Catolicismo, Iglesia y democracia en la Argentina (1983-2013)

Catolicismo, Iglesia y democracia en la Argentina (1983-2013)

La relación entre Iglesia y democracia en nuestro país se ha caracterizado por las tensiones. Mientras la Iglesia sostiene que tiene algo para decir sobre la sociedad y sus maneras de organizarse, el número de argentinos que se declaran indiferentes a la religión no ha dejado de crecer. ¿Cómo impactan estos cambios en las relaciones familiares y personales?

| Por Verónica Giménez Béliveau |

La Iglesia Católica es, sin lugar a dudas, un actor central en la historia argentina, una institución que ha sabido organizar no sólo las creencias, sino también los límites de lo moralmente aceptable, las fronteras de los derechos, el espacio de la política. Pensar el catolicismo es pensar la sociedad argentina, y reflexionar sobre la relación entre la Iglesia y la democracia es también indagar las representaciones que la sociedad tiene de sí misma, y las potencialidades y los límites de los procesos de democratización y adquisición y ampliación de derechos por parte de la ciudadanía.

Si tomamos en cuenta el corte democracia/dictadura, tal vez la fractura más significativa desde el punto de vista del análisis político de la Argentina del siglo XX, encontramos que la Iglesia y la democracia han establecido en la historia del país una controvertida y larga historia. La relación entre Iglesia y democracia ha estado más marcada por las tensiones que por los acuerdos: con presidentes democráticamente electos excomulgados, ruptura de relaciones con el Vaticano en gobiernos democráticos, y crecimiento de estructura administrativa, de personal y de influencia durante los gobiernos dictatoriales, las jerarquías de la Iglesia han desarrollado una afinidad sostenida con estos últimos a partir de los años 1930, que le permitió ampliar sus horizontes territoriales, políticos y de influencia moral durante las dictaduras.

La Iglesia, sin embargo, no es –nunca ha sido– un espacio monolítico ni homogéneo: se trata de una institución plural atravesada por corrientes teológicas, ideológicas y políticas diversas, que logran imponerse en épocas determinadas. El equilibrio entre las tendencias es negociado, producto de las relaciones de fuerza en cada momento histórico, y no es permanente. A partir de los años 1930, la corriente del catolicismo integral ganó adhesiones en una Iglesia trabajada por tensiones, y logró imponerse dentro de la institución, mostrándose hacia el exterior como la única manera posible de ser iglesia. Este tipo de catolicismo se resistía a ser pensado como una parte de la sociedad, y reivindicaba la asociación con la totalidad de la sociedad argentina: se impuso así el mito de la nación católica, que superponía lo argentino con lo católico en el imaginario: se es argentino porque se es católico. Quedaban pocos espacios en este esquema para la alteridad, la diversidad y la disidencia.

Al identificarse con la nación, este catolicismo desestimaba la formación de partidos políticos confesionales, y proponía ocupar cargos en distintas instituciones y en el Estado, no desde un partido sino desde la formación de católicos que actuaran en los distintos partidos, en los sindicatos, en los centros de estudiantes, en las universidades y asociaciones profesionales, desde una visión que privilegiaba más una perspectiva corporativista de la sociedad que una representación democrática. Esta penetración en los distintos “cuerpos sociales” fue particularmente efectiva en las Fuerzas Armadas, otra institución que ha marcado fuertemente la historia argentina del siglo XX. Como sostiene Fortunato Mallimaci, alrededor de la década de 1930 se dio un proceso progresivo de catolización de las Fuerzas Armadas y militarización del clero, que llevó a una imbricación de las dos instituciones hasta el punto de crear estructuras institucionales compartidas, el Obispado castrense, del cual dependen las capellanías de las distintas fuerzas. Este catolicismo integrista contaba además con espacios de difusión en los medios de comunicación católicos, de modo que durante un tiempo logró aparecer como la perspectiva católica hegemónica de la sociedad, del mundo, de la política.

Es importante reconocer sin embargo que este proyecto de “reconquista de la sociedad” nunca dejó de ser eso, un proyecto, un horizonte utópico que la Iglesia enunciaba sin tener la posibilidad de instaurarlo en su totalidad. El cuestionamiento a este proyecto se originó en el interior de la Iglesia en los años 1950, se volvió evidente hacia fines de los años ’60, y tomó la forma de apertura y pluralización interna. Y hacia afuera, en la relación con la sociedad y la política, este cambio se mostró, especialmente desde la vuelta de la democracia en 1983, como un proceso innegable. Es que más allá de la voluntad de las jerarquías de la Iglesia de mantener el espacio del catolicismo unido y homogéneo, la sociedad era atravesada por corrientes de transformación que cambiarían las sociabilidades, los modos de relacionarse con las instituciones, las maneras de plantearse en el espacio público por parte de grupos y colectivos. Y esto tocó también al catolicismo, y a la Iglesia Católica.

El signo del catolicismo integral marcó las relaciones entre Iglesia, Estado y política mucho tiempo más allá de la reconquista de la democracia en 1983. Esto se debió no sólo a la voluntad de influencia de las jerarquías de la Iglesia, sino a un estado de cosas, a un modus vivendi, a una serie de acuerdos implícitos y no siempre conscientes, a una cultura católica que, ampliamente extendida en la sociedad y encarnada por funcionarios, legisladores y políticos, generaba una red de interpelaciones mutuas entre instituciones religiosas y estatales, entre organizaciones políticas y sociales. La relación entre la Iglesia y la política en tiempos de democracia se ha caracterizado por la competencia y la complementariedad: así como los actores religiosos (obispos, sacerdotes) buscan hacer valer sus opiniones y su concepción de la sociedad en los espacios de toma de decisiones, los actores políticos buscan a sacerdotes y obispos para legitimar sus posiciones con el aura de legitimidad que consideran la Iglesia y la religión confieren. Así, una de las fiestas fundadoras de la Argentina, el 25 de mayo, hace de la celebración religiosa del Te Deum su acto cívico-religioso central: el o la presidente concurren a una celebración católica (que sólo en los últimos años se ha vuelto ecuménica, incluyendo especialistas religiosos evangélicos, judíos e islámicos, entre otros), en la que la máxima autoridad de la Iglesia en ese territorio se dirige a la nación y, frente a las máximas autoridades democráticas, se permite opinar sobre el curso de las políticas y sobre el estado de la sociedad y la cultura. Esta escena se repite en provincias y municipios, con las autoridades civiles locales y los religiosos a cargo de diócesis y parroquias.

Esta relación, además, no se da en el vacío, sino que se sostiene en una vasta red de grupos e instituciones sociales en las que actores políticos y religiosos interactúan: en los barrios periféricos de las grandes ciudades, en las ciudades medianas y pequeñas, el Estado llega a las personas de la mano de organizaciones sociales, muchas de las cuales son católicas, o tienen orígenes católicos, y muchas otras son también confesionales, evangélicas. Actores políticos y religiosos trabajan juntos en el territorio, en tareas relacionadas con la asistencia social, la construcción de viviendas, la salud y sobre todo la educación. En el plano de la asistencia social, por ejemplo, Cáritas es la ONG más grande en el territorio argentino, y pertenece a la Iglesia Católica. Las escuelas católicas forman una red que se extiende en todo el territorio nacional: especialmente en el ámbito educativo, el principio de subsidiariedad organiza la implantación de escuelas estatales y privadas en las provincias argentinas.

Esta relación entre la Iglesia y los espacios políticos democráticos, que está presente con mayor o menor intensidad en actores de los distintos partidos políticos, se ve sometida a tensiones y negociaciones recurrentes cuando se trata de legislar y sostener la ampliación de ciertos derechos. Esto se vio claramente en los últimos 30 años en el momento de la discusión y eventual sanción de leyes clave relacionadas con el ordenamiento de la vida familiar de las personas: la ley de divorcio (1987), la ley nacional de salud sexual y procreación responsable (2003), la ley de matrimonio igualitario (2010), la ley de identidad de género (2012), la discusión de la reforma del Código Civil (2013), y las distintas presentaciones para discutir una ley sobre despenalización del aborto, que hasta la fecha no ha llegado a ser tratada en los recintos parlamentarios. En cada uno de los casos existieron presiones por parte de las jerarquías eclesiásticas sobre legisladores y funcionarios para hacer sentir su voz.

Estas presiones han tomado distintas formas. Cuando se discutió la ley de divorcio, se movilizaron sectores de la Iglesia, y pusieron en obra una campaña de declaraciones, documentos y publicidad en contra de la sanción de la ley. Distintos obispos, además de predicar a su feligresía, en el seno de sus diócesis y parroquias, su postura contraria al divorcio, intervinieron directamente en el espacio público. Este fue el caso del titular del Secretariado Permanente para la Familia de la Conferencia Episcopal Argentina, Emilio Ogñenovich, prelado de Mercedes-Luján, que coronó su activa campaña antidivorcista con una manifestación en la que la estatua de la Virgen de Luján fue llevada en procesión a la Plaza de Mayo, acontecimiento poco frecuente en la historia argentina. Y también el de Desiderio Collino, obispo de Lomas de Zamora, que intentó excomulgar a los legisladores de su diócesis que habían votado la ley. Pero incluso en ese momento, la posición de los obispos no era monolítica, y un grupo de prelados sostenía la necesidad de establecer un diálogo más comprensivo con la sociedad y con las nuevas tendencias y valores y costumbres que se hacían visibles en esta.

El proceso de discusión y sanción de la ley nacional de salud sexual y procreación responsable (2003) estuvo constelado por la presencia de especialistas confesionales en los debates públicos, y los prelados escribieron cartas a los legisladores y funcionarios mostrando el camino que deberían seguir los diputados cristianos. Durante la discusión de la ley de matrimonio igualitario (sancionada en 2010), la campaña de opinión en contra estuvo marcada por dos figuras fuertemente ligadas a ámbitos confesionales que no eran, sin embargo, especialistas religiosas: la diputada puntana Liliana Negre de Alonso (católica) y la diputada Cynthia Hotton (evangélica). Fueron ellas, apoyadas por un abanico de ONG, quienes encabezaron la campaña de difusión y reunión de firmas en contra de la ley, e intentaron armar un plebiscito a nivel nacional. La presencia episcopal en el espacio público se ubicó, con respecto a estas figuras, en un segundo plano: incluso la resonante carta del entonces arzobispo de Buenos Aires Jorge Bergoglio a un colectivo de religiosas nombrando los intentos de sanción de la ley como “una movida del padre de la mentira” marcó uno de los escasos momentos de palabra pública de las máximas jerarquías de la Iglesia.

Si tendemos un arco imaginario entre 1987 y 2010, entre los momentos de la promulgación de estas dos leyes significativas en la regulación de las relaciones familiares y personales, podemos ver permanencias y transformaciones en la relación entre el catolicismo, la Iglesia y la democracia. Veremos, por ejemplo, que persiste la voluntad de intervención en la regulación de la sociedad: las jerarquías de la Iglesia han sostenido desde las épocas del catolicismo integral un firme convencimiento de que tienen algo para decir sobre la sociedad y sus maneras de organizarse, particularmente en dos espacios que se constituyeron en el área privilegiada de su acción e intervención, la familia y la educación. De la instalación de un estado de opinión desde los medios masivos de comunicación, a través de declaraciones recurrentes, hasta los encuentros con diputados y senadores, desde la acción de legisladores y funcionarios cercanos a posiciones de la Iglesia, hasta los intentos de movilizar a sectores católicos de la ciudadanía, la Iglesia ha desarrollado múltiples y variadas modalidades de presión e influencia sobre sectores políticos.

Podemos notar transformaciones en cuanto al modo de intervención, que ha ido cambiando durante los años de democracia: mientras que durante la sanción de la ley de divorcio en 1987 la presencia directa de las jerarquías de la Iglesia en los medios de comunicación y los espacios legislativos fue destacada y evidente, en 2010, los obispos aparecen desplazados por un nuevo tipo de actor, orgánico de la Iglesia, pero no especialista religioso en el sentido clásico. Podemos ver ahora juristas, médicos, filósofos, psicólogos, bioeticistas ocupando lugares centrales en la defensa de las posiciones de la Iglesia: la tendencia hacia la profesionalización de quienes intervienen en las discusiones públicas muestra a la vez la voluntad de mantener la presencia católica en los lugares de decisión de políticas públicas, y la conciencia de que el discurso doctrinario y teológico no tiene posibilidad de llegada a sectores políticos y de la población atravesados por los procesos modernizadores.

Otra de las tendencias que se pueden verificar es que, así como durante la discusión de la ley del divorcio la Iglesia Católica ocupa todo el espacio de lo religioso, en 2010, cuando se discute la ley del matrimonio igualitario, este espacio es compartido entre actores de la Iglesia y actores de otras confesiones, evangélicos especialmente. Podemos ver aquí, de hecho, una alianza entre sectores religiosos para acrecentar sus posibilidades de influencia y movilización, lo que nos muestra un proceso de pluralización del espacio de las creencias que ha transformado las modalidades de la presencia de lo religioso en la escena pública en la Argentina democrática.

Pero los procesos democratizadores no sólo se dan en el plano político, sino que trabajan las relaciones entre las personas en el espacio social. Y aquí, las relaciones de los ciudadanos y ciudadanas argentinos se han transformado profundamente, especialmente en la concepción de ciertos derechos y decisiones que son considerados patrimonio exclusivo de los individuos, y no de las instituciones religiosas. Durante los 30 años de democracia, no ha dejado de crecer el número de argentinos que se declaran indiferentes a la religión (es decir, son agnósticos, ateos o sin religión). Además, se afirma entre los creyentes la relación por su propia cuenta con la divinidad, más allá de la mediación institucional, es decir, los católicos creen “a su manera”, aun cuando esto suponga sostener posiciones que se contradicen con la postura de la jerarquía de la Iglesia Católica. Esto es particularmente evidente en el campo de la regulación de las relaciones personales y familiares: según un estudio realizado por el programa Sociedad, Cultura y Religión del CEIL (CONICET), dirigido por Fortunato Mallimaci, la gran mayoría de los habitantes de la Argentina consideran que se puede seguir siendo un buen creyente si se usan métodos anticonceptivos, que las relaciones sexuales antes del matrimonio son una experiencia positiva, están de acuerdo con que la escuela incorpore cursos de educación sexual para los alumnos e informe acerca de los métodos anticonceptivos, y está a favor de que hospitales, clínicas y centros de salud ofrezcan métodos anticonceptivos de manera gratuita.

En el espacio de las relaciones familiares y personales, los procesos de modernización han afirmado la autonomía del individuo, y se ha vuelto evidente que la Iglesia no ocupa un lugar central como marcador de los límites de lo que se puede y no se puede pensar y legislar. Pero en el plano de lo institucional y político, la Iglesia sostiene sus pretensiones de influenciar la regulación de la vida de la sociedad, y este peso se ve en uno de los grandes desafíos políticos a los que se enfrenta la democracia en este campo, legislar la despenalización del aborto. Son entonces los legisladores y funcionarios quienes abren o cierran esa posibilidad, y a quienes cabe la responsabilidad de dejarse atravesar por la influencia de las jerarquías de la Iglesia o decidir avanzar hacia una sociedad con derechos basados en la pluralidad democrática para todos sus ciudadanos, incluidos los católicos.

Autorxs


Verónica Giménez Béliveau:

Doctora en Sociología. Investigadora del CONICET en el CEIL. Profesora en la Facultad de Ciencias Sociales, UBA. Especialista en el estudio del catolicismo y las dinámicas sociales transnacionales.