40 y 50. El retorno y la caída: cinco hipótesis sobre democracia y dependencia

40 y 50. El retorno y la caída: cinco hipótesis sobre democracia y dependencia

El artículo parte de la actualidad para realizar un análisis retrospectivo que permita pensar la democracia en su relación con los ideales que ponen el foco en la crítica a los modos de producción, particularmente desde la teoría de la dependencia.

| Por Diego Giller |

2023. Año pródigo en efemérides políticas. Se sabe: se trata de la conmemoración por los cuarenta años del retorno de la democracia en la Argentina. Que constituye, al mismo tiempo, un saludable récord de nuestra historia, pues, como también se sabe, desde la Ley Sáenz Peña para acá nunca antes había habido un período democrático tan extenso. Se sabe menos –o se sabe igual, pero se dice menos–: se trata, también, del cincuenta aniversario de la caída del gobierno de la Unidad Popular liderado por Salvador Allende en Chile. Retorno y caída. O caída y retorno. Si uno alude a algo que pierde el equilibrio, que se desestabiliza, que se desmorona, el otro refiere a una aparición después de una partida, un viaje o un alejamiento. Pero lo que no se dice es que cuando se invoca un retorno se instala, en el mismo movimiento, la falta, la ausencia, o para decirlo con la palabra con que hay que decirlo: la desaparición. Primera hipótesis, entonces: la celebración del retorno –pero sobre todo los términos en los que se celebra ese retorno– es posible porque lo que se ha denegado es la caída. Ese ha sido el éxito del pacto democrático de 1983 en nuestro país y, al mismo tiempo, una de las causas del fracaso de una teoría de la democracia más profunda.

1973 y 1983. Sea como caída, sea como retorno, lo que no muy secretamente se esconde en esas cifras es la palabra democracia. ¿Pero nombra lo mismo en uno y otro caso? ¿Es la misma democracia la que cae en Chile y la que retorna en la Argentina? ¿Se trata entonces de un significante inequívoco que refiere a la “democracia sin más”? ¿Existe, acaso, la “democracia sin más”? Enunciemos la segunda hipótesis: la democracia en Chile de comienzos de los años setenta y la democracia en la Argentina de comienzos de los ochenta son fenómenos políticos, sociales y culturales tan distintos que convierten cualquier intento de asimilación en una aventura fallida.

La primera razón es medianamente obvia: Chile pierde su democracia, sea cual fuere que esta haya sido, después de un golpe de Estado que comienza con los bombardeos que incendian buena parte del Palacio de la Moneda y termina con la muerte del presidente de la República. La Argentina, en cambio, recupera la democracia, sea cual fuere que esta vaya a ser, luego de una dictadura cívico-militar de trágicas consecuencias, con 30.000 detenidos desaparecidos y un cambio profundo en la matriz económica, productiva y cultural del país. Para soltarlo más rápido aún: en un caso se tiene una democracia que antecede a una dictadura y en el otro, una que la sucede.

La segunda razón aparece encubierta, disimulada, velada en la primera. Lo que se esconde, porque no hay duda que se lo esconde, es que entre uno y otro, que entre la caída y el retorno, ha ocurrido una derrota. Una derrota de las fuerzas populares, sean armadas o desarmadas, que fue –y sigue siendo– una derrota cultural, en el sentido de que cualquier proyecto, idea o imaginación que pudiera contener o avizorar la posibilidad de un futuro por fuera del modo de producción capitalista es tachada por quimérica. De modo que no sólo la caída es ya una derrota: el retorno también lo es. No el retorno en sí mismo. Sino el modo en que se retornó. Que es, para complicar un poco las cosas, el retorno de lo que no pudo retornar. Porque fue vencido, porque fue derrotado, porque fue desaparecido. Caída, derrota y retorno. Derrota, caída y retorno. O caída, retorno y derrota. El orden de los factores no altera el producto. Porque el producto es el entrelazamiento conflictivo de esos factores.

1973. ¿Qué es lo que ha sido derrotado en Chile en ese año? El proyecto de socialismo. No hay dudas de que la democracia chilena de la Unidad Popular, y acá tenemos una tercera y radical diferencia con la democracia argentina del alfonsinismo –que es también una diferencia con la palabra “radical” en nuestro país–, se tramó en torno de la palabra socialismo. Y lo hizo ensayando una vía no explorada, y acaso también vilipendiada, por la época y por las militancias de la época, al menos en el cono sur del continente: la vía pacífica al socialismo. En tiempos en los que las izquierdas optaban por la estrategia “foquista”, la lucha armada y el asalto violento del cielo estatal, la llamada “vía chilena” experimenta la construcción del socialismo desde los aparatos del Estado y desde la democracia de masas. Nada mejor para entender el contrapunto entre ambas estrategias que evocar el diálogo que a comienzos de 1971 mantienen el teórico del foco, Régis Debray, y el líder de la Unidad Popular, Salvador Allende. Cuando en la residencia presidencial de Viña del Mar el francés Debray le sacude al “Compañero Presidente” todas sus desconfianzas sobre la posibilidad de instaurar el socialismo a la chilena, puesto que no ha habido, dice Debray, “una sustitución del poder de una clase por otra” ni una “destrucción del Estado burgués y su reemplazo por otro”, y que, por lo mismo, la democracia burguesa continúa inalterada, Allende le responde con una anécdota personal que involucra al sujeto que había hecho posible la teoría foquista de Debray. Cuenta Allende que al obsequiarle el Che Guevara su libro Guerra de guerrillas le estampó en la primera página una singular dedicatoria: “A Salvador Allende, que por otros medios, trata de obtener lo mismo”. Jaque mate. De modo que, sea “con sabor a ron y gusto a azúcar”, sea “con sabor a vino tinto y empanada”, lo que constituye a ambas estrategias es el horizonte transformador que se expresa en el nombre socialismo.

En el Chile de Allende, pero también en el de los años previos, que son los que preparan las condiciones que hacen posible, justamente, al Chile de Allende, hubo otra palabra que dominó el lenguaje político: dependencia. Al calor del ascenso y radicalización de las izquierdas latinoamericanas tras la Revolución Cubana de 1959, en Chile se aúnan un conjunto de intelectuales que habían arribado en calidad de exiliados luego de huir de los golpes de Estado que se suscitan en sus respectivos países (Ecuador en 1963, Brasil y Bolivia en 1964, Argentina en 1966). Allí retoman la pregunta que habían formulado Raúl Prebisch y la corriente estructuralista latinoamericana en los años fundacionales de la CEPAL: ¿por qué nuestros países no se desarrollan con la profundidad y el ritmo con que lo hacen los Estados Unidos y las naciones europeas? Pero la respuesta no será ni la de ese desarrollismo cepalino que venía postulando que el desarrollo es un problema de ritmos o etapas, y que, por lo mismo, unos países (los centrales) lo alcanzan antes que otros (los periféricos), y más rápido, pero que al fin de cuentas todos terminan por hacerlo; ni la de su hermana menor, la sociología del desarrollo, que venía planteando que el subdesarrollo y el atraso de nuestros países se explica por la supervivencia de instituciones y actitudes tradicionales que se resisten al cambio y la secularización, y que para superarlos había que crear instituciones modernas que guiaran el proceso de modernización y desarrollo. Contra ambas, los intelectuales que pronto hallarán cobijo bajo la manta de la “teoría de la dependencia” –nombre que, en rigor, es mucho más heterogéneo de lo que su apariencia indica– imaginarán una respuesta dialéctica de orden histórico-estructural: si nuestros países son subdesarrollados es porque hay países desarrollados, siendo estos los que provocan el subdesarrollo. El subdesarrollo es, entonces, la cara oculta del desarrollo. Pero lo interesante es que la tesis no acaba ahí. Porque lo que vienen a plantear no es solo que el desarrollo de unos explica el subdesarrollo de otros, sino que el subdesarrollo de esos otros explica también el desarrollo de esos unos. No hay desarrollo sin subdesarrollo. Parafraseando al escritor Pablo Ramos, podríamos figurarlo con esta metáfora textil: el centro es la manga de un saco, pero si metés la mano y la das vuelta, te queda la periferia. Es en ese revés cuando se ven las costuras del saco capitalista. Esa es, brutalmente, la hipótesis de André Gunder Frank en Capitalismo y subdesarrollo en América Latina, libro publicado en 1967 en inglés y en 1970 en español y que sirve de molde, sea para discutirlo, sea para calzárselo, del movimiento dependentista.

Al lado de la perspectiva de Frank hubo otras tonalidades que prefirieron centrarse menos sobre la palabra subdesarrollo, que no abandonan ni sustituyen, que sobre la palabra dependencia. Fue Theotonio dos Santos quien definió a la dependencia como una “situación condicionante” en la que “algunos países (los dominantes) pueden expandirse y autoimpulsarse, en tanto que otros (los dependientes) solo lo pueden hacer como reflejo de esa expansión” (Dos Santos, 1969: 180). Esa situación condicionante, que es externa, determina, a su vez, la estructura interna dependiente, la cual parece ya venir modelada, dirigida y controlada por el capital monopolista extranjero, cuyo predominio sociopolítico, tecnológico y comercial hace que en los países atrasados en los que se lleva adelante un proceso industrializador y urbanizador, ese proceso nunca pueda ser autónomo ni, mucho menos, revolucionario o antiimperialista.

En otro de los libros célebres de la época, Dependencia y desarrollo en América Latina, Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto definen el subdesarrollo como “la estructura de un tipo de sistema económico, con predominio del sector primario, fuerte concentración de la renta, poca diferenciación del sistema productivo y, sobre todo, predominio del mercado externo sobre el interno” (Cardoso y Faletto, 2003: 23). El claro sesgo económico del concepto volvía brumosa la zona sociológica que la palabra dependencia apostaba por aclarar: la dependencia “histórico-estructural” de América Latina se explica mejor por el modo en el que los grupos y clases sociales de cada país traban sus relaciones con los centros económicos y políticos mundiales. De modo que para comprenderla, pero sobre todo para enfrentarla, había que analizar los vínculos entre el sistema económico y el sistema político, tanto en lo interno como en lo externo.

Como sea, la teoría de la dependencia, en cualquiera de sus versiones, ensayó una única solución para superar la situación que le daba nombre: la revolución socialista. Si algo significaba la conquista del poder, era la definitiva eliminación de la dependencia económica, política y cultural. Y para ello había solo un camino: la socialización de los medios de producción. No había mucho más. Y cuando decimos que no había mucho más es para enfatizar que lo que estaba ausente en el plano de las soluciones era la democracia. Sucede que para los dependentistas ni las dictaduras militares ni las fuerzas políticas que acceden al gobierno del Estado por vía electoral afectaban la estructura dependiente. Es cierto que el carácter de la dependencia podía cambiar su fisonomía en uno y otro caso, pero lo que siempre quedaba intocado era el resultado de la contradicción principal entre capital y trabajo en favor del capital.

Podemos, ahora sí, arriesgar la tercera hipótesis: al no haber producido una interesante e informada lectura de la democracia, la teoría de la dependencia se perdió de ser una mejor teoría de la dependencia, pero también de tener una sobrevida cuando la revolución fuera derrotada. Para el dependentismo la democracia no pasaba de ser una máscara de la dominación burguesa, una trampa electoral que encubre, y por eso mismo reproduce, las relaciones de dominación propiamente capitalistas, perpetuando así la dependencia. Pero esta perspectiva teórico-política no era privativa de ella: la podemos ver en casi todas las versiones de izquierda de la época, todavía más cuando esa democracia funcionaba con proscripciones, como en el caso argentino con el peronismo o en el caso mexicano con el comunismo. No obstante, si afirmar esto no puede significar una justificación de sus faltas teóricas, mal haríamos si para evitarlo recorriéramos el sendero inverso, esto es, visitar sus textos para detectar esa ausencia y enjuiciarla por sus cegueras. Porque en ese caso no solo tendríamos la respuesta antes de comenzar, sino que además esa respuesta estaría ya hecha con los materiales de un anacronismo siempre dispuesto a enjuiciar una época con los valores y el diccionario de otra: la suya propia.

De modo que no se trata de juzgar si está bien o mal que no la hayan tenido –aunque esto no supone, va de suyo, afirmar que no hubiesen podido tenerla– sino de pensar qué efectos tuvo esa falta sobre la deriva dependentista, pero también sobre la de la teoría de la democracia. Podríamos conjeturar al menos dos: 1) puesto que la teoría de la dependencia había atado su suerte a la de una revolución que fue derrotada, ella misma terminó devorada por una época que se apagaba, perdiendo así la chance de ser repensada y reelaborada en torno de la nueva época democrática; y 2) producto de esa derrota, la democracia, en tanto teoría que la sucedió como protagonista de la nueva escenografía latinoamericana, tampoco logró reformularse con esos potentes aportes. Así, de las ideas que querían cambiar al mundo se pasaba a la cabizbaja aceptación de un mundo que quería cambiar las ideas.

1983. Comencemos con la cuarta hipótesis, que funciona en espejo con la anterior, y encuentra inspiración en un texto de Eduardo Rinesi (2000): si la condición para el retorno democrático fue ocluir y negar aquello que le permitió retornar, esto es, la derrota del proyecto socialista, en términos teóricos la democracia de los años ochenta en la Argentina se constituyó sobre la falta de la teoría de la dependencia, y por esa falta se terminó perdiendo la posibilidad de ser una buena teoría de la democracia. La idea de revolución que le había dado sentido a los proyectos de izquierda de los años sesenta y setenta y, por lo mismo, a la teoría de la dependencia, es justamente lo que se ausenta, lo que falta, lo que desaparece en 1983 en la Argentina. Y para peor, esa ausencia, esa falta y esa desaparición se hicieron bajo el sencillo trámite de su condena, transformando esa idea en algo poco menos que innombrable. Y acaso, demoníaco. Caída la idea de revolución, la democracia que retorna es aquella que había sido vilipendiada en las décadas pasadas: la democracia liberal. Es así que cuando se piense a la democracia en la Argentina a partir de 1983, se lo hará en base a una definición mínima y con un diccionario ídem: representación, institucionalidad, reglas de juego claras, modernización, libertad, garantías individuales. Pero se le anexa una novedad: no hay otro futuro por fuera de ella misma. La democracia es ahora su propio fin –¿no están acá también los pilares de la “hipótesis japonesa” del fin de la historia que dominará los años noventa?–. Ya no hay lugar siquiera para pensar lo que se pensó entre la caída y el retorno, cuando en su exilio mexicano, y quizás ahora sí influenciados por la experiencia chilena –aunque no solo: operaba también allí la hipótesis eurocomunista con centro en Italia–, intelectuales de izquierda como José Aricó (1980) o Juan Carlos Portantiero (1980) todavía podían imaginar la construcción de un vínculo entre socialismo y democracia, donde el primero podía ser considerado como profundización de la segunda. Ya no. Ahora la democracia es una barrera contra el terrorismo perpetrado por los Estados, la bisagra entre una época y otra, una vuelta de página en el libro de la historia. Al despachar a la revolución con demasiada rapidez –¿no está acá también presagiado y preanunciado lo que iría a ocurrir apenas unos años después con la caída del Muro de Berlín?–, la democracia, al decir de León Rozitchner (2015), retornó castrada. Pero no solo eso: como señalan Rinesi y Gabriel Nardacchione (2023), también la teoría de la democracia se acompasó a la época sin poder pensarse a sí misma como algo más que un régimen político. Fue el corazón liberal que la animaba lo que le obstruyó la posibilidad de recorrer las arterias que podrían haberle permitido pensar las condiciones de su dependencia que, para quien quisiera verlo, seguían tan vivitas y coleando como anteayer. El infarto era inevitable. Porque si bien la teoría de la dependencia había caído junto a la revolución derrotada, no menos cierto es que la dependencia en sí no había desaparecido.

En ese páramo teórico es Fogwill (2008) quien, antes que nadie, esto es, cuando la primavera alfonsinista apenas tiene meses de vida y no dejan de florecer esperanzas, y en soledad –como para mostrar que es posible pensar por fuera de la época, que la época nunca es una determinación de lo decible y lo no decible–, advierte que esa democracia que retorna es, en rigor, una continuidad de eso que se nominaba como dictadura militar para esconder el “verdadero carácter” del Proceso de Reorganización Nacional: el de los banqueros, el oligárquico, el multinacional. Como de costumbre, Fogwill prende las luces para que termine la fiesta. Y grita, a quien quiera oír, que no hay primavera. Apenas otoño. Las flores no nacen, se marchitan, caen, como cayó la revolución. O porque cayó la revolución. Y porque calló la revolución. O porque la callaron. Y la democracia que queda, que es la del alfonsinismo, apenas viene a administrar los negocios que antes había administrado la dictadura. Una victoria disfrazada de derrota que atoraba la posibilidad de que el “formalismo democrático” fuese tematizado. Esa era la “herencia cultural del Proceso”. De ahí que, aunque no utilice esa palabra, lo que Fogwill viene a advertir son los efectos que tiene dejar de lado un pensamiento sobre la dependencia cuando se quiere pensar la democracia.

2023. No hay repetición de la historia. Incluso no la hay en el célebre dictum marxiano que dice que la historia se repite dos veces, primero como tragedia y después como farsa, porque, stricto sensu, la repetición solo se podría dar la segunda vez, pero sobre todo porque nunca es lo mismo una historia tramada bajo el orden de la tragedia que sobre el de la farsa.

Con la emergencia, en el cambio de siglo, de los gobiernos pos-neo-liberales o del “socialismo del siglo XXI” –la adición de los dos prefijos en el primero y de su carga temporal en el segundo vienen a mostrar lo irrepetible–, la democracia volvió a ocupar el centro de la escena. Ya no como en los años sesenta y setenta, pero tampoco como en los años ochenta o noventa. Rinesi (2015, 2023) ya demostró en varios lugares cómo esos gobiernos pensaron la democracia en términos de democratización, esto es, como un proceso permanente de conquista de derechos. ¿Pero qué pasó con la idea de democracia en los gobiernos que les siguieron? Fue nuevamente “imaginada” de forma mínima. Pero esta ya no era esa democracia institucionalista que en los años ochenta podía contener la esperanza de muchos y de muchas porque a la manera de la kryptonita servía para contener unas violencias más o menos “simétricas”, sino que, al compás de unos gobiernos que podríamos llamar conservadores, la democracia se empequeñecía todavía más para volverse apenas sinónimo de un momento electoral. Este uso de la democracia estaba listo para ser utilizado contra la democracia misma, sea en su faceta participativa o pluralista –ni que hablar de su faceta directa–, sea, incluso, en su faceta institucionalista y liberal, puesto que se veía afectada fuertemente por la injerencia de un poder judicial nunca sometido al escrutinio público. Era el momento no democrático de la democracia.

En cualquiera de esos decorados, la teoría de la dependencia siguió tan enterrada como el significante revolución que le había dado vida. Dependencia y democracia, nuevamente escindidos. Pero 2023 no es 1983, entre otras cosas, porque lo que ha desaparecido es la Unión Soviética, que, mal o bien, seguía constituyendo la materialidad y el imaginario de una alternativa al capitalismo incluso cuando la revolución (y el marxismo) estaba en crisis. Sin futuro, todavía más que en los llamados años de la “transición”, la democracia se convirtió en el único modo de vida posible bajo el capitalismo. Pero que no haya repetición no supone que ciertos dilemas no insistan en volver. Quizá nuestro presente esté reclamando hacer algo con la desencontrada e irresuelta relación entre dependencia y democracia.

Quinta y última hipótesis: volver audibles las teorías de la dependencia no supone ninguna “melancolía de izquierda”, ni restituir acríticamente la carga utópica que ella supo tener en los años de la revolución, que eran los años de las certezas y de la conquista del futuro. Por el contrario, regresar a ellas para pensar las teorías de la democracia podría llegar a ser una forma de defender a la democracia misma. Y acaso, con más audacia, de profundizarla y exigirla para ver si juntas pueden interrogar de mejor modo a nuestra época. ¿Qué teoría de la democracia estamos dilapidando al dejar nuevamente sepultadas las teorías de la dependencia? ¿No nos perderíamos de saber incluso qué tipo de democracia se puede tener en un país que sigue siendo tan dependiente como lo era cuando estas teorías surgieron? ¿No estaríamos, en tiempos en los que el Fondo Monetario Internacional determina nuestras políticas económicas, dejando escurrir entre los dedos la posibilidad de ver cómo se profundiza nuestra dependencia y en consecuencia, se achica nuestra democracia? Si esa pregunta, que había sido informulada por la teoría de la dependencia, permanece en el mismo estadio, es porque no hay hoy teoría de la democracia que se abisme en la faena de escuchar esos viejos murmullos. Pero quizás un recobrado espíritu teórico dependentista pueda aportarles un grado radical de criticidad a los posibilismos de la hora. No sería poco.

Bibliografía de referencia

Aricó, José (1980), “Ni cinismo ni utopía”, en Controversia 1, México.
Cardoso, Fernando Henrique y Faletto, Enzo ([1969] 2003), Dependencia y desarrollo en América Latina. Ensayo de interpretación sociológica, Buenos Aires, Siglo XXI.
Debray, Régis (1971), Conversación con Allende. ¿Logrará Chile implantar el socialismo?, México, Siglo XXI.
Dos Santos, Theotonio (1969), “La crisis de la teoría del desarrollo y las relaciones de dependencia en América Latina”, en Helio Jaguaribe et. al., La dependencia político-económica de América Latina, México, Siglo XXI.
Fogwill, Rodolfo Enrique (2008), Los libros de la guerra, Buenos Aires, Mansalva.
Frank, André Gunder ([1967] 1970), Capitalismo y subdesarrollo en América Latina, Buenos Aires, Signos.
Portantiero, Juan Carlos (1980), “Los dilemas del socialismo”, en Controversia 9-10, México.
Rinesi, Eduardo (2000). Epílogo, en Horacio González (comp.), Historia crítica de la sociología argentina, Buenos Aires, Colihue.
Rinesi, Eduardo (2015), Filosofía (y) política de la Universidad, Los Polvorines, Ediciones UNGS.
Rinesi, Eduardo (2023), Democracia. Las ideas de una época, Buenos Aires, ICN.
Rinesi, Eduardo y Nardacchione, Gabriel ([2008] 2023), “Estudio preliminar. Teoría y práctica de la democracia”, en Eduardo Rinesi, Gabriel Nardacchione y Gabriel Vommaro (eds.), Los lentes de Victor Hugo. Tomo I. De la transición al estallido, Los Polvorines, Ediciones UNGS.
Rozitchner, León ([1990] 2015), “La crisis de los intelectuales y el marxismo”, en Escritos políticos, Buenos Aires, Ediciones Biblioteca Nacional.

Autorxs


Diego Giller:

Licenciado en Sociología, Magíster en Investigación en Ciencias Sociales y Doctor en Ciencias Sociales, por la Universidad de Buenos Aires. Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con sede en el Instituto del Desarrollo Humano de la Universidad Nacional de General Sarmiento (IDH-UNGS), y del Centro Cultural de la Cooperación “Floreal Gorini”.