Breve reflexión sobre la declinación estadounidense y sus probables consecuencias

Breve reflexión sobre la declinación estadounidense y sus probables consecuencias

Si bien en los últimos años surgieron nuevos actores y nuevas realidades que hicieron del sistema internacional una arena más plural y equilibrada que antes, Estados Unidos aún conserva una gravitación extraordinaria en este escenario. Con una disparidad militar sin precedentes y la enseñanza histórica acerca de que las transiciones geopolíticas siempre estuvieron signadas por grandes conflictos armados, el futuro del planeta y la humanidad es una incógnita por resolver.

| Por Atilio A. Boron |

Tiempo atrás el presidente ecuatoriano Rafael Correa sintetizó elocuentemente la situación imperante en el sistema internacional al decir que “no vivimos una época de cambios sino un cambio de época”, algo totalmente distinto. Se trata de un cambio de alcance global, que provoca reacomodos en las turbulentas aguas del sistema internacional, en donde anquilosadas jerarquías y prerrogativas construidas por el imperialismo son desafiadas y los antiguos anhelos de los pueblos de la periferia irrumpen con fuerza inusitada. Épocas, como lo recordaba Antonio Gramsci en sus estudios sobre la realidad política italiana, en las cuales lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer y que por eso mismo pueden dar origen a toda clase de aberraciones. Una sobria lectura de los acontecimientos mundiales en curso comprueba lo cierto en que estaba al formular sus observaciones acerca de los horrores y las monstruosidades que pueden ocurrir en esas fases de viraje, especialmente en el hobbesiano terreno de las relaciones internacionales.

En tiempos recientes una vertiginosa serie de cambios acentuó la volatilidad y peligrosidad del sistema internacional. De modo sintético y a los efectos de proponer algunos ejes argumentativos plantearemos dos tesis principales: primera, la constatación del debilitamiento del poderío global de Estados Unidos como centro organizador del imperio. Segunda, y corolario de la anterior, la ratificación histórica de que en su fase de descomposición los imperios se tornan mucho más agresivos y sanguinarios que durante sus períodos de ascenso y consolidación.

Un dato crucial de nuestro tiempo es el evidente debilitamiento de la otrora incontrastable primacía de los Estados Unidos en el sistema internacional. El derrumbe de la Unión Soviética y la construcción de un orden unipolar hicieron que algunas mentes afiebradas cercanas a la Casa Blanca (y sus epígonos en América latina y el Caribe) creyeran que nos hallábamos en los umbrales de un “nuevo siglo americano”. Ese ingenuo “superoptimismo”, como tiempo después lo caracterizaría Zbigniew Brzezinski, era una mezcla de arrogancia e ignorancia que estaba llamada a durar muy poco tiempo, tal como antes les ocurriera a las disparatadas tesis del “fin de la historia” predicadas por Francis Fukuyama. Con los atentados del 11 de septiembre del 2001 el unipolarismo norteamericano se derrumbaría tan estrepitosamente como las Torres Gemelas. En el período abierto a partir de esa fecha el sistema internacional presenta un rasgo absolutamente anómalo: un creciente policentrismo en lo económico, político y cultural coexistiendo dificultosamente con el recargado unicentrismo militar estadounidense. En otras palabras: en los últimos años surgieron nuevos actores y nuevas realidades que hicieron del sistema internacional una arena más plural y equilibrada que antes. Como respuesta a estos procesos, la Casa Blanca se olvidó de los “dividendos de la paz” –que según sus voceros sobrevendrían una vez desaparecida la Unión Soviética– y en lugar de reducir su gasto militar lo acrecentó desorbitadamente, convirtiendo a las fuerzas armadas estadounidenses en una infernal maquinaria de destrucción y muerte que dispone de la mitad del presupuesto militar mundial. No existen antecedentes históricos de tamaña disparidad en el equilibrio militar de las naciones. No obstante, como lo ha señalado en más de una oportunidad Noam Chomsky, este aterrador poderío militar le permite a Washington destruir países, pero no puede ganar guerras. Así lo demuestran la temprana experiencia de la guerra de Vietnam y, más recientemente, el fiasco de la guerra de Irak (2003-2011) y la aún en curso en Afganistán.

Según el ya aludido Brzezinski, hay seis nudos problemáticos que, desde Estados Unidos, explican su declive. Uno, el imparable crecimiento de la deuda pública que según este autor colocaría a ese país en una situación de crisis financiera semejante a la que en su momento sentenció el destino del imperio romano y, más recientemente, en el siglo veinte, del británico. Dos, la insalubre gravitación del capital especulativo y del mundo de las finanzas en general, causante de la crisis estallada en el 2008 cuyas consecuencias económicas y sociales han sido profundamente deletéreas para el conjunto de la población norteamericana. Tres, la creciente desigualdad económica y el estancamiento del proceso de movilidad social ascendente, que junto al factor antes mencionado deteriora el consenso democrático que garantiza la estabilidad del sistema. El coeficiente Gini que mide la desigualdad en materia de ingresos sitúa a Estados Unidos en un nivel similar al de los países subdesarrollados, y en una situación más desventajosa que Rusia, China, Japón, Indonesia, India, Reino Unido, Francia, Italia y Alemania. Cuatro, la obsolescencia de la infraestructura nacional: caminos, líneas férreas, puentes, puertos, aeropuertos y energía son otras tantas áreas fuertemente deficitarias y que comprometen seriamente la eficiencia global de la economía estadounidense en un mundo cada vez más competitivo. Cinco, y conviene tomar nota de esto, el alto nivel de ignorancia que el público norteamericano tiene en relación al mundo. Una encuesta tomada en el 2006 comprueba que un 63% de los entrevistados no podía identificar a Irak en un mapa; 75% no hallaba a Irán y un 88% también fracasaba en su intento de localizar a Afganistán en momentos en que Estados Unidos se hallaba fuertemente involucrado en operativos militares en esa región y la prensa reportaba a diario los episodios bélicos que tenían lugar en esos países. Lo anterior se explica, y también se agrava, por la ausencia de información confiable en materia internacional y accesible al público en general. Según Brzezinski, sólo cinco de los principales diarios estadounidenses ofrecen alguna información internacional, pero ni los periódicos locales ni la radio o la televisión ofrecen una cobertura de los asuntos mundiales. La desinformación generalizada favorece la parálisis del sistema de partidos, y este es el sexto factor, que impide adoptar políticas creativas y eficaces para, por ejemplo, reducir el enorme déficit fiscal.

Por supuesto, esta declinación del poderío norteamericano no se explica sólo por estos factores endógenos. Hay un ambiente internacional que ha cambiado, y que acentúa la debilidad relativa de Estados Unidos en la arena mundial: el creciente poderío de otros actores globales. Se han movido las “placas tectónicas” del sistema internacional, y a raíz de ello la posición relativa de Estados Unidos como potencia dominante se ha visto menoscabada. Sucintamente expresadas, las principales manifestaciones de este cambio epocal son las siguientes:

a) El centro de gravedad de la economía mundial se ha desplazado del Atlántico Norte hacia el Asia Pacífico, y junto con él se ha producido un desplazamiento, si bien menos marcado, del centro de gravedad del poder político y militar mundial.

b) Se reconfiguran alianzas y coaliciones que reemplazan, en parte, a Estados Unidos como líder global. Washington se encuentra ahora con aliados más débiles, vacilantes o amenazados por fuertes impugnaciones “desde abajo” en Europa, Asia y Oriente Medio, respectivamente. Y debe vérselas con rivales más numerosos y poderosos, con China y Rusia a la cabeza de un listado cada vez más extenso de rebeldes.

c) Las devastadoras consecuencias de la actual crisis civilizatoria del capitalismo y sus impactos sobre el medioambiente, la integración social y la estabilidad del orden político, todo lo cual ha contribuido a debilitar la primacía estadounidense.

d) Los avances en los procesos de resistencia al imperialismo en América latina y el Caribe –la derrota del ALCA es emblemática en este sentido– y el lento pero inexorable despertar político del mundo árabe y, en general, de los pueblos de la periferia, cuestión esta que un astuto observador (¡y protagonista!) como Brzezinski observa con mucha preocupación porque constituye otro de los factores de desestabilización del precario orden mundial actual. Un orden mundial profundamente injusto y predatorio que requería cada vez más violencia para su sostenimiento.

Un documento del Departamento de Defensa de Estados Unidos revela claramente la percepción dominante sobre estos cambios al afirmar que “(L)os Estados Unidos, nuestros aliados y socios enfrentamos un amplio espectro de desafíos, entre los cuales se cuentan las redes transnacionales de extremistas violentos, Estados hostiles dotados de armas de destrucción masiva, nuevos poderes regionales, amenazas emergentes desde el espacio y el ciberespacio, desastres naturales y pandémicos, y creciente competencia para obtener recursos”. No sorprende, por lo tanto, que un memorándum de la Henry M. Jackson School of International Studies, elevado a la Casa Blanca, afirme sin ambages que Estados Unidos está en guerra, y que seguirá estándolo por muchos años más. Ese documento sintetiza elocuentemente los perniciosos alcances de la militarización de las relaciones internacionales promovidas por un imperio amenazado cuando propone arrojar por la borda la diplomacia e invertir el orden establecido por los usos y costumbres internacionales a la hora de enfrentar un conflicto: diplomacia primero, diálogo hasta el final y, si no hay más salida, apelar al uso de la fuerza pero sin violar los convenios internacionales que, aun en un conflicto armado, deben ser respetados (como por ejemplo los relativos al tratamiento de los prisioneros o la población civil, el tipo de armas que pueden utilizarse, etcétera). El documento enviado a la Casa Blanca revierte esa secuencia al recomendar, en cambio, “usar la fuerza militar donde sea efectiva; la diplomacia, cuando lo anterior no sea posible; y el apoyo local y multilateral, cuando sea útil”. Si observamos lo ocurrido en los últimos diez o quince años en Irak, Afganistán, Libia y ahora Siria, y el despliegue de bases militares norteamericanas en América latina y el Caribe –amén de la Cuarta Flota– comprobaremos que los consejos del memorándum han sido seguidos al pie de la letra por la Casa Blanca.

Por supuesto, Estados Unidos conserva, aun en este complejo y amenazante escenario, una gravitación extraordinaria en la arena internacional, pero inferior a la que anteriormente gozaba. Sigue siendo la mayor economía del planeta, aunque China está a punto conquistar ese lugar en los próximos cinco años; y a diferencia de cualquier otra gran potencia internacional, Estados Unidos tiene fronteras seguras, muy seguras, con Canadá y México, dos países en los cuales los aparatos de inteligencia y seguridad norteamericanos actúan abiertamente y sin ninguna clase de restricciones. Y además tiene salida a los dos mayores océanos del planeta, el Atlántico y el Pacífico. Ni Rusia ni China, sus dos principales contendores, pueden decir lo mismo: mantienen graves –si bien latentes– conflictos fronterizos con sus vecinos y su acceso a las rutas marítimas es muchísimo menos favorable que el que goza Estados Unidos. Por otra parte, este país dispone también de un formidable sistema científico-tecnológico, dueño de un enorme potencial, y a diferencia de los europeos, la dinámica demográfica norteamericana se ha visto rejuvenecida por los torrentes migratorios del último medio siglo.

Pero aun así los síntomas de la decadencia de su poderío en la escena global son inocultables. De lo cual se desprenden dos conclusiones: primero, que estas fases de debilitamiento de los imperios y transiciones geopolíticas siempre estuvieron signadas por grandes conflictos armados. Ojalá que este caso sea la excepción a esa regularidad histórica. Segundo, que las crecientes dificultades con que tropieza Washington lo impulsarán a redoblar sus esfuerzos para controlar a los países al sur del Río Bravo, tal como lo hiciera en los años setenta del siglo pasado cuando la inminente derrota en la península indochina hizo que Estados Unidos patrocinara la consolidación de las feroces dictaduras que asolaron la región durante más de una década. Otra vez, ojalá que ahora las cosas ocurran de otro modo, aunque las presiones desestabilizadoras de Washington sobre diversos gobiernos del área –principal pero no exclusivamente a Venezuela– no permiten abrigar demasiadas esperanzas.

Autorxs


Atilio A. Boron:

Doctor en Ciencia Política, Harvard. Investigador superior del CONICET. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales, UBA.