el sentido exactamente contrario, el macrismo impulsó un decidido proceso de des-democratización de la vida colectiva (de marcado retroceso de las libertades “de”, de las libertades “para”, de la soberanía popular y de los derechos, palabra que incluso el gobierno evitaba utilizar) que el gobierno que ahora termina su ciclo, lleno de dificultades de diverso tipo, ha tenido despareja decisión y capacidad para revertir.

Por supuesto, estas evoluciones que aquí estamos presentando no pueden considerarse como si fueran simples capítulos de una historia de las ideas políticas más o menos libresca, sino que deben pensarse en diálogo con un vasto conjunto de transformaciones que en muchos otros planos había sufrido antes de iniciarse este ciclo, y ha seguido sufriendo desde entonces, la sociedad argentina, y que son las que las vuelven posibles y que las explican. Así, no parece posible entender el éxito del tipo de interpelación (digamos: liberal-individualista) operada por el discurso alfonsinista sin entender que la sociedad que salía de la dictadura había sufrido, además de los efectos de la represión sobre el movimiento obrero, las consecuencias de un proceso de desindustrialización y de ruptura de los lazos tejidos en el mundo de la producción que hacia 1983 volvía mucho más verosímil ese tipo de llamado que la apelación que podía producir el peronismo (por ejemplo, en los discursos de campaña de su candidato) a unos míticos “compañeros” en los que era muy difícil, después de tanta destrucción, pretender que alguien se reconociera. Del mismo modo, tampoco parece posible explicar los cambios en las ideologías que dominaban la discusión pública en los noventa o en el salto de siglo sin prestar atención a las transformaciones que se habían operado en la estructura social de aquellos años. Ni entender la eficacia del discurso sobre los derechos y la inclusión propuestos por el kirchnerismo sin mirar su correlato en el mundo concreto de la vida de la sociedad.

Otro tanto puede decirse de los modos en los que incide sobre nuestra forma de pensar la democracia, la libertad, los derechos, el Estado y la política nuestra relación con el sistema de medios masivos y de tecnologías de la comunicación, que no nos interpelaba del mismo modo cuando estaba integrado por una cantidad de periódicos de papel de gran tirada, un sistema de radios muy variado y una televisión abierta y estatal que como lo fue haciendo en las sucesivas etapas de una historia que incluye como hitos fundamentales la privatización, oligopolización (y en algunos rubros virtual monopolización) de una cantidad de medios de comunicación de masas, las transformaciones normativas –y sus fracasos y sus retrocesos– en el sentido de una regulación que pudiera garantizar una liberal pluralidad de contenidos y una democrática extensión del derecho a comunicar y a ser informados hoy muy erosionado, y la aparición de nuevas tecnologías que implican también nuevas formas de consumo de información, de comunicación intersubjetiva, de sociabilidad y –qué duda– de politicidad de los ciudadanos y las ciudadanas. Análisis más clásicos y más actuales han mostrado el modo en que la lógica espectacular de los medios electrónicos contribuye a reforzar el efecto de distanciamiento entre representantes y representados propio de la democracia política liberal; hoy hay que agregar a esos estudios los que vienen indicándonos de qué nuevas maneras se construyen influencias y opiniones en el mundo de las “redes”.

Y por supuesto estar atentos a las transformaciones en las formas de la subjetividad contemporánea que resultan de los cambios en los modos de funcionamiento de nuestra sociedad capitalista dependiente. Mucho se viene escribiendo, y mucho tenemos todavía que pensar, acerca de los efectos sobre nuestros modos de existencia colectiva de la multiplicación de los trabajos “de plataformas”, de la desregulación de nuestras relaciones laborales y sociales en general, de la pérdida de los resguardos de los derechos y las garantías que caracterizaban a las viejas formas de funcionamiento del capitalismo “de organización”. Es necesario pensar muy bien, incluso para comprender mejor la dramática actualidad política del país en estos meses en los que nos acercamos a la conmemoración de los cuarenta años de nuestra democracia, los modos en los que todos esos cambios se articulan –determinando formas específicas de subjetividad, sociabilidad y politicidad– con los modos en los que en el mundo entero se despliegan las nuevas modulaciones del capitalismo (cada vez más dominado por la dinámica de las finanzas y cada vez más concentrado), con los mecanismos que adoptan las relaciones entre los países y con los márgenes de autonomía que eso deja a los proyectos de desarrollo siquiera mediantemente autónomo de los más subordinados.

Son viejos problemas de nuestras ciencias sociales y de nuestros mejores pensamientos en favor de la emancipación de los hombres, las mujeres y los pueblos. De nuestros mejores pensamientos humanistas, si quisiéramos rendir un homenaje, hablando de este modo, a la forma en que en su último libro nuestro amigo y maestro Horacio González recogió bajo el signo de esta vieja palabra, humanismo, una cantidad de reflexiones que deberían invitarnos a no abandonar el esfuerzo de denuncia y crítica de las múltiples formas de menoscabo de lo humano a las que nos conduce el modo muy injusto de funcionamiento de nuestro mundo actual. Son formas brutales de desatención de esa preocupación por lo humano las que convergen en la feroz ideología de lo que se llama a veces (pero tenemos que ser capaces de caracterizar este fenómeno mejor) las “nuevas derechas” con las que convivimos. Que son un temible peligro para nuestra democracia, cuyos valores y principios no comparten y por el contrario rechazan con furiosa jactancia, detrás de los chillones gritos de libertad (cuyos primeros tonos ensayaron en airada respuesta a un prudente conjunto de medidas gubernamentales de cuidado a las personas frente a la pandemia de Covid-19 que nos azotó hace apenas unos meses) con los que se presentan.

La palabra “humanismo” alude a la humanidad, y la palabra “humanidad” viene de humus. Es necesario que pensemos pues las formas concretas en las que se desarrolla la vida de los hombres y de las mujeres de esta sociedad particular que es la nuestra, la argentina, que este año conmemora las cuatro décadas de vigencia de una democracia que todavía tiene mucho que avanzar en términos de su capacidad efectiva para garantizar los derechos y las libertades y el bienestar y el futuro que promete, al mismo tiempo que no dejamos de mirar, desde la Argentina, al mundo común que compartimos con todos los pueblos de la Tierra, y que no parece requerir ningún esfuerzo de la imaginación advertir que está en peligro. Un peligro que no está en la naturaleza de las cosas ni es hijo de los caprichos de los dioses, sino que es la consecuencia de una cantidad de decisiones humanas, demasiado humanas, con las que un puñado de ricos más ricos que nunca vienen destruyendo las condiciones mismas para la vida y para la realización de enormes mayorías cada vez más hambreadas, empobrecidas y deshumanizadas.

Una sociedad democrática debe ser también, por eso, una sociedad capaz de encontrar los modos de dialogar con las demás sobre estos problemas tan urgentes y de encontrar junto a ellas las soluciones que reclaman los pueblos del planeta. Si dicho así suena tal vez algo excesivo, quizá podamos empezar por casa. Y llamar “casa”, aquí, a América Latina. Tenemos, en nuestro mundo político, social, cultural y universitario, antecedentes de sobra en los que apoyarnos. Una Argentina cada vez más democrática es también una Argentina cada vez más abierta a esta necesaria conversación con los pueblos de América Latina y, desde América Latina, con el mundo todo. Una democracia a la altura de las exigencias de esta hora debe ser también una que se proponga trocar la lógica de la globalización de los intereses y los negocios de los poderosos por la de la universalización de los derechos y las libertades de los pueblos.

* * *

Sobre algunos de estos problemas que quedan rápidamente presentados discurren los trabajos que componen este número de Voces en el Fénix, que les agradezco mucho a los compañeros y las compañeras de la Cátedra Abierta Plan Fénix la invitación a coordinar. Siguen entonces una serie de contribuciones de queridos y queridas colegas a quienes convocamos, especialistas todos y todas en las distintas cuestiones que nos pareció que debíamos considerar en una evaluación de conjunto de estas cuatro décadas de vida democrática en el país: la cuestión de las expectativas que teníamos en el inicio del ciclo de la “transición” a la democracia y la de sus realizaciones y fracasos; la cuestión de las dificultades que el carácter dependiente de nuestro país plantea a cualquier gobierno democrático que quiera promover el desarrollo de nuestra economía y el bienestar de la población; el modo en que las transformaciones operadas en la estructura económica y social de la Argentina, en el mundo del trabajo y en la vida popular han determinado el tipo de democracia que pudo desarrollarse entre nosotros; el lugar del Estado en la organización de la vida colectiva y en la garantía de nuestras libertades y nuestros derechos; el lugar y las transformaciones de los movimientos sociales, de las instituciones fundamentales de la democracia, de los distintos poderes en los que se organiza el gobierno del Estado, del mundo de la cultura y de las artes, de las políticas educativas, sus desafíos y sus dificultades y de los instrumentos, los actores y las leyes que rigen el mundo de la comunicación, y finalmente el conjunto de desafíos que tenemos por delante, en una circunstancia que en el país, en la región y en el mundo entero es cualquier cosa menos fácil, para construir una democracia más plena y más igualitaria.

Autorxs

Eduardo Rinesi:
Licenciado en Ciencia Política por la Universidad Nacional de Rosario, Máster en Ciencias Sociales por la FLACSO y Doctor en Filosofía por la Universidad de San Pablo. Profesor Titular de Política de la Universidad Nacional de General Sarmiento, en la que se desempeñó como director del Instituto del Desarrollo Humano entre 2003 y 2010 y como rector entre 2010 y 2014.