“El club de la pelea”. Reflexiones sobre la regulación de la violencia

“El club de la pelea”. Reflexiones sobre la regulación de la violencia

La violencia tiene sentidos y significados socialmente instituidos, y en la mayoría de los casos se utiliza para comunicar variados aspectos de la cosmovisión de quien la ejerce. Si bien en los últimos años hay una fuerte tendencia a pensar que el índice de violencia asociado a la práctica deportiva y al contexto en el cual esta se desarrolla ha aumentado considerablemente, es posible asegurar que la misma se encuentra contenida y regulada por una multiplicidad de mecanismos.

| Por Marcos Buccellato y José Garriga Zucal |

En el inicio fue la violencia… En los juegos de la premodernidad corría la sangre, sobraban las heridas graves y los muertos caían a troche y moche. El lento proceso que transformó en deportes a estos juegos, hoy indudablemente definidos como brutales y cruentos, se encargó de regular las violencias, controlar las emociones y disminuir considerablemente las muertes y los tullidos. Sin embargo, en los últimos años ciertos espectadores y algunos practicantes de actividades deportivas parecen haber abandonado las regulaciones y controles que hicieron posible este descenso. Un observador distraído podría alertarnos sobre un evidente retroceso y alarmado anunciar el advenimiento de una nueva etapa de incivilización y barbarie que creíamos superada.

Dicho retroceso tiraría por tierra el proceso –largo y dificultoso– que tuvo como efecto más notorio el aplacamiento de prácticas violentas. Norbert Elias define como proceso de civilización al largo intervalo que derivó en un control de las emociones. Dos son las claves para comprender lo efectivo del devenir civilizatorio: el autocontrol emocional y la interiorización de la represión para con algunas emociones. Emergen un sinnúmero de formas de regulación de las pasiones que abarca todas las dimensiones de la vida de una persona. Regulación objetiva y subjetiva. En síntesis, una sumatoria de coacciones orientadas al autocontrol. Como resultado de estas operaciones descienden los umbrales de tolerancia para con las violencias. El aumento del control social y el autocontrol sobre ciertas emociones impide la expresión de actos socialmente reprochables. Recordemos que para Elias este descenso es indisociable al rol del Estado que monopoliza la violencia lícita y legal.

Nos preguntamos, por añadidura, si estamos en una etapa de desregulación de las formas de control que hacen proliferar a diestra y siniestra violencias varias, que tiene como efecto multiplicar la cosecha de muertes violentas. En búsqueda de una respuesta nos vamos hacia el mundo de las actividades deportivas. Los deportes, tanto para sus practicantes como para sus espectadores, son espacios donde las emociones pueden aflorar y, al mismo tiempo, escenarios en donde se instaura y transmite una regulación para con ellas. Los deportes tienen la lógica de la batalla fingida. Serían “como una batalla”, pero controlada, en la que se puede expresar emociones que en otros contextos están prohibidas. Por ello, en estos contextos se admite y estimula la experiencia de formas de excitación que son reprimidas y mitigadas por otros lares. La emocionalidad controlada recrea una situación “como si” fuese otra. Los deportes tienen un efecto liberador necesario en la cotidianeidad rutinaria y desprovistas de emocionalidad.

Ahora bien, nos preguntamos si la emocionalidad antaño controlada se ha desbocado. Proponemos en estas páginas una reflexión sobre las prácticas violentas y su regulación. Invitamos al lector a que nos acompañe con este objetivo en tres actividades diferentes. Nuestra apuesta es pensar la violencia. Entremos a estos mundos diferentes pero no tanto….

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Si prendemos la televisión un sábado a la noche puede que con un poco de suerte o de mala suerte, dependiendo del gusto personal, nos encontremos con un evento de Artes Marciales Mixtas (AMM) nacional o importado. Lo podemos reconocer porque por lo general vamos a ver a dos luchadores o luchadoras encerrados en una jaula octogonal o circular, golpeándose, derribándose, estrangulándose o retorciéndose. Podrían decirnos que las AMM representan lo opuesto a la “batalla fingida”, ya que aparentan a simple vista la desaparición total de las reglas. En el “vale todo”, como también se denomina a estas actividades, parece justamente la búsqueda de la violencia pura, la emoción última a través de la violencia real. Sin embargo, la aplicación de la violencia en el ring está regulada para evitar daños permanentes o muertes. Se busca producir un efecto espectacular aunque con un mínimo de daño. En el “vale todo” no vale todo. Para afirmar esto nos apoyamos en los datos que señalan que son escasos las muertes y los accidentes graves. Es un espectáculo de la violencia, del desenfreno y de la sangre. Más aún, existen algunos que niegan que las AMM sean algo distinto de otros deportes, como el boxeo, donde la violencia está perfectamente controlada y solo es una competencia “como si” fuera una batalla real.

Vemos que en las AMM se entrenan para un combate ¿pero de qué tipo? Es una competencia con un ganador y un perdedor, pero no un enfrentamiento a muerte o que tenga la intención de lastimar o incapacitar al contrincante. Hay un adversario, no un enemigo. Todo el entrenamiento y práctica por fuera del combate en sí se piensan en relación a una competencia, la cual es como una batalla simulada. Recurrentemente escuchamos a los luchadores compararse con los gladiadores del circo romano, pero a diferencia de estos últimos, en las AMM, ambos competidores (y esa es la idea) salen vivos de la jaula. En estas afirmaciones descubrimos que los combates pretenden ser un espectáculo vistoso, como en el circo romano. Lo vistoso no implica la destrucción del adversario. Por el contrario, hay una severa condena moral para aquellos que pasan el límite y buscan realmente lastimar a un contrincante.

Los contrincantes están deseosos de participar en un combate donde se respete la vida y la integridad física del adversario. No se busca su destrucción. Así, se regula la aplicación de la violencia. Hay una búsqueda de una violencia espectacular que se consigue justamente en la regulación de la violencia.

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Vayamos a practicar karate. Si comparamos un entrenamiento de AMM con una práctica en un dojo de karate vamos a encontrar muchas diferencias. Si analizamos esta práctica tal como hicimos con el caso anterior, nos vamos a encontrar que la orientación al combate es distinta. Si bien los practicantes de karate compiten y entrenan para competir, el sentido de su arte, al menos desde la perspectiva del practicante, es entrenarse para el combate “real”. Es decir, el karateca entrena pensando que su arte está hecho para afrontar una situación de enfrentamiento no voluntario y con riesgo real para su vida o integridad. Aquí se entrena para un enfrentamiento con enemigos y no con rivales. Poco importa para nuestra reflexión si realmente las técnicas entrenadas le serían útiles en tales circunstancias, o si el entrenamiento lo prepara para esa situación, lo que nos interesa es que este es su objetivo último. Por tal motivo, no está simulando, está convencido de que el propósito de su práctica es ser eficiente enfrentando la violencia “real”.

Si nos acompañan a un torneo de karate observaremos que allí hay una puesta en escena de aquello que podríamos llamar ethos marcial. En los torneos se observa el deseo de preservación de una tradición exhibiendo una comunidad de practicantes cerrada y jerárquica, que regula vigorosamente el uso de la violencia. Años luz de ser un espectáculo de la sangre, de la muerte y de las heridas. Se exhibe a través de la “filosofía” propia del arte: el perfeccionamiento técnico y la precisión en la práctica.

Pero los torneos no son el objetivo del entrenamiento, son parte del mismo. Alejandro, un practicante avanzado de reconocida trayectoria, nos comentó en una entrevista que las técnicas del arte no se pueden casi entrenar de forma realista y mucho menos aplicar a una competencia. Así presentado, el karate deportivo es la práctica de los que todavía no tienen el saber real ni el estatus suficiente para aprenderlo. Si bien solo algunos alcanzan ese punto, la mayoría entrena para lograr ese fin.

En el karate se busca una regulación de las emociones, no una excitación desenfrenada, sino la capacidad de poder mantener la mente fría. En lo que respecta a la violencia, hay una regulación de la misma, es decir, no es lícito aplicarla libremente. El freno a la violencia no es parte de las reglas o normas internas sino que es más bien de índole moral. Ejercer la violencia va en contra del ethos, pero si es legítima la ocasión, puede no tener límites. Dicen que un karateca no debería ejercer la violencia porque sí, pero si la situación lo requiere puede utilizar la fuerza letal. Por ello, el freno para con la violencia se alcanza por un proceso de reflexión interior, cuando el practicante toma conciencia de las consecuencias posibles de su saber: “Es como llevar un arma”, nos decía Alejandro, y agregaba que quien enseña el arte “está enseñando a matar”, se regula. No cualquiera está preparado para tener ese conocimiento y mucho menos para enseñarlo, se requiere de una persona con un importante nivel de autocontrol y reflexión.

Hasta aquí entendemos que el entrenamiento del karate se forma en una fuerte regulación de la violencia que tiene como fin último de la práctica el uso, tal vez letal, de las técnicas aprendidas.

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Dejemos por un rato a los deportistas y observemos el accionar de algunos espectadores. Los miembros de las “barras bravas” en la Argentina lucen como luchadores. Además, anhelan ser así definidos. No son simples espectadores de un evento deportivo. Las prácticas distintivas, aquellas que los definen, tienen que ver con piñas, patadas y pedradas. Imágenes recurrentes de enfrentamientos corporales, de heridos y hasta muertos, en furibundas trifulcas. Pelear, afrontar con valentía y coraje una lucha corporal, es para ellos prueba de pertenencia grupal y señal positiva. Cuantiosas explicaciones de la violencia en el fútbol se sustentan en la incapacidad de controlar y regular las violencias por parte de este grupo de espectadores.

Sin embargo, las acciones violentas de los “barras” están sobradamente reguladas y contenidas en valores grupalmente aceptados. La participación en enfrentamientos se transforma en una manifestación del honor grupal e individual. Se distingue y confiere un valor relevante a aquellos que luchan y pelean ya sea contra rivales, contra policías o entre ellos mismos. Dos cuestiones remiten directamente a la regulación. Por un lado, queda claro que para los miembros de la “barra” la pelea es con actores que son “del palo”, o sea, con aquellos que comparten valores positivos asociados a la lucha, y es indigno pelearse con espectadores que no son entendidos como pares. Regulación, como toda, que se viola eventualmente, pero que ordena –sin dudas– las lógicas de las peleas. Por otro lado, se configuran normas que dicen qué se puede y qué no en una pelea entre “barras”. La aceptación, en los últimos años, del uso de armas de fuego exhibe los límites y su movilidad en la regulación de la violencia.

Además, la violencia tiene sentidos y significados socialmente instituidos. Las prácticas violentas se usan para comunicar variados aspectos de su cosmovisión, desde la masculinidad hasta la idealización de un modelo de cuerpo, desde la entereza de espíritu hasta la resistencia al dolor como valor ontológico. Es necesario para iluminar estos sentidos mostrar cómo la violencia se usa según diferentes situaciones, esquivando así cualquier noción que aproxime estas prácticas al reino de lo irracional. En una oportunidad, cuando realizábamos trabajo de campo entre “barras”, notamos algo que nos llamó poderosamente la atención. Estos dicen siempre estar dispuestos a la pelea, pero un día ante mi sorpresa la “barra” de Huracán decidió no enfrentarse contra sus pares de Chicago. Estos últimos habían tirado un portón que dividía ambas parcialidades y, separados por una reja, invitaban a los de Huracán a pelear. La invitación nunca fue aceptada. Desde que empecé el trabajo de campo había escuchado a los miembros decir que no temían a los rivales y que nunca rehuían un enfrentamiento. Los miembros de la “barra” de Huracán los esperaron sin tirarles piedras y sin intentar tirar la reja que los separaba. Al otro día me encontré con varios miembros de la “barras” y los satiricé diciéndoles que habían tenido miedo. Entre risas, todos dieron distintos argumentos para justificar su pasividad. Dijeron que los “barras” de Chicago, al ser locales, estaban moralmente obligados a ir a buscarlos y ellos por ser visitantes a esperarlos. Según este relato, los integrantes de la “barra” de Chicago “tenían que romper la reja”. Otros me contaron que la reacción de Huracán podía terminar con una quita de puntos que perjudicaría la lucha del equipo en el torneo de fútbol. Y un tercero, con un tono intimista, me dijo: “¿Viste cuántos eran?”, dando a entender que la superioridad en número del rival hacía de la reacción de los miembros de la “barra” de Huracán una derrota segura. Los tres argumentos exhiben formas de regulación de la violencia, que tira por tierra cualquier noción de irracionalidad.

Una cuestión más ilumina la regulación de las violencias. Los actores sociales que cometen hechos violentos en el mundo del fútbol lo hacen como parte de un entramado social complejo que legitima esas acciones, en esos contextos. Estos actores, en otros contextos, actúan de otras formas, es decir, no es la violencia una particularidad natural sino una acción –legítima y válida– que, usada como recurso social, les permite ubicarse en un determinado espacio social. Recordamos, por su claridad, el caso de un miembro de la hinchada que los sábados hacía de la violencia en los estadios su carta de presentación formal y los domingos era parte de una agrupación católica como los boy scout. Por otro lado, las canciones, gritos e insultos son puestas en escena por las “barras” y por muchos espectadores mostrando una emocionalidad controlada, que finge batallas y juegan el juego del “como si”.

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Hemos observado en los tres casos presentados cómo se toleran formas violentas inhibidas en otros órdenes sociales y, al mismo tiempo, eficazmente se regulan otras. Las violencias reguladas se modificaron y emergen nuevas formas. Los luchadores, en los tres casos analizados, participan de espacios donde se estipula qué se puede hacer y qué no. Así, los participantes de estos clubes de la pelea luchan y combaten. En algunas de estas batallas lo fingido tiene cabida, pero en otras no.

Norbert Elias señalaba que la regulación sobre la violencia fue el resultado de la articulación de modificaciones en las estructuras sociales y políticas con las mutaciones en la estructura psíquica que moviliza las formas de comportamiento. En determinado momento se modificaron valores sociales definiendo prácticas que antes eran comunes como vergonzantes, metamorfosis institucional que en el plano psicogenético creó nuevas y diferentes formas de vergüenza. Ahora bien, observamos en los últimos tiempos una modificación de las actividades donde brillan las “batallas fingidas” y podemos, entonces, sostener que se transformaron ciertas formas de violencia en emociones posibles de ser mostradas.

Tal vez, podríamos recorrer otros caminos analíticos –posibles de trazar entre los “barras” pero no para los practicantes de AMM– y proponer que en los últimos años se modificaron las reglas sociales y ya no se buscan “batallas fingidas”. Nuevos deportes y juegos, espectadores que no son espectadores, señalan la existencia de nuevos escenarios donde los actores no se conforman con hacer cómo y buscan emociones aún más desreguladas. El placer de las “batallas fingidas” propias de la modernidad y el control de las emociones no han desaparecido pero coexisten con otras actividades. Antaño se sumergía a los actores en figuraciones que rompían con la rutina al incluirlos en actividades reguladas donde se experimentaba el riesgo, la ansiedad y tensiones varias. Riesgo, ansiedad y tensiones controladas. Ahora nos encontramos ante nuevas actividades, donde el autocontrol juega el juego de la incertidumbre vital. Una regulación de la violencia pero que ya no finge las batallas sino que las anhela.

O podríamos afirmar que no existe una nueva trama de interacciones sino que existe una superposición de “batallas fingidas” y batallas reales. Solapamiento posible de observar en los actores que según los contextos y las interacciones juegan juegos distintos y diferentes. Las violencias reguladas difícil de concebirlas como batallas fingidas son ahora más visibles, espectacularizadas. Además, podríamos descubrir diálogos continuos entre mundos diferentes que conviven en las tramas relacionales de los actores, y encontrar un miembro de la “barra” que es karateca o que participa de cualquiera de los otros “clubes de la pelea”, exhibiendo diferentes regulaciones para con la violencia.

Autorxs


Marcos Buccellato:

Estudiante avanzado de Antropología Social y Cultural UNSAM-IDAES.

José Garriga Zucal:
Doctor en Antropología Social. Investigador del CONICET y docente UNSAM-IDAES.