Desglobalización y estrategia nacional

Desglobalización y estrategia nacional

El trabajo parte de la idea de la globalización como un marco ordenador en el cual se han desempeñado las economías nacionales en las últimas décadas, pero que actualmente está entrando en crisis, por lo que se deberían atender diversas cuestiones al respecto.

| Por Ricardo Aronskind |

El impacto de la globalización en la periferia latinoamericana

La característica central de la globalización ha sido la primacía completa de las necesidades de acumulación de las firmas multinacionales sobre cualquier otro criterio universal, por ejemplo, la conservación de la vida en el planeta, o la preservación de un mínimo nivel de vida para el conjunto de la población mundial. Las necesidades expansivas de las grandes corporaciones globales chocaron contra la persistencia de las capacidades soberanas tradicionales de los Estados, y en especial de los Estados de la periferia.

Por lo tanto, la ideología de la globalización atacaba a los Estados nacionales, planteando desde su disfuncionalidad hasta su obsolescencia en el nuevo contexto universal.

La trayectoria de los Estados nacionales fue dispar. Algunos pudieron aprovechar en parte la reorganización del tejido productivo mundial, participando en él, mientras otros perdieron parte de sus capacidades productivas a favor de otras regiones. Al interior de los Estados, algunas ramas de la producción crecieron fuertemente, mientras otras tendieron a desaparecer. Lo mismo ocurrió con las regiones internas: algunas prosperaron mientras otras entraron en crisis endémicas. Es decir, la desigualdad de destino entre sectores económicos y entre grupos poblacionales se acentuó. Esa es la base de percepciones muy diferentes en torno a la globalización, y de adhesiones o rechazos políticos y a sus ventajas y defectos.

No se puede pasar por alto el efecto diferenciado de la globalización sobre el centro y la periferia. Mientras la globalización fue una oportunidad extraordinaria para la expansión de las empresas productivas y financieras provenientes de los países centrales, la periferia vio mucho más limitada su participación en esa dinámica, dado el muy diferente punto de partida económico, tecnológico, financiero y empresarial en relación a los centros.

Dentro del mundo periférico, no cabe duda de que la dinámica de América Latina dejó bastante que desear, en relación a otras regiones, especialmente Asia, que presenciaron un enorme despliegue de capacidades productivas, de mercados y de asociaciones comerciales. La región latinoamericana careció durante la globalización de un liderazgo político y económico que la orientara en la forma adecuada para fortalecerse en la globalización y aprovechar las oportunidades que podían encontrarse.

La gran potencia continental, Estados Unidos, no fue capaz de ofrecer algún tipo de asociación interesante a sus vecinos del sur, que contribuyera a dinamizar una región en la que la implementación de las reformas neoliberales de los ochenta y noventa solo favoreció la reprimarización y extranjerización de las economías.

La clase empresarial latinoamericana se mostró sumamente pasiva en el proceso de globalización, sometiéndose en general a las demandas de las grandes corporaciones de otras regiones, tratando de asociarse a las mismas, o eventualmente cediendo el control de sus empresas a capitales internacionales mucho más poderosos. Al mismo tiempo, adoptó la ideología de la hostilidad hacia su propio Estado nacional, debilitando un soporte fundamental para el reto que planteaba el escenario globalizador.

Por lo tanto, la región careció de un liderazgo económico –tanto público como privado– que asumiera un rol activo, estratégico, en el proceso de globalización.

No fue capaz de concebir y planificar metas de largo plazo, áreas en las cuales acumular, apuestas inversoras para ganar productividad y competitividad, y mercados a conquistar en términos globales. Más bien se fue adaptando en forma desorganizada a las circunstancias y demandas del orden económico globalizado.

En ese contexto histórico, la irrupción de la gran economía china en los últimos 30 años generó un impacto complejo en la región latinoamericana.

Por una parte, supuso un formidable competidor industrial, que presionó hacia la desindustrialización regional dada la apertura importadora promovida por la globalización.

Por otra parte, fue un gran socio comercial dispuesto a importar enormes magnitudes de recursos naturales (combustibles, minerales, alimentos), lo que reforzó la rentabilidad y relevancia de las áreas más tradicionales de las estructuras productivas latinoamericanas. La existencia de un coloso industrial, campeón del libre comercio, en una época que condena la intervención del Estado en la economía y el proteccionismo productivo, solo reforzó la tendencia latinoamericana hacia la reprimarización, sin otras estrategias complementarias que promovieran conscientemente la agregación de valor y la generación de empleo sofisticado en la economía.

Problemas del capitalismo en la actual etapa de predominancia financiera

La globalización no constituye una transformación sustancial del capitalismo, sino un viraje organizativo y de poder social que contribuyó a reforzar la tasa de ganancia y la acumulación global. Esta transformación agregó un mal económico novedoso en relación al capitalismo regulado que conocimos en la posguerra: la financiarización.

La financiarización no es solo un proceso de hipertrofia de los sectores vinculados a las finanzas en la economía, y una predominancia marcada de estos sectores en el campo de las políticas públicas, los organismos internacionales y en los espacios en los que se elaboran las ideas hegemónicas, sino que fue necesaria como complemento a la retirada del Estado y el debilitamiento del mundo del trabajo.

Desde los años ochenta se impulsó la reducción de las instituciones vinculadas al Estado de Bienestar y a la distribución equilibrada del ingreso, promoviéndose la idea del Estado como un “costo” que debía ser reducido, especialmente para los sectores propietarios. Al mismo tiempo, se atacó a fondo tanto en el terreno económico, institucional cono ideológico el peso de los trabajadores organizados en la sociedad, tendiendo a colocarlos en un rol meramente pasivo, también como un “costo” que debía ser reducido.

Como ya se ha señalado en numerosas oportunidades, esos “costos laborales” y “costos impositivos” a reducir no son nada más ni nada menos que el soporte estructural de la demanda agregada.

Mientras que en el mundo keynesiano el modo de regulación de la economía tendía a equiparar oferta y demanda agregadas en un marco social inclusivo, en el mundo de la globalización la tendencia es a la divergencia entre estas dos magnitudes.

Esa brecha entre una oferta en constante expansión y una demanda relativamente aletargada por las sucesivas derrotas de los trabajadores –y de sus ingresos– frente a la lógica global del capital, ha sido cubierta en la actual etapa por el sector financiero, proporcionando el crédito necesario para sostener –transitoriamente– la demanda por encima de los ingresos de la población global. Está claro que esto tiene sus límites, pero ha sido la forma coyuntural de compatibilizar el alza de los beneficios empresariales con los desbalances que provocó el estancamiento salarial estructural. La represión de la demanda global debido a una distribución del ingreso crecientemente desigual y concentrada en una cúpula súper-rica del planeta, constituye una base objetiva para la exacerbación de la competencia entre grandes espacios económicos mundiales.

Resulta especialmente paradójico del proceso de globalización que hemos vivido –cuya ideología hegemónica declaró la decadencia de los espacios económicos nacionales en función de una más perfecta maximización de las oportunidades empresariales– que la dimensión estatal, la dimensión de la política internacional tradicional, la valoración de la soberanía, las capacidades y el poder nacional no se han debilitado en absoluto en el ámbito de las grandes naciones industriales.

Al contrario: con la evolución del proceso de globalización, reaparecieron algunos de los males históricos de la estructura de Estados nacionales de los últimos siglos, como las apetencias hegemónicas e imperialistas, que marcaron al siglo XX con guerras generalizadas y otros conflictos brutales.

Ahora esta competencia nacional por el predominio global, que puede determinar un comportamiento potencialmente grave para la paz y la economía mundiales, se está expresando con nitidez en el vuelco de la política norteamericana desde la inicial promoción sin cortapisas de la globalización en los años ochenta, hacia reacciones crecientemente hostiles a los efectos de ese proceso sobre el poder hegemónico estadounidense.

Ha sido la fuerte expansión china, que no se limitó a un crecimiento económico cuantitativo, sino que desbordó un rol subordinado en la nueva división global del trabajo prefigurada por Occidente, la que ha puesto en una nerviosa alerta a los sucesivos gobiernos norteamericanos.

La posibilidad potencial de que se ponga en discusión el predominio estadounidense en todas las esferas productivas y políticas del mundo ha generado un vuelco de la política global de la potencia americana, que desde hace 15 años ha iniciado un ciclo de iniciativas cada vez más agresivas para contener el despliegue integral de la República Popular China. Dada la profunda imbricación de ambas potencias en el orden global, una exacerbación de la conflictividad mutua no puede sino repercutir en el entramado productivo mundial.

Conflicto hegemónico y desglobalización

Por supuesto que hay límites en cuanto a lo que podemos prever de la evolución del conflicto hegemónico actual, pero en el campo económico pudieron verse en los últimos años algunas tendencias claras que contradicen drásticamente los principios de la globalización tal cual fueron establecidos por el mundo occidental hegemonizado por Estados Unidos en las últimas décadas.

En la gestión Obama se intentó promover tratados comerciales y de inversiones preferenciales con Europa y Asia-Pacífico, que excluyeran a China. Esos tratados, por diversas razones, no llegaron a concretarse plenamente. Durante la gestión Trump, en cambio, se ensayó una política arancelaria agresiva en relación a la producción china, promoviéndose al mismo tiempo, con reducido éxito, la vuelta al suelo estadounidense de corporaciones multinacionales de ese origen, cuyas plantas principales estaban localizadas en Asia. Incluso se intentó culpar a la República Popular China por la diseminación del Covid-19, como un primer paso hacia sanciones comerciales multilaterales contra ese país. Ese operativo diplomático no tuvo éxito. El rechazo norteamericano a instituciones y mecanismos de la globalización incluyó a la Organización Mundial de Comercio.

Durante la actual gestión Biden se ha promovido un conjunto de leyes que incluyen importantes apoyos financieros para la producción de distintos bienes estratégicos –tanto comerciales como militares– en territorio norteamericano. Se promueve una reconversión económica “verde”, que podría constituir la base de un nuevo proteccionismo “ecológico”. Estados Unidos está leyendo el comercio internacional en términos de la seguridad nacional, y fortaleciendo sus estructuras para un hipotético “divorcio” comercial de China y su área de influencia, tratando de restaurar cadenas de valor que tengan origen en su propio territorio.

De profundizarse este escenario, de fractura y fragmentación del orden global, se generará una serie de dificultades a todas las economías que hayan comprometido plenamente su organización económica a la continuidad de la globalización sin límites que existía hace veinte años.

En el momento más sólido de la globalización, en el que parecía que ese régimen global persistiría indefinidamente, en América Latina las elites adoptaron la idea –y la práctica– del abandono de las políticas públicas orientadoras de la economía. Sería el mercado mundial el que nos indicaría en qué lugar debíamos funcionar. La gestión pública, la política nacional, debía limitarse a allanar el camino para que las firmas multinacionales consideraran nuestra región para hacer pasar algún eslabón de sus cadenas de valor globales.

Desglobalización y alternativas políticas nacionales

Cualquier gobierno argentino responsable debería tomar nota de este potencial disruptivo de la desglobalización. El conflicto militar entre la OTAN y la Federación Rusa es un ejemplo radical de desglobalización: la crisis en Ucrania dio pie a que se destruyeran casi todos los vínculos económicos entre dos importantes espacios, Europa occidental y Rusia, generando una reorientación de insumos, productos y mercados. Mientras Europa se volcó especialmente hacia Estados Unidos y a otros proveedores asiáticos, la Federación Rusa profundizó sus vínculos con China y la India. No sabemos aún las implicancias del conflicto en Medio Oriente que está en plena evolución, pero también tiene un potencial disruptivo del orden global. No pueden ser pensados como conflictos sueltos, sino como parte de una puja global, que socava las bases de la globalización.

Es de sentido común tener presentes estas tendencias, que no son transitorias. Revelan la realidad de un mundo en transformación, un mundo más conflictivo e inseguro, donde se puede llegar a redefinir la división internacional del trabajo en base a nuevas lógicas regionales o hemisféricas. Puede ocurrir una drástica revisión de los vínculos comerciales, financieros y diplomáticos, y por lo tanto habrá un impacto significativo en las estructuras productivas internas de las naciones. América Latina vivió este tipo de situaciones en las guerras mundiales, y en la crisis mundial iniciada en 1929. Nuestra historia tiene mucho para decirnos de los impactos locales de esos enormes cambios internacionales.

La respuesta que debe ser dada desde una economía periférica como la argentina tendría que basarse en una combinación de las viejas lecciones estructuralistas, como por ejemplo la diversificación de nuestra oferta exportadora y la complejización del tejido productivo local, con la asunción del nuevo escenario, en el cual el tipo de Estado promovido por la vieja globalización –pequeño y pasivo– es completamente disfuncional.

Si el proceso de desglobalización se profundiza, será indispensable contar con un Estado muy activo, inteligente y con capacidad de regulación e intervención para minimizar las disrupciones de la vida económica local, además de liderar una mayor integración económica local y con nuestra región de pertenencia.

Debemos estar alertas en relación a la persistencia de las viejas imágenes e ideas en nuestra dirigencia, aprendidas en un momento muy diferente del orden mundial. La inercia institucional puede ser en este momento una de las peores amenazas al bienestar de nuestra sociedad.

Autorxs


Ricardo Aronskind:

Licenciado en Economía por la Universidad de Buenos Aires y Magíster en Relaciones Internacionales por FLACSO. Investigador-docente en la Universidad Nacional de General Sarmiento. Profesor Asociado de la Facultad de Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires).