La superstición moderna: Ciencia y tecnología en la mirada antropológica

La superstición moderna: Ciencia y tecnología en la mirada antropológica

La tecnología no puede pensarse como una esfera aislada e independiente de la sociedad. Los avances en la materia dan cuenta de complejos procesos de interacción y del conjunto de relaciones que los componen.

| Por Alejandra Roca* |

«Los antropólogos comenzaron a estudiar la ciencia y la tecnología antes de la existencia formal de los Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología.»
(Hess, 1992)

Algunos fenómenos contemporáneos desafían las categorías a partir de las cuales la ciencia y el derecho nos enseñaron a pensar y actuar sobre el mundo. Las industrias o actividades de extracción y producción contaminantes o que amenazan la biodiversidad (papeleras, minería, pesca desregulada, monocultivos, etc.), la energía atómica, los OMG (organismos modificados genéticamente), la comercialización y circulación de fragmentos corporales (como células y órganos), los fármacos legales e ilegales, entre otros, parecen hacer tambalear las colosales columnas sobre las cuales se erigió el edificio del pensamiento moderno. Parte de sus cimientos lo constituye la creencia en la correspondencia entre las “esferas” de conocimiento y sus “territorios”.

La economía, la geografía, la química, el derecho, la medicina y el resto de las disciplinas y profesiones fueron dispuestas en ordenamientos de series o campos como si “lo real” pudiese efectivamente dividirse en porciones o jurisdicciones; los profesionales y científicos fueron investidos con la autoridad legítima para intervenir y expresar la “verdad” sobre los fenómenos de cada esfera en cuestión. A su vez se delimitaron con esmero fronteras inequívocas entre las esferas y sus territorios para evitar contradicciones y superposiciones, sancionando los cruces de fronteras como una intervención ilegítima (neófito-acientíficovulgar). Así nos acostumbramos a que la economía –equiparada a una ciencia exacta o natural– utilice en sus informes expresiones neutras, propias de la meteorología o la escena clínica cuando se describen fenómenos de la naturaleza: las cosas “suben/bajan/se estabilizan/registran tendencias”, etc. En esta perspectiva, desde las máximas directrices de las políticas de Estado hasta las microdecisiones de la administración pública constituyen “problemas técnicos”, una esfera particular con su propia porción de realidad asignada, con sus propios especialistas, su lenguaje… una iglesia con sus propios ritos, sus sacerdotes y sus dogmas de fe.

Sin embargo, una intervención tecnológica crítica o una controversia en C&T nos evidencia las complejas redes que irrumpen como torbellinos haciendo estallar las “esferas” disciplinares del conocimiento; que como frágiles burbujas se disuelven en el aire. Así las papeleras, los OGM, la criopreservación de embriones, los test de ADN y aun el matrimonio igualitario o la ley de identidad de género, dejan de ser problemas meramente técnicos contenidos en esferas legales, biomédicas, químicas, económicas, sociológicas, etc., para dejar asomar la complejidad de la articulación de los fenómenos sociotécnicos.

Los antropólogos y la tecnología

Para la antropología clásica, ejercitada en el estudio de las sociedades “salvajes”, la interrelación entre las esferas no era una novedad, ya que la disciplina se había desarrollado en torno a una idea fundante: el holismo (de hole: totalidad). La aproximación holística surgió gracias al empecinado intento por integrar las dimensiones materiales y simbólicas. Más allá de las orientaciones teóricas, los antropólogos han relevado, descrito e interpretado los sistemas de conocimiento nativos (aunque sea en términos de “creencias”) como la etnobotánica, etnopsiquiatría, etnoastronomía, etnomatemática, etc. También han investigado los sistemas de aplicación y transferencia del conocimiento y las técnicas, tales como: ritos iniciáticos, prácticas shamánicas o de la vida cotidiana, ya sean relativos a la salud/enfermedad, preparación y conservación de alimentos, construcción de casas, embarcaciones, obras comunitarias como puentes, canales o graneros, técnicas de agricultura, caza y pesca, confección de vestidos, producción de armas, herramientas y artefactos en general; sin perder la perspectiva y el interés por contextualizar estos conocimientos y técnicas en su medio cultural y considerándolos como parte de esa totalidad.

El sabio maestro Marcel Mauss enseñaba a los antropólogos –en su célebre Essai sur le Don (1903)– que las relaciones económicas no se producían dentro de una “esfera”, aislada y pura. Por el contrario, en las sociedades salvajes los mercados no reducían sus actividades al puro intercambio de mercancías u objetos; parecía evidente observar como las transacciones “económicas” eran a su vez intercambios simbólicos, religiosos, políticos, etc. En otras palabras, las relaciones de intercambio estaban saturadas de significados y contenían toda la trama de relaciones sociales que la modernidad se había esforzado por opacar. Algo similar a lo que Bruno Latour predica en la actualidad en escenarios más amplios y que abrió un debate cuyo punto de partida más perturbador se nutre de aquellos viejos axiomas de la antropología clásica: las esferas no existen, la red lo es todo.

Los fenómenos y artefactos –todos– contienen la profundidad histórica del proceso que los conforma y la integridad de las relaciones que determinan su complejidad. Entonces, nada es meramente “técnico” ni meramente “social”, la red evidencia la densidad de las dimensiones y relaciones que componen la trama de la experiencia humana. La elección de un artefacto o de una determinada tecnología contiene más aristas que costos y beneficios y conlleva, en ciertos casos, poderosos significados que movilizan, contradicen, superponen, condensan o encubren el espesor de estas redes: ¿es que acaso podemos pensar en el Pulqui como en un simple avión? ¿El resultado de un test de ADN como una mera determinación científica? Claro que no podríamos escindir las implicancias políticas, subjetivas e históricas que representan esos ejemplos, pero casi siempre tendemos a considerar los artefactos tecnológicos como el producto neutro de una ciencia igualmente neutra, esotérica y aislada, en una esfera mucho más lejana e inaccesible que el derecho y la economía.

Los antropólogos, interesados en el proceso de producción de canoas –por ejemplo–, se interesaban tanto en la forma y el diseño como en la obtención de los materiales necesarios para su construcción, pero también en los tatuajes de los marineros y en las ceremonias y rituales que aseguraban la confianza en el artefacto y en los vientos; nos habían familiarizado con la trama de relaciones que pueblan y dan sentido a un “mero” artefacto.

La antropología clásica ha tratado de reunir e interpretar las articulaciones entre la vida material y la organización social, las disposiciones de la ley nativa y su particular economía –entendida como el sistema de intercambios que implicaba más que objetos–, la administración de los recursos naturales y los aspectos simbólicos de la cosmología, las particulares reglas de transferencia de conocimientos, técnicas y herramientas con el parentesco y la organización política.

La historia de los desarrollos teóricos de la antropología en torno al problema de la tecnología revela momentos de diversos reduccionismos –idealistas, culturalistas y materialistas– e interpretaciones sistémicas –funcionalismo, estructural funcionalismo– que oscilaron entre obviar la introducción de nuevas tecnologías derivadas del contacto con la sociedad occidental, hasta considerar estas innovaciones como herramientas “intrusas”, elementos “disruptores” y fuentes potenciales de conflictos y alteración en la vida social de los pueblos no occidentales. Esto significa que por lo general, incluso en las ocasiones en que la tecnología occidental fue concebida como un elemento exógeno y peligroso para la cultura en cuestión, los antropólogos han tendido a considerar las tecnologías “tradicionales” –es decir, las desarrolladas por los “nativos” en su propio contexto y con sus propios recursos– como una entre tantas de las expresiones materiales de una cultura determinada. Incluso algunas escuelas, como el evolucionismo del siglo XIX, han reflexionado explícitamente acerca del protagonismo de la tecnología en el desenvolvimiento universal de la humanidad, concibiendo a la misma como uno de los principales indicadores y vectores determinantes del progreso humano.

Por último, los antropólogos han examinado el impacto de la tecnología occidental en el contexto del colonialismo. Este “impacto” no sólo compromete la simple introducción de tecnologías exógenas, como por ejemplo el hacha de metal o las vacunas, sino también la incorporación (muchas veces por la fuerza) de nuevos términos en la organización del trabajo y la producción, la destrucción o pérdida de recursos naturales, tales como el propio territorio y especies de la flora y fauna local, y el detrimento o desaparición de técnicas y conocimientos específicos debido a la “reeducación” llevada a cabo como sólida imposición de la cultura “blanca” occidental.

Los mitos que construyen la tecnología occidental se encuentran imbricados en la superstición de las “esferas” autónomas, el progreso inevitable y cierta sospecha de blasfemia. Básicamente la tecnología se inscribe en el vórtice que tensa dos fuerzas antagónicas: tecnofobia y tecnofilia. La primera hunde sus raíces en los mitos de origen que nutrieron al romanticismo y que sueña la emergencia de la tecnología como una maldición divina –el anatema del artificio– y, análogamente en virtud de su sacralidad, la tecnología es conjeturada como redentora y portadora de la salvación de la humanidad.

Del anatema del artificio a la redención

El mito de Prometeo suele interpretarse como un mito de origen de las técnicas y metafóricamente del control sobre la naturaleza. Precisamente la “domesticación” del fuego está asociada al desarrollo de las técnicas, fundamentalmente a la metalurgia, es decir, a la construcción de “herramientas”. De allí que la intervención de Prometeo constituye un ofrecimiento de “liberación” de las rudas tareas de la supervivencia. El envío de Pandora, como venganza de Zeus, combina poderosos rasgos de seducción y misterio. Pandora, curiosa y rebelde, abre una caja o tal vez una enorme jarra, para derramar así todos los males sobre el mundo, incluyendo la enfermedad, la vejez y la finitud. Como Eva, su compañera en el mito judeocristiano, esta primera mujer desafía el mandato del Dios-padre, precipitando con su acción una nueva condición existencial, mortal y desdichada. En la Biblia la voluntad de dominio y control sobre la naturaleza emerge como mandato divino: Dios concede al hombre primacía entre las criaturas del Edén. Adán es asignado a la tarea de “nombrar las cosas”, es decir, re-crear a través del lenguaje, construir la taxonomía, clasificar y ordenar el des-orden de la naturaleza. Sin embargo, este poder no es ilimitado. Una prohibición –el fruto del árbol del conocimiento– delimita el lugar del hombre. En el mito bíblico, la serpiente encarna la astucia y la tentación demoníaca, pero al mismo tiempo, la serpiente –el ouroboros– simboliza el conocimiento y la transformación. La tentación y la curiosidad provocarán la ira de Dios y la consecuente expulsión del paraíso –el lugar donde no hay conocimiento ni control sobre la naturaleza–. El carácter mismo de la ruptura del pacto sagrado introduce metafóricamente el tiempo “cero” de origen de la sociedad humana, sellado por el progresivo control de la naturaleza. Los hombres “desprotegidos” serán abandonados a su propia suerte, obligados a procurarse su sustento y a enfrentar el padecimiento físico. Las sentencias “ganarás el pan con el sudor de tu frente” y “parirás con dolor” resultan a la vez castigo y evidencia de la nueva condición. En ambos mitos, la inocencia protegía como un manto divino a los hombres, la “imprudente” apertura al conocimiento instala la cultura, “segunda naturaleza humana”, que al mismo tiempo excluye al hombre de la unión primordial, arrojándolo a la incertidumbre de las preguntas sin respuesta. Podría decirse que en estos mitos el conocimiento aparece como una metáfora del traspaso del control divino a los hombres, irremediable transferencia de poderes que acarrea infelicidad y miseria. Como escribió Rousseau en 1755: “La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuya invención produjo esta revolución. Para los poetas fueron el oro y la plata, para el filósofo son el hierro y el trigo los que han civilizado al hombre y perdido al género humano”. Rousseau invierte el sentido del progreso como degradación de un estado primordial.

Parte de esta “tecnofobia” o esta sospecha hacia la idea de progreso asoma en las incertidumbres contemporáneas. El optimismo de los avances científico-tecnológicos y la certeza de que el producto de su actividad apunta inequívocamente al “bien” de la humanidad comenzó a empañarse debido a las inquietantes y sombrías perspectivas latentes en muchos desarrollos tecnológicos –especialmente después del Proyecto Manhattan, cuyo producto fue la bomba atómica–. Desde la Escuela de Frankfurt en adelante, la concepción de la tecnología como una instancia neutral y apolítica (tesis de la autonomía de la tecnología) se ha vuelto conceptualmente caduca e insostenible. Las reflexiones sobre las formas de poder y autoridad, los mecanismos de dominación que operan en la tecnología moderna y el desmantelamiento de la dimensión moral en las prácticas reales de la racionalidad científicotecnológica, han sido desarrolladas desde distintos enfoques y disciplinas.

Los artefactos son políticos: ¿la política teje la trama?

La noción de la tecnología como neutra e instrumental había sido predominante en el desarrollo del pensamiento sobre C&T. En su articulación con la economía política, los análisis solían basarse en los supuestos de la escuela neoclásica. Las instituciones no económicas, por ejemplo la historia, resultaban irrelevantes para el análisis. Así, la tecnología en estas corrientes consistía en un bien disponible, algo así como un “stock” fijo de conocimientos del cual podían “retirarse” conocimientos o procedimientos según las necesidades. Estas nociones basadas en una racionalidad sustantiva universal aspiraron a formular un refinamiento matemático de la competencia perfecta.

La teoría del Homo Economicus y la búsqueda de modelos de comportamiento universales han tenido enormes influencias en la antropología –especialmente en la arqueología y la antropología económica– y promovido extensas disputas en torno a la existencia de una suerte de “naturaleza” primordial/esencial humana. Esta suerte de “racionalismo ingenuo” –que supone que tendemos naturalmente a elegir las opciones que suponen una mejor relación “costo-beneficio”, incluso entre los “salvajes” cazadores recolectores– ha provisto el anclaje que sostiene parte del optimismo cientificista que alienta la superstición de la tecnología redentora. Entender el avance tecnológico como un bien y un fin en sí mismo –que terminará por salvarnos de todos los males (la vejez, la enfermedad, la esclavitud, la muerte)– obliga a camuflar y disimular las incertidumbres que el mismo promueve.

Esta suerte de “racionalismo vulgar” comparte con el positivismo clásico la convicción de que la ciencia a-valorativa siempre podrá “encontrar”, “descifrar” o “descubrir” las soluciones correctas, objetivas y políticamente neutras a cualquier problema que se le presente. En esta perspectiva, los juicios de valor no son a-científicos, sino contrarios a la ciencia. El significado político de esta noción de neutralidad afirmaba el eventual reemplazo de la actividad política por las opciones “neutras” e indiscutiblemente “expertas”. De manera simétrica, la política podría ser comprendida como una cuestión técnica, las líneas de acción y estrategias podrían “demostrarse” o probarse con criterios científicos. Como expresó con ironía Renato Dagnino, gracias a la ciencia, la humanidad “…se podría librar de la política, se implantaría un dominio de la lógica de la razón, sustituyendo la emoción y la pasión; las cuestiones sociales y políticas se tratarían de manera científica, eliminando disputas irracionales animadas por intereses políticos, lo que produciría una sociedad mejor”.

Finalmente, estas concepciones de la C&T como neutra y meramente instrumental arbitraban como límites a los estudios que intentaban articular la tecnología y la sociedad. En los últimos años, los distintos abordajes comenzaron a captar la naturaleza compleja de los procesos de cambio tecnológico y a abandonar la representación analítica de la tecnología y la sociedad como dos entidades de existencia independiente, es decir, como esferas autónomas. Así los investigadores han promovido las visiones holísticas (recuperando las conceptualizaciones de la antropología clásica) y el uso de la metáfora de la seamless web (red sin costuras) tornando impracticable la distinción a priori entre naturaleza y sociedad.

De tal forma, la antropología y la sociología tienen mucho que aportar a las discusiones que se plantean a la luz de una profunda revisión de las categorías duales que ordenaron la producción de conocimiento: cuerpo/mente, varón/mujer, pero también otras como civilización/barbarie, estado/mercado. El mérito de esta apertura está en reconocer el carácter relacional, la profundidad histórica y la dimensión política del espectro de problemas mencionados. Abogamos entonces por aproximaciones e intervenciones que no se restringen ni se “esconden” en la mirada técnica-instrumental, sino que reclaman la dignidad de la decisión política. La intervención pública como acto de irreverente intensidad política es tal vez la más optimista novedad que estamos experimentando en la región. El protagonismo de la dimensión política nos enriquece y propone nuevos escenarios en donde las esferas estallan para transformar la realidad desde aspectos que creíamos inconmovibles y estables, la creatividad trasciende fronteras y desafía las formas en las que acostumbrábamos a pensar –por suerte–.





* Docente e Investigadora, FFyL, UBA. Dra. en Ciencias Antrológicas UBA, Mg. en Políticas y Gestión de la Ciencia y la Tecnología (CEA-UBA).