Internacionalización y corporaciones

Internacionalización y corporaciones

En el contexto actual, la internacionalización de la educación superior es inherente a la transnacionalización y la financiarización de la economía, tanto como a la mercantilización del conocimiento. En su modalidad hegemónica, desincentiva tareas clave como la docencia o, en los países periféricos, investigaciones vinculadas con las necesidades locales. Frente a esto, la tradición universitaria latinoamericana cuenta con antecedentes para proponer alternativas.

| Por Daniela Perrotta |

La internacionalización forma parte del repertorio actual de políticas científicas y universitarias de gobiernos nacionales, instituciones regionales, organismos internacionales y actores e instituciones universitarias, independientemente de su tamaño, trayectoria o tipo de gestión. Asimismo, de manera indiscutida, los discursos de actores universitarios y de responsables de políticas públicas coinciden en señalar (prescribir) que “la universidad ha de internacionalizarse” –sin profundizar sobre el sentido y la orientación de ese proceso–, y esto se torna especialmente evidente cada vez que se publicitan rankings internacionales o indicadores comparativos de la performance de países en actividades científicas y tecnológicas. Un común denominador consiste en equiparar el posicionamiento internacional de las universidades con la creencia de que ello da cuenta de su excelencia académica. Con todo, la internacionalización se ha vuelto un término “atrapatodo”: una categoría vaga y general que referencia un conjunto amplio de actividades para atraer diferentes y hasta contradictorios puntos de vista, ideologías y sentidos.

En efecto, la definición más utilizada (¿consensuada?) de internacionalización es la de Jane Knight, una investigadora de origen canadiense, que afirma que refiere “en el nivel nacional/sectorial/institucional […al] proceso de integrar una dimensión internacional, intercultural o global en el propósito, las funciones y las provisiones de la educación post-secundaria” (en “Internationalization Remodeled: Definition, Approaches, and Rationales”. Journal of Studies in International Education, de 2004). Esta definición amplia da cabida a entender y estudiarla en función de al menos cuatro aspectos: primero, desde una noción procesual, comprenderla como fenómeno continuo y en desarrollo. Segundo, la multidimensionalidad en las escalas de regulación del proceso y los actores vinculados a cada una de estas. Tercero, las diferentes articulaciones posibles –entre países y naciones, entre culturas y con actores no universitarios–. Cuarto, la integración de las dimensiones a las funciones de la educación superior con un carácter central y no marginal, tanto en el propósito como en la provisión –incluyendo aquí la oferta de cursos y programas educativos bajo diferentes modalidades (presencial-virtual), en espacios geográficos diversos (en el país o en el exterior) y con actores nuevos (compañías multinacionales)–. Adicionalmente, esta definición permite incorporar las diferentes motivaciones que guían el proceso, aprehendiendo diferentes tipos o proyectos de internacionalización, ya sea una basada en un régimen de competencia global, como una experiencia sedimentada en solidaridades cruzadas, así como esbozar clasificaciones basadas en los variados estímulos a la misma (económicos, socioculturales, obtención de prestigio, etc.).

Estos elementos dan cuenta de por qué sigue siendo la definición más utilizada: por su simpleza, su versatilidad para aprehender diferentes proyectos y por tratarse de una definición generada desde el mainstream disciplinar y de concepción de regulaciones sobre el proceso. Es menester reconocer que un sinfín de autores –de nuestro país, la región y extrarregionales– ha esbozado sus propias definiciones, pero buena parte de ellas suelen describir un caso único –tal o cual experiencia– o bien se concentran en diseccionar algunos rasgos y presentarlos como totalidad. Otra falacia común es pensar que existiría una internacionalización exógena y otra endógena, que no hace más que reproducir la imagen de la torre de marfil asociada a las universidades. Así, estas operaciones pierden de foco una cuestión que es nodal: la internacionalización de la universidad no es un fin en sí mismo, sino que es un instrumento para alcanzar un objetivo que podemos enunciar en términos de qué modelo de universidad, y anidado a ello, qué Estado, qué Nación, qué Región.

En otras palabras, no es posible separar la discusión de la internacionalización de la reflexión crítica sobre la universidad; en especial, sobre el rol de la universidad en países periféricos y/o dependientes en el marco de proyectos políticos que buscan promover mejoras en términos de justicia social, desarrollo económico y autonomía política. Ese es el quid de la cuestión.

Con esta advertencia como horizonte, presentamos aquí el proyecto hegemónico o mainstream de internacionalización, la experiencia alternativa construida en la región latinoamericana durante la década de gobiernos progresistas y los desafíos actuales en un nuevo escenario político y económico a nivel regional y global.

La universidad, desde su origen en la Edad Media, tiene un componente internacional –mejor dicho, cosmopolita– que le es intrínseco, vinculado a su pretensión universalista: universitas. En efecto, la universidad medieval era una institución de todo el mundo cristiano, donde los grados eran reconocidos como válidos entre regiones y este hecho era una consecuencia del cosmopolitismo característico de la vida social de la Edad Media. En esta línea, se argumenta que las universidades siempre han mantenido el espíritu de convertirse en un núcleo de civilización. Por supuesto, si bien la pretensión universalista-cosmopolita está presente, esto no significa que tenga un carácter internacional inherente a su origen, ya que por entonces aún no había surgido la figura del Estado Nación. La circulación de estudiantes y profesores pasó entonces de ser un movimiento inter-territorial a ser inter-nacional en la Modernidad; si bien, al calor de la creación del Estado Nación, las universidades se vuelcan a la reflexión en torno a las problemáticas nacionales, la construcción de identidades y la formación de ciudadanos y elites dirigentes. Conforme avanzó el siglo XX, la movilidad y el intercambio internacional –una de las expresiones más comúnmente vinculadas al fenómeno de internacionalización– se profundiza primero en el eje Norte-Norte a partir de las guerras mundiales y la conformación de complejos industriales-militares; y luego, siguiendo dinámicas Norte-Sur, vinculado al ejercicio del poder blando de los países centrales, profundizando procesos de drenaje de cerebros e incorporando a los países periféricos como un circuito dependiente del sistema central de producción (y circulación) de conocimiento. Otra arista a destacar es que estos procesos son constitutivos de la generación y validación de conocimiento del mundo occidental.

Así, el proceso de internacionalización es un fenómeno novedoso y que forma parte de las reconfiguraciones del modelo de acumulación capitalista desde los años noventa; en especial, con la instauración del paradigma neoliberal. Es un proceso inherente a la transnacionalización y financiarización de la economía, en el que se legitima la mercantilización de la educación y la privatización del conocimiento. Por este motivo, la internacionalización de la universidad se vincula a diferentes corporaciones que inciden directa o indirectamente en el proceso, a saber: los proveedores de educación superior, la banca internacionalizada, consorcios editoriales transnacionales, empresas de punta y la corporación académica, entre otras.

En primer lugar, la internacionalización de la universidad se vincula con la conformación de un mercado académico altamente lucrativo: la educación –así como la salud– es un mercado “cautivo” (desde parámetros economicistas) en muchos países del globo y, a la vez, muy provechoso. Se lo considera un mercado cautivo porque su provisión es mayoritariamente encaminada por el Estado, en aquellos países donde se afirma como un bien público y derecho humano; entonces, el “mercado” se encuentra regulado para garantizar la provisión. Un hito en la mercantilización ha sido la incorporación de la educación superior en el Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (AGCS) de la Organización Mundial de Comercio (OMC) y, a partir de allí, también en acuerdos de libre comercio. Uno de los argumentos que operó fuertemente en pos de la promoción de la liberalización comercial consistió en afirmar que muchos países en vías de desarrollo “no pueden hacer frente” a la demanda por educación superior y, por lo tanto, variados proveedores externos “deben de colaborar” a las metas de “educación para todos”, proveyendo el servicio en esos países con escasas capacidades locales. Así, la provisión del servicio se puede dar bajo cuatro modos: provisión transfronteriza, consumo en el extranjero, presencia comercial y presencia de personas. Según Kurt Larsen, John P. Martin y Rosemary Morris (“Trade in educational services: Trends and emerging issues”. The World Economy, 2002), en el año 1999 el valor del comercio anual de servicios de educación superior fue estimado en 30 mil millones de dólares. Si bien es difícil cuantificar el monto del comercio de servicios, Merrill Lynch estima que el mercado global de servicios educativos fuera de los Estados Unidos se encuentra estimado en 111 billones de dólares por año, con una base de consumo potencial de 32 millones de estudiantes –así lo destacan las estimaciones de los autores Joel Spring, Daniel Schugurensky y Adam Davidson-Harden, citados en el trabajo de Jandhyala BG Tilak, Trade in higher education: The role of the General Agreement on Trade in Services (GATS): UNESCO, 2011–. Por lo tanto, proveedores privados –grandes multinacionales del conocimiento– se encuentran ávidos por ingresar en aquellos países que aún no han desregulado el comercio internacional de este servicio, bajo la forma de educación a distancia y la instalación de filiales de instituciones extranjeras. De esta manera, la internacionalización permite el financiamiento de instituciones de educación superior: para el sector público, consiste en una forma para acceder a recursos en contextos de restricción de la inversión estatal; y para instituciones con fines de lucro, permite aumentar sus ganancias de manera exponencial.

En segundo lugar, la banca internacional también es un actor que incide y estimula procesos de internacionalización como resultado de las ganancias generadas de la utilización de diversos servicios financieros. En nuestra región, el banco extranjero con fuerte presencia en mercados asociados a las actividades que desarrollan las universidades es el Banco Santander, a partir de su mecenazgo a Universia (© 2011 Universia Holding). Universia se autoafirma como una de las redes de universidades más extensas de la región iberoamericana y ofrece servicios de dos tipos: por un lado, para proyectos académicos (publicaciones, información para estudiantes sobre becas, cursos online y encuentro de rectores; por el otro, servicios universitarios de empleo, formación y marketing online. De acuerdo con su último reporte anual (año 2016), el Banco Santander celebró 1.183 acuerdos con universidades e instituciones académicas en 21 países; destaca como logro en términos de las nuevas soluciones digitales que encaminó el hecho de haber incorporado más de 900 mil clientes digitales (supermóvil) en México, mayoritariamente estudiantes universitarios; permitió la formación de 2.400 jóvenes en el programa “Jóvenes con Ideas”; brindó becas para movilidad nacional e internacional, formación académica y pasantías en empresas en España, Reino Unido, Puerto Rico, Brasil, Chile y Uruguay, y permitió la digitalización y modernización de universidades para agilizar los procesos y servicios académicos con herramientas como la Tarjeta Inteligente Universitaria (TIU) –contabilizan, al año 2016, 9,1 millones de usuarios TIU en 279 universidades de 11 países–. De esta forma, el sector financiero brinda fondos para movilidades y permite la modernización administrativa-organizacional de las instituciones universitarias porque los retornos de las inversiones son elevados y redituables.

En tercer lugar, dos empresas editoriales transnacionales concentran y organizan el circuito central de validación de conocimiento. Thomson Reuters y Elsevier han creado bases de datos de citas y abstracts (ISI Web of Science y Scopus) que conforman el criterio de medición de la calidad más utilizado para delimitar la ciencia (internacional) de excelencia. Se mide así la productividad de los científicos y universitarios a partir de la cantidad de artículos publicados en un “club” de revistas definido de antemano como “de excelencia”. Bajo este parámetro (sobrevalorado), se juzga a las universidades internacionalmente en los rankings, se establecen comparaciones regionales y nacionales entre países e instituciones y se pondera el trabajo académico individual –focalizado, a su vez, en la actividad de investigación en detrimento de la docencia, extensión, transferencia y vinculación–. Así, el factor de impacto y una encuesta de opinión a escala global (que responden académicos y referentes del mundo empresarial) dan cuenta del prestigio internacional de las instituciones. Se observa un ciclo de retroalimentación, autosostenido en la necesidad de publicar o aparecer en el lugar correcto, con incentivos que promueven una internacionalización mainstream que aumenta los márgenes de ganancia de estas empresas –ya que los resultados de investigaciones financiadas por el sector público han de diseminarse en este circuito de acceso abierto comercial, cuyo consumo es posible a partir del pago–. Además, la intensificación del mercado académico de las publicaciones científicas profundiza la inserción periférica y heterónoma de regiones como la nuestra, donde se revitalizan los debates entre cientificistas y científicos politizados, tal como lo denunciaba Oscar Varsavsky. Las consecuencias incluyen la pérdida de autonomía científica y universitaria y la capacidad de encaminar proyectos de investigación vinculados a demandas locales, nacionales o regionales orientados, por ejemplo, a resolver problemas vinculados a las características estructurales de nuestras economías como la desigualdad, la exclusión y la sostenibilidad ambiental.

En cuarto lugar, la internacionalización se promueve para mejorar las “cualificaciones” de los y las jóvenes para ingresar a un mercado de trabajo cada vez más competitivo. Es decir, la internacionalización promueve condiciones de empleabilidad a partir de estimular un conjunto de actitudes y aptitudes que se derivan tanto de los conocimientos adquiridos por currículos internacionalizados (contenidos globales, asignaturas en otros idiomas) como por el contacto entre culturas –que estimulan un conjunto de prácticas intersubjetivas vinculadas al diálogo, el trabajo en equipo, la comprensión, la empatía, etc.–, ya sea en el país de origen (“en casa”) como a partir de la experiencia de vida en otro país. Esto último beneficia, además, la capacidad de toma de decisiones en contextos cambiantes, la resiliencia cognitiva y la habilidad para “lidiar con la incertidumbre”. De esta forma, se promueve la formación de un ciudadano global y de un trabajador global, despojado de sus sentidos de pertenencia pero preparado para cumplir con diferentes tareas donde le sea requerido.

Finalmente, la corporación académica que identificamos como los cientificistas del siglo XXI es uno de los actores que permite la retroalimentación del esquema, en tanto su supervivencia material depende del grado de cumplimiento con estas metas –especialmente en países donde el salario se vincula a rendimientos por productividad– y su legitimidad (o autoridad), del prestigio o reconocimiento externo que detenten. Estos cientificistas insertos como engranajes de los productores de conocimiento del circuito central conforman una elite internacionalizada que se beneficia de estas prácticas y las sostiene para delimitar los criterios de ingreso y exclusión al club y así reforzar su posición privilegiada en cada campo disciplinar de los países periféricos.

Con todo, la conformación de un mercado de servicios asociados a la producción, divulgación y consumo de conocimiento con altas tasas de rendimiento (dado que sus costos de producción recaen en los sistemas universitarios y científicos públicos), desde la década de los años noventa y con un vertiginoso y exponencial crecimiento, moldeó la internacionalización de la universidad –la internacionalización mainstream o hegemónica de la universidad– que se presenta como un fin en sí mismo. Se despoja así de los sentidos asociados a esta y no se cuestionan los fines que esta actividad persigue: internacionalizarse o no internacionalizarse, esa es la cuestión…

Es la cuestión en esta internacionalización a la carta del régimen de competencia de la actual geopolítica del conocimiento, caracterizado, en el nivel micro, a partir de la transformación de la profesión académica en una actividad orientada a la divulgación de la investigación en los circuitos centrales de elite, desincentivando la utilización del tiempo y los recursos en otros roles (como la docencia, la extensión y la gestión) y con consecuencias sobre la desvinculación de la investigación con las “demandas, necesidades y/o utilidades” locales (por la presión a publicar en esas revistas que priorizan temas, metodologías y lenguajes). A nivel meso, por la orientación de la política institucional hacia metas de rendimiento internacional vinculadas al marketing para un triple objetivo de mejorar la percepción de estas en los rankings generados a partir de encuestas, acceder a financiamiento y atraer estudiantes internacionales. A nivel macro, por la definición de la política universitaria y la política científica a partir de esas tendencias internacionalizadas que se encuentran, al mismo tiempo, vinculadas a un interés de política exterior –ya sea defensiva como ofensiva– que busca mejorar la imagen internacional del país desde la educación, la cultura, la ciencia, la tecnología y la innovación.

Por eso, reconocer que el desarrollo de los procesos de internacionalización es contextual, situado y multidimensional, en tanto se vincula a las transformaciones del capitalismo a nivel global, permite comprenderlo como una de las aristas de las reformas y metamorfosis que experimentó la universidad en el marco de esas transformaciones.

Consecuentemente, si nuestro proyecto de universidad tiene como meta su aporte a la construcción de la justicia social, el desarrollo económico y la autonomía política, la propuesta de internacionalización ha de construirse en espejo al modelo mainstream o hegemónico. En otras palabras, las políticas de internacionalización –aceptando provisoriamente que aludiremos a la profundización de la actuación internacional de las universidades con una categoría del mundo empresarial– han de vincularse con un régimen de solidaridad estructurado a partir de los principios de democratización y participación, promoción de perspectivas críticas y autonómicas, garantía del derecho a la educación, del derecho al acceso al conocimiento y del derecho de los pueblos al desarrollo y de la orientación de la universidad a demandas sociales vinculadas al desarrollo y a la inclusión con justicia social. En otras palabras, este tipo de hacer internacionalización ha de ser un instrumento para reforzar esos principios y, simultáneamente, estos han de constituirse en ejes transversales que orientan la actuación internacional, ya que no considerarlos genera situaciones de desigualdad, exclusión, asimetrías y segmentación.

De esta manera, un proyecto de internacionalización que cuestione el proceso mainstream en y para América latina es aquel que se enlaza con las huellas distintivas de la universidad latinoamericana: aquellas presentes en el primer circuito regional de contacto de nuestros independentistas –como fue la universidad de Chuquisaca–; las esbozadas por los movimientos intelectuales y artísticos que abrieron el siglo XX y sentaron las bases para el movimiento reformista de Córdoba de 1918 –que cristalizó “el modelo” de universidad en América latina–; las expresiones de reforma social y ampliación en los años cincuenta y sesenta –a la par que la región se incorporaba como circuito periférico de la ciencia internacional, especialmente las ciencias sociales–; las expresiones en pos de la democratización de los años ochenta; las luchas por la defensa de lo público en los noventa, y la profundización de todas esas marcas distintivas a partir de proyectos políticos nacional populares durante la primera década larga del siglo XXI. La universidad latinoamericana –pública, democrática, antiimperialista y comprometida con las luchas del campo popular– ha sido pensada, imaginada y potenciada –siempre– a partir de experiencias de integración regional y de solidaridades cruzadas entre y con nuestros pueblos.

Por este motivo, no es de extrañar que el proyecto alternativo de internacionalización haya surgido en el marco de espacios regionales de construcción de políticas y de definición de sentidos en torno a la universidad y al proyecto de desarrollo de América latina. El hito en este proceso fueron las discusiones previas, los consensos alcanzados y las resignificaciones posteriores a la última Conferencia Regional de Educación Superior (CRES), celebrada en Cartagena de Indias en el año 2008. La declaración de la CRES 2008 ha sido un instrumento potente para la generación de políticas, tanto para gobiernos como para las propias instituciones universitarias y movimientos sociales y sindicales. Desde la CRES 2008 se afirmó el derecho a la universidad –que es a la vez, un derecho individual y un derecho colectivo, de los pueblos, tal como lo señalara en su momento Eduardo Rinesi, en Hombres de una república libre, 2016– y desde allí se derivan todas las demás aristas en las que se plasma esa condición; incluyendo las actividades de internacionalización –que, como mencionamos, nacieron al calor de procesos de mercantilización con poderosas corporaciones transnacionales y coto de auto-reproducción de una elite universitaria y dirigencial–.

El proyecto de internacionalización latinoamericanista logró avanzar en cambiar los sentidos (tanto en la acepción de direccionalidad como de finalidad) de los intercambios tradicionales para profundizar el eje de cooperación Sur-Sur; se cimentó en la construcción de sinergias y complementariedades a partir de esquemas que no demandaban per se reciprocidades automáticas –sino, más bien, solidaridades cruzadas– intentando evitar la reproducción de las asimetrías internas e intrarregionales; se organizó a partir del cuestionamiento de los problemas estructurales de América latina –enraizándose en su tradición reformista revisitada– para generar respuestas que los trastocaran sustantivamente; incorporó actores y movimientos no universitarios, avanzando en la democratización del conocimiento; esbozó un intento de cuestionamiento de las reglas de juego de la evaluación universitaria y de las actividades científicas, a partir de políticas regionales en acuerdos de integración (Mercosur, ALBA-TCP, CELAC) así como de iniciativas en diversos espacios regionales no gubernamentales (coordinadora de centrales sindicales, federaciones estudiantiles, redes latinoamericanas de centros de producción de conocimiento, editoriales latinoamericanas, principalmente).

Por supuesto, la conformación de este proyecto no estuvo exenta de tensiones ni implicó la puesta en suspenso del proyecto mainstream durante estos años. Al contrario, ambos proyectos convivieron en la medida en que –con una correlación de fuerza favorable a los movimientos nacional/regional-populares– había “espacio” (¡y fondos!) para encaminarlos. Con muy pocas excepciones –por lo menos Venezuela y Cuba–, todos los demás países de la ola de gobiernos progresistas encaminaron los dos proyectos políticos de internacionalización. Quizás, hasta podemos afirmar que fue posible construir el proyecto alternativo porque este no logró rasguñar los cimientos del proyecto hegemónico, que siguió creciendo durante todos estos años –el caso más emblemático es Brasil: a la vez que se crea el proyecto más radical de universidad latinoamericanista en la triple frontera, la Universidad Federal de Integración Latinoamericana (UNILA), se lanza el programa Ciencias Sin Fronteras, orientado a las movilidades tradicionales Norte-Sur–. En otras palabras, el proyecto alternativo no afectó los intereses y las cuantiosas ganancias del proyecto mainstream.

No obstante, en un contexto de retracción de los gobiernos progresistas con el ascenso de gobiernos neoliberales y neoconservadores, que se suma a los efectos tardíos de la crisis internacional –que afecta el súper ciclo de las commodities que permitió financiar buena parte de las actividades de internacionalización– se cierra el espacio para que dos proyectos puedan convivir sin tensiones evidentes. El proyecto mainstream se impone porque ha construido su legitimidad a partir de la distribución del prestigio académico y además este genera su autofinanciamiento inicial para poner en marcha el ciclo virtuoso de ganancias para las corporaciones del conocimiento. Así, no se discuten fines u objetivos de la universidad; el proyecto de internacionalización de las corporaciones es una llave en mano para un modelo de universidad que también se concibe como una corporación transnacional más.

En este contexto, como en el anterior y fiel a la historia de luchas de Nuestra América, la forma de disputar los sentidos de la universidad –y, por lo tanto, de su internacionalización– es colectiva, profundizando la integración regional y codo a codo con los pueblos. El escenario político inmediato es la realización de la próxima CRES en Córdoba, en coincidencia con el Centenario de la Reforma.

Autorxs


Daniela Perrotta:

UBA-CONICET.