Desindustrialización y después. Repensando los dilemas del caso argentino

Desindustrialización y después. Repensando los dilemas del caso argentino

Presenta el fenómeno de la desindustrialización prematura como uno de los hitos más relevantes de la historia de nuestro país, marcando las diferencias con los procesos que se dieron en el centro. Plantea la necesidad de ir por una reindustrialización del aparato productivo nacional, considerando la trama institucional supranacional existente, la heterogeneidad estructural que perdura y los vínculos que se han ido desarrollando hacia otras tramas como los servicios.

| Por Germán Herrera Bartis |

Pese a su manifiesta invisibilidad en el discurso económico dominante vernáculo, el proceso de desindustrialización que la Argentina atravesó a partir de mediados de los años 1970 es uno de los acontecimientos más relevantes de la historia económica de nuestro país. Por sus características específicas, la desindustrialización argentina proyecta un legado de consecuencias negativas –tangibles e intangibles– sobre nuestro accidentado presente y sobre nuestras perspectivas de desarrollo en un escenario económico global complejo y cambiante. Este artículo reflexiona sobre algunas de estas consecuencias en función de las disyuntivas que debería enfrentar una agenda que se proponga repensar el desarrollo productivo argentino.

Desindustrialización: el cuándo y el cómo importan

Durante muchos años, la desindustrialización fue estudiada y discutida como un fenómeno esencialmente privativo de las economías avanzadas. El debate académico sobre el tema cobró fuerza en las décadas de 1970 y 1980 a partir de los cambios que estaban evidenciando las estructuras productivas del Reino Unido y de los Estados Unidos, artífices de la Primera y la Segunda Revolución Industrial. En este debate resultó claro desde un principio que el término “desindustrialización” era ambiguo y encerraba problemas de interpretación. Algunos la definían simplemente como una caída en la participación de los trabajadores industriales en relación al empleo total y la consideraban un resultado natural de la propia madurez económica, vinculado a la tendencia de la productividad del trabajo industrial a crecer más rápidamente que la de otros sectores. Otros, en cambio, alertaban que la desindustrialización suponía un peligro para el crecimiento de largo plazo, en buena medida porque ampliaban la definición del fenómeno a dimensiones tales como la caída del valor agregado manufacturero, el deterioro de la inversión y la innovación tecnológica en la industria, o el impacto social provocado por el cierre generalizado de fábricas en ciudades tradicionalmente industriales.

Como suele ocurrir con los debates económicos académicos, la controversia no fue saldada. Pero, al menos, el economista británico Robert Rowthorn contribuyó a ordenar las posiciones en juego al distinguir entre dos trayectorias dispares a las que llamó desindustrialización positiva y desindustrialización negativa. La primera vía estaba asociada a una reespecialización sectorial propia de la madurez económica en la que la industria disminuye su relevancia a expensas de un mayor protagonismo de los servicios modernos de alta productividad. La desindustrialización negativa, en cambio, no implicaba para Rowthorn una transformación productiva virtuosa sino esencialmente fallida y representaba un problema grave para la economía que la sufre.

Esta simple distinción sobre los posibles cursos de un proceso de desindustrialización –que, como se dijo, nació a la luz del debate sobre los casos norteamericano y británico– resultó anticipatoria del novedoso concepto de desindustrialización prematura. Esta categoría surgió a partir de los años 2000 como resultado del trabajo de diversos economistas heterodoxos (y de algunos organismos internacionales) que analizaron las particularidades del fenómeno de la desindustrialización en un conjunto de economías no desarrolladas, incluyendo a la Argentina. La identificación del carácter prematuro de la desindustrialización puso de manifiesto el hecho de que los países que padecieron este fenómeno sufrieron una retracción de su sector industrial a partir de niveles de riqueza y desarrollo mucho menores que los observados al inicio de las trayectorias de desindustrialización de las economías centrales. Esa circunstancia implica que el proceso acumulativo de aprendizaje productivo y absorción tecnológica de los desindustrializadores prematuros estaba aún lejos de sus fases maduras al momento de iniciarse la desindustrialización, por lo que –más allá de los impactos inmediatos en el empleo, el valor agregado, o las exportaciones sectoriales– estos países pueden haber resignado anticipadamente las cruciales ventajas intangibles dinámicas que supone contar con un sector industrial diversificado y creciente (retomaremos este argumento al final de este escrito).

En otras palabras, de acuerdo a la lógica de la desindustrialización prematura, el cuándo y el cómo importan. No es lo mismo un proceso de desindustrialización por madurez, iniciado a un nivel elevado de ingreso per cápita, que obedece a causas esencialmente endógenas y que deriva en un giro gradual hacia las actividades de servicios modernos de alta productividad, que una desindustrialización negativa y precoz, suscitada por causas exógenas –como un shock de política económica– y que origina un cambio productivo regresivo, normalmente asociado a una expansión de los servicios de baja productividad y escasa o nula capacidad transable, junto a un deterioro de las condiciones sociales de vida.

La Argentina, un caso extremo de desindustrialización prematura

En relación a otras experiencias internacionales, puede decirse que la Argentina experimentó una desindustrialización negativa, prematura y multidimensional de carácter excepcional. En parte, esta excepcionalidad responde al hecho de que el país había llegado “demasiado lejos” en su apuesta industrialista para los parámetros de una economía no desarrollada y alejada del centro de las relaciones económicas internacionales. Lo anterior no supone suscribir una lectura idealizada o acrítica sobre el accidentado ciclo doméstico de industrialización, pero no se requiere tal lectura para desconocer el grado inédito de degradación económica y social que padeció nuestro país en las décadas posteriores a su abandono.

Un cuarto de siglo después de iniciada la desindustrialización de la Argentina, el valor agregado industrial per cápita era una fracción del observado en 1974; la industria había expulsado casi al 30% de sus trabajadores, y cerca de uno de cada cuatro establecimientos fabriles había cerrado sus puertas. A nivel sectorial se observó un particular deterioro –y en algunos casos una virtual desaparición– de las actividades más complejas e intensivas en conocimiento, con la consiguiente pérdida de habilidades, saberes y capacidades tecnológicas. En paralelo, crecieron de forma estructural el desempleo y el trabajo informal, esto último vinculado a la marcada expansión de la ocupación en actividades de servicios de baja productividad.

A partir de 2003 la industria ingresó en una fase expansiva que se mantuvo vigente hasta 2011. Se observó un acelerado crecimiento de la actividad, el nacimiento de unas 20.000 empresas industriales y más de medio millón de nuevos empleos registrados en el sector. Sin embargo, el nuevo esquema macroeconómico no logró revertir las principales insuficiencias de la matriz industrial heredadas de la fase precedente, lo cual resulta observable en dimensiones tales como la escasa inversión en actividades de innovación tecnológica, la elevada propensión importadora del propio crecimiento industrial (fruto de la debilidad de la trama doméstica de eslabonamientos sectoriales), la ausencia de nuevas empresas nacionales de peso, la continuidad de una elevada concentración exportadora, y un cuadro relativamente inalterado en materia de especialización productiva sectorial.

Finalmente, a partir del ciclo político iniciado en diciembre de 2015, la desindustrialización de la Argentina retomó vigorosamente su curso. Hasta diciembre de 2018 se observó una caída del empleo fabril cercana al 10%, lo que implica la pérdida de unos 122.000 puestos de trabajo registrados en solo tres años, mientras que el valor agregado de la industria durante el trienio cayó a una tasa media anual de crecimiento acumulado del 2,7 por ciento.

En definitiva, si se toma como referencia el cuadro existente cuarenta y cinco años atrás, nuestra industria es hoy mucho más chica en relación al tamaño de la economía; genera un menor valor agregado per cápita; está más concentrada en términos de producción y exportaciones; más transnacionalizada; más “primarizada”, en tanto se redujo la participación de las actividades que elaboran productos diferenciados y creció la presencia de commodities industriales y los bienes de escasa diferenciación; y es mucho más dependiente de los insumos y bienes de capital importados, lo que en las fases económicas expansivas agrava el histórico problema de la restricción externa.

Asimismo, como se dijo, una de las características salientes de la desindustrialización fallida de la Argentina es que el proceso no derivó en una reespecialización sectorial hacia las actividades de servicios dinámicos y de alta capacidad transable. Lo anterior no quita que en ciertos espacios puntuales del universo de los servicios intensivos en conocimiento se haya observado, a partir de los años 2000, un significativo desarrollo y una inserción externa exitosa (volveremos sobre esto más adelante). Pero lo cierto es que la Argentina no logró encontrar en los servicios, considerados estos en términos agregados, una alternativa virtuosa para contrarrestar las consecuencias de su desindustrialización y aliviar su tradicional dependencia exportadora de los bienes de base primaria.

Revisitando las disyuntivas del desarrollo productivo argentino

El proceso de desindustrialización regresiva de la Argentina proyecta sus efectos sobre el presente y condiciona las posibilidades de desarrollo futuro. Dicho proceso tuvo lugar, además, en el marco de una fase cambiante del orden económico global, lo que obliga a repensar los posibles cursos de acción frente a los viejos –pero muy vigentes– interrogantes del desarrollo productivo argentino, vinculados a cómo crecer de forma sostenida sin padecer una insuficiencia de divisas, cómo diversificar nuestra matriz productiva y exportadora, y cómo potenciar las capacidades tecnológicas endógenas en nuestro sector productivo.

Frente al cuadro de situación retratado en el apartado previo, podríamos vernos tentados a responder –de manera casi intuitiva– que la Argentina debe retomar la senda de su proceso trunco de industrialización. Sin duda, la construcción de una agenda de reindustrialización es importante y resulta necesario abordarla a la luz de las especificidades que presentan las (muy heterogéneas) cadenas de valor que integran nuestra matriz industrial. Sin embargo, para resguardarse de ensueños voluntaristas, es necesario considerar que el marco en el que debe ser pensada hoy cualquier estrategia de reindustrialización de una economía periférica ha sido redefinido, como se dijo, por una serie de transformaciones globales profundas. Discutiremos aquí solo tres de dichas transformaciones.

En primer término, existe hoy una consolidada trama institucional de carácter supranacional que limita muy fuertemente el espacio de política industrial con el que cuentan los Estados de los países atrasados. Todo intento de administrar las importaciones, introducir cláusulas de contenido local para las firmas transnacionales que operan internamente, limitar la remisión de utilidades, o establecer subsidios focalizados, entre otros instrumentos típicos de la vieja política industrial, tropezará rápidamente con los anticuerpos surgidos de dicha trama institucional restrictiva. Por fortuna, sobreviven aún ciertos ámbitos de intervención –como los regímenes de “compre nacional” para las contrataciones estatales o los programas públicos de transferencia tecnológica al sector privado– donde se puede practicar una política industrial “silenciosa” que transite bajo el radar de las prohibiciones vigentes. Esos espacios deben ser cuidadosamente examinados y utilizados de forma activa, pero no pueden compararse con los márgenes de acción existentes algunas décadas atrás.

Un segundo aspecto que conspira contra las posibilidades de una reindustrialización clásica se vincula a la extendida fragmentación internacional que caracteriza actualmente a los procesos de producción industrial. La “hiperdesintegración” productiva –y la expansión paralela del comercio internacional de componentes intermedios– desdibuja la vieja equivalencia entre industrialización y desarrollo que pregonaron los principales economistas heterodoxos de la segunda posguerra mundial. Hoy, el crecimiento de la producción y las exportaciones industriales en una cierta economía puede representar no ya el resultado exitoso de una estrategia de desarrollo que promovió nuevos saberes tecnológicos y eslabonamientos intersectoriales domésticos, sino tan solo el desenlace de una decisión de inversión específica por parte de una firma transnacional, completamente desligada del resto de la trama productiva local y que responde únicamente a una lógica de maximización de beneficios privados a escala global. Como lo resumió provocativamente Richard Baldwin, un referente en el estudio de las cadenas globales de valor (CGVs), producir y exportar un producto industrial complejo, como un motor de auto, era hasta hace unas pocas décadas un signo de victoria, mientras que ahora tan solo es un signo de que el país en cuestión está situado en un segmento determinado de una cierta CGV. En la jerga que rodea al estudio de las cadenas de valor suele decirse que el desafío de una política industrial moderna pasa por impulsar el ascenso de las empresas de un país hacia los eslabones más complejos de las CGV (upgrading), dado que en esos eslabones se ponen en juego los conocimientos y las tecnologías de frontera. La dificultad, como es obvio, pasa por encontrar los canales para cristalizar ese escalamiento productivo y tecnológico sin colisionar con las restricciones supranacionales antes discutidas ni con la capacidad fáctica de veto de la que gozan las grandes firmas transnacionales: al fin y al cabo, frente al apetito regulacionista de un cierto gobierno, siempre existirá la posibilidad de relocalizarse en un país cercano con un Estado más dócil frente a las reglas de la economía de mercado globalizada.

Finalmente, un tercer aspecto que vale la pena considerar se vincula al creciente protagonismo del sector de los servicios. Pese a que el fenómeno incluye cierta “ilusión estadística” (dado que, en un marco de desintegración vertical de los procesos productivos, se tercerizaron en nuevos proveedores de servicios tareas previamente incorporadas a las empresas industriales), existe un aumento genuino en la producción de intangibles, lo cual resulta evidente en las múltiples prestaciones derivadas de los desarrollos informáticos y otras actividades asociadas a las TICs. Este hecho ha estimulado el interés por analizar desde una perspectiva económica el (muy heterogéneo) universo de los servicios y ha sembrado dudas sobre la capacidad de la industria tradicional para mantener su rol histórico como sector “especial” en términos de impulso al desarrollo. ¿No podrían ser acaso los servicios –o, en todo caso, los servicios intensivos en conocimiento y de acelerada transformación– el nuevo sostén sectorial del cambio tecnológico que subyace al desarrollo económico? ¿No deberían hoy los países atrasados o de desarrollo intermedio perseguir una especialización productiva basada en esos servicios modernos antes que insistir con una –cada vez más dificultosa e improbable– apuesta industrialista?

Indudablemente, cualquier intento programático de repensar el desarrollo sectorial de nuestro país deberá advertir el gran potencial en términos de productividad, innovación, exportaciones y generación de empleo calificado que presentan hoy un conjunto de servicios modernos. De hecho, resulta auspicioso que en algunos espacios puntuales de la trama de servicios intensivos en conocimiento –entre las que se destaca el desarrollo de software– la Argentina haya mostrado en los últimos años una elevada capacidad exportadora e, incluso, un resultado comercial superavitario. Hay también iniciativas embrionarias promisorias en otros espacios del universo de los servicios dinámicos, tales como la biotecnología, una actividad clave frente al (reiteradamente declamado) objetivo de agregar valor a los recursos naturales domésticos. Sin embargo, como se discutirá seguidamente, existe también lugar para cierto escepticismo en relación con el alcance que puede esperarse del desarrollo doméstico de los servicios dinámicos en ausencia de una estrategia de política productiva audaz, eficiente y sostenida en el tiempo.

La pesada herencia de la desindustrialización argentina

Pese a la prédica exagerada de algunos divulgadores, el capitalismo no ingresó aún en una fase posindustrial. La industria manufacturera sigue siendo hoy una plataforma sectorial clave en materia de innovación tecnológica. Si analizamos en qué sector se lleva adelante el grueso de la I+D realizada por las empresas de las principales economías del mundo, veremos que en la mayoría de los casos la industria constituye el espacio protagónico. Por caso, dos terceras partes de la I+D empresarial en Estados Unidos tiene lugar en establecimientos del sector industrial. En Alemania y Japón la proporción crece por encima del 85% y una cifra equivalente se observa en China, la mayor potencia económica y tecnológica emergente del mundo. Aun en el Reino Unido y Canadá, los dos únicos países del G7 en los que la industria no es el ámbito central de la investigación tecnológica empresarial, dicho sector concentra cerca del 40% de la I+D total de las empresas.

Al mismo tiempo, diversas investigaciones recientes concluyen que la producción de servicios dinámicos guarda estrechos lazos de interdependencia o mimetización con el entramado industrial de una economía. Algunos estudios estiman empíricamente esta interdependencia y encuentran que, pese al gran potencial exportador de los servicios intermedios, el grueso de su producción sigue siendo consumida por empresas industriales domésticas. En otras palabras, los lazos de localización y proximidad que vinculan a las empresas industriales modernas y a las firmas de servicios intermedios dinámicos siguen siendo muy relevantes y condicionan el escalamiento productivo de las segundas.

Puede replicarse que esta ligazón de proximidad física disminuirá a medida que las TICs continúen desarrollándose. Sin negar esta alternativa, vale también pensar en la posibilidad de que dicha proximidad responda no solo (o no tanto) a la dificultad técnica de comercializar a distancia flujos productivos intangibles sino a razones vinculadas a las reconocidas fuerzas económicas inerciales que se derivan de las trayectorias ya recorridas (path dependence). El carácter evolutivo de las trasformaciones tecnológicas y las transiciones productivas no solo demanda una obvia gradualidad temporal, sino que también presupone la existencia de un ámbito geográfico-espacial específico que facilite la difusión del conocimiento y la absorción de capacidades inmateriales. Si la era de la información fue en sí misma un resultado directo del progreso técnico industrial, no resulta difícil imaginar la existencia de trazos manifiestos de continuidad –tecnológica, productiva, laboral, educacional y también geográfica– entre las actividades económicas complejas materiales e inmateriales y, en consecuencia, entre sus respectivos protagonistas nacionales.

En este sentido, a diferencia de lo ocurrido en algunos países avanzados, el ciclo regresivo de desindustrialización prematura de la Argentina podría transformarse no solo en una restricción presente en materia de desarrollo sino también en una “pesada herencia” que condicione la expansión de nuevas actividades intangibles intensivas en conocimiento y alto valor agregado. Romper con esa trayectoria inercial negativa derivada del pasado constituye un desafío central para una agenda programática que se proponga repensar las alternativas de nuestro desarrollo productivo de largo plazo.

Autorxs


Germán Herrera Bartis:

Licenciado en Economía (UBA), Magíster en Políticas Públicas (UdeSA) y Doctor en Historia Económica (Universidad de Barcelona). Ha ejercido la gestión pública en los Ministerios de Economía, Producción y Relaciones Exteriores y la docencia universitaria de grado y posgrado en diversas instituciones. Actualmente es docente e investigador del Departamento de Economía y Administración de la UNQ.