Deporte, emoción y televisión: un trío infalible

Deporte, emoción y televisión: un trío infalible

Los Juegos Olímpicos son un megaevento global, televisivo y deportivo. El terreno perfecto para el despliegue de la emoción vinculada al deporte. En ellos se da la coexistencia entre la profesionalización y el espíritu amateur. Nosotros/as, como espectadores emocionados/as, acompañamos todo desde nuestro sillón, el lugar en el mundo desde el cual construimos nuestro punto de vista.

| Por Carolina Duek |

El llanto

Es la final. Lo aclara el comentarista una y otra vez y nos pone en clima para lo que va a pasar. Entran dos chicas, dos yudocas, listas para luchar. Una tiene un judogi azul y la otra, uno blanco. Judogi, informan en la televisión, es el traje que se cierra con un obi, el cinturón. Lo que vemos es un enfrentamiento entre dos deportistas de elite que se disputan una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Río 2016.

La disciplina nos es lejana. Desconocemos todo: su reglamento, las expectativas y las formas de ganar. Pero es la final. Reunidos frente al televisor vemos cómo luchan la argentina Paula Pareto y la surcoreana Bokyeong Jeong. Una de ellas será la campeona, otra la subcampeona. Parece obvio, pero no lo es: lo que se disputa es la conquista de uno de los títulos más importantes para cada una de las disciplinas olímpicas. Conseguir una medalla ubica a los deportistas entre los tres mejores del mundo, pero ganar la dorada es entrar en la historia grande del deporte.

El relator hizo evidente sus dudas durante el relato: parece que fue una “sorpresa” que la surcoreana haya llegado a la final; pero qué difícil rival es; ya es importante el segundo puesto para “La Peque” (tal el apodo de Pareto vinculado con su 1,50 metro de estatura y sus 48 kilos de peso) y demás modalizaciones que anticipaban una derrota. Digna, pero derrota al fin.

Pegados al televisor miramos los casi ocho minutos de combate. Atentos, sin comprender si colgarse del cuello de la rival estaba permitido y, de serlo, si era algo “bueno”. Aprendimos que tocar la cara de la rival con la mano se consideraba una falta, pero desconocíamos todo lo demás. ¿Cómo se gana en el yudo? Aun no lo sabemos. Lo que sí quedó clarísimo fue la forma en la que el relato de Gonzalo Bonadeo (periodista a cargo de la transmisión de TyC Sports en la Argentina) fue imprimiendo un tono, una expectativa a cada segmento del combate que muchos mirábamos sin entender. En el final, llegó incluso a “discutir” al aire con el director de cámara por una repetición que se superponía con sus instancias decisivas.

En el minuto seis con veinte segundos Pareto iba ganando por 10 puntos a cero. Al comentarista no le parecía suficiente para relajarse él, primero, y contribuir a que lo hiciera su audiencia, después.

Los últimos minutos fueron de máxima tensión: a muchos nos caían lágrimas de conmoción que se soltaron jubilosamente cuando Bonadeo gritó “Vamos Peque, carajo”. Vimos a Pareto llorar y correr a abrazar a Laura Martinel, su entrenadora, a quien se “subió” aupada como un bebé mientras Laura le decía: “Sos leyenda, sos leyenda”.

No importa cuántas veces hayamos visto esas imágenes ni cuántas hayamos oído los gritos del relator; tampoco hace falta entender ese deporte: las lágrimas caen y la emoción se despliega guiada a la perfección por la combinación entre imágenes y sonidos. Una sinfonía breve, aunque histórica, se construye frente a nuestros ojos. Lloramos sin entender. Lloramos porque todos los caminos nos llevan a la emoción.

El sillón

Los Juegos Olímpicos son un megaevento global, televisivo y deportivo. Estas tres dimensiones se ordenan en diferentes órdenes. Por un lado, en la competencia entre selecciones de deportes de diferentes países del mundo. Esto supone la puesta en escena de desempeños deportivos de alto rendimiento (quienes llegan a esos niveles de competencia pasaron por múltiples instancias clasificatorias). Por otro lado, es un evento que se emite, durante casi tres semanas, de manera ininterrumpida por televisión. Los Juegos Olímpicos de 2016 fueron transmitidos en la Argentina por cinco canales durante las 24 horas: durante el día se transmitían los eventos deportivos en directo, por la noche los análisis y por la madrugada se compilaban las repeticiones de los momentos más importantes de la jornada. Sin pausas, pero con matices: variaban los comentaristas, las elecciones de algunas disciplinas cuando había simultaneidad, el staff seleccionado y los conocimientos que cada conjunto de cada canal ponía en escena como “valor agregado” a las imágenes que se emitían de manera global del mismo modo.

Las transmisiones nos convocan permanentemente a “sentirnos parte” de eso que ocurre lejos y que vemos mediante una pantalla. Y es en este punto donde ingresa un elemento clave en la ecuación: el sillón. El sillón es ese elemento central, irremplazable, insustituible que nos acompaña amablemente en todas las transmisiones deportivas. No importa la calidad sino el ángulo con el que nos permite mirar la pantalla. Desde el sillón (silla, banquito o lo que ocupe el lugar simbólico del sillón), construimos nuestro punto de vista.

Emilse Pizarro definió en el diario La Nación este vínculo durante los Juegos Olímpicos como “adrenalina de sillón” y “chupete de cafeína”, dos construcciones que incluyen términos aparentemente contradictorios. La adrenalina nos aumenta el ritmo cardíaco, la presión, la glucosa en sangre, acelera nuestro metabolismo. La adrenalina de sillón pareciera una contradicción al igual que el chupete de cafeína. En inglés, al chupete se lo llama pacifier, pacificador, término que no se emparenta para nada con la cafeína que, al igual que la adrenalina, nos “acelera”. La definición de Pizarro es adecuada e ingeniosa: los Juegos Olímpicos nos convocan hacia y desde el sillón. Durante infinidad de horas vemos deportes que no entendemos, no seguimos y de los que no podríamos nombrar un jugador importante del mundo. No importa.

Durante los Juegos Olímpicos los espectadores nos convertimos en benévolos receptores de todo lo que se nos ofrezca: entrevistas “profundas”, notas desde la Villa Olímpica, información sobre la alimentación de los atletas. Nos llenamos de hidratos de carbono, nos mal alimentamos para garantizar que, fuera del tiempo laboral y de las obligaciones familiares, nos alcance la transmisión de lo que sea que se esté emitiendo. Equitación, natación, halterofilia, tiro, handball. ¿Acaso hay un plan mejor para un lunes que ver la clasificación de equitación durante el horario de almuerzo en el trabajo? Muchos responderíamos que no, que los Juegos Olímpicos, por la distancia de cuatro años que hay entre uno y otro y por la excepcionalidad de los desempeños, convierten todo en interesante. Sabemos, claramente, que no todo nos convoca por igual, pero nos dejamos llevar por el yachting, del cual nada sabemos pero del que podemos deducir cómo va por el tono que le imprime el comentarista a cada una de las regatas que se transmiten. Y en ese dejarse llevar nuestro sillón es clave. Nos acoge, nos invita y nos captura. Y allí nos quedamos, entre paquetes semivacíos de galletitas y mates fríos, mirando todo, gritándole al televisor por cualquier cosa que ocurra.

Desde nuestras casas somos parte de un conjunto global de personas que ve las mismas imágenes en el mismo momento que nosotros. Somos parte de un colectivo informe cuya máxima diferencia se encuentra en la pertenencia: los Juegos Olímpicos ponen en escena los colectivos (imaginarios) nacionales que compiten por la consagración. La búsqueda constante se ordena en torno del “orgullo nacional”, dice Pierre Bourdieu en un análisis de los Juegos Olímpicos a lo largo del tiempo. El orgullo de ganar, de ser fiel a una transmisión y a una selección: el orgullo de seguir lo que ocurre sin matices y siempre, sin excepción alguna, desde el sillón, ese espacio personal inexplicable desde el que ordenamos nuestra percepción.

La exhibición

Los Juegos Olímpicos nos ofrecen imágenes y desempeños de calidad. Las investigaciones sobre televisión trabajan con la noción de representación: el modo en el que las imágenes y las narraciones se construyen en torno de entramados subjetivos, intencionalidad comunicativa y puntos de vista disímiles. No hay reflejo, repetimos en voz alta para quien nos quiera escuchar, todo es una representación. Recibimos contenido desde la mirada de una institución que transmite para nosotros. Ahora bien, ¿Qué tienen de peculiar los Juegos Olímpicos en este sentido? Pablo Alabarces sostiene que no hay ficción en los desempeños: el atleta levantó o no la pesa. Podemos construir interpretaciones, explicaciones y miradas, pero lo que no podemos decir es que allí ocurrió algo que no vimos. La cámara puede estar de costado, puede jerarquizar una parte del desempeño individual o grupal pero no puede mentirnos. Si fue gol, el anotador va a cambiar un número. Sin más trámite.

Otra característica de los Juegos Olímpicos es la coexistencia entre la profesionalización y el espíritu amateur: todos los atletas (salvo algunas excepciones en Río 2016, como el seleccionado de básquet de Estados Unidos que estuvo en un crucero seis estrellas en la bahía de Río de Janeiro) viven en la misma Villa, los cuartos son todos idénticos, están decorados del mismo modo y comen menús similares en un espacio común: un enorme comedor principal que se llena de personas fibrosas dispuestas a ingerir las calorías que indican sus planes de entrenamiento y alimentación.

Esta coexistencia es crucial para los espectadores: Emanuel Ginóbili, basquetbolista de la elite mundial, jugador de los San Antonio Spurs y estrella global, durmió en una cama de una plaza durante las dos semanas de estadía en los Juegos. No importa qué lugar ocupan en el espacio extra-Juegos; el espíritu (falso pero potente como construcción narrativa) de la igualación se despliega con fuerza en la estructura y en los relatos.

La diferencia aparece en las performances: cuando tienen que “salir a la cancha” los desempeños son cruciales y ordenan el espectro del mérito, de la capacidad y del talento. La preparación previa, el acceso (o no) al financiamiento y patrocinadores, la existencia (o no) de equipos de trabajo que viajan con los atletas; todo eso sí aparece en los momentos clave. Hay que competir y es en esa conjunción de tiempo y espacio en la que todo el trabajo debe sintetizarse.

Es cierto que hay algunos resultados que están definidos casi de antemano. ¿Quién dudaba de los 100 metros libres de Usain Bolt? ¿O de Phelps en los 200 metros mariposa en natación? Pocos. Pero, ¿podríamos haber anticipado que Juan Martín Del Potro, después de todas sus lesiones y su casi retiro del circuito, iba a ganarle a Novak Djokovic, actual número uno del mundo, para obtener, luego, la medalla plateada? No, no había chances de nada con la llave que le había tocado en el sorteo. Y, sin embargo, lo vimos en el podio, llorando, con los pies destruidos y las manos ampolladas besando su medalla plateada. Emoción nuevamente, emoción olímpica y sorpresas que nos reconfortan como espectadores. Lloramos por el tenista, por su esfuerzo, por la entrega “por la camiseta” y lloramos por nosotros mismos como espectadores que, mientras vemos eso, somos parte del conjunto de personas que se emocionan frente a las imágenes. Pero también lloramos (y agradecemos) por la realización de lo imprevisible: el secreto último del deporte.

No se puede fingir un desempeño. Todo lo demás se construye en un entramado complejo que ubica al espectador como recipiente compenetrado de un conjunto de colectivos sobre la pertenencia, el orgullo, la nación y la emoción. El mérito ordena las transmisiones, las “derrotas dignas” modalizan la angustia y los éxitos nos levantan del sillón de un salto. No se trata solo de ganar medallas sino de mejorar, de llegar a la meta y de no fallar.

Una de las escenas más conmovedoras y complejas de los Juegos de Río 2016 fue protagonizada por Fernanda Russo. Dieciséis años, oriunda de la provincia de Córdoba y la más joven de la delegación argentina. “Espero no haber defraudado, agradezco el apoyo y estoy conforme por tratarse de mi debut olímpico”, dijo al concluir su prueba de rifle de aire en la disciplina de tiro. La joven le cuenta a un cronista que extrañaba mucho a su madre en las etapas previas de preparación para la competencia. “No sé todavía el puesto porque hay chicas que no terminaron, pero calculo que andaré dentro de los treinta”, le dice a Gonzalo Bonadeo cuando él le pide que le explique a la audiencia qué significan los 414,4 puntos que sumó. El periodista le dice: “En este momento estás 20”. La atleta, que nada sabía de su ranking por estar dando la nota, se sorprende y muestra una enorme sonrisa a la cámara. Bonadeo continúa dando precisiones sobre el puesto, la atleta se emociona, le pide que por favor le confirme lo que le está diciendo. “Me largo a llorar ya”, dice la adolescente. Dos minutos de tensión y ansiedad terminan cuando el periodista dice “Fernanda Russo, 20, quedaste 20, chiquita”. La atleta se tapa la boca, llora en silencio (y en primer plano), el periodista que tiene a su lado le dice “abrazate con tu mamá”. La madre la abraza y le pregunta qué ocurre. “20, mami, quedé 20”. Llora Fernanda, llora su madre. Lloran por el puesto 20. Llora la audiencia, explotan las redes sociales. Una chica de 16 años que no ganó nada conmueve a todos los espectadores.

La emoción nos convoca. El rendimiento deportivo es el anzuelo. El espíritu amateur es la promesa. Los Juegos Olímpicos son la exacta combinación de estos ingredientes. La televisión completa con relatos, información e historia. Nos puntúa la percepción. Por eso, deporte, televisión y emoción son un trío infalible y los Juegos Olímpicos son el terreno perfecto para su despliegue. Pero necesitan, para completarse de forma definitiva, que todos nosotros estemos frente a una pantalla (cualquiera sea) comiendo bizcochitos y tomando mates fríos. Desde el sillón, por supuesto.

Autorxs


Carolina Duek:

Investigadora Adjunta del CONICET. Docente de la Carrera de Ciencias de la Comunicación – Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Buenos Aires.