Reclutamiento y entrenamiento de magistrados y funcionarios judiciales

Reclutamiento y entrenamiento de magistrados y funcionarios judiciales

Desde su creación, el Poder Judicial nacional es corporativo y funcional a los poderes fácticos. Salvo excepciones, sus miembros provienen de las elites conservadoras y se encuentran alejados de las realidades sobre las cuales emiten sus fallos. Para cambiar esto, se requiere una reforma constitucional, impulsada por un acuerdo dentro de un frente popular y democrático.

| Por José Massoni |

En la Argentina de 2017, discurrir sobre estos temas implica, ante todo, examinar el tipo de estructura judicial que tenemos según la Constitución Nacional y leyes consecuentes, dentro de cuyos límites los jueces y colaboradores desarrollan sus tareas, y el perfil de ellos desde la pretensión del mejor servicio de justicia para los habitantes del país.

En cuanto al primer asunto, cabe destacar que el Poder Judicial nacional –con características que en lo sustancial se replican en las provincias– es corporativo, elitista, y ha estado alineado con los poderes fácticos –casi siempre coincidentes con los políticos– desde su creación, en el siglo XIX. La matriz colonial sobre la que se estructuró su funcionamiento fue campo fértil para su lejanía política conceptual con el sistema constitucional norteamericano, que fuera fuente de su creación como uno de los tres poderes del Estado. Nunca fue un poder republicano efectivo, sino fiel sirviente del poder sociopolítico que colonizaba los órganos políticos. En la Argentina, salvo excepciones contadas, la magistratura fue destino de miembros de las familias destacadas del sector conservador, cuando no de la oligarquía, y el funcionamiento de “la Justicia” no mostró sobresaltos en tanto actuaba en paralelo con el orden establecido. La primera exhibición indecente de su linaje la dio con un mortal golpe a las instituciones de la Nación, cuando la Corte Suprema concedió legitimidad al golpe de Estado que derrocó al primer gobierno democrático, nacional y popular, el del presidente Hipólito Yrigoyen, que había llegado al gobierno por el voto ciudadano. Ese terrible atropello a la Constitución nacional causó décadas de inestabilidad política, en las que se sucedieron golpes militares prohijados por las fuerzas sociales y económicas conservadoras, mientras el pueblo nunca cejaba en la defensa de sus derechos, gestándose una creciente violencia política y social que culminó con la genocida dictadura cívico militar concretada por aquellas y ejercida con toda la potencia del Estado, comenzada en 1976, el episodio más terrible y feroz que padeciera la Nación desde su organización. Y que padece aún, pues decenas de miles de personas continúan en la situación de “desaparecidos” –término que se incorporó al léxico mundial así, en castellano– sin que los autores y cómplices de la inimaginable atrocidad den siquiera indicios de dónde se hallan los restos de los torturados y asesinados, ni de la identidad de cientos de nacidos de madres en cautiverio, que aún siguen en manos de sus apropiadores. Hubo un breve interregno, entre 1947 y 1955, en el que la Corte Suprema –luego de que un juicio político desplazara a sus miembros menos uno– emitió fallos donde los derechos individuales se vieron como parte integrante del bien común y que consagraban la casi constante derrota de los intentos de hacerlos valer frente a la autoridad pública. Esa línea jurisprudencial halló respaldo en las pautas derivadas de la Constitución reformada en 1949 y las leyes consecuentes, que tenían una nítida impronta social. Todo ese producto del segundo gobierno nacional y popular –con notorias falencias en el aspecto democrático– terminó con la derogación de la Constitución por un bando del golpe cívico militar de 1955.

Más de tres décadas después, aconteció un momento histórico de la administración judicial, durante el primer gobierno democrático tras la dictadura, cuando la Cámara Penal Federal de Buenos Aires –y la Corte, confirmando su fallo– condenó a los jefes militares genocidas. Finalmente, otro instante democrático hondo fue el protagonizado por la Corte designada en 2003 por el tercer gobierno nacional y popular, este nítidamente democrático, que jugó un papel relevante en el apoyo a la búsqueda de verdad y justicia en relación con todos los delitos de lesa humanidad cometidos por la dictadura de 1976. Pero la historia de más de siglo y medio del conjunto del Poder Judicial –sin mella trascendente producto de esos momentos históricos singulares– está signada por las notas corporativas, elitistas y funcionales al poder político si este coincidía con el poder real, como señalamos al principio. No las eliminó, ni tan siquiera erosionó, la reforma constitucional de 1994, con la selección de magistrados mediante concursos organizados por el Consejo de la Magistratura, de los que surge una terna de candidatos, quedando el Presidente sujeto a proponer uno de ella. Buenos resultados están dificultados de inicio por el perfil ideológico académico con el que las facultades de Derecho moldean a los abogados, harto alejados del mundo real que el cuerpo de normas regula, a lo que se suma el mal funcionamiento del Consejo, esparcido sobre los concursos. Cuando en los mejores casos la designación del nuevo magistrado sea la óptima posible, en demasiadas oportunidades a poco andar el novel juez resulta cooptado por la corporación, que seduce con sus relaciones claustrales, sus privilegios, su poder vicario pero efectivo, la aureola de “ser majestuoso munido de una dignidad especial” (Julio Maier), la insidiosa seguridad subjetiva de casi impunidad que va ganando la conciencia de quien internaliza, respira, que ocupa un lugar con muy buena remuneración que conservará de por vida en la medida que se adecue al sentido común predominante, sinónimo de respeto al poder fáctico y sus voceros políticos y mediáticos. Por añadidura, en una organización vertical como la nuestra, la Corte Suprema actual ya no es la de 2003. El gobierno neoliberal de fines de 2015, ante las vacantes producidas en el tribunal, las cubrió… ¡por decreto! Tamaña aberración, afrentosa para la república, finalmente prosperó, por complicidad de una mayoría de senadores que, para darles un tardío acuerdo, soslayaron que la sola aceptación del nombramiento espurio por los candidatos era suficiente causal para un rechazo frontal a sus postulaciones.

Nada era casual: la nueva integración ha dejado claro que reconoce jefatura política de la Casa Rosada con dos fallos horribles de este año 2017. En uno (“Fontevecchia”), contrariando la Constitución y los pactos internacionales que tienen rango de ley suprema, desenganchó al país del sistema de promoción y resguardo de los derechos humanos en el continente, declarando que sus fallos no pueden ser cuestionados ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (como es obvio, no existe protección efectiva sin organismo internacional que controle a los Estados); por el otro (“Muiña”), con argumentos jurídicos patéticos, por mentirosos y paupérrimos, prácticamente indultó a los condenados por delitos de lesa humanidad cometidos por la dictadura. El mundo miró consternado que el país líder en el castigo de esos delitos emprendía el camino de retorno a la impunidad. Aquí, la repulsa popular tuvo tal magnitud que el Congreso sancionó de urgencia una ley para obstaculizar la expansión jurisprudencial del vergonzoso precedente cortesano.

Segundo punto del asunto reclutamiento: el perfil del juez. Debe instrumentarse su funcionalidad para la administración del derecho a los habitantes de un país rico en recursos naturales (muchísimo en tierras feraces), con la totalidad de variaciones en climas y suelos, y con recursos humanos calificados en todos sus segmentos sociales económicamente activos. Pero que, a pesar de esas circunstancias de base, es un país donde sus habitantes ricos son poquísimos, en cada vez menos proporción y más ricos, mientras los pobres conforman enorme mayoría y son cada vez más pobres, mostrando una brecha en constante crecimiento al punto que, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC), en el tercer trimestre de 2016 el 10% de la población de más ingresos –aumentando fuertemente la cifra del trimestre anterior– los recibió en un promedio 25,6 veces más altos que el 10% más pobre. Los integrantes de la base de la pirámide vivieron con 85 dólares por mes, contra 2.173 de cada uno del estrato más alto. La misma estadística señaló que la canasta básica total de una familia tipo (alimentos más servicios) fue de 745 dólares, cuando la mitad de los argentinos ganaba menos de 496 dólares por mes (8.000 pesos, solo dos tercios de lo necesario básico). Para suspicaces: los datos, ocultados por la gran prensa local, pueden leerse en El País, de España, del 9 de enero de 2017. Emerge con claridad que los jueces que necesitamos deben ser expertos en las disciplinas jurídicas, pero igual o más deben ser conocedores refinados de esa realidad social y económica, pues de modo constante en sus estrados resolverán litigios o violaciones a las normas sucedidos dentro de ese estado social y económico causa y marco, actuando en medio de una grosera disparidad de fuerzas efectivas que operan antes, durante y después de los procesos judiciales.

El sistema actual de designación de un juez nacional actual consiste en que el Presidente elige de una terna –resultado de un concurso público organizado por el Consejo de la Magistratura– y lo presenta ante el Senado, que debe manifestar su acuerdo para la designación. Creado por los constituyentes de 1994, el Consejo está compuesto por trece personas representantes de las cámaras legislativas, Poder Ejecutivo, jueces, abogados –en “equilibrio”– y miembros del ámbito académico y científico. La única pauta sobre las proporciones constituye un enorme boquete que fue remitido a rellenado por una ley especial de mayoría especial, que además reglaría los jurados para elegir candidatos a jueces. Para llenar tamaña laguna institucional, el Congreso dictó leyes regulatorias fallidas.

El Consejo ha pasado por períodos en los que los “equilibrios”, buscados mediante política menuda, lo han paralizado. En el presente está en movimiento y el resultado es peor. Con maniobras ilegítimas, los consejeros que responden al oficialismo han logrado número para decidir a medida de sus patentes objetivos políticos de coyuntura, con el constante apoyo de los consejeros jueces representantes de la mayoría de estos. Una última maniobra en curso consiste en un fallo de juez con maciza trayectoria corporativa, apartando a un consejero senador de la oposición –con un año y medio de ejercicio del cargo–, aduciendo que no es abogado (condición que las normas no exigen), con lo que la coalición oficialista contará con los dos tercios necesarios para promover juicios políticos, y ya lo está haciendo con los jueces que no han fallado del modo que era interés del Poder Ejecutivo nacional. La conjunción de la persecución por el Consejo, la estigmatización mediática de todo magistrado o consejero que no siga las pautas oficiales o del gusto de los poderes fácticos –la gobernadora de Buenos Aires llamó por televisión a “escrachar” donde se lo vea al representante académico porque no votó como el gobierno nacional aspiraba– y la estructura jerárquica del mismo Poder Judicial, donde la Corte Suprema tiene y ejerce la suma del poder interno, agreden con alta eficacia la independencia de los jueces. Que por cierto no fue establecida en beneficio de ellos, sino de los ciudadanos que necesitan personas de criterio autónomo e imparcial al momento de dirimir conflictos o castigar delitos. En resumen, el fulminante ataque a las instituciones perpetrado por el actual gobierno se ha traducido en los tribunales en que están empujados más que nunca antes a salir del cauce republicano y producir resoluciones que no tienen relación alguna con el derecho.

El sistema de concursos para elegir a los fiscales es más objetivo, al descartar evaluaciones derivadas de preferencias personales, provenientes de estimaciones en entrevistas (como sucede con los candidatos a jueces). La selección de los fiscales se apoya solo –y nada menos que– en exámenes de oposición escritos, orales públicos, y evaluación de antecedentes, que realizan cuatro fiscales y un jurista de prestigio invitado, integrante de una lista previa. De esos exámenes surge una terna que es elevada al Presidente, quien debe elegir a uno de ellos. La aludida ventaja sobre la elección de los jueces es la única y los otros factores corrosivos de un desempeño imparcial y democrático también acosan la independencia de los fiscales.

Aclaradas las grandes líneas de las instituciones sobre las que deberíamos incidir, veamos cuáles serían, a nuestro entender, los planes para mejoras.

Si seguiremos teniendo uno, el Consejo de la Magistratura debe ser reformado de manera radical. Básicamente, en el modo de selección de sus integrantes, para paliar las consecuencias provenientes de la lejanía del pueblo en su elección, que ha facilitado la dependencia de intereses partidistas menudos y de los poderes fácticos y mediáticos. Cuando menos, quien selecciona y propone jueces debería estar legitimado por el voto popular. La ley 26.855 de 2013, en un intento claramente democratizador pero que no fue debatido ni siquiera por un cenáculo de especialistas –y que por ende resultó desprolijo–, estableció que veintitrés miembros surgidos de elección popular directa –en ocasión de los comicios presidenciales– representaran a jueces, abogados, un mayor número de académicos o científicos de cualquier especialización, legisladores y un representante del Poder Ejecutivo, asegurando pluralidad mediante ingreso de los elegidos en los segundos lugares de cada estamento. Se avanzaba con vigor con un cimbronazo a la centenaria corporación judicial: los electores de los jueces serían elegidos por el pueblo y no por un mínimo sector de la sociedad, de prosapia solo académica forense. Demandada su inconstitucionalidad, la Procuradora General la rechazó, esgrimiendo que la elección popular y el aumento del número de representantes de académicos y científicos no solo no es incompatible con el art. 114 de la Constitución, sino que, por el contrario, concilia mejor su texto con el compromiso con la ciudadanía, la soberanía del pueblo, la democracia representativa y el consecuente fortalecimiento de la participación ciudadana. El tribunal supremo, con brío corporativo, barrió con la reforma declarándola inconstitucional (fallo “Rizzo”) de un modo que el juez Dr. Zaffaroni en su voto en minoría explica con profundidad no exenta de didáctica sencillez y comprensión hacia las disímiles posturas ante la reforma: el fundamento de la mayoría era que no les gustaba la ley y la fulminó, atribuyéndose facultades legislativas que, obviamente, no tenía.

Con la actual composición de la Corte, el camino para democratizar el Consejo está más obstruido aún; en las antípodas de rever la doctrina recién reseñada, solo no obstaculizaría una ley que lo diseñara para ponerlo a merced del Poder Ejecutivo. No es imposible. Si este Congreso aprobó leyes frontalmente contrarias al interés nacional y al de las amplias mayorías de votantes, cualquier engendro puede parir, tanto más si se trata de un tema del que la educación, por omisión compacta, ha logrado que la ciudadanía no se interese, como si en él no le fueran sus derechos, hasta los más particulares. Las otras acometidas democratizadoras que intentó el gobierno anterior, en 2013, también fueron rotas: sobre la publicación diaria del estado de los expedientes por cada juzgado, la Corte volteó la ley por una mera acordada, y la instrumentación del ingreso a la carrera judicial administrativa abierto y por concurso no fue llevada a cabo ni se habló más del tema. Con la actual composición, esos objetivos están más alejados aún.

Tenemos una república y una democracia ahogadas por la acción conjunta de los poderes económicos nacionales y extranjeros, el Poder Ejecutivo en sus manos y un poder mediático que silencia hasta la desaparición los problemas suscitados, acomete con operaciones destructivas toda manifestación nacional, democrática y popular y, al fin, construye un sentido común en amplios sectores, consistente en una aceptación acrítica del estado de cosas que soportan, del que supuestamente deberían salir por un esfuerzo individual.

El problema y, por ende, la solución, son políticos. La única opción hacia una democracia de alta intensidad es la construcción de un amplio frente democrático y popular, con una masa crítica de militancia importante y una dirigencia política lúcida y audaz, que hagan posible forzar un acuerdo más amplio aún para reformar la Constitución por las vías institucionales (declaración por el Congreso que una convención es necesaria –art. 30 de la CN–) y, luego, una mayoría en ella que logre plasmar una carta fundamental acorde con los intereses del pueblo y de la patria.

El problema esencial de la Argentina es la gestión de su bendición. Su soporte material es un suelo con tierra de la que solo hay tres en el mundo –las otras son las llanuras del valle del Mississippi y las aledañas al mar Negro– pero que, desde siempre, está en manos de un puñado de familias de la oligarquía que legalmente reciben sus frutos, que vuelcan al sistema financiero y/o lo envían al exterior. Debería ser tema central de la constituyente que el producido de ese capital natural básico del país entero recaiga en beneficio social, así como el régimen de la propiedad privada en general. El sistema de selección de jueces y funcionarios es subsidiario, pero volvamos a él.

A mi modo de ver, sería útil abrir, desde ya, el debate sobre la cuestión de la designación de los jueces de la Corte Suprema. Néstor Kirchner agregó un elemento democrático, que abría la propuesta del Presidente al más amplio escrutinio público, pero institucionalmente débil en tanto no pudo ser más que un decreto. Ningún sistema dará como resultado cercanías de perfección, porque con los inmensos poderes del capitalismo financiero globalizado apareciendo bajo todas formas, a toda hora, sin ataduras ideológicas, institucionales, éticas o morales, y con la única regla de la ganancia máxima en tiempo mínimo, los jueces elegidos bajo cualquier sistema estarán bajo fuego, tanto como lo están los Estados a los que pertenecen. Pero, seguro, nuestro método actual es malo. Lo primero es internalizar su mutabilidad: la fórmula de la Constitución es modificable.

Con la salvedad del requisito faltante de un sistema de controles anuales estrictos de la conducta de los magistrados en cuanto a sus actos no jurisdiccionales, por caso los relacionados con su patrimonio y el de sus parientes y allegados, es útil como sacudón mental ver que en un país limítrofe, Bolivia, los jueces del tribunal equivalente a nuestra Corte Suprema los elige el pueblo en elecciones generales. ¿Un escándalo? No tanto. Los candidatos son preseleccionados por la asamblea legislativa, por dos tercios de sus miembros y con esa lista el tribunal electoral organiza las elecciones; los postulantes quedan inhabilitados si realizan campaña electoral; no pueden integrar organizaciones políticas y tienen mandato por seis años, sin reelección. Como se advierte, la participación popular es muy fuerte, pero intermediada por una robusta mayoría de representantes; el mandato es acotado y con final inexorable; la posibilidad de que se desarrolle un cuerpo encerrado en sí mismo, ajeno a la arquitectura democrática (nuestro defecto basal) es casi nula. Con candidatos de al menos treinta años, abogados y con experiencia en funciones judiciales, profesión o cátedra universitaria durante ocho años, se avientan riesgos de integrar el Tribunal Supremo con miembros sin aptitudes técnicas. Insisto, no postulo copiar ese esquema, pero sí conocerlo y hacer un estudio de campo sobre su funcionamiento, virtudes y falencias demostradas hasta ahora, con el propósito de que actúe sobre nuestras mentes como un estímulo para la imaginación democrática participativa, en nuestras diferentes circunstancias de variadas índoles, con miras a salir del esquema que damos por natural y está apretando hasta la asfixia a la democracia y a la república. Valdrá también mirar la incorporación de los jueces de tribunales de la instancia anterior, que las hace el Tribunal Superior eligiendo de una terna elevada por un Consejo de la Magistratura –donde no es requisito ser abogado– constituido por un sistema análogo al de aquel (selección por asamblea, voto popular). Ese cuerpo –cuyos miembros también tienen mandato por seis años– es responsable de la disciplina, administración y finanzas del Poder Judicial –como dice nuestra Constitución y no se cumple– y también designa, tras concursos, a los jueces de partido y de instrucción; los consejeros permanecen en funciones seis años. En principio, hay varios ingredientes que estarían sellando la posibilidad de formación de un quiste desdeñoso del pueblo y sus formas democráticas de gobierno.

Reitero, la solución debe ser nuestra y no una copia de nadie, pero lo evidente es que para arribar a un diseño que aspire a la influencia popular en la designación de jueces y funcionarios, deben crearse las condiciones políticas para una reforma de la Constitución. Con la actual no hay salida.

Segundo tema: el entrenamiento de los magistrados y funcionarios. Muy brevemente. Este asunto se desprende del perfil de juez o funcionario a reclutar, sobre lo que hemos adelantado opinión general antes. En el ámbito del Consejo de la Magistratura, en cuanto a los jueces, y en el de la Procuración General, respecto de los fiscales, deberían establecerse periódicos cursos de concurrencia y aprobación obligatoria, dictados por académicos destacados, sobre normas y jurisprudencia de derecho constitucional, tratados internacionales y legislación nacional sobre derechos humanos, económicos y sociales, y la especialidad del juez o fiscal según el fuero en el que actúa. Con la misma obligatoriedad deberían, en los plazos que se establezcan, cursar las materias que se determinen en las demás facultades de ciencias sociales, de la educación y la comunicación. Y, periódicamente, realizar trabajos de campo –que diseñen el Consejo y la Procuración– en barrios de todas las capas sociales, villas de emergencia, fábricas, centrales de servicios, sindicatos y, en general, en todas las organizaciones sociales del territorio en el que ejercen jurisdicción.

El motivo es obvio: jueces y fiscales deben saber por contacto vivo, no solo a través del estudio académico, quiénes son y cómo son los seres humanos concretos sobre cuya suerte decidirán al aplicar la ley.

Argentina 2017: el gobierno nos ha sumido ya –y su plan es continuar profundizando el rumbo– en una catástrofe socioeconómica, para la que arrasa con cuanto obstáculo institucional se le oponga, con la impunidad social que le otorga un –pareciera– insuperable blindaje mediático. La administración de justicia es su herramienta “legitimadora”. Una y otra cuestión, principal y subsidiaria, creo que solo pueden comenzar un camino de remedio tras una reforma constitucional, democráticamente forzada por una muy importante mayoría política que coincida en la defensa de la patria nuestra, la patria grande americana y sus pueblos, que consiga un acuerdo social y político más amplio aún para ordenar una convivencia en democracia intensa, participativa, ágil y dinámica.

Menuda tarea.

Autorxs


José Massoni:

(Gualeguay, 1941) Abogado UBA. Carrera judicial 1961/1999; juez de cámara penal 1984/1999, titular Oficina Anticorrupción 1999/2003. Actualidad: miembro de Justicia Legítima. Libros: “La Justicia y sus secretos”; “Estado de la corrupción en la Argentina y el mundo”; “La reforma de la Constitución Nacional” (Del Puerto; 2007, 2011 y 2013); “Manual para argentinos” (Dunken, 2011). Notas: Página 12, La Nación, Infobae, La Letra Eñe y Horizontes del Sur.