Discriminación y políticas contra la discriminación: el problema de los “negros” en la Argentina

Discriminación y políticas contra la discriminación: el problema de los “negros” en la Argentina

El mito de la nación blanca está sin dudas herido de muerte y nada permite suponer que pueda recuperar la solidez que supo tener. Esto pone en cuestión el esquema de jerarquías de clase y color de piel existente en nuestro país. La lucha por el derecho a la cultura propia y diferente de la población originaria y la no-argentina.

| Por Ezequiel Adamovsky |

Las elites que construyeron la nación argentina lo hicieron postulando que ella se encarnaba en un pueblo blanco-europeo. A fines del siglo XIX los habitantes de origen amerindio y africano fueron declarados extintos o reconocidos como un residuo del pasado en vías de desaparición, por efecto del enorme torrente inmigratorio europeo. Las narrativas que dieron consistencia a una identidad nacional se construyeron, de ese modo, alrededor de la idea de que el “crisol de razas” había dado como resultado una “raza argentina” que era blanca y de origen europeo. La distancia entre este pueblo ideal y la realidad demográfica, sin embargo, es muy notoria. Gracias a los estudios genéticos hoy sabemos que alrededor del 56% de la población argentina tiene ascendencia amerindia mientras que un porcentaje acaso cercano al 10% tiene raíces africanas. Encuestas y estudios genéticos recientes también demuestran que las personas con ancestros indígenas o africanos tienden a tener empleos peor remunerados que los de orígenes 100% europeos, a la vez que suelen residir con mayor frecuencia en zonas desfavorecidas. Aunque no existen estudios de las diferencias de color de piel en la Argentina (en 2012 se publicó el primero, pero defectos metodológicos lo hacen poco confiable), es razonable asumir que las personas con marcadores genéticos amerindios o africanos tenderán a tener colores de piel más oscuros que las que no los posean. Por lo demás, no caben dudas de que existe un patrón diferencial de acumulación de ventajas y desventajas en el mercado laboral, por el que las jerarquías de clase en la Argentina se superponen con jerarquías de los colores de la piel bastante evidentes.

Un mito que se erosiona

A pesar de la distancia entre la imagen del pueblo “blanco” y la realidad, y a pesar también de los frecuentes insultos racistas con los que se buscó descalificar a las clases populares en diversos momentos de la historia argentina, sólo en los últimos años comenzaron a surgir identidades que hacen del estigma de ser un “negro“, un emblema de orgullo. ¿Por qué ahora y no antes? En su funcionamiento práctico, el mito del crisol de razas no excluía de la pertenencia a la nación a las personas de otros colores de piel o extracciones étnicas. Más bien, las forzaba a “disimular” cualquier marca de su origen diverso, como condición para participar como ciudadano en la vida nacional. Un permanente “patrullaje” cultural (la expresión es de Rita Segato) funcionó desde entonces para borrar cualquier presencia que pudiera refutar o amenazar la consistencia de esa Argentina blanca-europea. Su efectividad, sin embargo, dependía de la capacidad del Estado-nación de sostener una promesa de integración a la vida social disponible para todos.

A pesar de la inestabilidad que caracterizó a la Argentina del siglo XX, hasta mediados de la década de 1970 el Estado consiguió ir ampliando los sentidos de la ciudadanía y los derechos asociados a ella, al tiempo que el desempeño económico garantizó importantes canales de ascenso social y niveles de desigualdad (comparativamente) no muy pronunciados. Durante esas décadas, algunos discursos públicos procedentes de ámbitos políticos e intelectuales intentaron impugnar la narrativa construida en torno del “crisol de razas”, al tiempo que la cultura de masas incluyó alusiones (más bien indirectas) a la diversidad étnica de la nación. Existieron también algunas pocas estrategias plebeyas de visibilización de lo no-blanco. Sin embargo, ni unas ni otras consiguieron socavar el dominio de los discursos oficiales de la nación, que siguieron girando en torno de un Pueblo ideal homogéneo e “incoloro” (es decir, implícitamente blanco). Para las clases populares, el horizonte de ampliación del bienestar estuvo asociado al aprovechamiento de las oportunidades que ofrecía el mercado y de los canales que habilitaba la política estatal. Sus identidades primarias se expresaron en términos de clase y rara vez pusieron en cuestión la pertenencia a ese Pueblo homogéneo al que apelaban tanto el Estado como las principales ideologías políticas.

Las cosas comenzaron a cambiar en ese sentido a partir de 1976. El golpe militar de ese año inauguró un largo período de clausura política, seguido de regímenes democráticos que sólo ofrecían formas de participación devaluadas. Las políticas neoliberales implementadas desde entonces empobrecieron notoriamente a la población, particularmente en sus estratos más bajos. Las funciones de bienestar del Estado fueron rápidamente desmanteladas, mientras se acababa con buena parte de los derechos laborales y, con ellos, con la capacidad de presión de las organizaciones sindicales. El resultado fue una catástrofe socioeconómica, patente en el empeoramiento de todos los indicadores de desarrollo y bienestar sociales, que alcanzó su pico máximo inmediatamente después de la crisis de 2001. En ese contexto de alta fragmentación, el “patrullaje cultural” que aseguraba la consistencia de un Pueblo homogéneo perdió parte de su efectividad, abriendo la oportunidad para cuestionamientos más abiertos y profundos. A ello también contribuyó el impacto de discursos multiculturalistas a nivel internacional, que alcanzaron influencia en los medios de comunicación y en la alta política argentina en los años noventa.

Nuevas identidades emergentes

La cultura popular expresó de diversas maneras los cambios de la época. El debilitamiento de la presencia integradora del Estado y el fin de la “sociedad salarial” –es decir, del empleo como columna vertebral de los proyectos de vida de las personas– generaron toda una serie de efectos culturales novedosos.

La ciudadanía había perdido en parte su sentido real y concreto y eso abría para muchos una crisis del sentido de pertenencia a una comunidad nacional. El contacto con el trabajo era más fragmentado y efímero, lo que significaba que las identidades trabajadoras que habían vertebrado el mundo popular también entraban en crisis. La crisis de los sentidos de pertenencia abrió la posibilidad de que cada cual buscase nuevas maneras de sentirse parte de alguna comunidad, sea acercándose a una nueva, sea intentando hacer lugar para comunidades más pequeñas y particulares dentro de la nación.

Parte de estas renegociaciones de los sentidos de pertenencia apuntaron directamente al sentido de la “argentinidad”. De varias formas las clases populares impugnaron en estos años, con más fuerza que nunca, las definiciones de lo argentino propuestas por la cultura dominante. El área donde esta novedad se notó con mayor fuerza fue la de la etnicidad. Entre los pueblos originarios, los años ochenta y noventa presenciaron una intensa actividad de afirmación de la cultura propia. Lo mismo sucedió con los no-argentinos. La presencia de inmigrantes de países limítrofes dentro de las clases populares no era una novedad, pero sólo a partir de la década de los ‘80 fueron ganando mayor visibilidad y reclamando el derecho de mantener abiertamente una cultura propia y diferente. La expansión y visibilidad de la cultura de las diversas colectividades de países limítrofes, sin embargo, no se restringió a las personas del mismo origen ni a un interés puramente nacional. Con frecuencia expresó también una afirmación más genérica de lo indo-afro-latinoamericano, cuyos productos –en especial la música– encontraron resonancia entre algunos argentinos de clases populares, aquellos que buscaban, acaso inconscientemente, una reformulación del significado de lo nacional.

Lo “negro” se vuelve visible

En este contexto, como parte de los procesos de reetnización reseñados, desde finales de la década de 1980 se percibió un renacimiento del asociacionismo entre los afroargentinos, una colectividad que había permanecido “invisible” durante décadas. Pero no me interesa en este artículo referir a la minoría de los afroargentinos, sino a otros sentidos de “lo negro” que en estos años se hicieron presentes de manera mucho más masiva entre quienes no tenían ningún motivo para sospechar que fueran afrodescendientes o descendientes de cualquier otro grupo étnico particular. En efecto, con creciente intensidad a partir de fines de los años ochenta se percibe entre las clases populares y sectores medios-bajos un interés por resaltar la negritud como parte de la propia identidad y/o la voluntad de asociarse de alguna manera a lo negro. Más aún, en los años noventa y con más fuerza en la primera década del nuevo milenio, aparecieron por primera vez síntomas de que lo negro – tradicionalmente un insulto o motivo de vergüenza – se transformaba en un emblema de desafiante orgullo. Por ejemplo, el ser un “negro cabeza” es desde entonces motivo de reivindicación en varios artistas y entre el público de la cumbia y también del cuarteto. Incluso los seguidores de algunas bandas del rock barrial buscaron identificarse con los negros por oposición a los “conchetos” que gustaban de otros estilos. Luego de 2008 el ser “negro” o “morocho” comenzó también a ser abiertamente blandido como credencial de popularidad entre diversos grupos peronistas, especialmente los kirchneristas pero también algunos de los de otras orientaciones. En todas estas expresiones, quienes se reivindican “negros” son tanto personas de pieles amarronadas, como otras de tez perfectamente “blanca”.

Estas nuevas identidades, de hecho, no aparecían como parte de una empresa de reivindicación de alguna particularidad étnica, sino más bien como un modo de aludir a una subalternidad de clase. Como he argumentado en otros trabajos, podría proponerse que la función de la referencia a lo negro no es la de reivindicar la pertenencia a una “raza” o un ethnos concreto (amerindio, mestizo o afroargentino), sino la de hacer visible metonímicamente la diversidad humana que compone lo popular.

Una de las figuras de la retórica más comunes, la metonimia, opera, entre otras maneras, aludiendo a la parte para referir al todo. En este caso, “el negro” funciona como significante englobador para la totalidad de las clases populares, cualesquiera sean sus colores. En los usos racistas propios de los discursos dominantes, esta metonimia se utiliza para transferir sobre la totalidad del bajo pueblo los estigmas asociados originalmente sólo a los de origen africano. Retomada por los sectores populares sin su carga racista, la parte está allí para referir a un todo muy diferente. El todo al que apuntan es el bajo pueblo con su diversidad de colores reconocida y aceptada, antes que negada. Una de sus partes –las personas de piel oscura– toma el lugar del todo para hacer visible que ese todo no es, como se presupone, blanco o incoloro. Al mismo tiempo, la metonimia alude también a la situación de subalternidad, asociada a los sentidos de exclusión o asimetría de poder que la palabra “negro” evoca (en la Argentina, por ejemplo, como víctima del patrón “negrero” o simplemente del desprecio racista). De alguna manera, la operación metonímica apunta a un todo unificado, diverso pero sin oposiciones étnicas, compuesto por iguales.

¿El Bicentenario como intento de sutura?

Pero, claro, todos estos desplazamientos identitarios también apuntan a una redefinición de la argentinidad. En el marco de estas disputas, algunas políticas del Estado buscaron modos de lidiar con las impugnaciones que venía sufriendo la imagen del país blanco y europeo. Las celebraciones oficiales por el Bicentenario, el 25 de mayo de 2010, significaron en este sentido un cambio drástico respecto de las narrativas oficiales de la nación que el Estado patrocinó en el pasado. La parte central del festejo fue el desfile de 19 carrozas alegóricas por las calles porteñas, cada una de las cuales representaba un momento significativo de la historia nacional. El armado del desfile fue encargado al director de teatro vanguardista Diqui James, pero las máximas autoridades –incluyendo a la propia Cristina Kirchner– participaron en el diseño del contenido temático y conceptual. La secuencia histórica buscó deliberadamente atacar la narración de la nación blanca y europea. El desfile estaba encabezado por una alegoría de la nación, encarnada en la figura de una joven vestida de celeste y blanco que hacía una coreografía suspendida de una grúa en altura, sobre la multitud.

En el casting para seleccionar a las actrices se buscó ex profeso que fueran de rasgos mestizados. Las siguientes tres carrozas representaban la presencia de los pueblos originarios antes de la conquista española. Los cuadros representativos de las luchas por la independencia –como el del cruce de los Andes o el éxodo jujeño– abundaban en actores afroargentinos y de rasgos y vestimentas indígenas. La escenificación del aporte inmigratorio de fines del siglo XIX fue muy singular, por el lugar que ocupa en las narrativas oficiales de la nación. Una gran carroza con forma de barco, seguida por un grupo de actores caracterizados como inmigrantes europeos, representaron el aporte de ese origen.

Pero inmediatamente después, como para contrabalancear esa presencia –y alterando el orden cronológico del relato, ya que su arribo al país fue posterior–, marcharon una colorida y muy nutrida delegación de inmigrantes bolivianos (desplegando wiphalas, la bandera indígena multicolor) y luego otra de chinos, en ambos casos ataviados con sus ropas tradicionales y otros signos de su procedencia. Otros aspectos del festejo oficial apuntaron en un sentido similar: entre las instalaciones diseñadas por diversos artistas en la avenida 9 de Julio –sitio central de encuentro del público– se contó el “Antimonumento del Bicentenario”, del Grupo de Arte Callejero, emplazado frente al Obelisco, que consistía en una serie de pantallas por las que pasaban frases y consignas. Entre ellas, una llamaba particularmente la atención: luego de referir a la revolución haitiana como la primera de las independencias latinoamericanas, un cartel repetía en letras mayúsculas: “SOMOS NEGROS / SOMOS NEGROS / SOMOS NEGROS / SOMOS NEGROS”. Y no sólo en el festejo oficial se notó este tipo de intervenciones: en el contrafestejo “El Otro Bicentenario” –un acampe frente al Congreso organizado por movimientos sociales en simultáneo a las celebraciones recién reseñadas–, la presencia de pueblos originarios, asociaciones de afroargentinos e inmigrantes de países limítrofes fue central. El mito de la nación blanca fue uno de los temas que se abordó en las mesas de discusión, en las que varias voces denunciaron las celebraciones oficiales que se estaban llevando a cabo en ese mismo momento como un intento de reconocimiento e integración de lo no-blanco puramente superficial y oportunista. Su carácter inauténtico, según estas voces, obedecía a que el gobierno no se proponía cuestionar las bases económicas de la opresión de la población que no responde al estereotipo del argentino, bases que algunos conceptualizaron como “colonialistas” y otros simplemente como “capitalistas”.

En efecto, tanto en las manifestaciones culturales y políticas de negritud que se hicieron visibles en estos años, como en los intentos estatales de hacerles un lugar, se distinguen profundas luchas por la redefinición del ethnos nacional. Pero si todos ellos comparten el cuestionamiento de su carácter exclusivamente blanco-europeo, no está claro hasta dónde llegan los límites de la crítica. Las celebraciones del Bicentenario mostraron que aquel cuestionamiento, que de manera implícita o explícita se venía haciendo notar desde los años ochenta, había hecho mella incluso en los discursos oficiales. El mito de la nación blanca está sin dudas herido de muerte y nada permite suponer que pueda recuperar la solidez que supo tener. No está claro, sin embargo, qué narrativa nacional y qué imagen de Pueblo vayan a reemplazarlo. Para algunas voces, la celebración del Bicentenario significó “el triunfo de la patria mestiza”. Para otras, por el contrario, se trató apenas de una puesta en escena sin cambios sustantivos por detrás.

Acaso sea muy temprano para hacer previsiones, especialmente en un escenario político y cultural tan fluctuante como el de la Argentina actual. Pero una cosa es segura: no será fácil incorporar el desafío que significa la emergencia de la negritud en los discursos oficiales de la nación, al menos no en modo definitivo. Su presencia es difícil de neutralizar desde una simple política del multiculturalismo o de afirmación identitaria, toda vez que no se trata de la expresión de un grupo étnico particular, de una “minoría” a la que una nación más tolerante pudiera hacer un lugar en su seno. Por el contrario, lo negro forma parte de una identidad de clase, precisamente el tipo de diferencia para las que la política del multiculturalismo es ciega.

Autorxs


Ezequiel Adamovsky:

Doctor en Historia por UCL/Universidad de Londres. Investigador de CONICET. Profesor Adjunto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.