Nuevos contextos, nuevas denominaciones. Aportes de Robert Castel para mirar la nueva cuestión social centrada en el trabajo y el trabajador

Nuevos contextos, nuevas denominaciones. Aportes de Robert Castel para mirar la nueva cuestión social centrada en el trabajo y el trabajador

La aplicación de políticas neoliberales dejó a miles de pequeños productores de las economías regionales de nuestro país imposibilitados de continuar reproduciendo sus condiciones materiales. Para resolver esto es necesario redefinir el rol del trabajador y avanzar hacia una economía solidaria que genere nuevas formas y condiciones de trabajo.

| Por Paula Cecilia Rosa, María de la Paz Toscani y Inés Liliana García |

Robert Castel falleció a principios del presente año. Este sociólogo francés hizo grandes aportes al análisis de la sociedad salarial, el rol del trabajo y del trabajador. Sus aportes han sido ampliamente utilizados por diversas disciplinas para pensar la centralidad del trabajo como el gran integrador de la vida en sociedad.

“Cuestión social” fue una expresión lanzada a fines del siglo XIX que remitía a los disfuncionamientos de la sociedad industrial naciente. Las transformaciones radicales de la sociedad industrial trajeron aparejados cambios en los modos de vida de los países occidentales. En La metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado, Robert Castel identifica para la década de 1830 la fecha en la cual se comenzó a hablar de la cuestión social como tal. Esta era entendida como “[…] una aporía (problemática de difícil solución) fundamental en la cual una sociedad experimenta el enigma de su cohesión y trata de conjurar el riesgo de su fractura. Es un desafío que interroga, pone de nuevo en cuestión la capacidad de una sociedad (lo que en términos políticos se denomina una nación) para existir como un conjunto vinculado por relaciones de interdependencia”. Como se puede observar, la cuestión social se plantea para los márgenes de la vida social pero “pone en cuestión” al conjunto de la sociedad dado que se pregunta por la capacidad de una sociedad para mantener su cohesión. Este planteo surge a partir de las condiciones en las cuales estaban viviendo las poblaciones en el marco de la Revolución Industrial. En este sentido es que Castel sostiene que las principales transformaciones se vincularon con la cuestión del pauperismo y la amenaza al orden político y moral. Siguiendo estas ideas, para Rosanvallon, en La nueva cuestión social. Repensar el Estado providencia, la cuestión social remitía, hacia finales del siglo XIX, a los cambios acontecidos por la consolidación de la organización social capitalista y la incipiente sociedad industrial.

Entre los años cincuenta y setenta el Estado de Bienestar europeo alcanzó su mayor desarrollo, pero llegados a la década del ochenta, con el aumento de la desocupación y las nuevas formas de pobreza, este entró en crisis. En este escenario se pusieron en tela de juicio los principios organizadores de la solidaridad y la concepción misma de derechos sociales a partir del fracaso de la concepción tradicional de derechos para ofrecer un marco para pensar la situación de los excluidos. Así hace su ingreso en escena la denominada nueva cuestión social. Según Castel, más que estar en presencia de una nueva cuestión social se dio una metamorfosis de las problemáticas del pasado, es decir que si bien se observan cambios, estos no fueron completamente novedosos.

Considera el autor que para entender la metamorfosis de la cuestión social es central observar las transformaciones de la relación salarial pues el trabajo era el que ubicaba y clasificaba al individuo en la sociedad en disminución de otras características. El derrumbe de la condición salarial tan característica de otras décadas implicó una mutación completa de la relación que se mantenía con el trabajo.

En el contexto de la nueva cuestión social, según Rosanvallon, los antiguos mecanismos productores de solidaridad se vieron desintegrados de manera irreversible. La solidaridad se fundaba en la mutualización creciente de los riesgos sociales, el Estado era una especie de sociedad aseguradora que cubría los principales “riesgos” de la existencia (enfermedad, desocupación, jubilación, invalidez). De este modo, se reducían las incertidumbres propias de la vida y se entendía que los riesgos eran igualmente repartidos. Hacia la década de los noventa, se da una separación progresiva del seguro social y de la solidaridad. Se genera un agotamiento de este sistema; se ingresa en una nueva era de lo social y de lo político y se comienza a redefinir las reglas del “vivir juntos”, es decir, el principio mismo de la solidaridad. La noción de riesgo cambió de escala y el concepto central en materia social fue el de precariedad o vulnerabilidad. Para Rosanvallon la nueva era de lo social cuenta con un imperativo individualista de la igualdad. De este modo, aparecen nuevas formas de inseguridad social: delincuencia urbana, rupturas familiares, inseguridad económica, etcétera.

La cuestión social argentina

A partir de la década de los setenta el Estado sufre drásticas transformaciones en su estructura. Estas fueron impulsadas por la dictadura militar que generó profundos cambios en su rol como interventor en la cuestión social. A partir de la década de los ochenta se inicia en la Argentina un proceso con nuevas formas de segmentación social. En la década de los noventa, este proceso se agravó y consolidó. Se estuvo en presencia de la degradación de la protección social, de la pérdida de la calidad en la cobertura, la privatización de los servicios y aparecieron las “nuevas caras” de la pobreza. Este es el contexto de la denominada nueva cuestión social en nuestro país. Esta implicó la fragmentación de la integración social, la concentración del ingreso, la consolidación de la pobreza y una política social intervencionista territorial. La década de los noventa se caracterizó por el ascenso de las concepciones neoliberales, el despliegue del capital financiero, la disminución del gasto social, el debilitamiento de las políticas universalistas y la aplicación de políticas focalizadas sobre los “más vulnerables”. Se intentó reducir el peso fiscal del Estado; de este modo, se revisaron las competencias públicas en educación, salud e infraestructura y se promovió la descentralización y la privatización de los servicios públicos. Las políticas sociales de este período se orientaron a la creación de una red mínima de intervenciones sobre grupos percibidos como con mayor riesgo en el marco de esta coyuntura; así fue que “la Argentina se enfrentó rápida y casi desprevenidamente a una nueva ‘cuestión social’; la posibilidad de exclusión de crecientes sectores de su población del trabajo, con la consecuente vulnerabilidad de sus marcos relacionales […] aquí hubo un nivel relativamente alto de integración social de las mayorías populares a la política por medio de su inserción en el mercado de trabajo y la seguridad social. Pero en menos de dos generaciones esto se está revirtiendo: según relata Inés González Bombal en La visibilidad pública de las organizaciones de la sociedad civil, emerge el fenómeno de la ‘nueva pobreza’ y crecen variadas formas de marginalidad”.

En el caso de las economías regionales, miles de pequeños productores se vieron imposibilitados de continuar con su tradicional modo de obtener su subsistencia y la de su grupo familiar. Las políticas neoliberales aplicadas en los noventa, junto con el proceso de mecanización de la producción, produjeron la concentración de la tierra en manos de medianos y grandes productores. Grandes contingentes de pequeños productores dejaron sus puestos de labor para engrosar los grandes cordones urbanos, aumentando aún más su estado marginal respecto de la centralidad socio-productiva, perdiendo sus saberes y el sentido identitario con su comunidad. Cientos de cooperativas rurales desaparecen o se reconvierten en apéndices de una nueva producción en escala, orientadas a usufructuar el boom de las oleaginosas y sus derivados.

Siguiendo a Luciano Andrenacci y Daniela Soldano en su texto Aproximaciones a las teorías de la política social a partir del caso argentino, los cambios en el funcionamiento, la estructura social y las intervenciones del Estado trajeron modificaciones en los modos de integración y en la política social cuyo centro era la extensión de la protección pública a través del empleo formal y de grandes instituciones universalistas. De este modelo se pasa a otro en la cual el centro se sitúa en la lucha contra la pobreza y una red mínima de seguridad del mercado de trabajo. Los autores sostienen que se entró en una nueva etapa de las economías capitalistas y de los modos de integración social.

En el capítulo 7 de la Metamorfosis de la cuestión social, en el recorrido histórico que realiza Castel, queda bien evidenciada la construcción histórica de la sociedad salarial que involucró una relación inusitada entre trabajo e integración, al punto de convertirlo a este último en un elemento primordialmente identitario, más que la familia o la comunidad. El trabajo es el que ubicaba y clasificaba a los individuos dentro de la organización social.

En la actualidad es innegable la centralidad que continúa teniendo el trabajo como organizador de la vida cotidiana y de las relaciones sociales y familiares. El trabajo sigue siendo el gran integrador y regulador. Sin embargo, sería interesante cuestionar su rol aunque sea por algunas líneas. La pregunta sería, especialmente en contextos de precariedad laboral o de falta de trabajo, ¿qué sucede con el que no tiene trabajo? ¿Deberían existir otras modalidades que garanticen su integración? ¿Cuál es el rol que cumplen las políticas sociales en este planteo? ¿Serían necesarias las compensaciones sociales a la falta de integración por el trabajo? ¿Cómo definimos el trabajo? ¿Es el mismo el trabajador actual que el de décadas atrás? ¿Es correcto definirlo del mismo modo o es necesario plantear nuevas categorías o denominaciones?

Estas preguntas cobran relevancia en contextos en los cuales hay sectores sociales que no poseen grandes oportunidades para la obtención de un trabajo de calidad y que no serán incorporados en el futuro inmediato. Por ello, es necesario redefinir el trabajo y su vinculación con la integración.

Lo planteado hasta aquí no es un intento por desacreditar el rol importante del trabajo como tal, lo que nos permitimos en estas líneas es pensar alternativas futuras en cuanto a su preponderancia como determinante de la integración. Coincidimos con Daniel García Delgado en que “no es lo mismo tener o no tener trabajo, que las personas mediante el mismo transforman la realidad y se transforman a sí mismas y que, a la vez, la falta de trabajo genera pérdida de autoestima y valoración. No es sólo un problema de justa distribución, mediante el trabajo estas pueden desarrollar sus potencialidades y su creatividad e iniciativa […] Mediante el trabajo el hombre se compromete no sólo consigo mismo, sino también con los demás”.

¿Cuál es el trabajador de la economía solidaria?

Desde el año 2003 la cuestión del trabajo fue ubicada como estrategia central de las políticas socio-económicas. En este sentido es que desde el Ministerio de Desarrollo Social se ha detectado un impulso dado a la economía social, el asociativismo y la autogestión a partir del fortalecimiento de los microcréditos y subsidios. Asimismo, se han impulsado programas como el “Argentina Trabaja”. De este modo, es innegable que mucho se ha hecho en cuanto a las políticas que competen a esta área, sin embargo, todavía es un camino en construcción que requiere profundizar en ciertas cuestiones. Entre ellas, entendemos que redefinir el rol del trabajador es primordial para evitar la reproducción de viejos estereotipos. Si se piensa que la economía solidaria puede ser ese campo que postule una alternativa frente al capitalismo, debemos reforzar y profundizar el debate en torno al trabajo y al trabajador que allí produce y se reproduce.

Es necesario contemplar que las leyes y reglamentaciones vigentes son propias de un sistema de producción capitalista; basado en relaciones de propiedad y explotación que corresponden con la consabida división de clases o, para decirlo de otro modo, con una sociedad vertical jerarquizada. La noción del patrón y empleado se sigue reproduciendo hoy día en el interior de muchas empresas recuperadas y, en parte, no se trata de “falta de adecuación” a los principios cooperativos, sino a la realidad concreta que los obliga a “competir en un mercado” no teniendo el cuerpo legislativo que contempla sus particularidades.

La implementación de nuevas relaciones sociales, políticas y económicas requiere de un cambio cultural que otorgue otro sentido, posicionamiento e identidad a quienes trabajan día a día en estas actividades. Muchas veces estos trabajadores y trabajadoras no contemplan las horas volcadas en sus producciones como trabajo. Asimismo, trabajan más horas que las postuladas por la legislación laboral, lo mismo sucede con todo el grupo familiar que participa en colaboración. Mucho de esto se refleja en la experiencia de las empresas recuperadas y cooperativas que luchan día a día para sostener sus emprendimientos a costa de horas de descanso y vínculos familiares.

¿Cómo se conjugan los principios de la solidaridad y equidad con los principios de competitividad y maximización de ganancia? Se trata de una manera de organizar la producción en un sistema dominante que se funda en principios contrarios. Entonces, las leyes de propiedad, de previsión social, de reglamentación y seguridad laboral –junto con las leyes del mercado– atentan permanentemente contra su existencia; no son ni patrones ni empleados y están insertos en un sistema que primero los expulsó de su centralidad y ahora acentúa su vulnerabilidad, en la mayoría de los casos.

Estas cuestiones deben ser tenidas en cuenta dado que no se puede construir una sociedad diferente si se reproducen o se profundizan las condiciones laborales existentes. Superar el mote de “actividad de subsistencia” que tiene la economía solidaria es posible a través de la revisión –entre otras cuestiones– del rol del trabajador en estas actividades, pues la economía solidaria crea la posibilidad a nuevas formas y condiciones de trabajo.

El cambio cultural para lograr estos objetivos de mayor inclusión no podrá lograrse sin la expectativa de conformación de un “nuevo trabajador”, un trabajador solidario que logre la reproducción de su familia, su comunidad y el medio ambiente pero apostando a un trabajo de calidad. Entendemos que la economía solidaria puede ser una respuesta frente a la “nueva cuestión social”, no obstante apostamos a que esta se consolide y desarrolle creando futuros trabajadores más comprometidos y menos sometidos.

Autorxs


Paula Cecilia Rosa:

Doctora en Ciencias Sociales UNGS/IDES. Licenciada en Sociología UBA.
Investigadora Asistente Centro de Estudios Urbanos y Regionales CEUR del CONICET.

María de la Paz Toscani:
Lic. en Trabajo Social UBA. Centro de estudios urbanos y regionales (CEUR).

Inés Liliana García:
Lic. en Sociología, Especialista en Desarrollo Local y Economía Social, UBA. CPA Centro de Estudios Urbanos y Regionales-Conicet.