Acechanzas de la discriminación: Elementos para la cautela y la intervención

Acechanzas de la discriminación: Elementos para la cautela y la intervención

La discriminación, a través de prácticas, conceptos y presuposiciones, sigue tan presente en nuestro país como hace décadas. Sólo a través de una mayor visibilización y reconocimiento de las tradiciones culturales diferentes se podrán lograr las garantías para el acceso a recursos y el ejercicio efectivo de derechos de toda la población. Algunas propuestas.

| Por Sergio Caggiano |

Con “discriminación” suele aludirse a un conjunto heterogéneo de prácticas, conceptos y presuposiciones que pueden actuar tanto positiva como negativamente, lo cual produce un panorama cuya complejidad no podría ceñir en este espacio acotado. Como acercamiento a la problemática ofreceré, por un lado, ciertos puntos de partida para reflexionar sobre la discriminación; por otro, la caracterización de algunos mecanismos discriminatorios específicos, y por último, posibles líneas generales sobre las que diseñar políticas antidiscriminatorias.

Puntos de partida para pensar el problema

Los siguientes son principios a partir de los cuales pensar la discriminación y las eventuales políticas culturales que la combatan. No se pretenden, por cierto, exhaustivos, aunque sí los considero necesarios para evitar algunos malentendidos comunes.

1) La diversidad cultural es histórica. Esto quiere decir, por un lado, que es resultado de procesos sedimentados de construcción de alteridad y de diferencia y, por otro, que en estos procesos impactan flujos y fuerzas de distinta escala: locales, nacionales, transnacionales y globales. Reflexionar sobre formas de discriminación y concebir políticas concretas contra ellas implica asumir críticamente cierto estado (ineludiblemente provisorio) de la diversidad cultural. En el plano local, por ejemplo, llevaría a desmontar mitos fundacionales como el de la sociedad argentina “blanca”, producto exclusivamente de un crisol de corrientes migratorias procedentes de Europa. Dicha reflexión implica también prestar atención a los múltiples intereses (de Estados, movimientos y organizaciones sociales, organismos internacionales, etc.) involucrados en los mencionados procesos de construcción de alteridad y de diferencia.

2) Conocer no lleva a querer ni a respetar. La problemática de la alteridad o de la relación con “el otro” puede ser situada sobre tres planos: el axiológico (la valoración acerca de ese otro), el praxeológico (el acercamiento o alejamiento respecto de él) y el epistémico (lo conozco o lo ignoro). Ahora bien, es fundamental entender que no hay implicaciones rigurosas entre un plano y otro, que no se puede reducir uno de los planos a otro y que no se puede prever uno a partir de cualquiera de los restantes. Más allá de sus buenas intenciones, muchas políticas antidiscriminatorias parten de una idea que, vista desde este enfoque, constituye un equívoco: que generar conocimiento acerca de l@s discriminad@s va a conducir a acabar con la discriminación. Aunque considero provechoso, e incluso necesario, promover el mayor y mejor conocimiento mutuo de determinados grupos y sectores sociales, es preciso tener presente esta no implicación de los tres planos para evitar expectativas excesivas al respecto.

3) El problema de la discriminación son los que discriminan. El racismo o la xenofobia, por ejemplo, son fenómenos sociales que no encuentran fundamento o explicación en las “razas” ni en los extranjeros. El racismo y la xenofobia, en todo caso, encuentran su razón de ser en el racista y en el xenófobo y no en aquellas personas que los sufren. Lo mismo puede decirse a propósito del sexismo y la opresión patriarcal y heteronormativa: la misma estructuración histórica de la diferencia sexual es un resultado y no un fundamento esencial del sexismo y el patriarcado. Algo semejante sucede alrededor de la clase social. Como suele decirse, la pobreza debe ser entendida en relación con la riqueza, y el desprecio y los prejuicios de clase pueden comprenderse considerando a los “no pobres”, que son quienes los producen y sostienen, y no a los pobres, sobre quienes recaen. Otras dimensiones sociales podrían ser analizadas por caminos similares. En síntesis, en las relaciones de discriminación uno de los lados sale favorecido, y es preciso incorporarlo en el primer lugar de nuestras reflexiones al respecto.

Llegados a este punto hay que dar un paso más y ver que en cada una de estas dimensiones se estructuran desigualdades, que el racismo, el sexismo, la heteronormatividad o el prejuicio de clase, para seguir con los ejemplos mencionados, están en la base del acaparamiento de recursos y la explotación, los aprovechamientos y las opresiones entre personas y grupos. La discriminación puede servir para justificar que algun@s ocupen un lugar y otr@s otro en esas relaciones desiguales, y puede impedir poner en discusión y quebrar dichas situaciones. En otras palabras, en tanto fenómenos socioculturales y políticos, las concepciones y prácticas discriminatorias no se fundan en un “error”, al menos no únicamente (aunque incluyan comúnmente equivocaciones y sofismas). Más bien constituyen formas de interpretar, es decir, de dar sentido a una situación de desigualdad y de intentar volverla legítima.

Un corolario de este principio general es la necesidad de limitar a los que limitan. Existen configuraciones culturales que encuentran actualmente obstáculos o límites para su desarrollo y despliegue, y son determinadas dependencias del Estado y agentes privados con capacidad de incidencia en diversos mercados los que colocan esos límites. Políticas democráticas tendientes a reducir las desigualdades pueden ser eficaces si apuntan a poner coto a esas limitaciones. Aunque esto pueda parecer obvio, es habitual que las políticas antidiscriminatorias promocionen, sugieran o incluso impongan prácticas y actividades a los sectores discriminados (invisibilizados/desfavorecidos/oprimidos/subalternos), cuando lo conveniente sería comprender y potenciar lo que esos sectores y grupos ya hacen o quieren hacer y buscar la manera de que no encuentren obstáculos para ello.

4) Las vías de discriminación, como las desigualdades, son múltiples y se entrelazan. En las ciencias sociales hace años se insiste en la necesidad de estudiar articuladamente las múltiples dimensiones de poder y desigualdad. Esto significa que la clase social o el género o la etnia, entre otras muchas, tomadas por separado y en su unicidad, no alcanzan para dar cuenta de fenómenos complejos y que para comprender estos fenómenos es preciso atender la imbricación entre ellas. La discriminación se relaciona con las desigualdades en su multiplicidad y en su entrelazamiento. Ella también superpone y acopla dimensiones que, muchas veces, potencian sus efectos negativos.

La penalización del aborto es un buen ejemplo de prácticas institucionalizadas que discriminan y reproducen desigualdades de género, al tiempo que de clase, nacionalidad, etnia, edad y otras. Las mujeres con menor capital económico e información específica son quienes se ven obligadas a recurrir a métodos precarios. El aborto inseguro es una de las principales causas de muerte materna y, por consecuencia, la mortalidad resulta mayor entre ellas. Otro ejemplo puede hallarse en espacios laborales como el de la producción textil en talleres informales, que muestran otros nudos de desigualdades y discriminaciones. Un porcentaje altísimo de los/as trabajadores/as allí son inmigrantes, en su mayoría provenientes de Bolivia. El correlato entre procedencia migrante e informalidad, condiciones inadecuadas de trabajo y sobreexplotación no puede pasar desapercibido. Además, las condiciones de trabajo y de vida parecen volverse más duras para el caso de los migrantes que proceden de zonas rurales o comunidades indígenas del altiplano. En estos contextos, a las mujeres suele exigírseles una particular flexibilidad para atender tanto labores ligadas directamente a la costura como tareas de cuidado en los talleres. En algunos casos, niños y niñas se ven impedidos de asistir a la escuela. En otros términos, estamos ante un entrelazamiento de clase, nacionalidad, etnia, género y edad, y podríamos proseguir el rastreo hacia otras dimensiones.

En general, el caso de las migraciones internacionales en sí mismo permite dar cuenta de desigualdades y formas de discriminación entrelazadas. En la siguiente sección, entonces, presentaré sucintamente mecanismos discriminatorios que funcionan en este campo particular de posiciones y relaciones asimétricas. Procuro que la caracterización de estos mecanismos discriminatorios pueda ayudar a pensar operaciones semejantes más allá de las migraciones, respecto de otros casos y actores.

Racismo, fundamentalismo cultural y restricción de ciudadanía

El racismo, el fundamentalismo cultural y la restricción de ciudadanía son tomados a veces como correspondientes a procesos históricos particulares o a relaciones de poder que atañen a grupos sociales distintos. Aquí los propongo como mecanismos alternativos y eventualmente complementarios; los tres están vigentes en la Argentina actual y pueden recaer todos sobre un mismo grupo o sector. Los presentaré a partir de materiales sobre inmigración desde países vecinos (en particular Bolivia).

La persistencia del racismo en nuestras sociedades responde a la persistencia de la racialización que, en tanto proceso cognitivo y valorativo anudado a relaciones de poder, construye el “dato” biológico de la existencia de las razas que ofrece sustento al racismo. Ante la diseminación de conceptos y categorías, señalaré dos aspectos como criterio para considerar a una práctica o un discurso discriminatorio como racista: a) una referencia esencialista al cuerpo y a los trazos físicos de un “otro” social, b) que funciona como explicación de sus valores y disvalores, capacidades e incapacidades intelectuales, morales y éticas.

Durante años de investigación sobre el tema, he oído reiteradas veces a empleadores circunstanciales o permanentes de trabajadores bolivianos y bolivianas ligar el desempeño laboral de estos/as a ciertas características físicas o corporales y a un supuesto “carácter boliviano”. Se señala que “no son hombres de sufrimiento”, que “no sufren el calor ni el frío” durante la jornada laboral, que son, a propósito de ello, “muy tranquilos” y, como es ya un lugar común decir, “muy trabajadores”. Un arquitecto, propietario de una empresa de construcción que emplea obreros bolivianos y paraguayos, resumió una parte importante de esta perspectiva en pocas palabras, al indicar que “el boliviano es una persona noble y tranquila, que acepta la adversidad. Acepta los cambios de clima, por ejemplo [y] si tiene que trabajar 14 horas [por día], trabaja, no tiene problemas”.

Las “virtudes morales” parecen desprenderse de (o más bien reducirse a) la entereza frente a penosos regímenes de trabajo y a las inclemencias del tiempo. Se plantea una continuidad entre la resistencia física al trabajo y la nobleza de espíritu y la “tranquilidad”, asociada a la disciplina, a la aceptación de la adversidad y, por este camino, a la obediencia y el respeto. Se elogia el vigor y la fortaleza corporal, que son interpretados como atributo moral intrínseco de un modo de ser boliviano. La consideración de la resistencia corporal al trabajo como factor consustancial de un modo (noble) de ser, suaviza y convalida una jerarquía y una apropiación de ese cuerpo y de su fuerza de trabajo. Esto es, resumidamente, una mirada racista que, como tal, permite y legitima la explotación, da forma a estas relaciones de clase y encubre las condiciones económicas, sociales y jurídicas en que ese trabajo se desarrolla.

El fundamentalismo cultural implica un modo de discriminación diferente. Si el racismo percibe al “otro” como inferior por naturaleza, legitimando así su inferiorización socioeconómica, el fundamentalismo cultural justifica la exclusión de los extranjeros o forasteros. Con apoyo en el discurso culturalista y en la idea de diferencias esenciales insuperables, avanza un paso más y postula que tales diferencias son hostiles entre sí y mutuamente destructivas. El fundamentalismo cultural trabaja sobre la idea de un reparto fijo de culturas y una definición de fronteras infranqueables y peligrosas: la amenaza está en sus atravesamientos y hay que preservar la separación.

Este mecanismo discriminatorio se manifiesta en distintos ámbitos, entre los cuales destaca el de los medios masivos. Para poner un ejemplo nada moderado, vale recordar un informe especial aparecido bajo el título de “Invasión silenciosa” en la publicación semanal La Primera, el 4 de abril de 2000, donde se sostenía que “(e)n los barrios [de Buenos Aires] donde se instalan [los migrantes], los porteños se convierten en extranjeros. Los expulsan de su propia ciudad el mal olor, la basura y las peleas callejeras […] Como en Perú: cebiche en las calles […] pescado crudo sazonado con limón, ají, cebolla y perejil […] Como los peruanos comen parados, parte de la comida cae sobre la vereda” (resaltados míos). Otras acciones que se caracterizan comúnmente como “culturales” también dan lugar a las fronteras que este mecanismo discriminatorio erige, particularmente cuando incluyen la apropiación y uso de espacios públicos, como las celebraciones comunitarias o religiosas del tipo de la conmemoración del Día de los Muertos, en el cementerio de Flores, cuyas prácticas fúnebres son experimentadas como ajenas, no sólo por algunos vecinos no bolivianos sino también por agentes estatales como los de seguridad, que en alguna oportunidad han increpado a los participantes del ritual.

El fundamentalismo cultural postula el carácter radicalmente ajeno de aquellos a quienes, por esa razón, es preciso excluir o mantener fuera. No es el cuerpo, no es la sangre ni los genes, son prácticas y creencias “culturales” las que podrían poner en riesgo o amenazar “nuestro” estilo de vida. La convivencia no parece posible y se nos invita a la conclusión de que son “ellos” mismos quienes se cierran ante “nosotros”. Como el “pescado crudo” de La Primera, “sus” prácticas parecen de una extrañeza que irrumpe violentamente en nuestro entorno, inconmensurablemente diferentes y hostiles a las “nuestras”.

Por último, así como los procesos de ciudadanización y logro de ciudadanía producen actores sociales y políticos, las obstrucciones a su acceso y ejercicio también lo hacen. Si el racismo construye y valida jerarquías y el fundamentalismo cultural conforma territorios de inclusión y exclusión, la restricción de la ciudadanía configura un régimen de ilegalismos. No crea algo inferior en una escala arriba-abajo, ni algo segregado en un esquema dentro-fuera; crea algo incluido en tanto que excluido.

Un camino para que los procedimientos de ciudadanización operen como factores discriminatorios es el requerimiento de trámites o documentaciones al costado o directamente a contramano de lo que estipulan las leyes o normativas correspondientes. La solicitud de Documento Nacional de Identidad para la atención en salud o el acceso a la escuela de adultos y niños migrantes es uno de los instrumentos privilegiados. A pesar de que la Ley Migratoria explicita que ambos derechos están garantizados más allá de su situación documentaria, en algunas instituciones se arguyen razones administrativas o técnicas para efectuar dicha solicitud, y ello puede disuadir a los eventuales usuarios de ejercer su derecho. Por lo demás, debe señalarse que tales dispositivos no se aplican únicamente a quienes “ya son” extranjeros o siquiera a quienes “ya son” nacionales de algún Estado. Me explicaré con un ejemplo: en noviembre de 2003 el Congreso nacional sancionó una ley por la cual se promovía y facilitaba por el plazo de un año la inscripción de nacimientos de niños hasta diez años de edad que no estaban inscriptos y la adjudicación del correspondiente DNI; en mayo de 2004 la Pastoral Migratoria de la Prelatura de Humahuaca de la Iglesia Católica presentó al Defensor del Pueblo de la provincia de Jujuy un “Informe de personas indocumentadas” que acusaba a la dirección del Registro Civil provincial de aplicar la citada ley nacional añadiendo pasos administrativos discriminatorios. De acuerdo con los denunciantes, las trabas afectaban a niños pobres de las zonas rurales, hijos de padres bolivianos tanto como de argentinos.

Las interpretaciones y aplicaciones sesgadas de las leyes y la selección social mediante la (in)documentación marcan el lugar de aquellos a quienes un derecho puede serles negado, suspendido o reducido. Su inclusión en tanto que excluidos no es el resultado de un mal funcionamiento del sistema sino una rutina permanente en el seno de nuestras sociedades. El régimen de los ilegalismos (que es más sutil y más amplio que el de la ilegalidad) genera pliegues internos a la sociedad que nos recuerdan persistentemente el reverso de la ciudadanía, el reverso de los derechos y de la pertenencia.

Abstraer la lógica de cada uno de estos mecanismos discriminatorios podría ayudarnos a entender mejor su funcionamiento en otros casos, sobre otros grupos y sectores. En el primero de ellos, como vimos, el cuerpo es puesto en primer plano, los atributos intelectuales y morales se presentan como inescindibles de los rasgos físicos y las presuntas capacidades o incapacidades inherentes al cuerpo actúan como justificación de relaciones de sometimiento. El segundo dispositivo congela las “diferencias culturales” y asume la diversidad como un dato fijo y como justificación de un apartamiento ya que, esencializadas, tales diferencias amenazan “nuestra integridad” e introducen el peligro de la disgregación. El tercero opera allí donde se ponen trabas (normas legales o subterfugios administrativos) al acceso de determinadas personas a derechos, y produce una suerte de existencia negada para esas personas, deslegitimándolas e ilegalizándolas.

Hacia políticas antidiscriminatorias

Para finalizar, sugeriré unas pocas líneas generales en torno a las cuales diseñar medidas o políticas antidiscriminatorias, que sintéticamente agrupo en dos áreas:

1) Garantías para el acceso efectivo a recursos y derechos. Como señalé, las distintas formas de discriminación suelen operar como obstáculo o impedimento en el acceso a recursos y el ejercicio efectivo de derechos de ciertos sectores sociales, aun cuando ellos estén formalmente reconocidos por ley. Algunas investigaciones han mostrado que esto sucede con frecuencia en áreas como la salud y la educación públicas.

Al respecto, puede resultar productiva la capacitación sobre relaciones interculturales mediante cursos u otros medios dirigidos a profesionales en contacto con miembros de pueblos originarios, inmigrantes e hijos de inmigrantes (maestros, profesores y directivos de escuelas; médicos, enfermeros, trabajadores sociales y personal administrativo de hospitales y centros de salud). Los cursos pueden orientarse, por un lado, a poner en entredicho estereotipos, modificar expectativas o reducir la incomprensión. Las referidas investigaciones comprobaron que una porción importante de profesionales tienen buena disposición al trato igualitario, y muchos de ellos solicitan herramientas para salvar lo que se les presenta como distancia cultural.

Por otro lado, sin embargo, también se vuelve necesario orientar tal capacitación a erradicar prácticas básicas de discriminación que lindan con el simple incumplimiento de reglamentaciones. Además, sería útil instrumentar la aceptación institucionalizada de prácticas culturales “diferentes” (que son “diferentes” miradas desde los modelos hegemónicos de salud o educación). En salud se presentan ocasiones en que la “extrañeza” de los profesionales ante algunas prácticas (como el pedido de la placenta por parte de las parturientas o la posibilidad de parir en cuclillas) resulta del hecho de que no hay una disposición institucional clara a aceptarlas. Si bien algunos/as profesionales presentan resistencias a ellas, otros/as las aceptan, y la sola definición de un claro sostén institucional facilitaría la propagación de esta aceptación.

La definición de programas de “mediadores culturales” podría dar frutos también en salud tanto como en educación. En distintos puntos del país ha habido algunas iniciativas, muchas veces promovidas por los involucrados directos, usuarios o trabajadores/as de centros de salud y escuelas. Sería un gran avance sistematizar algunas de esas experiencias y enmarcarlas en un programa sostenido desde el Estado. Los mediadores podrían salvar diferencias culturales que resultaran perturbadoras y también colaborar en no sobredimensionar diferencias pequeñas que a veces son convertidas en barreras.

Al mismo tiempo, podrían instrumentarse campañas de información e intercambio dirigidas a padres y madres migrantes y/o miembros de pueblos originarios. Desde los programas de mediación cultural o desde otros encuadres sería factible informar sobre derechos, garantías y responsabilidades. Esto ayudaría a superar malentendidos alrededor de lógicas institucionales, poniendo en común las expectativas acerca de las exigencias y modos de funcionamiento de los centros educativos (las formas de “disciplinamiento” de los/as niños/as en las escuelas locales, por ejemplo, suelen aparecer a la vista de padres migrantes como “blandas”), o acerca de las modalidades de atención en instituciones sanitarias (requerimientos “normales” para los/as médicos/as y enfermeros/as, no para muchos/as pacientes, como la exhibición del cuerpo desnudo o las preguntas que se formulan en la atención médica).

2) Visibilización y reconocimiento de tradiciones culturales diferentes. Aunque al respecto se han dado cambios en los últimos años, en la Argentina sigue pendiente el reconocimiento y la valoración de una diversidad de tradiciones culturales parcialmente ocultadas en el imaginario hegemónico. Cabría apoyar desde el Estado emprendimientos ya existentes en este sentido, lo cual colaboraría en lo que suele llamarse la promoción de una cultura del respeto y la dignidad.

En esta dirección, sería de gran provecho una revisión de textos y manuales escolares de nivel primario y secundario, ya que si bien recientemente se advierten cambios promisorios, los manuales escolares continúan invisibilizando la trama compleja y dinámica de diferencias y desigualdades, mostrando sesgadamente o incorporando “el tema de la diversidad” como un muestrario cosificado de otredades. Además de renovar este tipo de materiales, podrían organizarse talleres con maestros y profesores con el objetivo de trabajar críticamente el tratamiento que los vigentes hacen de la “diversidad cultural”. También podrían generarse, desde la dependencia estatal correspondiente, contenidos específicos para abrir la discusión sobre el “mito fundante” del crisol de razas que sustenta la narrativa dominante de la historia nacional, mostrar la relación entre desigualdades de clase y diferencias étnico-raciales en la Argentina, etcétera.

Por otra parte, valdría apoyar financieramente y con soporte técnico el desarrollo de medios y canales alternativos que visibilicen las mencionadas tradiciones culturales subalternas. Existen iniciativas desde la sociedad civil en esta dirección, y otras podrían generarse a partir de medidas oficiales. Entre las iniciativas existentes se cuentan sitios web, radios de baja frecuencia y prensa escrita de tirada reducida que visibilizan formas culturales indígenas, afroargentinas y otras, a veces ligándolas al respeto o la promoción de derechos. Es probable que la aplicación plena de la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual abra vías para estos emprendimientos. Podría favorecerse, por lo demás, no sólo su desarrollo y mantenimiento sino la retroalimentación y enriquecimiento mutuos, promoviendo el trabajo en red u organizando encuentros e intercambios entre sus responsables.

La realización de cualquiera de las anteriores propuestas, o de otras, se expone a un doble riesgo que es preciso evitar. De un lado, la defensa de la diversidad cultural dirigida a definir, como dije, una suerte de “muestrario” de “lo diferente”, que opere con la misma lógica conservacionista que la preservación de la biodiversidad. Del otro, la celebración del mestizaje y la mezcla como producto acabado de la unión de unidades culturales (esenciales) anteriores, que ciertamente en distintos países de América latina hace décadas operó (y mostró sus desaciertos) como doctrina de gobierno y regulación social. Cada una a su modo, estas dos estrategias descuidan la dinámica histórica que continuamente afecta a las configuraciones culturales, al tiempo que opacan, si no todas, al menos algunas relaciones de desigualdad asociadas a la dinámica de las diferencias.

Las demandas por reconocimiento cultural pueden ser entendidas casi siempre (¿o siempre?) como reclamos por justicia o redistribución. La extensión o la ampliación de derechos, la distribución de bienes y servicios, la inclusión en espacios de decisión de grupos hasta entonces excluidos e incluso la visibilización de sectores antes invisibilizados (lo cual supone una redefinición de los parámetros de visibilización) casi ineludiblemente requieren, para decirlo en dos palabras, quitar de un lado para poner en otro, o, en otros términos, que los favorecidos dejen de serlo, al menos en parte. En síntesis, no se llegará a nada si las políticas contra la discriminación se limitan a postular una suerte de vitrina de museo con representantes de la diversidad o a fomentar una celebración de la mezcla sin discutir la historia y la actualidad de la desigual distribución de recursos, prestigios y poder.

Autorxs


Sergio Caggiano:

Doctor en Ciencias Sociales (UNGSIDES). Investigador del CONICET (CISCONICET/IDES). Profesor en la UNLP y el IDAES-UNSAM.