Acerca del concepto de riesgo en ciencia y tecnología

Acerca del concepto de riesgo en ciencia y tecnología

Los avances en ciencia y tecnología van acompañados de nuevas formas de riesgo capaces de generar daños incontrolables para nuestras sociedades. La lógica de acumulación capitalista a escala global incrementa esta posibilidad.

| Por Mario Albornoz* |

A finales de los años ochenta del siglo pasado, el sociólogo alemán Ulrich Beck introdujo un concepto, el de la “sociedad de riesgo”, que tuvo gran difusión y dio lugar a numerosos debates. Confrontando en gran medida con el optimismo epistemológico y las promesas de un mundo feliz que se lograría a impulsos de las “tecnociencias”, la idea apuntaba a que ciertos riesgos implícitos en el estilo de desarrollo tecnológico predominante generan una tensión difícil de sostener a largo plazo. Accidentes como el de la central de Fukushima han reavivado el debate sobre el riesgo. El escenario actual es el de sociedades que se sienten amenazadas a una escala planetaria, en un marco de tensiones que, obviamente, van más allá de lo estrictamente tecnológico, aunque este dato, lejos de debilitar la idea, la fortalece por cuanto pone en evidencia su carácter social.

Se percibe, en forma todavía algo difusa pero creciente, que la ciencia y la tecnología han ayudado a crear nuevas –y extremas– formas de riesgo en el doble sentido de daños incontrolables que acechan a las sociedades en forma global, sin distinción de pobres y de ricos, y de una nueva conciencia sobre las consecuencias de las decisiones que se toman en un contexto social menos protector que el de antaño. De una parte, riesgos tales como el efecto invernadero, las catástrofes nucleares, los derrames de petróleo u otros daños que perjudican a la humanidad en su conjunto, remiten a la universalización de la tecnología y a determinadas formas de su aplicación. De otra parte, la percepción del riesgo está asociada a la convivencia cotidiana con decisiones arriesgadas. Como afirman los filósofos españoles José Antonio López Cerezo y José Luis Luján, en un contexto de creciente individualización, el riesgo y la incertidumbre se generalizan y entran en la percepción y el lenguaje cotidiano. En este sentido, la cuestión no es sólo que los riesgos sean mayores, sino que hoy los peligros son imputados a acciones y decisiones humanas. En eso consiste el riesgo en su segunda acepción y por eso la noción ha irrumpido en la agenda pública. La sociedad parece demandar mayor responsabilidad en la toma de decisiones y esto atañe no solamente a los políticos y empresarios, entre otros actores institucionalizados, sino en cierta medida a cada uno de los ciudadanos.

Sin embargo, no se trata de un fenómeno nuevo ni de una denuncia sin antecedentes. Es cierto que la ciencia y la tecnología tienen hoy una imagen casi inmejorable y que sus aportes a la salud, la calidad de vida, la producción, el pensamiento y la comprensión de los fenómenos sociales tienen un reconocimiento casi universal. El origen de la ciencia moderna se remonta al siglo XVII y con ella dio comienzo el imperio de la razón. En siglos posteriores la ciencia dio impulso a la revolución industrial. La confianza ilimitada en el poder de la ciencia no fue sólo un patrimonio de la naciente burguesía, sino también de los pensadores socialistas y aun de los anarquistas. Portador de un pensamiento crítico con respecto al orden social predominante en los países de Occidente, John Bernal, destacado científico marxista inglés, era enfático al sostener que la civilización, tal como la conocemos hoy, sería imposible sin la ciencia, ya que no solamente hace posible sus aspectos materiales, sino que está implicada en los aspectos intelectuales y morales de la sociedad.

Como una imagen en negativo, es también cierto que el temor a las consecuencias del desarrollo científico y tecnológico viene de antaño, como contrapunto a la fe ciega en el progreso. En 1926 John Haldane, uno de los padres de la genética moderna y miembro del partido comunista británico, escribía un texto estremecedor al que denominó “Daedalus or Science and the Future”. En aquel texto se preguntaba: “¿Acaso la humanidad ha liberado, de las entrañas de la materia, un monstruo que ha comenzado a volverse en contra de él y puede, en cualquier momento arrojarlo en un abismo sin fondo?”. Sin llegar a términos tan dramáticos, las denuncias sobre el impacto negativo de la tecnología sobre el empleo y el trabajo han estado en el centro de la discusión desde los orígenes mismos de la economía como disciplina.

El contraste entre las promesas, las realizaciones positivas y las amenazas genera una tensión que marca la actividad científica. El mismo John Haldane afirmaba que “un nacionalismo competitivo, aun si se lograra prevenir totalmente –o en gran medida– la guerra, muy difícilmente podría extender las ventajas nacionales prescindiendo de la investigación científica”. Las décadas siguientes le dieron la razón en cuanto a la importancia de la ciencia para las empresas bélicas. Fue a mediados del siglo XX, y en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, que los Estados parecieron comprender el alcance de la ciencia para el logro de metas políticas. El icono de esta nueva etapa, basada en el poder de la ciencia, fue el hongo atómico, imagen sinóptica de la energía liberada por obra de los científicos. ¿Cabría una imagen más clara de las tensiones entre los aspectos constructivos y destructivos de la ciencia?

La autonomía de la ciencia

Un tema que cruza la problemática del valor social de la ciencia es el de su presunta autonomía. ¿Fue la ciencia por sí misma la responsable de los nuevos conocimientos, o fue la decisión política de fijar metas y asignar recursos lo que hizo posible la labor de los científicos? ¿Cuánto influyó la ciencia en el éxito en la guerra? Pero en forma recíproca: ¿cuánto influyó la guerra en el desarrollo de la ciencia?

Pese a que evidentemente la ciencia fue movilizada por la guerra, según lo confesara el propio presidente Roosevelt, y a que sus principales logros, tales como el radar, la computadora, la bomba atómica e incluso la penicilina (desarrollada para atender infecciones en el campo de batalla) fueron respuesta a demandas precisas de la conducción de los asuntos bélicos, se estableció la ficción de que la investigación básica tiene de por sí una capacidad curativa de los males sociales. Curiosa ficción, porque en su famosa carta al líder de la comunidad científica norteamericana, Vannevar Bush, el presidente Roosevelt le preguntaba cómo podrían ser utilizados para la paz los conocimientos desarrollados durante la guerra, “con la aprobación previa de las autoridades militares”. Bush contestó que se debía apostar a la investigación básica, en un clima de libertad científica. Toda una paradoja, no despojada de cinismo, ya que quien conocía bien la importancia de la conducción política de la investigación, estaba proponiendo un modelo basado en la creencia de que la ciencia se guía a sí misma y produce de por sí efectos sociales.

Algunos años después, Michael Polanyi, un prestigioso fisicoquímico devenido en filósofo, autor de un llamado de atención sobre la responsabilidad de los científicos, daba carácter programático al rechazo de la injerencia política en la práctica científica, acuñando la idea de la “República de la Ciencia”, a la que caracterizaba como una sociedad extremadamente liberal, que debía ser defendida de las hordas políticas, tal como en su momento fuera necesario defender la democracia de Atenas. Aunque este planteo conlleva el reconocimiento de que existe un correlato entre la práctica científica y determinados valores sociales, lo cierto es que le asigna a la ciencia básica un carácter casi demiúrgico, ya que atribuye a los científicos la capacidad de elegir los rumbos de la investigación, sin condicionamientos externos, a la par que se confía en que la sociedad se beneficiará de ellos por senderos que quedan en un territorio más oscuro.

Fue célebre el contrapunto del liberal Polanyi y el marxista Bernal. Este último también clamaba por la responsabilidad social de los científicos, pero desde una perspectiva muy diferente. En su Historia Social de la Ciencia, Bernal denunciaba que muchos científicos trataron de excluir de su conciencia las desagradables consecuencias de sus investigaciones, dando un carácter abstracto a su interés por el conocimiento o, “como ellos dicen”, orientándose en un sentido exclusivamente científico. La repetida insistencia de algunos científicos en la pureza y la libertad de la ciencia –objetaba Bernal– es por sí misma una indicación de su mala conciencia ante las consecuencias sociales de su trabajo y de los efectos que los cambios sociales traen al futuro mismo de la ciencia.

Hay, como hemos visto, una visión que otorga a la ciencia una posición central. Este “científicocentrismo” que otorga al conocimiento científico la capacidad de influir sobre la sociedad sin estar a su vez condicionado por ella, no es un fenómeno exclusivo de los científicos de un color político determinado. No son necesariamente liberales ni de derechas quienes consideran que el poder de la ciencia se fundamenta sobre su autonomía, que su firmamento está poblado de valores ligados a la excelencia y que la pertenencia a la comunidad científica constituye alguna suerte de supranacionalidad. Hay también un “científico-centrismo” progresista que otorga a la ciencia la capacidad de producir transformaciones políticas y sociales. Unos y otros olvidan que son las sociedades las que producen las transformaciones. La ciencia es una actividad social que se lleva a cabo en el contexto de la sociedad a la que pertenece.

La ciencia reproduce el sistema social

La ciencia de la posguerra no solamente se caracterizó por sus vínculos íntimos con los proyectos militares, sino que además se convirtió en un elemento clave para la producción y en un rubro de inversión a gran escala. La “ciencia grande” como la denominó Derek de Solla Price, merecía tal nombre pura y simplemente por ser grande: grande en sus presupuestos y en el tamaño de sus grupos de investigación y por utilizar grandes y costosos equipamientos localizados en grandes laboratorios. La creación de conocimientos en el contexto de la “ciencia grande” fue en cierta medida equivalente al modo de producción “fordista” en el plano de las grandes industrias. La acumulación de recursos necesaria para investigar habría de tener inevitables consecuencias, no sólo sobre la cantidad y calidad de los conocimientos alcanzados, sino también sobre la relación con la sociedad.

La idea de que la ciencia transforma a la sociedad más allá de las condiciones materiales que ella hace posible y funda una racionalidad necesariamente democratizadora ha recibido muchas objeciones. Max Horkheimer, uno de los más destacados miembros de la llamada “Escuela de Frankfurt”, era muy pesimista con relación al proyecto moderno fundado en la racionalidad científica y muy escéptico con relación a la posibilidad de que la ciencia modifique el orden social vigente. Por el contrario, señalaba que cuando se convierte en fuerza productiva, la ciencia reproduce y consolida las relaciones sociales. Librada al juego de las fuerzas del mercado, favorece la concentración monopólica.

Muchos otros autores han señalado que en el contexto de determinadas reglas de juego sociales, la ciencia y la tecnología favorecen la concentración de capital, el desempleo y otros efectos negativos. Bernal, por ejemplo, afirmaba que “la vasta ciencia ha contribuido a la formación de monopolios” debido a su necesidad de ser financiada por grandes capitales. Las industrias basadas principal o enteramente en la ciencia han sido monopolistas desde el principio, agregaba. En otro apartado de la voluminosa historia social de la ciencia señalaba que “en la medida en que nuestro actual sistema económico y nacional continúe, la investigación científica tiene poco que temer. El capitalismo, aunque pueda no haber dado siempre al trabajador científico un salario suficiente, siempre habrá de protegerlo, dado que es uno de los gansos que produce huevos de oro para su mesa”.

La concentración monopólica no remite sólo al plano del mundo de las empresas, sino que se proyecta en el plano internacional agigantando el abismo entre los países industrializados y el conjunto de países con menor desarrollo económico y social. Este rasgo aleja a estos países de la posibilidad de alcanzar desarrollos propios en la investigación científica: la vieja “pinza” que atrapa a estos países según el filósofo e historiador de la ciencia francés Jean Jacques Salomon, embretados entre la necesidad de desarrollar prácticas científicas y tecnológicas avanzadas y la dificultad de poder hacerlo en razón de los altos costos que ello implica.

Con una mirada propia de las ciencias políticas, el estadounidense Daniel Sarewitz reconocía recientemente que las cosas siguen básicamente de la misma manera y ponía como ejemplo que la innovación tecnológica basada en la ciencia es ofrecida como la llave para acceder al crecimiento económico en la sociedad moderna, pero también está implicada en una creciente concentración de la riqueza global y una gradual pero progresiva supresión de puestos de trabajo.

La sociedad de riesgo

Lo cierto es que la tesis de Ulrich Beck es algo más compleja que la simple denuncia de los riesgos, ya que coloca este proceso en el contexto de una nueva modernización, a la que llama “modernización reflexiva”. Con este término alude a un proceso de autotransformación de la primera modernización, que estuvo centrada sobre los Estados-nación. La segunda modernización se despliega en escenarios transnacionales, crecientemente globalizados, y merece el nombre de “modernización reflexiva”, por cuanto se vuelve sobre sí misma y se ve obligada a enfrentar las consecuencias deseadas y no deseadas de los logros de la primera modernización. Algunas de esas consecuencias serían, en opinión del autor:
• La sociedad formal del trabajo y el pleno empleo, así como la red tejida por el “Estado asistencial”, entran en crisis.
• Se desvanece la estructura de clases, a la par que aumentan las desigualdades sociales, lo cual tiene que ver con la reducción del mundo del trabajo formal y con la distribución cada vez más inequitativa de la riqueza.
• Las crisis ecológicas afectan la percepción y valoración cultural de la naturaleza en un proceso que trasciende las fronteras y los grupos sociales.
• La sociedad cuestiona la “expertocracia” tradicional vinculada a la optimización de las rentas económicas y políticas demandando al fin una democracia tecnológica de base.

El análisis de Beck se transforma en un apelativo a partir del hecho de que el riesgo no deviene del azar sino que constituye la consecuencia necesaria de una determinada dinámica social. Son las lógicas de la acumulación capitalista a una escala global las que estarían liberando, de las entrañas de la materia, el monstruo al que se refería Haldane. Es un apelativo, entonces, a construir un nuevo tipo de relaciones sociales que permita aprovechar los beneficios de la ciencia controlando sus aspectos más dañinos. No es una misión imposible; es una tarea, aunque la tensión entre ambos aspectos siempre estará presente en esta extraordinaria creación del intelecto humano.





* Investigador Pcpal. del CONICET. Centro REDES.