Los jardines comunitarios. Perspectivas acerca de la educación y el cuidado

Los jardines comunitarios. Perspectivas acerca de la educación y el cuidado

Las propuestas educativas de base comunitaria surgieron desde fines de los ’80 como una respuesta generada por los ciudadanos ante la ausencia del Estado. Lejos de pensarlas como un simple lugar de asistencia, es necesario reivindicarlas como instancias de creación de trayectorias didácticas novedosas.

| Por Clarisa Label |

La historia de los jardines comunitarios, cuyo origen se remonta a fines de la década de los ’80, pone de manifiesto la diversidad y desigualdad social existente no solo en cuanto a la oferta educativa, sino también en lo que respecta a la organización social del cuidado de los/as niños/as pequeños. En el marco de la amplia variedad de espacios comunitarios, algunas experiencias desarrolladas por educadoras populares abrieron caminos para la construcción de saberes relevantes a lo largo de sus múltiples itinerarios educativos, que han aportado valiosos elementos para repensar las lógicas escolares naturalizadas como único parámetro de atención a la niñez.

Muchas veces, las categorías con las que agrupamos no hacen más que borrar las diferencias, haciéndonos creer que el nombre común unifica perspectivas y modalidades. El propósito de este trabajo es aportar algunos elementos para interrogar una idea naturalizada, abrirla, hurgar al interior de ese imaginario y tratar de mostrar algunos aspectos de la diversidad que lo compone.

El camino de los denominados jardines comunitarios

Al igual que con los jardines oficiales, el abanico de propuestas y de perspectivas que se despliegan en los denominados jardines comunitarios es muy amplio y heterogéneo, debido a que responden a proyectos, paradigmas e intereses variados.

Se registran diferencias en relación con el origen, las dependencias, el financiamiento, el grado de formalización, la regulación y supervisión de las prácticas, la calidad de atención, los grupos etarios, la participación de las familias, la articulación con la comunidad, la organización institucional (el período del año en el cual funcionan, los horarios de atención), el personal a cargo de los/as niños/as (su formación, capacitación, perfiles, conformación de equipos de trabajo), la infraestructura y el equipamiento.

A los fines de esta presentación, preferimos hablar de propuestas educativas de base comunitaria, una denominación dirigida a dar cuenta del origen de algunas de estas alternativas, sabiendo que resulta imposible que la designación adoptada sea expresión de la pluralidad de opciones vinculadas con modalidades y ofertas muy disímiles.

Vamos a referirnos fundamentalmente a aquellas iniciativas de participación social y de gestión comunitaria que en la mayoría de los casos surgieron como una respuesta generada por los propios ciudadanos, frente a la ausencia del Estado.

Entre la diversidad de propuestas, algunas fueron diseñadas desde instancias de gobierno, se concibieron como planes, programas o proyectos destinados al desarrollo infantil y a la educación y se caracterizaron tanto por la fragmentación como por la desarticulación de sus acciones. De la mano de organismos internacionales, la atención de la primera infancia se instaló como una estrategia que reivindicaba (y reivindica) el altruismo de aquellas mujeres que gestionaban espacios de alimentación y cuidado, doblemente valoradas por su condición de género y su situación de pobreza. Una apreciación dirigida a enaltecer y en el mismo acto ocultar una demanda por derechos marginados, vulnerados y hasta abandonados.

Podemos ubicar un inicio de estas experiencias en la hiperinflación de 1989. En el período que abarcó hasta 1995 (primera presidencia de Menem), se realizó un pasaje de las ollas populares a una incipiente coordinación a cargo de grupos barriales, que comenzaron por reunirse para resolver necesidades de subsistencia. Como consecuencia de los cambios dirigidos a profundizar el rumbo del neoliberalismo y neoconservadurismo, se multiplicaron los espacios ligados a grupos parroquiales, asociaciones civiles, movimientos de base y fundaciones, que se constituyeron no solo como comedores, sino como ámbitos para alojar a los niños durante el tiempo en que los integrantes de sus familias trabajaban o intentaban conseguir algún trabajo.

Para entender este proceso es necesario considerar que las transformaciones políticas y económicas propias de la implementación de estos modelos ahondaron una configuración social distinguida por la concentración de la riqueza, el consecuente aumento de la desigualdad social, el empobrecimiento masivo de la población y la exclusión. Una situación que hoy vuelve a desplegarse con toda su crueldad.

En la década de los ’90, además del sistema educativo, la atención de la primera infancia se planteaba en el marco de políticas focalizadas, dirigidas a ocuparse en forma prioritaria de la población con Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI). Era común escuchar a las educadoras y hasta a las familias de los chicos presentarse diciendo “yo soy NBI”. Este modo de nombrarse, pensarse e identificarse como población beneficiaria fue consecuencia de la instalación de un nuevo paradigma que, bajo un discurso de protección, legitimó la exclusión social, produciendo con los modelos asistenciales lo que Silvia Duschatzky y Patricia Redondo denominaron identidades tuteladas. Se trataba de una perspectiva con fuertes implicancias subjetivas, que apuntaba a ubicar a los ciudadanos “favorecidos”, aquellos que habían sido “elegidos” para ser adjudicatarios de programas sociales, en un lugar de subordinación, dependencia y agradecimiento. Los beneficiados, entonces, lejos de ser considerados iguales, son juzgados como inferiores e incapaces, reforzando la supresión del concepto de sujetos de derecho.

También es importante recordar que, en los ’90, con la excusa de descentralización, se terminó de realizar la transferencia educativa a las provincias (ley 24.049), iniciada en 1978, durante la última dictadura militar. Se trató de una política de carácter fiscal para reducir el gasto público, pero lo que en realidad se delegó a cada una de las jurisdicciones fue el financiamiento y, consecuentemente, la responsabilidad de garantizar el derecho a la educación.

Alrededor del ’95, en el marco de la segunda presidencia de Menem, algunas de esas iniciativas barriales comenzaron a agruparse. Muchas de las mujeres a cargo de los centros eran madres de los niños que concurrían a dichos espacios, de allí la primera denominación de madres cuidadoras. El lugar socialmente adjudicado a las mujeres como madres y, consecuentemente, como únicas responsables de la crianza y el cuidado de los niños, es una idea que sigue formando parte del sentido común de numerosos grupos poblacionales.

Tal como vuelve a registrarse en la actualidad, se trataba de una época en la que las tasas de desempleo eran muy altas. Las poblaciones de los barrios hacían lo que podían y como podían para contener el creciente aumento de las necesidades de subsistencia. Había que organizarse para dar una respuesta a la emergencia social: sobrevivir, alojar a los chicos y ayudarse entre los vecinos. Una realidad que ahora vuelve a someter a los grupos más desprotegidos y se despliega con una ferocidad inusitada. Nuevos tiempos en los que se reeditan las lógicas y acciones asistencialistas, una perspectiva que suponíamos ampliamente cuestionada por vastos sectores del campo social y educativo. Sin embargo, los acontecimientos políticos nos remiten permanentemente a pensar en que no existen las discusiones terminadas. En todo caso, hay tiempos históricos de consensos respecto de algunas ideas que logran plasmarse en leyes a favor de la defensa de derechos conquistados a través de las luchas ciudadanas. Hoy más que nunca, comprobamos cotidianamente cómo las supuestas victorias, lejos de ser permanentes, son provisorias y su continuidad depende en gran medida de la posición que adoptemos frente a la realidad.

Durante la presidencia de De la Rúa –año 2001– se produjo el estallido social. Muchos de los centros que se crearon entre ese año y el 2003 fueron impulsados por organizaciones sociales y movimientos de desocupados. Podría decirse que, a partir de ese período, quienes integran estas propuestas, con fuerte representación comunitaria, comienzan a plantearse de manera más sistemática la necesidad y la decisión de capacitarse. Si bien las acciones de formación para las educadoras se originaron antes de esta etapa, la construcción de instancias específicas de aprendizaje vinculadas con las propuestas educativas avanzó a medida que los centros se fueron constituyendo como redes de trabajo y establecieron nuevos lazos hacia la interlocución y la tarea conjunta con otras instituciones.

Numerosas organizaciones sociales trabajaron con las familias para cambiar su perspectiva: lo que inicialmente se identificó como necesidades, fundamentalmente aquellas vinculadas con el cuidado de los niños, comenzó a ser percibido y reconocido como derechos. Ese pasaje significó un tránsito de la lógica asistencial, centrada en la alimentación y la subsistencia, a la construcción de ciudadanía.

En relación con la producción de discursos, la perspectiva de las infancias como un campo de enfrentamientos y disputas de poder, es una apreciación menos evidente. Uno de los ámbitos en lo que se plantea y se pone de manifiesto esta tensión es la asignación y distribución presupuestaria, a lo que se suma la discusión respecto de qué órbita del Estado se hace cargo de esa erogación. Otorgar o retirar los fondos destinados al financiamiento puede establecerse como un modo de coacción para conseguir la subordinación a las políticas gubernamentales o para instalar alguna línea de trabajo.

El cuidado en la enseñanza

En la Argentina, la controversia entre asistencia y educación es inherente al propio sistema educativo. La educación inicial nace de la mano de estas lógicas históricamente planteadas como un enfrentamiento: los jardines de infantes para educar a los sectores medios urbanos, las salas de asilo y casas cuna para ocuparse del cuidado de la población en situación de pobreza y de los más pequeños. Se trata de una polémica que se traslada al modo dicotómico de mirar y de entender las propuestas que se ofrecen en el marco de la educación reconocida formalmente y aquellas que se despliegan por fuera del sistema. Durante mucho tiempo, la valoración de la educación generó en la misma operación una apreciación en sentido inverso respecto del cuidado como una instancia menor. Justificar la minusvalía va en línea con la feminización de esta práctica y la consecuente argumentación a favor de bajas remuneraciones o del voluntariado para realizar tareas que, según estas versiones, podría hacer cualquiera. Contrariamente, ubicar el amparo como central en la relación de enseñanza, entender la relevancia de la asistencia, permite replantear el sentido de las instituciones y advertir la magnitud de las personas que se ocupan de esta tarea. Quien sostiene entabla con otro una relación amorosa en la que hay un deseo en juego, un lazo que no es anónimo y que requiere asumir una responsabilidad. Como en la educación, en todo acto de cuidado se produce un pasaje, se transmite una herencia de la cual las nuevas generaciones se apropian, resignificando lo que les es dado. Cada uno de nosotros fuimos acunados, higienizados y calmados desde determinadas modalidades culturales enmarcadas en una época. Las canciones que nos cantaron, los relatos que nos contaron, los versos o las palabras que nos hicieron dormir son parte de la cultura social y familiar a la cual pertenecemos y que nos da una identidad. En ese sentido, algunas prácticas que caracterizan la prestación en muchos jardines de base comunitaria nos han movido a reflexionar e interrogar los enfoques históricamente sustentados en el nivel inicial. Se trata de modalidades que, al aportar elementos no considerados o posiciones novedosas, ponen de manifiesto la viabilidad de otros encuadres posibles.

Desafiar nuestra mirada

Para no caer en miradas románticas ni idealizadas es necesario detenernos en los procesos recorridos por algunas de estas instituciones. En muchos casos los propósitos, las circunstancias y las normativas en las que se desarrollan las experiencias educativas no escolarizadas difieren de aquellas que constituyen el sistema oficial. Sin embargo, están fuertemente atravesadas por el formato escolar, debido a que es el modo de enseñanza metódica más difundido y persistente desde la creación del sistema educativo en el siglo XVIII. Este condicionamiento origina la reproducción de estilos estereotipados como, por ejemplo, los traslados en trencitos, las consignas cantadas, las filas de nenes y de nenas, los largos tiempos de espera sentados sin propuestas mientras todos van al baño, expectativas de “buen comportamiento” signadas por el orden y el silencio, la ubicación de mesas y sillas como protagonistas principales de las salas, actividades como pegar papelitos adentro de un círculo o pintar fotocopias, entre otras. El intento de mimetización por las formas responde en parte a la necesidad de parecerse a la escuela, suponiendo que en estas particularidades reside la posibilidad de lograr el reconocimiento como instituciones educativas. Son prácticas que el tránsito por la escuela y la amplia difusión del estereotipo de la maestra jardinera han llevado a incorporar como parte del sentido común.

No obstante, a partir de capacitarse y estudiar para asumir la responsabilidad educativa, el recorrido realizado por algunas organizaciones sociales ha permitido no solo desafiar las lógicas históricamente reproducidas, instalando preguntas allí donde numerosos jardines se manejan con certezas, sino iniciar algunas trayectorias didácticas que fueron adoptadas en los jardines oficiales. Tal es el caso del juego en sectores, una propuesta emparentada con el juego-trabajo que comenzó a implementarse en los jardines de la Red Andando, del partido de Moreno, desde donde circuló a otros espacios escolares.

La posibilidad de pensar grupalmente la finalidad de la tarea permitió resignificar lo que inicialmente se identificaba como dificultades vinculadas con la organización de la labor cotidiana. Así, comienzan a verse los aportes del trabajo con edades integradas, el beneficio de replantear el uso de espacios y tiempos rigidizados, la necesidad de analizar para volver a considerar o bien desechar los rituales, tradiciones y formatos sin sentido. Detenerse a evaluar habilita a ofrecer un encuadre de trabajo flexible, que atiende la singularidad de la población que accede a los centros. Esto se traduce en una normativa elaborada como consecuencia de la necesidad de establecer criterios de funcionamiento, de convivencia, de organización, pero no se antepone a los sujetos fijando un corset al que niños/as y familias tienen que someterse.

En línea con el sentido de cuidado, al definir los períodos de asistencia, los horarios y los tiempos de funcionamiento institucional, se tiene en cuenta la situación de los grupos familiares. Se acuerdan posibilidades de concurrencia en días y horarios variables. Esto lleva a que la matrícula sea fluctuante: los chicos ingresan y egresan de la sala durante todo el año. No hay un momento establecido de antemano que limite esta posibilidad. Como parte de la dinámica, se contemplan los cambios en las condiciones laborales de los adultos, las mudanzas y, en algunos casos, el hecho de que se produzcan vacantes en los jardines formales, lo que les permite el ingreso a la órbita del sistema educativo. Esta docilidad es resultado del saber construido por las educadoras a partir de las relaciones de proximidad con los vecinos y del conocimiento de las dinámicas del barrio.

Si bien las representaciones sociales dominantes siguen identificando a la educación como un acontecimiento que se desarrolla básicamente dentro del sistema oficial, la existencia de experiencias educativas inclusivas en el marco de las organizaciones sociales comunitarias ha iniciado un camino de reconocimiento hacia otros formatos y encuadres. Así, modalidades como el trabajo en pareja pedagógica que, en ocasiones, articula la tarea conjunta entre docentes y educadoras, aporta saberes y experiencias complementarias que enriquecen sustantivamente la propuesta pedagógica. En estos intercambios, los equipos institucionales encuentran, en la cultura social de origen y las pertenencias identitarias, el punto de partida para ampliar los repertorios culturales de las nuevas generaciones.

A pesar de la precariedad de las situaciones laborales, los adultos se muestran sensibles a las necesidades de los/as chicos/as. Es esa disponibilidad para acompañar, observar, escuchar y hacer nuevas ofertas lo que hace factible establecer lazos y construir confianza. La tarea de los jardines comunitarios va más allá del trabajo específico con los niños/as. Las familias aprecian cuando se las convoca como parte de la gestión institucional desde una posición de simetría y horizontalidad, no solo para participar en fiestas y reuniones, sino para tomar decisiones.

La mayoría de las veces, estos ámbitos se establecen como espacios articuladores de otras demandas sociales. Se acude a los centros comunitarios buscando respuestas a necesidades, problemas o requerimientos tanto individuales como sociales (familias que atraviesan situaciones de violencia, maltrato, niños con bajo peso o desnutridos, mujeres jefas de hogar, necesidad de acompañamiento al centro de salud, a realizar algún trámite, etc.). Este modo de funcionamiento responde a una lógica más amplia de trabajo en red con otras organizaciones sociales y como parte de una trama más extensa que incluye vínculos con otros organismos a nivel local, municipal, provincial y nacional. Estos lazos resultan fundamentales no solo para dar respuesta a las situaciones particulares, sino para generar la visibilidad y la fuerza colectiva necesaria que permita lograr la continuidad de las acciones y el reconocimiento, defensa y ejercicio de los derechos de las poblaciones con las que se trabaja. Se construyen, entonces, otras perspectivas del cuidado y la educación donde no es posible pensar en los niños al margen de sus familias y de la colectividad de referencia. La persistencia y crecimiento de los jardines y centros comunitarios exponen una realidad que, al decir de Laura Pautassi y Carla Zibecchi, trasciende las fronteras del cuidado y han avanzado en la configuración de propuestas y formas de trabajo con identidad propia, que nos llevan a revisar las prácticas hegemónicas. Ese es nuestro desafío.

Autorxs


Clarisa Label:

Lic. en Ciencias de la Educación (UBA) y especialista en Ciencias Sociales con mención en Psicoanálisis y Prácticas Socio Educativas (FLACSO). Regente del Nivel Terciario de la Escuela Normal Superior Nº 7 “José María Torres” y profesora de Didáctica de la Educación Inicial I y II en la misma institución. Profesora a cargo del Seminario “Trabajo de Campo en Problemas Socio-Políticos de la Educación para la Primera Infancia” de la Maestría en Educación para la Primera Infancia (FFyL-UBA). Autora de diversos trabajos publicados en libros y revistas nacionales referidos a educación inicial y primera infancia.