Ciencia, tecnología y ética

Ciencia, tecnología y ética

La construcción de un modelo alternativo de producción, transmisión y aplicación del conocimiento necesita de la participación colectiva para definir qué nuevos valores éticos guiarán la acción.

| Por Silvia Rivera* |

La relación entre ciencia, tecnología y ética puede considerarse una relación problemática. Si bien desde hace ya varios años se multiplican los discursos acerca de la responsabilidad social del científico y también sobre cuestiones éticas y bioéticas –tanto en espacios académicos como de divulgación científica–, está claro que esto no implica necesariamente una expansión de la reflexión en torno al desarrollo de la práctica tecnocientífica y su orientación éticopolítica.

Considero que para que tal reflexión se torne efectiva es necesario, en un primer momento, analizar los conceptos en juego. Porque no siempre está claro qué entendemos por “ciencia”, por “tecnología” y tampoco por “ética”, a pesar de la familiaridad que inviste a tales conceptos. Aún más, es frecuente que la sobreabundancia en el uso de las palabras provoque una suerte de banalización que desgasta su sentido, al punto de convertirlas en cáscaras vacías de contenido aun cuando mantengan intacta su contundencia retórica.

Entre los términos de moda, el de “bioética” y también el de “tecnociencia” –en especial a partir de la publicación en el año 2003 del libro de Javier Echeverría titulado La revolución tecnocientífica– han ganado un espacio interesante en cursos, publicaciones y notas en medios masivos. Ambos pueden resultar útiles a la hora de avanzar en el análisis, pero a condición de que logren escapar de la banalización señalada.

La bioética, por ejemplo, se manifiesta como recurso eficaz para enfrentar los conflictos que la tecnociencia detona, en especial en el campo de las ciencias biomédicas. Sin embargo, con frecuencia este recurso sólo alcanza para realizar un operación cosmética, en la que se regulan o “maquillan” ciertas consecuencias no deseables del desarrollo tecnocientífico. Maquillaje o “barniz” de ética que deja intactos los supuestos que arraigan en nuestras prácticas y que no estamos dispuestos a cuestionar, entre otras cosas porque eso implicaría una reconfiguración de la modalidad de producir, comunicar y aplicar el conocimiento que, en caso de modificarse, afectaría sin duda los intereses de poderosas minorías.

Ahora bien, ¿para qué este recurso a la hibridación presente en el neologismo “tecnociencia”? En primer lugar, para mostrar la improcedencia de las separaciones rígidas y dicotómicas que articulan la epistemología tradicional y que diferencian nítidamente un campo teórico de otro práctico. Mario Bunge, quien encarna el prototipo del epistemólogo “cientificista”, defiende en sus escritos tales dicotomías. Sin negar el vínculo entre ciencia y tecnología, considera Bunge en un artículo de 1983 titulado “Towards a philosophy of techonology” que la ciencia trata con lo real en tanto la tecnología se vincula con lo artificial. Por otra parte, mientras la ciencia se estructura en base a leyes objetivas que explican los fenómenos naturales acercándonos a la verdad, la tecnología se maneja con reglas que pautan mecanismos para el logro de la eficacia en un dominio dado.

Antes de revisar las citadas dicotomías, recordemos que fue Oscar Varsavsky quien con mayor justeza caracterizó al “cientificismo” en su libro Ciencia, política y cientificismo, publicado en 1969. En este libro leemos que “cientificista” es el investigador que se ha adaptado a este mercado científico, que renuncia a preocuparse por el significado social de su actividad, desvinculándola de problemas políticos y entregándose de lleno a su “carrera” que se mide o evalúa a través de parámetros meramente cuantitativos: la cantidad de papers publicados, que valen más cuando se incluyen en revistas extranjeras. El cientificista es, en consecuencia, un agente de la desnacionalización y la dependencia.

Es interesante observar la función ideológica de los dualismos, como por ejemplo natural-artificial y también leyes-reglas, que refuerzan la ilusión de independencia de un conocimiento científico puramente teórico que luego se relaciona con la materialidad de las prácticas, a través de esa suerte de “bajada controlada” que es la “aplicación”. De este modo se sostienen convicciones o “creencias” profundamente arraigadas en el paradigma epistemológico moderno.

Recordemos que el paradigma moderno define a la ciencia como un tipo particular y privilegiado de conocimiento que se destaca por su verdad universal y objetiva, garantizada por una metodología rigurosa que se articula sobre la base de razonamientos lógicos y de confrontación empírica. A esta identificación de la ciencia con el conocimiento, se sigue la afirmación de un modelo lineal de investigación, que comienza por la ciencia básica o “pura” para continuar de modo unidireccional con la ciencia aplicada, la tecnología, la industria, para impactar finalmente en la sociedad. En este modelo, la posibilidad de una revisión ética se reconoce sólo a partir de la instancia de implementación tecnológica, colocando al margen de la consideración ético-política aspectos tan importantes como la elección de los temas a investigar, la metodología utilizada y los diseños experimentales, entre otros.

Por este motivo, para establecer una vinculación fuerte entre ciencia, tecnología y ética, es necesario –en primer lugar– revisar la tradición epistemológica que se construye sobre los supuestos señalados. Es necesario entonces que nos ubiquemos en otro horizonte para desplegar nuestra crítica, por ejemplo el horizonte que abre la “posciencia” a la epistemología. O quizá debamos decir “posepistemología”, en tanto ha sido la epistemología clásica la encargada de sistematizar, sostener y aun sacralizar el modo de producción de conocimiento de la ciencia moderna.

La perspectiva poscientífica avanza en la deconstrucción de los rígidos esquemas dicotómicos que la epistemología utilizó para sistematizar el estudio de la ciencia. En este sentido, hablar de “tecnociencia” implica entre otras cosas reconocer que el conocimiento es esencialmente práctico, y esto no ya por sus aplicaciones posibles sino por su propio proceso de producción.

Concebida de este modo, la tecnociencia permite reconocer que la producción de conocimiento es una actividad social que se despliega en contextos institucionales atravesados por complejas tramas de poder que pautan mecanismos para orientar innovaciones. Innovaciones que, por más básicas o teóricas que sean, nunca resultan “puras” o incontaminadas en el plano ético y político, entre otras cosas porque incluyen siempre, necesariamente, una serie de aplicaciones posibles ya evaluadas en función de su viabilidad y rentabilidad.

Derribadas ya las dicotomías cientificistas advertimos que tanto el dato científico como el artefacto tecnológico no son nunca “reales” en el sentido de “naturales” o existentes previamente a nuestra intervención. El concepto de lo “real” deja de hacer referencia a algo “dado” a la experiencia, que antecede la práctica cognitiva, para convertirse en el resultado de una serie de procedimientos social e institucionalmente reglamentados. Todas las prácticas suponen reglas y si la ciencia es práctica también las supone. Autores de la talla del filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein, ya en las primeras décadas del siglo XX, asimilaron las leyes de la ciencia –concretamente de la mecánica– a reglas que nos indican cómo tenemos que construir las proposiciones que usamos para describir eso que en cada caso llamamos “realidad”. Si las leyes científicas no son ya proposiciones universales que encierran una conjunción infinita de casos particulares, sino reglas que nos indican cómo proceder a la hora de describir lo “real”, entonces la distinción entre leyes y reglas también queda sin efecto.

Y no son entonces los predicados “verdadero” y “falso” los que convienen a las reglas. A la hora de evaluarlas emergen otros, más relacionados con la racionalidad deliberativa de la ética y la política que con la racionalidad demostrativa de la ciencia en su versión tradicional. “Bueno”, “justo”, “conveniente” o “pertinente” son algunas de las calificaciones que admiten las reglas, insertas ahora en el núcleo mismo de las teorías científicas, ocupando el lugar de las antes llamadas “leyes”, de modo tal que la teoría misma deviene práctica-teórica.

Tecnociencia es el nombre que se usa para resaltar el carácter práctico del conocimiento, que emerge con especial contundencia en el campo de la medicina y la biología y que reclama una ampliación del modelo epistemológico vigente. Se trata de una ampliación que incluya a la ética y a la política como capítulos centrales, porque el conocimiento es práctico y las leyes científicas son reglas para la acción.

La palabra “ética”, por su parte, requiere también de un análisis que la aleje de estereotipos deontologizantes. Porque un modo eficaz de limitar la ética a la regulación de las innovaciones tecnológicas, pero sin revisión alguna de los supuestos cientificistas de la epistemología clásica, se advierte en la proliferación de “Declaraciones de Principios” o “Códigos de Ética” tales como la “Declaración de Helsinki” (con su última revisión de octubre de 2008) que establecen los deberes y derechos mínimos para desplegar la investigación biomédica.

Y en verdad son mínimos en su vacío formalismo y pretendida universalidad. Una enumeración de deberes básicos y una apelación a derechos abstractos que no rozan siquiera el hecho de que el proceso de producción de conocimiento, en todas las áreas, no comienza con el interés puramente epistémico por conocer la verdad, tampoco con la recopilación de evidencias empíricas. Comienza, en todos los casos, con decisiones ético-políticas.

Frente a las limitaciones de declaraciones y códigos, que responden todos ellos a un modelo ético de tono deontológico, que identifica los principios básicos, universales y formales que deben guiar las acciones individuales y colectivas, considero necesario explorar la perspectiva axiológica, esto es, la que identifica los valores que afirmamos en nuestras elecciones y decisiones. Explorar los valores que guían la práctica cotidiana de la tecnociencia y también los mecanismos institucionales que los sostienen y promueven. Pero no entendiendo valores como instancias trascendentes, sino como los objetivos valiosos que define una comunidad dada.

Está claro que la perspectiva axiológica expande el potencial de la ética a la hora de vincularse con la teoría y la práctica tecnocientífica, en tanto otorga materialidad y contenido al frío formalismo del deber abstracto. Pero está claro también que tal materialidad complica la pretensión de universalidad, tan apreciada por la tradición occidental tanto en ciencia como en ética. Porque aquello que para una comunidad resulta útil, conveniente, bueno o justo investigar puede no resultar así para otra.

Dejar atrás la ficción de universalidad del saber hace posible un arraigo efectivo de la tecnociencia en la sociedad y a partir de aquí, si está dada la voluntad política, también una apropiación social del conocimiento. Porque pensar la tecnociencia en su dimensión axiológica no debe conducirnos –sino más bien todo lo contrario– a modelos de gestión tecnocrática.

Así como en tiempos de fisión del átomo, de cuestionamientos a la mecánica clásica, de emergencia de la indeterminación y el azar, la epistemología naciente opera como obturador del pensamiento, manteniendo en el foco de luz sólo un pequeño capítulo, el de la estructura interna de las teorías, y como ideología que nos convence de que esa es la única cuestión digna de atención filosófica, es necesario evitar que la posepistemología funcione en nuestro siglo como discurso neutralizador de lo político, exaltando un modelo basado en el tecnicismo y el elitismo experto que genera nuevas exclusiones.

El modelo de reflexión sobre la tecnociencia al que aspiro no es reduccionista, ni autoritario, ni elitista, sino todo lo contrario. Se funda en la convicción de apertura e inclusión de los ciudadanos en un debate ético en torno a los objetivos valiosos que elegimos como comunidad para orientar el desarrollo. Una ética basada en diálogo, que promueva la participación de todos los sectores sociales. Porque de la complejidad técnica de un proyecto de investigación no se sigue una igual complejidad para comprender si es bueno, justo, necesario o pertinente desplegarlo en un país, región, o comunidad dada. Esto resulta claro tan pronto comprendemos que los fines u objetivos de una investigación no se reducen a formalismos expertos, sino que responden al modelo deliberativo de la racionalidad ético-política.

Se trata sin duda de un importante desafío: el desafío de compartir el poder, aceptando que el conocimiento es un bien público y que por lo tanto debe gestionarse como tal. Es decir que enfrentar hasta las últimas consecuencias los desafíos que plantea la tecnociencia implica construir un modelo alternativo de producción, transmisión y aplicación del conocimiento que haga posible el protagonismo de los ciudadanos en cada una de estas instancias, pero considerados como sujetos activos del debate y no sólo –y en el mejor de los casos– como meros destinatarios de las posibles utilidades y beneficios del desarrollo tecnocientífico.

Se trata sin duda de una tarea pendiente que requiere entre otras cosas una profunda transformación en la enseñanza formal e informal de la ciencia, la epistemología y la ética. Sólo mencionaré aquí, y a modo de ejemplo, algunas de las características que a mi juicio distinguen a esta nueva modalidad de reflexión y de acción. Estas características son el no-reduccionismo, el problematicismo, el anti-imperialismo y el anti-fatalismo, tal como las presenta Ricardo Gómez en su ficha de cátedra:

• No-reduccionismo: se requiere ampliar el campo de problemas que plantea una reflexión sobre la tecnociencia, en la convicción de que se trata de una práctica social compleja con profundo arraigo en nuestras formas de vida.

• Problematicismo: frente al talante constructivo propio de los positivistas, una reflexión alternativa sobre la tecnociencia posterga la clara y pronta sistematización (catálogo de cuestiones y posibles soluciones) para mostrar los conflictos inherentes y no fácilmente resolubles de la tecnociencia.

• Anti-imperialismo: aceptar el vínculo entre tecnología y política es examinar su impacto en la vida democrática. Impacto que, de camuflarse, puede resultar fuertemente antidemocrático, al instalar un ejercicio tecnocrático del poder como algo “natural” que se deriva de la marcha inexorable del desarrollo de la ciencia y su supuesto “derivado”: la tecnología.

• Anti-fatalismo: es importante entender que la situación actual no es el desenlace inevitable de un proceso de historia interna, guiado por una lógica inexorable. Es el resultado de decisiones que tomamos, o mejor dicho, que otros toman por nosotros. Para que esto último no ocurra, debemos insertarnos activamente en el proceso de producción de conocimiento, decidiendo como ciudadanos, investigadores o profesores, qué valores elegimos para guiar nuestra acción. Está claro que si se trata de valores de participación, diálogo y democracia, así como de equidad y justicia, resistiremos las modas filosóficas que nos esquematizan problemas y soluciones-tipo acerca del desarrollo tecnocientífico. Podremos así avanzar en una reflexión ampliada y una gestión democrática, sin duda más compleja, conflictiva e incómoda, pero acorde con una ética del compromiso que estoy convencida nos incluye cualquiera sea el lugar que ocupamos en el proceso de producción del saber.

Para terminar, una aclaración que puede parecer obvia. Reconocer la necesidad de problematizar el sentido en el que efectivamente se orienta la práctica tecnocientífica no quiere decir en absoluto estar en contra de ella u oponerse a su desarrollo. La cuestión no es, pues, si se está a favor o en contra de la tecnociencia. La verdadera cuestión se plantea en términos de qué ciencia y qué tecnología pretendemos. Pero para que este debate pueda instalarse con éxito necesitamos primero reconocer que no hay un solo camino para avanzar hacia el futuro así como no hay un único criterio de validación de las innovaciones tecnocientíficas. Sólo afirmándonos en este reconocimiento podremos aceptar entonces que somos responsables tanto de esa validación como de ese futuro.





* Filósofa. Profesora asociada regular de la UBA y de la UNLA. Miembro de Subcomisión de Ética de la Sociedad Argentina de Pediatría.