Gramsci, Bebote y Bullrich. La papa que calienta y no quema

Gramsci, Bebote y Bullrich. La papa que calienta y no quema

El fútbol tiene una densidad simbólica inabarcable. Muchas personas ponen cosas por demás significativas en torno a un club, una pelota, una camiseta, una tribuna o una barra. En momentos en los cuales se registra un aumento de víctimas fatales vinculadas a contextos futbolísticos, actuar sobre la violencia no puede ser una reacción espasmódica, una respuesta electoral o un paliativo al pánico moral. Parte de la solución está en entender la complejidad que hace que el fútbol sea un principio ordenador de la vida por el que un sinnúmero de personas le dan sentido a su propia existencia.

| Por Nicolás Cabrera |

El fútbol argentino está en crisis. No en un sentido apocalíptico, tampoco traumático, mucho menos referido a algún tipo de escasez. Crisis en un sentido gramsciano: lo viejo está muriendo y lo nuevo no termina de nacer. La Asociación del Fútbol Argentino (AFA), la obsoleta y oxidada maquinaria grondonista, parece ir dando lugar a una ¿nueva? institución que hasta el momento cuenta con una sola idea novedosa y creativa: una elección con 75 asambleístas que terminó en un empate de 38 contra 38 votos. Lo estrictamente deportivo también es un desafío a la lógica y el sentido común. Nadie sabe ya a ciencia cierta cuántos formatos de campeonatos se aprobaron y se truncaron en el último año. Lo económico-político no destiñe el panorama. El ascenso está en rebelión, los clubes aducen finanzas rojas y el Estado nacional, con la birome en mano, a punto de firmar la eutanasia del Futbol para Todos. En el horizonte… desierto.

La llamada “violencia en el fútbol” –léase solo fútbol masculino, comercial y profesional– también está atravesando una etapa de transformaciones no apta para reduccionistas. Hoy el escenario está signado por una paradoja que despierta, al mismo tiempo, perplejidad y curiosidad: hay una progresiva pacificación de los estadios pero un aumento en las estadísticas registradas de víctimas fatales vinculadas a contextos futbolísticos. Solamente en el 2014 se registraron 17 muertes, el peor año desde la fundación del fútbol argentino como deporte profesional. La Argentina es el país latinoamericano con más muertos en torno a una pelota. Mientras tanto se repiten formulas anacrónicas para nuevas problemáticas. La violencia en el fútbol es una papa que calienta pero no quema.

Ayer y hoy

El fútbol, como el arte o la guerra, son esferas de la vida social que parecen decir todo de una sola vez. Su densidad simbólica es inabarcable. Pero hay algunos temas que parecen más estructurales que otros. El fútbol como ritual agonístico donde la violencia física siempre es posible, es tan antiguo como el balón de cuero. El caso argentino no es la excepción.

Según la ONG “Salvemos al fútbol”, el primer homicidio en un estadio argentino sucedió el 21 de octubre de 1922 en la cancha de Tiro Federal, Rosario. Francisco Campá, protesorero de Newell’s, y Enrique Battcock, obrero y ex jugador de Tiro Federal, intercambiaron golpes en el entretiempo. Minutos después el primero descargó un balazo letal sobre el segundo. La anécdota sirve para desterrar dos mitos reificados en nuestro sentido común: el primero profesa que la violencia es monopolio de las “barras bravas”; el segundo dicta que la sangre derramada es producto de la progresiva mercantilización del fútbol y sus alrededores. La síntesis mitológica se resume en una frase tan escuchada como naturalizada: “La violencia en el fútbol está originada en los negocios de las barras bravas”. Como punto de partida para un análisis integral precisamos relativizar, o mejor dicho, historizar ese cliché generalizado.

El fútbol argentino se profesionaliza oficialmente en 1931 pero algunos autores, como Amílcar Romero, sostienen que su verdadera “modernización” –con su correlativa “mercantilización”– comienza entre fines de la década del cincuenta y durante todos los sesenta. La misma época en la que emergen las llamadas “barras bravas”, término acuñado por el diario La Razón tras la muerte de Héctor Souto en abril de 1967, después de una pelea entre “grupos organizados de hinchas” de Huracán y Racing. Lo que estamos tratando de decir es que “los negocios” y “las barras” pululan a partir de la segunda mitad del siglo XX; hasta entonces las peleas, los insultos, los aprietes, las invasiones de campo y hasta el homicidio ya eran parte del paisaje cotidiano de nuestro fútbol autóctono.

Claro está que a partir de la década de los sesenta la violencia se potencia. Pero su salto cuantitativo y cualitativo llega de la mano de la reapertura democrática o, al menos, la capacidad de registrarla por parte de los dispositivos de poder –la desconfianza es la primera exigencia para hablar de homicidios dolosos ya que el síndrome de la “cifra negra” y “el carácter manufacturado” de los datos invitan a la prudencia–. Suspendiendo nuestro escepticismo positivista, observamos que desde la década de los ochenta hay un aumento exponencial de víctimas fatales en el marco de lo que podríamos llamar conflictos clásicos: enfrentamientos entre hinchas (sean barras o no) de diferentes equipos y/o contra la policía; “combates” cuerpo a cuerpo que progresivamente van echando mano al uso de armas blancas y de fuego; dentro del estadio o alrededor de ellos, y durante los días de partido como principal referencia temporal. Son los años del “aguante”. Aquella categoría nativa devenida en concepto analítico por autores como Eduardo Archetti, Pablo Alabarces, José Garriga Zucal, María Verónica Moreira y Gastón Gil, que constituye un principio estructurante ineludible para explicar cómo las prácticas violentas se volvieron tan recurrentes como legítimas.

Pero se sabe del dinamismo impredecible de la(s) violencia(s). Desde los últimos años de la primera década del siglo XXI hasta hoy, la “violencia en el fútbol” está marcada por una aparente paradoja: tenemos estadios relativamente pacificados y al mismo tiempo un incremento exponencial de las víctimas fatales. Creemos que parte de lo ocurrido se explica –como ya lo argumentaron Diego Murzi, Santiago Uliana y Sebastián Sustas– por un desplazamiento espacio-temporal de los enfrentamientos. Los conflictos clásicos están dando paso a lo que podríamos llamar una privatización de la violencia, esto significa que las peleas ya no tienen cabida en el escenario público por excelencia del fútbol: los estadios durante los días de partido. Ahora las riñas se desenvuelven principalmente “detrás de bastidores”: bares, plazas, bailes, recitales, barrios o clubes escenifican postales donde se mata y se muere en nombre de la pasión. Y no necesariamente durante los días de partido. Lo cierto es que los estadios y los partidos han sido descentrados como ring predilecto en la lucha “por los colores”. Y además este desplazamiento espacio-temporal coincidió con una mutación de los protagonistas de los enfrentamientos: actualmente las peleas son mayoritariamente entre hinchas del mismo equipo. La complejidad es sencillamente abrumadora.

Algunos porqués

Querer responder al porqué del mentado cambio sería abrazar al mundo. Hay tantas aristas como preguntas que exceden las posibilidades del presente artículo. Sin embargo, vamos a esbozar sucintamente algunas hipótesis por el siempre empantanado terreno de las conjeturas. Un buen comienzo seriar indagar en la hipertecnologización de los estadios. Hoy las principales canchas del país combinan el rígido modelo de vigilancia perpetua y omnipresente de las cámaras panópticas, con los flexibles dispositivos contemporáneos de exposición pública materializados en celulares siempre ávidos de redes sociales. En ambos casos “la cámara” genera un contexto de hiperexhibición que parece disuadir. Si antes la violencia era espectacularizable –programa “El Aguante”–, ahora ella debe ser parte del backstage. La tecnología modifica los umbrales de tolerancia a la violencia.

En el universo de las barras algo se trastocó. Recambio generacional, cintura ante la ley, profesionalización y nuevos sistemas de alianzas-enemistades asoman por el horizonte explicativo. Lo cierto es que entre la mayoría de las barras de los diferentes equipos las viejas rivalidades o se esfuman o se ponen entre paréntesis al mismo tiempo que se incrementan las peleas internas. Hay, al menos, tres cuestiones vinculadas a este nuevo escenario del paraavalanchas:

a) Hinchadas Unidas Argentina (HUA). Aquella aventura onegeísta significó un acuerdo explícito entre la mayoría de las barras argentinas para unirse bajo un paraguas común. La prensa, como de costumbre, simplificó la movida a un mero oportunismo económico –viajar al Mundial de Sudáfrica 2010– o político –el aparato peronista/K y sus relaciones clientelares– sin ver que se estaba gestando un nuevo pacto barrista de significativas consecuencias. Entre otras cosas, la novedad estaba en que las propias barras se comprometían a mantener la paz y la seguridad dentro de los estadios (no robar, no pelear). Lo que pasaba fuera de ellos no venía al caso.

b) Prohibición del público visitante. En el ascenso desde el 2007, y en la primera división desde el 2013, en la Argentina se suprimió al público visitante de un plumazo. Entre los efectos colaterales de la normativa tenemos, por un lado, otro motivo que alentó el pacto entre barras. La amistad de la hinchada local era imprescindible para que la barra visitante viajara “infiltrada”. Entre asados, vinos y camuflaje neutral, los viejos enemigos se estrechaban la mano para poder seguir a su equipo. Ahora bien, sabemos que el fútbol es una máquina de crear alteridades. Mientras las viejas oposiciones desaparecían, otras nuevas se construían. Como la respuesta ya no estaba al frente, se la buscó al costado. Sin público visitante, el “otro”, el “puto”, el “cagón” pasó a estar en la propia hinchada.

c) Profesionalización. Las barras argentinas nunca fueron improvisadas. Son grupos fuertemente organizados, toda una tradición lo confirma. Pero las lógicas que ordenan la estructura interna de una barra y sus formas de relacionarse con sus “afueras” son dinámicas y cambiantes. En los últimos años se sofisticaron varias de sus costumbres: la carnavalización de la tribuna, sus redes de reciprocidades económicas y políticas y sus enfrentamientos internos. No podemos decir que hay más o menos violencia que antes, lo que sí podemos afirmar es que aumentó considerablemente la letalidad de la misma por el progresivo uso de armas de fuego. No hay mucha complejidad criminológica: hay más poder de fuego, hay más muertos.

Otra razón para pensar el desplazamiento de la violencia tiene que ver con la “la vuelta de la familia a la cancha”. Sin dejar de ser un espacio hegemonizado por un tipo de masculinidad agresiva, heteronormativa y adulta, podemos ver una tendencia –sin que esto atente contra el enraizado machismo futbolero– de mayor feminización e infantilización del público que encuentra en los discursos y publicidades televisivas una caja de resonancia y reproducción. La presencia, real o imaginada, de “la familia” en tanto símbolo opuesto a la violencia, también opera como mecanismo de control social que sin ser determinante constriñe a más de una voluntad.

El rompecabezas está incompleto. Desde la impunidad de lo hipotético podríamos enumerar muchas más variables, pero nos limitamos a marcar algunas que tienen como protagonistas a los espectadores, blanco prioritario de los debates en torno a la violencia. Dejamos el cuadro abierto para otros diálogos que nos ayuden a diagramar un esquema más completo o, por qué no, a demolerlo a fuerza de argumentos.

Un intento propositivo. Y van…

Aun con el riesgo de naufragar en la indiferencia, insistimos desde lo propositivo. Creemos que para avanzar en una discusión seria sobre el fenómeno de la “violencia en el fútbol” se necesita, como punto de partida, dos movimientos indisolublemente ligados: el primero tiene que ver con cambiar radicalmente nuestra interpretación sobre las llamadas “barras bravas”, siempre el principal foco de debate e intervención. El segundo es aceptar la incompetencia estructural que reinó hasta la fecha para sentarnos a discutir nuevas políticas públicas con metas de corto, mediano y largo plazo.

Códigos de barras

En la conciencia colectiva argentina reina una visión estereotipada de las barras: se simplifica su realidad, se anula la heterogeneidad, la parte se confunde con el todo. Los medios no son los únicos responsables pero encabezan el banquillo de acusados. Se conoce a algunos “capos” de los principales clubes de la Capital Federal que son espectacularizados como celebridades –Bebote, Rafa Di Zeo, Mauro Martín y unos pocos más–, pero ¿qué se sabe de los líderes que comandan a equipos del interior o de barrios periféricos del ascenso? ¿Qué conocemos sobre las anchas y heterogéneas “bases” que forman una barra argentina? ¿Será que pelean todo el tiempo? ¿Es socialmente aguantable una guerra permanente? ¿Hay otras prácticas además de intercambiar puños y tiros? En algunas barras –no en todas– hay toda una economía ilegal por detrás que es apropiada por la punta de su estructura jerárquica; entonces, ¿qué ganan las otras 30, 300 o 700 personas que forman parte de esa organización pero que su único contacto con el dinero es a través de rumores? Cuando de personas se trata, la homogeneidad solo es una abstracción, en el mundo de “carne y sangre” la diversidad es la norma.

Traemos algunas preguntas retóricas que intentan desnudar la visión estereotipada que tenemos de las barras. “La violencia” y “los negocios ilegales” como las únicas variables dichas en torno a ellas han traído una doble consecuencia: por un lado, una demonización y simplificación que conduce inexorablemente a una banalización de lo complejo; por el otro lado, un efecto de eclipse donde han quedado ocultas otras prácticas y representaciones iguales o más interesantes que las repetidas hasta el cansancio. El resultado del estereotipo es por demás sabido… sirve para juzgar, no para comprender.

Las barras argentinas existen, por lo menos, desde la década de los cincuenta. Más de 60 años. En varias de ellas conviven tres generaciones de la misma familia, el mismo barrio, la misma ciudad. Una institución social sólida que difícilmente se desvanezca en el aire. No todo es líquido y efímero. El compromiso de un miembro con el colectivo no es solo por dinero, también hay herencia, tradición, ego, costumbre, venganza, sentimiento, prestigio, respeto, orgullo, solidaridad, diversión, lealtad, amistad, contención, y podríamos continuar. Lo que estamos tratando de decir es que prohibirlas es una batalla que nace perdida. El desafío es saber detectar aquellos “códigos” de las barras que pueden resultar potenciables en términos democráticos como sus legitimidades territoriales, su capacidad organizativa, sus redes, el compromiso por lo colectivo o el amor al “club”. Y paralelamente buscar revertir sus tendencias más autoritarias, machistas, xenófobas, violentas y homofóbicas.

Políticas públicas y letra muerta

La historia de la “violencia en el fútbol” podría cronicarse a partir de los sucesivos fracasos legales que intentaron “combatirla”. Recientemente la ministra de Seguridad Patricia Bullrich añadió un capítulo más al presentar ante el Senado un “nuevo Régimen Penal Especial para Espectáculos Futbolísticos”. El corazón del proyecto es bien resumido por la propia dirección de comunicación del ministerio cuando publica que el objetivo de la ley es “desplazar a las barras bravas de los negocios ilícitos instrumentados alrededor de este deporte y así lograr el desfinanciamiento de las bandas violentas”. El estereotipo vuelto ley.

El problema no sólo está en la criminalización de las barras bravas –tradición reproducida ininterrumpidamente desde, por lo menos, el retorno a la democracia con la ley 23.184– sino en todo lo que este enfoque de la seguridad omite. En primer lugar hay un silencio lapidario sobre el accionar policial. Una policía blindada a los mejores aires democráticos sigue comandando operativos de seguridad estructurados sobre una lógica de la guerra. Los espectadores, lejos de tener estatus de ciudadanos, tienen estatus de enemigos, de infractores a priori. La contrapartida es obvia: la policía también es un enemigo en el universo moral de los hinchas. Lo curioso es que para remitirse a una policía respetable no es necesario irse hasta Inglaterra, Bélgica o Alemania, sociedades tan admiradas como diferentes. En nuestro vecino Brasil, en Río de Janeiro, esta el caso de la GEPE –Grupamento Especial de Policiamento em Estádios– cuyo accionar ha sido celebrado por todos los actores intervinientes del fútbol, ¡inclusive por las barras!

Es imposible diagramar un programa de gestión de la seguridad en el fútbol sin discutir el tipo de espectáculo que queremos. En Inglaterra la violencia “se resolvió” con una combinación de políticas represivas, reestructuración de los estadios, creación de fuerzas de seguridad especiales, mercantilización de los clubes y elitización del público. En Brasil, a pesar de tener algunos antecedentes interesantes como el GEPE o la creación de un estatuto del “torcedor”, la principal consecuencia de su “combate” a la violencia fue una “modernización” de los estadios que cambió radicalmente el paisaje tribunero. Arenas europeas con espectadores brasileños. En esa hibridez son más los desencantados que los entusiasmados con el nuevo espectáculo, síntoma de ello es el creciente movimiento de “torcedores” que se unifica bajo la consigna “contra o futebol moderno” y contra el “torcedor-consumidor”. En Bélgica, después del drama de Heysel en 1985 –murieron 39 personas a causa de una avalancha– se tomaron varias medidas, pero tal vez la más novedosa sea la del programa “Fan Coaching”. Dicha política buscaba incorporar a los grupos más radicalizados de aficionados en actividades comunitarias en torno al club. Bélgica mantuvo la estética de sus tribunas y redujo los índices de violencia.

Argentina es Argentina, con sus virtudes y miserias. Importar una receta foránea es intentar encajar un círculo dentro de un cuadrado, sin embargo la comparación contribuye a desnudar nuestros claroscuros. En el fútbol, narcisismo patriótico por excelencia, mirar el espejo del otro también podría ser un buen comienzo.

El fútbol

Para algunos el fútbol es la versión actualizada del viejo pan y circo: “El fútbol es popular porque la estupidez es popular”, refunfuñan. Para otros es el elixir contra el individualismo y el atomismo social, un refugio que junta, asocia y colectiviza al calor de una pasión románticamente desinteresada. Dicen que es un espectáculo fríamente mercantilizado que crea “estilos” y “modas” consumistas. También escuchamos que es lo único que no cambia en un mundo líquido donde cambiar es un imperativo. El fútbol es machista, xenófobo, homofóbico, desigual y violento. También genera solidaridad, amistad, lazo social y empatía.

Parece urgente la necesidad de desdramatizar el fútbol, dejar de considerarlo una cuestión de vida y muerte. Sobre todo nos debemos desterrar la maldita costumbre en la que yo me afirmo a costa de la aniquilación o la humillación del otro. Pero esa resignificación no puede incluir su banalización. Muchas personas ponen cosas por demás significativas en torno a un club, una pelota, una camiseta, una tribuna o una barra. Solo la necedad, la arrogancia o la estupidez pueden afirmar que el fútbol en la Argentina es simplemente “22 idiotas corriendo atrás de una pelota”. Actuar sobre “su violencia” no puede ser una reacción espasmódica, una respuesta electoral o un paliativo al pánico moral; merece considerar que el fútbol es un principio ordenador de la vida social por el que un sinnúmero de personas le dan sentido a su propia existencia.

Autorxs


Nicolás Cabrera:

Sociólogo. Doctorando en Antropología en la UNC. Becario del CONICET/IDAES-UNSAM. Bolsista de FAPERJ.