Un retroceso permanente

Un retroceso permanente

La crisis europea iniciada en 2010 puso en cuestión un proyecto político y económico que había avanzado durante sesenta y cinco años. Cuando los principales bancos ven amenazada su existencia, el flujo de refugiados y migrantes provenientes del Cercano Oriente y de los Balcanes crece de manera sostenida, y reaparecen tensiones y resentimientos entre los países que parecían finalmente desterrados, la consecuencia aparece clara: un fuerte retroceso en materia de integración, derechos civiles y bienestar social. ¿Hay luz al final del túnel?

| Por Pablo G. Bortz |

La crisis europea que comenzó a principios del 2010, disparada inicialmente en Grecia pero que afectó posteriormente a la enorme mayoría del continente, puso en cuestionamiento un proyecto político y económico que había avanzado durante sesenta y cinco años, no sin reveses ni obstáculos. Asimismo, en los últimos años se ha sumado un factor adicional que ha tensionado la unión hasta revivir resentimientos entre los países miembros como no se observaba desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Nos referimos al importante flujo de refugiados provenientes del Cercano Oriente, pero también inmigrantes provenientes de los Balcanes, que se han sumado a aquellos que abandonan Siria, Libia, Irak y otros países tratando de llegar al norte del continente.

En uno y otro caso, la respuesta política de los líderes de la Unión Europea y de la eurozona ha dejado mucho que desear. La estrategia de “patear la pelota hacia adelante” y el incumplimiento de compromisos asumidos ha sido la norma más que la excepción, prolongando un estancamiento que dio lugar a que hoy en día se multipliquen los llamados a romper la unión, uno de los factores que contribuyeron a setenta años de paz, luego de tres devastadoras guerras en igual período.

En este artículo repasaremos los desarrollos que llevaron a la crisis económica de la eurozona, la respuesta política y económica que suscitó de parte de los principales países e instituciones, y las perspectivas, bastante negativas, que se avizoran para los próximos años.

Sin embargo, hay un factor que el lector no debe olvidar. Pronósticos de ruptura de la eurozona se han repetido innumerablemente en los últimos años, este mismo autor hizo unos cuantos. Y seis años después del estallido de la crisis, aquí estamos, y el euro sigue vivo. Aun con parsimonia y solo forzados por situaciones que los empujaron al extremo, los líderes europeos, sobre todo la alemana Angela Merkel, han probado que están dispuestos a hacer el mínimo esfuerzo necesario para mantener la cohesión de la unión monetaria. Por ende, todo pronóstico de ruptura definitiva y eclosión subestima dicha voluntad. Pero sí resulta factible y razonable analizar las tendencias, y las mismas apuntan hacia retrocesos en materia de integración, de derechos civiles, y de bienestar social, en la misma línea que se ha adoptado en los últimos años.

Los orígenes del problema

Habiendo diseñado las reglas que regirían la vida de la moneda única europea plasmadas en el Tratado de Maastricht, los bancos alemanes expandieron sus actividades comerciales y empezaron a prestar en gran magnitud a distintos países, no solo dentro de Europa, sino también en Estados Unidos. No fueron los únicos: bancos franceses, austríacos y holandeses los siguieron en masa. Dentro de Europa lo que se observó fueron burbujas inmobiliarias en Irlanda, España, Portugal y también en Grecia, donde la deuda privada se duplicó como porcentaje del PBI entre el 2000 y el 2008 (mientras que el cociente deuda pública/PBI se mantuvo estable durante el período). Estas burbujas derivaron en un cierto proceso de desindustrialización en la llamada periferia, y en un aumento en las importaciones de esos países. La contracara fue un aumento en las exportaciones alemanas y del “norte”. El caso alemán es paradigmático en cuanto fue el único país que no vio caer la importancia de su sector manufacturero.

La crisis del 2008 fue una primera alerta para muchas economías. La que observó la peor caída en el PBI fue de hecho Alemania, debido a la caída del comercio internacional. Pero las burbujas inmobiliarias explotaron, y con ello colapsó la actividad económica en varios países. Luego de intentos del Banco Central Europeo por revivir el comercio y el crédito intrazona en el 2009, el cambio de gobierno en Grecia y el reconocimiento de las falsas estadísticas que ocultaban un abultado déficit fiscal llevaron a que dicho país quedara excluido de los mercados financieros. Inversores que antes prestaban a Grecia a tasas levemente superiores a las alemanas, exigieron intereses exorbitantes para renovar los préstamos y tenencias de bonos, por lo cual en mayo de 2010 Grecia se vio forzada a pedir un rescate a Europa.

En este punto hay que notar que las propias reglas de la eurozona contribuyeron enormemente a amplificar el problema. La prohibición de financiar a los gobiernos, impuesta por Alemania y seguida de forma talmúdica por el Banco Central Europeo durante la gestión de Trichet, privó a los países de una fuente de financiamiento disponible para muchos otros gobiernos, varios de los cuales son europeos (Gran Bretaña, Suecia, Polonia, etcétera). Para todos los países de la eurozona, el euro es una moneda extranjera, aunque en la práctica algunos son más dueños que otros…

Fue así como se desarrolló un círculo vicioso entre caída de la actividad, deuda pública y fragilidad bancaria. La parálisis de la actividad llevaba a fuertes déficits públicos y, con el crédito externo ausente, los bancos y fondos de pensiones domésticos se transformaron en los acreedores. Pero la solvencia de estos estaba determinada por la del rescatista de última instancia, o sea el sector público. Por todo ello, tanto el Estado como los bancos estaban en situaciones de fragilidad, en ausencia de mecanismos europeos de rescate bancario y de financiamiento del gasto.

Patear la pelota tanto como se pueda

La respuesta de las autoridades europeas ante la crisis surgida en Grecia y expandida al resto de la “periferia” se basó en dos ejes: a) postergar todo lo posible la restructuración de deuda griega, o sea quitas nominales que permitan llevar la deuda a niveles sostenibles, hasta que los acreedores originales pudiesen deshacerse de sus tenencias de bonos de gobiernos “periféricos” (o que cobrasen lo más que pudieran); b) avanzar con una reducción del Estado de Bienestar y con la flexibilización laboral, a la vez que se renovó el impulso a las privatizaciones.

Como dijimos, los bancos europeos estaban muy comprometidos por sus tenencias de deuda (pública y privada) griega. La necesaria restructuración de deuda griega en 2010 los hubiese herido profundamente, al punto que varios bancos alemanes hubiesen tenido que ser rescatados de vuelta (esta historia está contada en Bortz, “The Greek rescue: where did the money go? An analysis”, Documento de Trabajo Nº 29, INET). ¿La solución? Por un lado, muchos bancos griegos (algunos de los cuales eran propiedad de bancos franceses, por ejemplo) y fondos de pensión adquirieron dichos bonos. También el Banco Central Europeo les compró bonos a bancos alemanes y franceses. En el lapso de un año y medio, los bancos alemanes redujeron considerablemente su exposición a Grecia. Llegado el momento de la inevitable restructuración, no tenían mucho para perder. Recién en noviembre de 2011 se anunció la quita de deuda griega en poder del sector privado (para ese entonces, los principales perjudicados fueron los bancos y fondos de pensiones griegos), y recién un año y medio después se anunció el rescate de Chipre, cuyos bancos también recibieron el impacto del default griego. Sin embargo, durante ese año y medio entre noviembre de 2011 y marzo de 2013 los bancos alemanes consiguieron reducir también su exposición a Chipre.

Por ende, cuando muchos países (y el mismo Banco Central Europeo, ya bajo la nueva gestión de Mario Draghi) impulsaron una unión bancaria (que aliviaría a los gobiernos del costo eventual de rescatar a sus propios bancos por operaciones en otros países), Alemania se opuso terminantemente y buscó diluir las responsabilidades y el financiamiento de los fondos de rescate bancarios, manteniendo una ventaja competitiva para su propio sector financiero. Pero ya llegaremos a esta cuestión, que afecta seriamente las perspectivas de la eurozona.

Disfrazando la crisis como un problema de excesivo gasto fiscal y de altos costos en la periferia como motivo de los desbalances intrazona, se avanzó en la solución “lógica” para dicho relato: reducir el gasto público y reducir el costo salarial. Por ello, se impuso la regla del equilibrio fiscal “estructural”; se amplió la jornada laboral y las facilidades para despedir, se rebajó el salario mínimo y las jubilaciones, entre otras medidas. Los resultados están a la vista: un fuerte estancamiento, aumento del desempleo y de la pobreza, y mayor informalidad laboral. Hay otros efectos que no están en el candelero pero son igualmente importantes a mediano y largo plazo: hubo una significativa migración, desde la periferia hacia el “centro”, de jóvenes educados y capacitados, una auténtica “fuga de cerebros” que debilita la fuerza laboral en sus países de origen y desfinancia los sistemas de jubilaciones. Los casos de los países bálticos son paradigmáticos: en un lapso de diez años perdieron el 10% de la población.

Pero no crea el lector que este es un problema para las autoridades: este es precisamente el efecto buscado. Alemania atrajo miles de inmigrantes europeos altamente capacitados, cuando más lo necesitaba. Sus empresas, que son competitivas a causa de sus altas productividades y especialización productiva (y no por bajos costos salariales), exportaron más a países emergentes como Rusia, China e India, desentendiéndose en parte de la suerte de la periferia. Y ya a fines de 2011 se observa el desinterés del sistema financiero alemán por la suerte del euro en países como Grecia y Chipre. La eurozona solo se mantuvo unida gracias a la voluntad de ciertos líderes, como Merkel, que ven en ella la cara de un proyecto político más que económico. Su respaldo ha sido el sector industrial y manufacturero, que todavía ve ventajas en una Europa ampliada tanto por el lado de la oferta (ha tercerizado su producción a ex países comunistas como Polonia, República Checa, Eslovaquia y Hungría) como de la demanda (Francia, España, Italia). Su ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, por el contrario, ha sido bastante explícito en su voluntad de expulsar a países.

En este marco, cabe preguntarse cómo es que la unión monetaria no explotó aún. Una respuesta fue mencionada en el párrafo anterior: la voluntad de Merkel (junto con Hollande) y el sector manufacturero alemán. La otra parte de la respuesta debe mencionar a Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo desde noviembre de 2011. Con su promesa de hacer “todo lo que haga falta” para mantener vivo al euro, y con los programas de compra de deuda como “operaciones monetarias de compraventa” y “relajamiento cuantitativo” ha conseguido bajar los costos de endeudamiento de países como España, Portugal, Italia e Irlanda a niveles históricos, aliviando enormemente la carga de intereses de esas economías. Esta apreciación de su gestión no ignora su apoyo a la implementación de “reformas estructurales”, por las cuales se entiende flexibilización laboral y desmantelamiento del Estado de Bienestar. Pero resulta irrefutable que él es el principal responsable de que el euro todavía exista como la moneda de los países que actualmente la conforman.

Cierto es que en los últimos años varios países comenzaron a crecer, aunque los niveles de PBI palidecen cuando se los compara con otras economías fuera de la eurozona, como Islandia. España, Irlanda muestran tasas de crecimiento superiores al 2,5%. Además de la influencia de Draghi, también es cierto que dichos países abandonaron la austeridad fiscal por motivos electorales, contrariamente a lo que sostiene el discurso convencional. No es casualidad que la Comisión Europea amenace a España con la imposición de multas por haberse desviado de los planes de reducción del déficit. Sin embargo, no se observa un cambio estructural en la economía que asegure, o al menos apoye, un crecimiento inclusivo y sustentable en el largo plazo. La economía española actúa al ritmo del turismo y del gasto público, pero no hay un crecimiento sostenido del sector manufacturero ni una recomposición de las exportaciones orientada a sectores tecnológicos. Lo cual es en cierto modo esperable: esos sectores pagan sueldos altos; cuando bajan los sueldos, producen menos.

Presiones a la ruptura

Como dije anteriormente, cualquier pronóstico de ruptura de la unión monetaria es un acto aventurero, que ignora la resiliencia que ha mostrado el bloque y la determinación de algunos de sus líderes para mantenerlo a flote. Sin embargo, no hubo moneda que haya perdurado eternamente. Y sí son identificables ciertas tendencias que apuntan hacia un retroceso perdurable de la eurozona y que amenazan su estabilidad y composición (en términos de países miembros).

Por un lado, están las cuestiones económicas. La respuesta a la crisis desatada en 2010, con economías que apenas se estaban recuperando de la crisis del 2008, ha agudizado los problemas estructurales y disminuido los márgenes de acción ante episodios futuros similares, en vez de aportar soluciones perdurables.

Por un lado, el desempleo juvenil ha alcanzado niveles escandalosos, al igual que el desempleo en la franja de adultos mayores de 55 años. Esto, conjugado con una estructura demográfica avejentada, solo permite avizorar serios problemas de financiamiento para las jubilaciones y pensiones, en tanto estas se financien con aportes dedicados a tal fin (en vez de impuestos generales como ser el IVA o el impuesto a los ingresos). Pero por sobre todas las cosas, afecta enormemente las capacidades laborales de los desempleados, además de la demanda agregada, de por sí. Para operar una planta tecnológicamente avanzada se requieren ingenieros y personal competente. Pero si se desplazan a otros lugares, la mano de obra se vuelve menos atractiva para los inversores.

Se observa, en tal sentido, que la divergencia entre economías altamente competitivas como Alemania (y sus países satélites) y economías del sur de Europa no ha hecho más que acrecentarse. Esto vale particularmente para Italia, un país que ha sabido tener una industria de avanzada, pero que marcha desde hace años en un sendero de desindustrialización y estancamiento, un retroceso al cual no se le avizora un freno. Este es el principal factor de divergencia en las performances de los países miembros: la divergencia estructural, por lo cual no quiero decir “diferencias en regulaciones laborales”, sino en estructura productiva, peso de los sectores de alta tecnología y de bienes de capital, integración entre las distintas etapas, etcétera.

La importancia del sector financiero para la estabilidad de la eurozona ha quedado demostrada, y su estado está lejos de ser el óptimo. Tanto en Alemania como en Italia los principales bancos afrontan problemas de diversas índoles, derivados tanto del estancamiento económico (en el caso de Italia) como de préstamos dudosos y conductas ilegales que desembocan una y otra vez en multas y sanciones. Pero por sobre todas las cosas, las nuevas instituciones erigidas para aliviar la carga para los países miembros están diseñadas de forma premeditada para incumplir dicho objetivo. No existe un fondo significativo de seguros para depósitos; los fondos para eventuales rescates bancarios (de ser necesarios) apenas estarían disponibles a partir de 2019, y en magnitudes muy reducidas respecto de lo que se necesitaría. No ha habido modificaciones para desalentar la conducta criminal de muchos banqueros, como sí lo ha hecho Islandia.

Las políticas de austeridad, desregulación y flexibilidad laboral han sido ligadas (con razón) a una avanzada neoliberal en el continente, y han alimentado el surgimiento y fortalecimiento de movimientos nacionalistas de extrema derecha. Han aparecido movimientos de izquierda con cierta relevancia, el más importante de los cuales ha sido Syriza en Grecia, antes de dar una vuelta de 180 grados y transformarse en la misma titubeante socialdemocracia que tanto ha criticado. Pero también han surgido y/o fortalecido partidos de izquierda relevantes en España (Podemos), Holanda (Partido Socialista, el cual no debe ser confundido con el tradicional partido socialdemócrata llamado Partido Laborista), Alemania (La Izquierda), Irlanda (Sinn Fein) y otros más. Sin embargo, ninguno de ellos ha obtenido el caudal de votos suficientes como para formar o participar de gobiernos (salvo en el caso de Portugal). Los partidos de extrema derecha, sin embargo, han alcanzado el poder en Polonia, Hungría, han formado parte del gobierno en Holanda, casi forman gobierno en Austria, y son cada vez más relevantes en Francia, Alemania, el Reino Unido, Finlandia y otros.

Este viraje a la derecha está alimentado por el impacto del flujo de inmigrantes proveniente de Oriente Medio. Si bien quiero dejar constancia de mi respaldo a la respuesta aperturista e inclusiva de Merkel (aun dentro de las restricciones políticas que enfrenta), el bloque como un todo ha fallado enormemente en brindar una respuesta y un enfoque integrador para lidiar con el asunto. La idea parece ser “que se queden todos en Grecia”, como si ese país estuviese en condiciones de acoger a millones de personas (por cierto, la cantidad que han recibido el Líbano, Turquía y Jordania, entre otros). El sistema de “cuotas” propuesto no llegó a ver la luz del día, dada la oposición virulenta (y xenófoba) de muchos países del Este europeo, algunos de los cuales “solo aceptaban cristianos”. El surgimiento del nacionalismo, disparado en parte como reacción a las políticas neoliberales adoptadas, pero también como canalización de tendencias más o menos segregacionistas subyacentes en la población, representa la principal amenaza a la estabilidad, no solo ya de la eurozona, sino de la Unión Europea en sí, como lo muestra el referéndum en Gran Bretaña. Es imprescindible que los países adopten políticas efectivas de integración de los refugiados e inmigrantes, como ser la inmediata escolarización de los menores, la obligación de aprender el idioma por parte de los adultos, y políticas de empleo, para contrarrestar el auge neofascista que azota al continente. En este aspecto, así como en el plano económico, los pronósticos no son para nada alentadores; por el contrario, las restricciones de movimiento y las restricciones en los derechos impuestas ante los recientes ataques terroristas hablan de un retroceso sin fin.

Autorxs


Pablo G. Bortz:

Doctor en Economía por la Universidad Tecnológica de Delft (Países Bajos). Profesor en la Universidad Nacional de San Martín.