Concentración y libertad de expresión: variaciones sobre la censura sutil

Concentración y libertad de expresión: variaciones sobre la censura sutil

Además de censura previa, persecuciones y otras limitaciones evidentes, América latina suma una nueva capa de restricciones que obstruyen esta libertad, concebida como un derecho efectivo y colectivo, en igualdad de condiciones para todos. El Estado juega un rol fundamental ya sea favoreciendo la concentración de medios o, por el contrario, estimulando políticas públicas en beneficio de la ciudadanía.

| Por Martín Becerra |

Ponderar la libertad de expresión es una marca de época. Cuesta hallar, en el espacio público, discursos que se asuman promoviendo la censura. Las diferencias, claro, comienzan cuando se trata de definir este derecho y sus alcances, incluso en un momento histórico de inédita expansión de las posibilidades tecnológicas de la expresión y de la interconexión en red del planeta entero.

Desde la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 en adelante la libertad de expresión se reconoce como condición para la convivencia democrática, para la tramitación y la esperanza de resolución de los conflictos inherentes a toda sociedad y, en el marco de las actuales sociedades llamadas “de la información”, como recurso distintivo que condiciona las estrategias personales y colectivas (de individuos y grupos sociales) para mejorar la posición en la estructura social.

Además de la Declaración Universal de DD.HH., otros hitos que consolidaron esta perspectiva fueron la Convención Americana de DD.HH. y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que abrieron la comprensión de que se trata de un derecho no solo individual, sino también colectivo y que está íntimamente ligado al derecho a la información y al acceso a la cultura. De este modo, la libertad de expresión es un derecho que posibilita el ejercicio y la ampliación de otros derechos.

Es, en la traducción a la coyuntura política concreta, el principio de que toda persona pueda opinar, buscar y recibir información y perspectivas diversas, por todos los medios tecnológicos disponibles, cuando aparecen posiciones antagónicas.

Los obstáculos que restringen la libertad de expresión pueden ilustrarse con la imagen de los conflictos por el uso del espacio en una plaza pública. Aquí hay dos problemas. Por un lado, la hipótesis de la plaza llena: si bien en abstracto todos los ciudadanos reconocen que las plazas son espacios abiertos, libres, gratuitos y, en consecuencia, públicos, y que la plaza permite realizar diferentes actividades, si todos los ciudadanos de un barrio concurrieran a la misma plaza, esta colapsaría. ¿Cómo establecer, cuando el espacio de lo público es finito pero los derechos alcanzan a todos por igual, reglas justas para garantizar que todos ejerzan su derecho de acceso y evitar, pues, el abuso de unos y el menoscabo de otros?

Por otro lado, algunos espacios de la plaza son reglados más claramente e impiden que muchos puedan utilizarlos en simultáneo, mientras que otros espacios son concesionados a comercios que venden productos o servicios. Si el cuidador de la plaza, o el concesionario, o un grupo de vecinos con mayor fortaleza física, decidiera por sí mismo implementar reglas de uso de algunos de estos espacios, afectarían al conjunto ¿De qué modo se establecen condiciones para que todos puedan, si lo desean, usar ese espacio público en igualdad de condiciones?

Eventualmente, en la plaza hay música por altoparlantes. Nada impide que un vecino lleve su guitarra a un rincón de la plaza y ejecute su repertorio, pero el volumen de los parlantes se impone. ¿Es posible que a pesar de las limitaciones técnicas de los altoparlantes puedan escucharse varias melodías y no sólo las que difunde su operador?

Quienes conciben la libertad de expresión como un derecho individual que solo ejercen quienes tienen acceso o propiedad de los medios de comunicación, licencias con uso de espectro radioeléctrico o escala económica como para desarrollar una industria, operan como los “dueños de los altoparlantes” de la plaza.

Por supuesto, los conflictos y amenazas en torno a la libertad de expresión desbordan esta esquemática comparación con una plaza, pero la semblanza es útil como aproximación.

La libertad de expresión ha sido y es percibida por una parte del sistema político y por un sector de la sociedad civil organizada como un juego de suma cero, en el que la conquista del derecho a la palabra por parte de unos actores estrecha automática y proporcionalmente el derecho de otros.

La censura directa mediante la violencia contra una persona, un grupo o un medio es la versión más extrema de ataque a la libertad de expresión, pero esta no se agota en la posibilidad de realizar enunciados sin ser reprimido por ello (algo que, a pesar de lo básico que supone, no es garantizado en varios países de América latina y no lo fue en la Argentina durante muchos períodos en el siglo XX), sino que, además, requiere de recursos para ejercer el derecho de acceso, de búsqueda y de exposición de las propias ideas por todos los medios.

Hay restricciones indirectas, más sutiles, al ejercicio de la libertad de expresión y del derecho a la información. Algunas de estas restricciones derivan del hecho de que es materialmente imposible que todos los ciudadanos se manifiesten de forma activa por todos los medios. En consecuencia, el privilegio que tienen unos de acceder en determinadas condiciones, contrasta con la imposibilidad material de la mayoría.

Se podrá objetar que, en las actuales condiciones tecnológicas, en plena era de la digitalización, Internet amplía de modo inédito las capacidades y potencialidades expresivas. A ello corresponde matizar con dos advertencias: por un lado, nuestras sociedades son mutantes en su cultura infocomunicacional, siendo todavía intensivas usuarias de la TV y la radio, medios tradicionales, mientras que a la vez son protagonistas de nuevos hábitos de comunicación, entretenimiento e información en plataformas digitales; por otro lado, si bien Internet es un espacio de mayor intercambio reticular y permite desarrollar la expresión a quienes carecían de acceso a los medios tradicionales, la lógica de funcionamiento y propiedad de los contenidos es aún más concentrada que la de los medios clásicos, lo que es mucho decir. Consecuencia de ello son los esfuerzos crecientes de países europeos por regular la actividad de los gigantes globales de Internet en dos frentes: el de los datos personales y el de la competencia económica. Mientras, en paralelo, actualizan su regulación sobre medios audiovisuales para adaptarla al cambio tecnológico en curso.

Obstáculos a la libertad de opinar y recibir información

Históricamente, el Estado constituyó una amenaza para la libre circulación de ideas y opiniones. La resistencia a la regulación legal sobre medios de comunicación –extendida en el estamento de propietarios de medios y en algunos círculos periodísticos de América latina, no así en Europa o en América del Norte– recrea así una posición de honda tradición en las ideas políticas que, con matices, aparece desarrollada en diferentes Constituciones latinoamericanas decimonónicas.

Las luchas burguesas contra la monarquía absolutista en la Europa de los siglos XVII y XVIII fueron el campo en el que se elaboró la doctrina liberal que reniega de la intervención estatal como estrategia de ampliación del libre albedrío. Esta doctrina presenta una concepción individual de la libertad de expresión, y el derecho a no ser molestado por opiniones es un bien que se convierte en social (colectivo) a partir de la agregación de los individuos en una sociedad determinada.

Aunque la historia occidental ubica en el siglo XIX la superación de la censura institucionalizada, sin embargo estas posiciones se activan en pleno siglo XXI cuando se justifica la muerte de periodistas a raíz de sus investigaciones sobre la narcocriminalidad o el terrorismo estatal, paraestatal o privado (en muchos países de la región), o a raíz del contenido satírico de sus producciones, como ocurrió con el atentado terrorista contra el semanario satírico parisino Charlie Hebdo en enero de 2015.

En el marco de la libertad de decir, desde esta perspectiva tradicional de la libertad de expresión, América latina cuenta con constricciones actuales y lacerantes que representan una regresión en el reconocimiento del derecho individual y social a la expresión libre y a la comunicación y la cultura:
• Asesinatos, listas negras, clausuras, persecución, asfixia económica.
• Censura previa (única excepción, protección de la infancia y adolescencia).
• Derecho de protesta.
• Derecho de reunión.

La vigencia de estas violaciones al derecho a la libertad de expresión constituye un punto ineludible de preocupación en los Estados americanos. Volviendo a la imagen de la plaza, es como si se restringiera el acceso de algunos individuos a la misma, o se justificara su maltrato porque deciden reunirse bajo un árbol a cantar una melodía que no es del gusto de algunos (sean estos algunos mayoría o no).

Libertad de expresión ampliada

Ahora bien, y este es uno de los mayores problemas actuales, sin haber resuelto aún aquella generación clásica de problemas asociados a la libertad de expresión, América latina agrega, desde una perspectiva de derechos, una nueva capa de restricciones también fundamental y tan pendiente de resolución como la anterior.

El suponer que la elite social, económica y cultural que tiene/tenemos acceso a opinar en los medios equivale a la libertad de expresión de todos los ciudadanos, ¿no confunde libertad de opinión –cuya conquista fue costosa a través de décadas en el país– con el derecho a la libertad de expresión y a la cultura?

El constitucionalista Roberto Gargarella sostiene que “es necesario que todos los miembros de la comunidad puedan expresar sus puntos de vista; y además que es necesario que tales puntos de vista puedan ser confrontados unos con otros, en un proceso de deliberación colectiva. Tales pautas, que guiarían nuestra aproximación al derecho de la libertad de expresión, parecen encajar muy bien con algunos criterios muy bien asentados en la filosofía política y la jurisprudencia constitucional”.

Gargarella retoma las prolíficas reflexiones de Owen Fiss, para quien la libertad de expresión depende de los recursos de los que se dispone y ello demanda una regulación con equilibrio y razonabilidad por parte del Estado. Desde esta perspectiva, conocida como la del debate público robusto, el Estado no es más una amenaza, o bien no es sólo percibido como amenaza, sino que es una herramienta clave de consagración de los derechos de quienes, sin su intervención, verían afectada su libertad de expresión. Dado que se trata de recursos, su concentración en pocas manos restringe la libertad de expresión de una sociedad que, por condiciones estructurales, carece de pleno acceso a esos recursos.

Según la Corte IDH, las obligaciones en materia de libertad de expresión requieren de un rol activo por parte del Estado en pos de la protección de este derecho: “…en los términos amplios de la Convención, la libertad de expresión se puede ver también afectada sin la intervención directa de la acción estatal. Tal supuesto podría llegar a configurarse, por ejemplo, cuando por efecto de la existencia de monopolios u oligopolios en la propiedad de los medios de comunicación, se establecen en la práctica ‘medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones’” (Corte IDH, Opinión Consultiva OC-5/85, cit., párr. 56).

Es decir que la libertad de expresión no puede pensarse en el vacío y al margen de su gravitación histórica, social, económica, cultural y política.

La libertad de expresión, en suma, no se restringe a la libertad de los propietarios de los medios de producción de información y entretenimiento masivos ni al estamento profesional que desarrolla sus oficios en esas industrias de medios. Obviamente que estos están alcanzados por el derecho que, sin embargo, tiene como sujetos a todos los ciudadanos y no solo a los potentados y a los profesionales de la información.

Para que la agenda de problemas asociados al derecho a la expresión asuma pues la complejidad del momento presente, es necesario complementar el listado con una generación de problemas a incorporar al debate como desafíos de articulación de políticas públicas. Entre ellos, la concentración excesiva de los medios en pocas manos; el abuso de concesiones o licencias por parte del Estado (prórrogas sine die, imposibilidad de concursos y obturación a la competencia), así como la disposición discriminatoria de facilidades (condonación de deudas previsionales o fiscales, regímenes especiales sobre insumos de la industria –como el papel o la energía–); el sesgo en la asignación de publicidad oficial, y el establecimiento de condicionamientos previos tales como veracidad, oportunidad o imparcialidad de la información.

Concentración

La relación entre concentración y libertad de expresión merece una reflexión específica. En un proceso creciente de concentración, cada vez son menos las empresas que controlan la mayor parte del volumen total de un mercado. Desde esta perspectiva, el extremo al que pueden conducir los procesos de concentración es la tendencia de los mercados a configurar regímenes de oligopolio o de monopolio, donde una o unas pocas empresas de gran dimensión ocupan la totalidad del mercado, de manera que reducen las opciones disponibles. La subordinación de un conjunto de actores a la predominancia de unos pocos produce un círculo que se retroalimenta, incrementando la fortaleza de esos pocos que captan los mejores recursos del sector; por lo tanto, uno de los efectos de la concentración es que reduce la significación del resto de actores de ese sector de actividad.

En el caso de las actividades ligadas a la comunicación, la información y la cultura, los procesos de concentración tienen una doble significación, porque a la situación económica debe añadirse la importancia simbólica de los bienes inmateriales que esas actividades producen. Es decir que concentración e interés público no pueden ser disociados en el análisis de la conformación de los sistemas de medios de comunicación e industrias que producen y distribuyen información y entretenimientos a escala masiva. Como afirmó el ex juez de la Corte Suprema de Estados Unidos Hugo Black en un fallo antitrust que incluía a los mayores editores de diarios y a la agencia noticiosa Associated Press en 1945, “la mayor diseminación de información posible desde fuentes diversas y antagonistas es esencial para el bienestar público”.

En la teoría de la democracia, la doble función de las industrias de la comunicación como productores de valores y también de mercancías es medular para estructurar espacios públicos deliberativos que permitan el intercambio de informaciones, ideas y opiniones diversas. Por ello, todos los Estados democráticos cuentan con regulaciones que refieren a la concentración de los sectores de información y comunicación, además de activas políticas para estimular la diversidad cultural.

El reconocimiento de los efectos de censura sutil que produce la concentración excesiva de los medios de comunicación conduce a reclamar regulaciones, porque la “autorregulación” invocada por la tradición liberal produce, en el mejor de los casos, un reacomodamiento de relaciones de fuerzas entre los actores socioeconómicos mismos. Y se sostiene que la concentración afecta la línea editorial de los medios, unifica las fuentes disponibles de información así como las fuentes consultadas por el sistema de medios, reproduciendo cierta endogamia y uniformación de contenidos y formatos. Además, la concentración genera barreras anticompetitivas y cuellos de botella para el ingreso o la supervivencia de operadores más pequeños o débiles e implica una mayor capacidad de los grupos concentrados de influir en las decisiones del estamento político.

La concentración, además, vincula negocios del espectáculo (estrellas exclusivas), del deporte (adquisición de derechos televisivos), de la economía en general (inclusión de entidades financieras y bancarias) y de la política (políticos devenidos en magnates de medios, o socios de grupos mediáticos) con áreas informativas, lo que produce repercusiones que alteran la pretendida “autonomía” de los medios.

Otro impacto que provoca la concentración es la centralización geográfica de la producción de contenidos e informaciones en los lugares sede de los principales grupos. Buenos Aires (en Argentina), San Pablo y Río de Janeiro (en Brasil), Santiago (en Chile) son ejemplos contundentes. Este impacto también debilita el espacio público y empobrece la disposición de distintas versiones sobre lo real por parte de las audiencias/lectores, condenando a una subrepresentación a vastos sectores que habitan en el “interior”.

Por otra parte, la concentración supone un ambiente de precarización del empleo, porque desaparecen medios y porque los existentes tienden a fusionarse, generándose economías de escala y ahorro de costos laborales. Y además porque en un sistema de medios muy concentrado, los periodistas tienen pocas alternativas de conseguir un buen empleo si se enfrentan con alguno de los grandes grupos, dada la tendencia a la cartelización del sector. El delicado tema de la autocensura en la profesión no debería eludir la consideración de este aspecto.

Por consiguiente, y salvo excepciones, los procesos de concentración debilitan la circulación de ideas diversas en una sociedad y por ello protagonizan, desde hace décadas, la agenda de políticas públicas en el sector de la información y la comunicación en países de distintas latitudes y con tradiciones regulatorias.

Para garantizar el derecho a la libertad de expresión y ampliar su ejercicio, entonces, el debate democrático acerca de cómo atenuar los efectos de la concentración excesiva de los medios de comunicación tiene una importancia imposible de exagerar en las sociedades contemporáneas.

Autorxs


Martín Becerra:

Conicet, Universidad Nacional de Quilmes y UBA.