Argentina 1983/1985. Expectativas del momento inaugural

Argentina 1983/1985. Expectativas del momento inaugural

La autora describe los principales hechos históricos que sucedieron entre 1983 y 1985 y que permiten dar cuenta de las tensiones existentes alrededor del concepto de democracia que han estado vigentes desde sus comienzos en el pasado reciente.

| Por Cecilia Lesgart |

Argentina, 1983

30 de octubre de 1983, fecha de la que este año conmemoramos su 40 aniversario, es el día en que se realizan las elecciones constitucionales, libres, abiertas y competitivas con posterioridad a la última dictadura militar devenida del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Este día condensa para la Argentina un cambio de régimen político y las esperanzas de fundación de la democracia, pero no de cualquier tipo entre sus variadas articulaciones de sentido. Porque, aunque desde ese tiempo la llamamos democracia –sin adjetivos– y sabemos que ella significa gobierno del pueblo, en este nuevo tiempo ella trata del intento por construir una democracia liberal y representativa que, para la Argentina, no era una tradición con arraigo histórico, ni un patrimonio común y compartido. Sin embargo, la democracia, que hasta allí era una palabra que concitaba adhesiones particulares, que había sido empleada por las derechas liberales o como autojustificación de algunos golpistas, se convertía en un concepto universal que ya nadie podría dejar de usar para legitimarse públicamente. Tan novedosa era esa idea, que aún hoy titubeamos al decir “vuelta”, “retorno”, o “recuperación” de la democracia.

Si conmemoramos 40 años ininterrumpidos es porque la democracia –a secas–, ha logrado afincarse como un derecho con el que el pueblo expresa su voluntad soberana a través del sufragio. Se ha logrado lo que después de realizadas las elecciones en las que resultó ganador Raúl Ricardo Alfonsín, los intelectuales que ayudaron a darle forma a la idea democrática llamaron “pacto de garantías”. Es decir, la importancia de lograr un acuerdo básico, el cual consistía en crear un orden institucional –aunque fuera mínimo– que desplazara a la dictadura militar, y se estabilizara en el tiempo para evitar la sucesión de golpes de Estado y las interrupciones institucionales recurrentes en el país desde la década del ’30. Por lo que 1983 es un tiempo inaugural de la democracia como posdictadura, y de la democracia en su ensayo liberal y representativo, que no tuvo el mismo derrotero que la anterior. Aunque durante estos largos años se han ensayado otras formas de democracia (Rinesi, 2023).

De manera general, el término compuesto democracia liberal y representativa venía viajando desde los países del cuadrante noroccidental del mundo capitalista que sirvieron como modelos –la politología los llamó, siguiendo las elaboraciones estadounidenses, poliarquía–. Y desde los países europeos mediterráneos, principalmente de España a partir de la muerte de Francisco Franco, que estaban pensando y haciendo sus propios procesos y pactos de transición hacia la democracia –parlamentaria–. Allí como aquí, se usó genéricamente para nombrar la construcción de un orden político que dejara en el pasado el ejercicio opresivo del poder político (totalitarismo, fascismo, autoritarismo), y la lucha política intensa y partisana que los había precedido. En oposición a esto pensaron en la construcción de un orden institucional ideal, que combinara principios del liberalismo político y de la democracia: la expresión de la soberanía popular, la participación política mediante el mecanismo representativo del sufragio, la canalización de la acción política a través de partidos políticos, y la centralidad novedosa de los derechos humanos.

Para la Argentina, se trata de un término que se moduló en un tiempo rápido e intenso entre la “transición por colapso” iniciada con la derrota militar en la guerra de Malvinas y la crisis de las Fuerzas Armadas que determinó las tensas negociaciones con la dictadura para consensuar un calendario electoral firme, y el tiempo de las campañas electorales con las que comienza a reorganizarse el espacio público político clausurado –el tiempo de la liberalización, diría la politología–, y tendiente a desplazar mediante elecciones al gobierno de facto. La Democracia continuó creciendo como expectativa política desde el triunfo electoral de Alfonsín, quien incrementó retóricamente el futuro de sus posibilidades, hasta por lo menos el año 1985 como momento cúspide, que concentra el juicio en tribunales civiles a los comandantes responsables del terrorismo de Estado, el plebiscito por el diferendo con Chile por el canal del Beagle, los sucesivos proyectos de reforma con sus debates parlamentarios, y el anuncio del plan económico Austral: el tiempo de una promesa que declina vertiginosamente.

A partir de 1987, con las leyes de impunidad y una crisis económica creciente, la primavera democrática encuentra su mustio invierno y comienza a medir el hiato existente con las posibilidades de construcción de un régimen político para el que la voluntad política del presidente resultaba grandilocuente. El levantamiento militar carapintada y la Semana Santa de abril de 1987 marcan un punto de inflexión en el afecto que concitaba la palabra pública presidencial, y en el apoyo participativo de la población puesto en evidencia con las movilizaciones en todas las plazas del país y en el acompañamiento de variadas fuerzas políticas en defensa de la democracia frente a los sublevados en Campo de Mayo.

Pero entre 1982/3 y 1985/7 la democracia fue creciendo como expectativa y variando sus significados. Aunque analíticamente se podrían marcar algunas inflexiones. En una primera inflexión, y en un clima político surcado por la incertidumbre futura y el miedo aún presente, se abría la esperanza de la participación política de una sociedad hasta allí silenciada: de los partidos políticos agrupados en la Multipartidaria desde 1981, de jóvenes que comenzaban a afiliarse masivamente a ellos y renovaban o desbordaban sus viejas estructuras organizativas, de una parte del sindicalismo que no había negociado con la dictadura militar –como la CGT Brasil–, y nuevos actores cuyo protagonismo constituyeron la democracia –como las Madres de Plaza de Mayo y los organismos de derechos humanos–. La “Marcha por la Democracia” del 16 de diciembre de 1982 marca el inicio de un nuevo momento político, con actores dispuestos a protagonizarlo, y con el significado de un nombre que revela la potencialidad colectiva de la participación que se emprendía para llegar a elecciones libres y competitivas. A diferencia de la anterior marcha “Paz, Pan y Trabajo” del 30 de marzo de 1982, en esta la democracia toma un significado general de lucha no defensiva por la conquista de derechos: a oponerse a un gobierno de facto, a organizarse y movilizarse para recobrar espacios políticos, sindicales y civiles vívidos, y a protestar contra un orden económicamente injusto y políticamente impuesto. Hasta aquí la democracia obró como una expectativa política con la que se aglutinaron diversas aspiraciones proscriptas por la dictadura (Rabotnikof, 1992), contribuyendo para juntar fuerzas afectivas y simbólicas que permitieron ponerles un fin a las detenciones y encarcelamientos arbitrarios, a las persecuciones y desapariciones, al quiebre moral mediante el terror dictatorial, al exilio forzado por razones políticas. Comenzó a asociarse con las elecciones que permitirían el desplazamiento de los militares del escenario político, con la pregunta por el lugar que tendrían las Fuerzas Armadas en un futuro ordenamiento político, y la centralidad de los derechos humanos.

30 de octubre de 1983: ese día es elegido presidente Raúl Ricardo Alfonsín en un clima político de movilización masiva y festiva. Un político que había ganado las elecciones internas dentro de su partido, la Unión Cívica Radical, que se presentaba ahora como si tuviera una novel historia, y del que nadie esperaba que resultara victorioso en una compulsa que principalmente disputaba con el Partido Justicialista. Un partido que había sido desalojado del gobierno en 1976, y que reemergía a la vida institucional en estado de orfandad provocada por la muerte de Juan Domingo Perón. Su grave crisis política e identitaria no se debía solo a esto. En 1983 seguía apresado por la ausencia de una autocrítica partidaria pública que diera cuenta de la violencia paraestatal y parapolicial de los años previos al golpe, protagonizada por la Triple A e Isabel Martínez, viuda sucesora de Perón en el ejercicio del gobierno. Y que dijera algo sobre la dictadura, las desapariciones, y las organizaciones especiales de los años ’70. Más allá de todos los relatos y las autocríticas de distinto tenor que circulaban privadamente y en los exilios. Aunque el peronismo había sido imbatible en las elecciones, fue Alfonsín quien le puso nombre al momento que se estaba instituyendo, dándole un significado político a la democracia en una segunda gran inflexión. Desde la campaña electoral, la democracia por él dicha quedaba asociada al recitado laico del Preámbulo de la Constitución Nacional con el que cerraba todos los actos. El marco de sentido común entre los hombres y mujeres que habitan el suelo argentino se constituía con la ley fundamental de 1853. Democracia significaba las libertades asociadas a la recuperación de las garantías constitucionales y al Estado constitucional de Derecho. Su oración patriótica, tal como él mismo la llamó, tuvo el efecto de universalizar el concepto de democracia, neutralizando –al menos temporalmente– las diferencias ideológicas que venían del pasado. Como Alfonsín se encargó de remarcar desde el balcón del Comité de la Unión Cívica Radical el día del festejo de lo que para muchos fue un desconcertante triunfo electoral, la democracia era “de todos”, “sin divisiones partidarias”.

Desde esta modulación, el 30 de octubre de 1983 no se intentaba retomar una conversación interrumpida el 24 de marzo de 1976. Con la democracia, nombre que anticipaba la creación de un futuro, se daba lugar a una tradición que rompiera sus amarras con el pasado, aunque retóricamente se apelara al pretérito en términos de lo perdido –tal como en aquellos años se mostraba en la película “La república perdida” estrenada en septiembre del ’83–.

La democracia decía el deseo de creación de un orden político sobre bases institucionales que se pretendían enteramente nuevas, intentando alejar el pasado inmediato devenido del golpe militar y a los actores principales de la clausura del espacio público –los militares en primer lugar–. Pero su nombre también remitía a la esperanza por desplazar un pasado más lejano en el que los comportamientos y las prácticas de algunos actores eran evaluados como responsables del autoritarismo. Quizá no los causantes inmediatos de la dictadura, pero sí responsables por las grietas que impedían el establecimiento de una democracia liberal, centrada en el ciudadano, observante de las libertades individuales más que en el avance de la igualdad de cualquiera con cualquiera, con un Parlamento cuya deliberación argumentada se erigiera por sobre las decisiones de un líder, respetuosa de las instituciones formales como plano anterior a los derechos sociales, con organizaciones disponibles para la representación política (los partidos políticos, el sufragio universal). Si en el primer caso lo que había que desplazar con las elecciones democráticas era la dictadura cívico-militar, en el segundo, la democracia venía a contraponerse a un autoritarismo que encarnaba en términos (personalismo, corporativismo, clientelismo, populismo) y en actores. En campaña, Alfonsín los nombró denunciando un supuesto pacto sindical-militar históricamente incomprobable. En esta tercera inflexión, la democracia suponía no solo el trabajo de construcción de un orden institucional estable y plural. Requería, además, un arduo trabajo de transformación de la cultura política.

R. A.

Dos letras dentro de un óvalo asocian dos nombres: República Argentina y Raúl Alfonsín. El fondo de la bandera argentina es el inclusivo de la unión nacional invocada en su rezo laico, del “compatriotas” convocados más allá de las filiaciones partidarias, o de la más licuada referencia “amigos”. Es el inicio de algo nuevo en la política argentina, la publicidad política extendida en el “Ahora Alfonsín”, en el abrazo resumido con sus dos manos. Y de los “alfonsinazos”, que reprodujeron el modo de los actos masivos del peronismo. A pesar de las estrategias de comunicación política desplegadas por un grupo variado de personas –que aún no eran los expertos en marketing que luego esclerosaron la política–, es remarcable la impronta personal de la campaña, en la que sobresale un liderazgo profuso en la oratoria y la composición de discursos en el que colaboran sucesivamente diferentes académicos e intelectuales, partidarios y extrapartidarios. La campaña, a pesar de las críticas que por esto mismo le realizaban al peronismo, se personalizó, traspasó al partido, y puso la palabra de Alfonsín en el centro de la conformación del espacio público democrático. Él fue hábil en enunciar el momento político y proyectarlo, por la ausencia de experiencias de democracia liberal y representativa para emular, en una poderosa expectativa. La palabra pública –pedagógica, polémica, o propositiva– y su voluntad de cambio hicieron crecer la esperanza democrática. Lo que fue expresado en los numerosos discursos de campaña, de asunción de su gobierno, y otros posteriores, de los que podemos recordar algunos para continuar observando los variados significados y esperanzas impresos a esa democracia.

Un mes antes del triunfo electoral, el 30 de septiembre, en el discurso del estadio del club Ferro Carril Oeste volvió a nombrar a los actores que había denunciado en un presunto pacto militar-sindical. El discurso es trascendente porque, en el marco de una llamada democracia integral, volvió al lugar que tendrían los militares y al tipo de organización oligárquica de los sindicatos en el tiempo político por abrirse. La pregunta sobre el lugar de las Fuerzas Armadas como institución dentro de la democracia trascendía al candidato que había cofundado la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Pero las políticas públicas sobre el pasado criminal reciente de la dictadura volvieron a primer plano por dos motivos. Por un lado, por el “Documento final de la Junta Militar sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo” con el que la Junta Militar quería dar por clausuradas las explicaciones de los crímenes y el destino de los desaparecidos. Por otro lado, porque ocho días antes del discurso, la Junta Militar había dictado la “ley de autoamnistía” o de “pacificación nacional”, realizada con el fin de impedir la persecución penal de los responsables del terrorismo de Estado. En este discurso, Alfonsín subrayó la importancia de supeditar el poder militar al civil y a la Constitución, remarcando que no iba a aceptar la autoamnistía militar frente a los crímenes cometidos. Tras la asunción al gobierno, la primera ley aprobada por el Congreso de la Nación fue la derogación de la autoamnistía, y la elevación del decreto en el que se informaba el procesamiento a los integrantes de la Junta Militar. Lo que habilitó los Juicios en 1985. En Ferro, además, había diferenciado los distintos grados de responsabilidad que él consideraba había en la represión: la de quienes tomaron la decisión de actuar, la de los que cometieron excesos, y la de quienes cumplieron órdenes, que después se expresaría en 1987 con la ley de “Obediencia Debida”. Por supuesto que esta última diferenciación no fue bien recibida por organismos de derechos humanos, aunque Alfonsín establecía un claro vínculo entre democracia y DD.HH. que hizo énfasis en los militares, desatendiendo la institución policial. Lo que se constituyó en el problema de los años que siguieron, y que se expresaron preliminarmente en la furiosa represión policial de la crisis hiperinflacionaria que culminó en los saqueos del año 1989. La reforma integral de las policías federales y provinciales continúa pendiente en la democracia argentina. Asimismo, en este acto, a diferencia del momento en que hizo la denuncia sobre el pacto sindical-militar, quedaba expuesto el sindicalismo. Si en aquel otro momento la denuncia aludía también al peronismo por el lazo identitario que en la Argentina tenía con el movimiento obrero y con los sindicatos representativos del mismo, aquí hizo un llamado a democratizarlos, con elecciones internas y participación de las minorías en los consejos directivos. En los primeros meses de gobierno, esto se expresó en la fracasada “Ley de Reordenamiento Sindical” conocida como Ley Mucci –con la que también se buscaba debilitar el poder del peronismo dentro del sindicalismo–. Su fracaso en la Cámara de Senadores –primera gran derrota del radicalismo– mostraba que en la Argentina había significados diferentes de democracia. Ella no era el deseo de crear un orden institucional desde cero si se desconocía la voz de actores que tenían una historia previa al gobierno. Como tantas veces fue agitado el miedo al golpe, aquí fue agitado el espíritu faccioso que envolvía al sindicalismo. Lo que parangonaba a dos actores sin relación evidente alguna, y mostraba que no en todos los casos era plural la discusión pública sobre qué sentido guardaba la democracia en la Argentina. El alfonsinismo logró con esto la reunificación de la CGT, y los 13 paros generales que crecían en unidad a medida que la crisis económica por el endeudamiento externo y la inflación se afianzaban. Las crisis económicas sucesivas, con los procesos de hiperinflación empobreciendo a los ciudadanos, terminaron en el urgente adelantamiento de las elecciones durante el gobierno de Alfonsín. Pero la normalización de las crisis económicas, la imposibilidad de estabilizar una moneda y comprenderla como una institución política central, son una deuda pendiente de la democracia argentina.

Los dos actos finales de campaña, masivos y eufóricos, el primero en el Obelisco de la ciudad de Buenos Aires y el segundo como cierre de campaña en el Monumento a la Bandera de la ciudad de Rosario, presentan a la democracia como una bisagra en la historia argentina y se sigue nombrando a los actores contrarios de la misma: los adivinos –López Rega–, los matones –el sindicalismo–, los uniformados –los militares–. En estos discursos, en el que la inminencia de las elecciones impulsaba la búsqueda de votos, se pueden advertir las múltiples fronteras trazadas. Dentro de su partido en relación con las tradiciones políticas en las que cada línea interna se asentaba. Como militante de la UCR, había fundado una en 1972 para disputarle la conducción al sector más tradicional liderado por Balbín, quien había conservado vínculos con los militares hasta su muerte en 1981. Con el Movimiento de Renovación y Cambio, ganó las internas partidarias en junio de 1982 en alianza con los jóvenes universitarios de Franja Morada y la Junta Coordinadora Nacional. Aunque era un hombre del partido, no hablaba solamente a sus correligionarios, se autoidentificaba como socialdemócrata debido a su ligazón con la Internacional Socialista impulsada por Hipólito Solari Yrigoyen, exiliado en Francia. Con el peronismo como opositor electoral inmediato, al que denunciaba por estar sumido en una crisis de autoridad, y como actor más permanente en la historia nacional reñido con los métodos de la democracia.

La expectativa democrática no dejaría de crecer, y en el Congreso de la Nación el día de su asunción fue presentada como un valor que se encontraba más allá del sufragio, no restringida a una forma de legitimación del poder. Si en sus alocuciones anteriores un significado potente la relacionaba con la libertad, ahora era ofrecida como constructora de sociedad. Tal como dejó asentado Alfonsín en el discurso inaugural ante el Parlamento: “(…) con la democracia se come, se educa y se cura”. Con ella, también decía que abriría las puertas de las fábricas. Faltaba aún poner en marcha un proyecto que atendiera a las transformaciones económicas que traía aparejadas un orden internacional en transformación y la crisis estructural de la economía argentina. Lo que se enunció en la “Convocatoria para la Convergencia democrática”, en el mes de diciembre de 1985.

Argentina, 1985

Es un año decisivo que concentra grandes promesas convertidas en los proyectos impulsados por el alfonsinismo. Un año que, además, se cierra con un gran discurso que abre una nueva inflexión de la democracia, adicionándole a la recuperación de las libertades y del Estado Constitucional de Derecho, el trípode “modernización, ética de la solidaridad y participación”.

1985 es, además, el año en que quedó resuelto legislativamente el Tratado de Paz y Amistad entre Chile y Argentina, luego de los debates y el plebiscito realizado para resolver el diferendo por el canal de Beagle. Una mecánica de consulta popular ciertamente contrapuesta a la de la guerra en el Atlántico Sur. Es el año en el que se pone en marcha el Plan Austral con Juan Vital Sourrouille. El que es explicado a los ciudadanos por el Presidente a través de la pantalla de televisión, en un modo bien diferente a la predominancia de los economistas como expertos de la década siguiente. Es el año en que el gobierno se relegitima y toma aire con su victoria en las elecciones de medio término. Y en el que surge la renovación peronista, luego de la derrota electoral de 1983, con su debate público sobre las posibilidades y la necesidad de democratizar al peronismo y a la organización partidaria.

1985 es el año en que también se creó el “Consejo para la Consolidación de la Democracia” coordinado por Carlos Nino por un decreto presidencial que, hasta su disolución en 1989, tuvo por objetivo analizar una reforma de la Constitución de 1853. La reforma de esta Constitución era entendida como un “gran pacto de convivencia”, distintas de las impuestas en 1949 y en 1952. Por ello, tras el uso simbólico del Preámbulo, ahora aparecía la necesidad de pensarla como hecho constitutivo de la democracia que organiza la estructura jurídica del Estado, regula la relación entre los poderes de Estado y establece la relación entre gobernantes y gobernados. Los debates sobre los beneficios de un sistema de gobierno parlamentarista o semipresidencialista frente a la concentración del poder del presidencialismo, serán un eje central. Como también la propuesta de federalizar y descentralizar el país con el traslado de la Capital Federal a la ciudad de Viedma. El gobierno termina sin la reforma de la Constitución que finalmente se hace efectiva durante el gobierno siguiente y con el Pacto de Olivos, en 1994. La foto que ha quedado en la memoria, que es mucho más que una imagen, es la de Carlos Menem y la de Raúl Alfonsín cerrando una de las expectativas de esa democracia en secreto y a espaldas de la ciudadanía.

Y decisivamente, 1985 es el año del juicio civil a la Juntas Militares. Cuya sentencia, que condenó a 5 de los militares acusados y absolvió a 4, se dictó el 9 de diciembre de 1985. La película recientemente estrenada dirigida por Santiago Mitre, que toma por título el año en que se realizaron los Juicios a la Juntas Militares en tribunales civiles por los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura, ha dejado la sensación de que el momento democrático toma su forma en 1985. Pero los Juicios usaron como prueba documental el enorme trabajo de recepción de denuncias testimoniales de familiares y sobrevivientes, vecinos y testigos oculares, y pruebas sobre el funcionamiento de los centros clandestinos a lo largo de todo el país. Ese enorme trabajo había sido organizado y sistematizado por la Comisión Nacional de Desaparición de Personas, creada a solo cinco días de asumido el nuevo gobierno por iniciativa del Presidente. El Juicio, inesperado y resistido por los militares, abre internas en su seno y hace surgir a un actor nuevo dentro de las Fuerzas Armadas: los carapintadas. Cuyo levantamiento, rebelión, revuelta, o sublevación en 1987 completó las leyes de impunidad que se reforzarían con el indulto presidencial de Carlos Menem, y se anularían en 2003 bajo la presidencia de Néstor Kirchner. La realización del juicio civil a las Juntas Militares, además de ser un parteaguas en la historia nacional y antecedente internacional en juicios por violaciones de DD.HH., sensibilizó a la opinión pública que aún no había sido impactada por el terrorismo de Estado y reveló una verdad histórica con la publicación de datos concretos (Feld y Franco: 2015). Sin embargo, el sentimiento de decepción con la participación política y con la verosimilitud de la palabra presidencial aparecieron con la Ley de Obediencia Debida, dictada por Alfonsín dos semanas después de que asegurara públicamente que se había desactivado la sublevación y que el pueblo podía regresar de la plaza a sus hogares porque la casa estaba en orden. Decepción política que ya había causado la promulgación de la Ley de Punto Final en diciembre de 1986.

1985 se cierra con una nueva promesa, la de su consolidación por la vía de los “100 años de democracia”. El “Discurso de Parque Norte” es ofrecido por el Presidente al plenario del Comité de la UCR. Si el año 1983 se había abierto con la necesidad de crear y estabilizar un conjunto de reglas de juego, de instituciones formales e informales para estabilizar la democracia y transformar la cultura política, 1985 aparecía como el momento de adicionarle al “pacto de garantías”, un “pacto de transformación”. Una democracia que sumara al Estado de derecho, la reforma del Estado, reconociendo la complejidad que en el mundo contemporáneo ponía al ámbito estatal como diferente al espacio público civil y al privado. El discurso reclamaba una modernización del Estado que lo alejara de la eficiencia tecnocrática propia del liberalismo salvaje, que lo descentrara de su tarea de redistribución y de su relación con las corporaciones, propias de un populismo anacrónico. La modernización del Estado también era presentada como un pacto tendiente al desarrollo económico con justicia social, que demandaba una “ética de la solidaridad” entre actores, y un nuevo llamado a la participación ciudadana.

El discurso, una pieza de filosofía política en la que el Presidente exhibe, aunque no revela, las conversaciones políticas mantenidas con intelectuales y académicos –en este caso concreto, con Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ipola–, volvía al vocabulario de los pactos necesarios para la reforma: uno político institucional, otro educativo y cultural, y el económico y social, que no tuvo el mismo destino que el “pacto de garantías” que seguimos hoy conmemorando. La democracia imaginada con sus variadas inflexiones y múltiples expectativas quedó estrechamente vinculada a un conjunto de reglas de juego formales e informales relativas a un régimen político. Y el problema del Estado –de su reforma y modernización no tecnocrática– se convirtió en un tema pendiente para la democracia argentina de la que se haría cargo, como en el caso de la Constitución, la modernización conservadora de la década. La crisis económica agudizada en 1989 apresuró la entrega de la banda presidencial.

Bibliografía de referencia

Feld, Claudia y Franco, Marina (2015) (directoras): Democracia, hora cero. Actores, políticas y debates en los inicios de la postdictadura. FCE. Buenos Aires. Argentina.
Gargarella, Roberto, M.V. Murillo y Pecheny M.(2010): Discutir Alfonsín. Siglo XXI Editores. Buenos Aires.
Lesgart, Cecilia (2003): Usos de la transición a la democracia. Ensayo, ciencia y política en la década del ’80. HomoSapiens Editores. Rosario. Argentina
Lesgart, Cecilia (2000): “El tránsito teórico de la izquierda intelectual en el Cono sur de América latina. ¿Reforma moral e intelectual o liberalismo político?”. Revista Internacional de Filosofía Política. Número 16. Madrid.
Portantiero, Juan Carlos y Emilio de Ipola (1984): “Crisis social y pacto democrático”. Punto de Vista. Año VII. Número 21.
Portantiero, Juan Carlos (2000): “Luces y sombras de un discurso trascendente”. En Portantiero, Juan Carlos: El tiempo de la política. Temas. Buenos Aires.
Rabotnikof, Nora (1992): “El retorno de la Filosofía Política: notas sobre el clima teórico de una década”. Revista Mexicana de Sociología. Número 4. UNAM, México.
Rinesi, Eduardo (2023): Democracia. Las ideas de una época. Imprenta del Congreso de la Nación. Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Argentina.

Autorxs


Cecilia Lesgart:
Doctora en Ciencia Política por FLACSO-Sede México (2000). Posdoctorado en el Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba-Argentina (2017). Investigadora Independiente CONICET-Argentina. Profesora Titular regular de Teoría Política III en la Facultad de Ciencia Política y RR.II. Universidad Nacional de Rosario.