Revisitando los costos de la inflación

Revisitando los costos de la inflación

El autor expone los costos económicos y sociales que conllevan los distintos tipos de inflación y su caracterización para el caso de la Argentina durante las últimas décadas. 

| Por Pablo J. Mira |

Introducción 

La Argentina lleva cómodamente medio siglo lidiando con la inflación, y a esta altura hablar sobre sus costos parece redundante. Sin embargo, la relación entre inestabilidad de precios y pérdida de bienestar no siempre es transparente, en buena medida porque el propio fenómeno de la inflación es confuso y difícil de asimilar.

Dos ejemplos ilustran el punto. Primero, entre 1950 y 1970 la inflación rondó el 25% anual. Lejos de afectar el poder adquisitivo y empobrecer a la población, la economía tuvo un buen desempeño, con elevadas tasas de crecimiento y un aceptable reparto de la riqueza. Segundo, en los noventa la Convertibilidad logró domar la inflación durante casi toda la década, pero tras algunos años de crecimiento a tasas elevadas, en 1998 comenzó una lenta agonía que culminó en el estallido de 2001, sin que la inflación cumpliera ningún rol.

Los casos reseñados deberían llamar la atención. La inflación no parece conectar de manera simple con el nivel de vida y el crecimiento económico. Al mismo tiempo, un país sometido a semejante inestabilidad durante períodos tan largos debería sufrir consecuencias. El objetivo de esta nota es entonces contribuir a clarificar algunos aspectos sobre los costos de la inflación1. En la sección II comentamos sobre costos que parecen ser, pero que no necesariamente son. La sección III se ocupa de los costos que son, pero no lo parecen. Finalmente, en la sección IV recorremos las consecuencias más evidentes y perturbadoras de la inflación: las sociales.

Complejidad inflacionaria: costos que parecen, pero no siempre son

La inflación es un fenómeno complejo, en ambos sentidos. Por un lado, es complicada de entender y de sojuzgar mediante políticas simples. Por el otro, tiene propiedades que la califican como un sistema complejo. Como es una manifestación emergente, es difícil entender sus causas y sus consecuencias. Y quizá lo que más perplejidad genera: la inflación es el paradójico resultado de agentes actuando descentralizada y coordinadamente para provocar una descoordinación agregada en gran escala.

La misteriosa complejidad inflacionaria y sus indeseadas consecuencias llevan natural pero falazmente a la búsqueda de culpables. Una vez identificados, estos definen beneficios para quienes la provocan, y costos para quienes la sufren. Así surge la hipótesis de que la inflación favorece los márgenes empresariales y reduce el poder adquisitivo de los consumidores, usualmente complementada con la advertencia de que esta suba conjugada es más factible con estructuras de mercado concentradas.

Convocados a historias del mundo real, esta explicación no resulta fácil de retar. De hecho encaja perfectamente con la experiencia diaria, en la que millones de consumidores se sienten estafados cada vez que realizan una compra. Pero la experiencia personal puede esconder fallos de percepción. El consumidor se enfrenta a subas de precios desorganizadas, que se materializan a través de cambios discretos y que varían según el bien y el comercio. En este contexto, registrar los precios “verdaderos” de los productos resulta quimérico, y caminar para comparar precios es una misión sin sentido. Tampoco es sencillo identificar la magnitud de las variaciones: un precio que en un mes pasó de 122 a 130 pesos podría juzgarse como irrelevante, pero significa un 6,5% de suba, una gran diferencia en términos de ingresos para las empresas oferentes. Y una interpretación precisa de la inflación requiere recordar cuánto lleva cada precio sin modificarse. En suma, el entorno confunde, y en estas circunstancias es natural rastrear responsables. Y se sabe, los precios no los cambia el rematador walrasiano, sino los oferentes.

Desde la perspectiva de la distribución funcional del ingreso, la historia también tiene aparente fundamento. Si bien hay excepciones, es común que los precios suban antes que los salarios, disminuyendo el ingreso real de los trabajadores. Más aún, las políticas que buscan delimitar una posible espiral precios-salarios pueden valerse del retraso salarial para contener la inercia. Todo lo cual parece sugerir que la inflación redistribuye ingresos en favor de los capitalistas y contra los trabajadores.

En la práctica esto ocurre en el corto plazo, pero es difícil pensar que los efectos permanentes sobre la distribución obedezcan a esta estrategia de ampliación de márgenes. Consideremos la capacidad de coordinación corporativa que implica esta idea. La facultad monopólica debe ser suficiente para extenderse a todos los mercados y cadenas productivas. Con semejante autoridad para definir redistribuciones, las firmas podrían elegir corregir de una vez y para siempre su retorno. Y si en cambio estas empresas anticiparan los límites de su poder, les convendría evitar enrolarse en una ineficiente carrera de precios y salarios. Corregir márgenes puede además significar perder cuotas de mercado. Y aun cuando las firmas ganaran con los ajustes de márgenes, deberían lidiar con la capacidad de gasto de los consumidores, que ellos mismos disminuyen con su actitud. Es por eso que a veces escuchamos a los líderes de la industria reclamar, en una lógica fordista, recuperaciones de los salarios.

Pero quizá sean las reacciones extendidas de condena a la inflación lo que empalidece del todo esta explicación. Los empresarios, incluso los más poderosos, se quejan permanentemente de sus efectos, votan gobiernos para que limiten la aplicación del “impuesto inflacionario”, y favorecen las políticas de ajuste para corregirla, incluso si esto implica la suba de otros impuestos.

Como veremos, hay algo en las propiedades dinámicas de la inflación que conspira contra estas interpretaciones particulares de sus costos. Las penurias que genera la inestabilidad de precios son más evidentes cuando se las observa en términos de su sendero temporal. Eso es lo que se analiza en la siguiente sección.

Dinámica inflacionaria: costos que son, pero no parecen

La inflación tiene varias consecuencias negativas para el funcionamiento económico, pero nos concentramos aquí en las menos evidentes, especialmente las situaciones en las que la inflación en sí no parece un problema. Como todo sistema complejo, la inflación crea dificultades en el momento y la dimensión menos esperados.

Efecto “rana hervida”

La inflación produce una especie de “efecto rana hervida”. El experimento que le da nombre consiste en poner a una rana viva en agua a temperatura ambiente, e ir calentándola lentamente. La creencia popular dice que el calentamiento será tan sutil que su cuerpo se irá adaptando al cambio, hasta que finalmente la rana morirá hervida, casi sin notarlo.

La inflación opera de manera similar, solo que los primeros calores resultan incluso bienvenidos. En una economía en expansión, las primeras presiones inflacionarias se reconocen, pero sus daños no. Sus perjuicios no los notan los consumidores, ni las empresas, ni los gobiernos. Diez puntos de inflación por año parece un ritmo aceptable para tomar decisiones informadas, y un número fácil de domar llegado el caso.

Entre los cincuenta y los setenta la economía argentina mantuvo una inflación asociada al crecimiento, similar a otros países de América latina y Asia, pero esta dinámica avivó en nuestro caso cuatro procesos. El primero fue el acostumbramiento a convivir con la inflación. Cierta incomodidad sin caos macroeconómico es una fórmula vivible, y nadie nota los pequeños desarreglos que se acumulan. Casi sin darse cuenta, los agentes-rana comienzan a incorporar la temperatura de la inflación a su memoria de largo plazo.

Segundo, si bien la inflación promedio del período no fue elevada y no afectó el crecimiento, exhibió saltos nada triviales, asociados a los ciclos stop-go. Una inflación moderada pero inestable no ayuda a que los mercados (de por sí con fallas) asignen recursos eficazmente. Por ende, la economía empezó a funcionar sin preocuparse demasiado por los retrasos en el desarrollo de algunos mercados, como los financieros. La rana siente calor, y deja de nadar para compensar la mayor temperatura.

El tercer proceso concierne al gobierno. La inflación comenzaba a dificultar la ejecución y la efectividad de las políticas económicas. Los presupuestos poco precisos, las políticas de crédito transformadas en meros subsidios y los aprietos para ordenar las cuentas públicas fueron los más evidentes. Con una economía en expansión, estos obstáculos se sorteaban con relativo éxito, pero al costo de financiarse crecientemente con el Banco Central, establecer regulaciones múltiples, y mantener una economía cada vez más cerrada. La llama que calienta la olla se vuelve difícil de regular.

El cuarto proceso fue un lento pero inexorable aumento de la fragilidad de la economía ante potenciales disrupciones en un mundo que, de repente, abría vertiginosamente sus fronteras. Cuando la globalización se hizo realidad y la Argentina se sumó a esta tendencia, se reveló que la olla comenzaba a calentar demasiado en relación a lo que ocurría en otros países.

Y es así que en los setenta el agua hirvió. De la moderación pasamos casi sin notarlo a un régimen de alta inflación, ahora sí explícitamente dañino2. Pero pocos reconocieron como antecedente relevante el proceso lento y creciente de maduración del fenómeno. La historia, sabemos, no terminó allí. En los noventa se produjo el milagro y el fuego cesó. La olla se enfrió rápida e inesperadamente, pero nadie estaba seguro de si la memoria inflacionaria se había extinguido. Tras el regreso a la inflación moderada de los 2000, algunos evocaron aquellos grados extras de inflación que no eran preocupantes. Pero una vez más, sin que mediara aviso, la inflación con crecimiento dejó paso a la inflación con estancamiento. Los viejos problemas de memoria inflacionaria, las dificultades para implementar políticas y la vulnerabilidad a las perturbaciones externas renacieron.

La enseñanza es que la inflación moderada pero sostenida en el tiempo genera daños en el mediano plazo. Los costos inmediatos de atacar esta molestia suelen ser mayores que sus beneficios, lo que induce un sesgo en favor de retrasar la estabilización.

Competencia

La inflación inestable genera confusiones que afectan el bolsillo, algo evidente para todos. Lo que no siempre se advierte es que estas confusiones tienden a retroalimentar la dinámica inflacionaria. Como la recorrida en busca de mejores precios es inconsecuente (algunos precios estarán más baratos, pero otros más caros), los consumidores no contribuirán a estimular la competencia. El resultado es que empresas y comercios, incluso pequeños, obtienen temporalmente un mayor poder monopólico debido a una demanda menos elástica. Pero este no es un privilegio, porque las firmas a su vez tienen proveedores, y sufren incertidumbre sobre sus costos de reposición.

Es difícil negar que en este contexto las firmas de mayor envergadura de la cadena productiva corran con ventaja, retrasando pagos a proveedores, anticipando remarcaciones, y consolidando posiciones de poder de mercado. Y es en este sentido que algunas empresas pueden tener un rol en la inercia de precios, pero estas decisiones no son la causa de la inflación, sino su consecuencia de corto plazo.

Finalmente, en un entorno incierto los boicots de consumidores organizados para promover la competencia están destinados al fracaso. Simplemente no hay forma de coordinar ni de diagnosticar a qué negocios o precios apuntar, ni tampoco de monitorear si la estrategia está funcionando en la práctica.

Comportamientos defensivos

A partir de tasas entre moderadas y altas (digamos, mayores al 15% anual), la inflación trae aparejadas modificaciones de magnitud en los precios relativos. Esta es una medida de la incertidumbre reinante, y su consecuencia es la necesidad de cubrirse ante eventuales pérdidas.

Fanelli y Frenkel (1995) afirman que con alta incertidumbre tener flexibilidad para cambiar decisiones del pasado es ventajoso. Estos cambios en los microfundamentos inducen dinámicas divergentes sobre la inflación. Para cubrirse de sus consecuencias los individuos reaccionan recortando la duración de sus contratos (salarios, alquileres, plazos fijos), renegociándolos cada vez con más frecuencia. Pero esto afecta las decisiones productivas y de inversión, que requieren de contratos más duraderos.

La consecuente caída del nivel de actividad induce problemas fiscales, porque reduce la recaudación, y dificulta la colocación de deuda, aun a plazos cortos. Si para financiarse se apela a la emisión monetaria, habrá un riesgo inflacionario por el lado de una mayor demanda de reservas. Estos mecanismos también reducen la efectividad de las políticas económicas tradicionales. Con desequilibrios constantes, las autoridades se ven obligadas a implementar cambios radicales para intentar corregirlos, lo que impide fijar reglas estables. A su vez, los agentes adoptan conductas más flexibles aún para adaptarse a estos cambios continuos de política. Para modificar conductas tan enraizadas, el gobierno deberá llevar a cabo anuncios dramáticos, planes económicos amplios e integrales.

La economía desarrolla entonces una suerte de “psicología de crisis”. Como la crisis siempre está a la vuelta de la esquina, las estrategias defensivas son la norma. Del lado de las firmas solo avanzan los proyectos de alto rendimiento y bajo riesgo; del lado de las familias se ahorra poco y en activos poco sofisticados y de corta maduración. Los agentes prefieren estar líquidos para poder revertir sus decisiones rápidamente y a bajo costo. Es necesario estar listo para cuando el sistema estalle.

Violencia inercial

Una de las consecuencias menos comprendidas de la inflación es su persistencia. La inercia es un fenómeno particular y distintivo, con lógica propia, y que puede perdurar aun cuando las causas originales hayan sido erradicadas. Más aún, mientras subsiste la inercia las políticas que atacan el origen de la inflación (incluso si se ha identificado con precisión) pueden no ser efectivas y generar consecuencias negativas.

Intentaré argumentar por qué el origen y la inercia de la inflación merecen un tratamiento diferenciado. Para simplificar, asumamos que enfrentamos un proceso de inflación persistente y que es indiscutible que la inflación es un fenómeno monetario. La política para amortiguar los precios resulta evidente y simple: reducir la emisión.

Apelemos ahora a una analogía con un conflicto entre grupos. Supongamos que la causa última (de nuevo, “indiscutible”) de este hecho es la natural tendencia humana a la violencia. Concluimos que para evitar estos conflictos es necesario mitigar estos impulsos evolutivos. Pero esta estrategia pierde de vista las propiedades dinámicas de la violencia. Los conflictos comienzan con un evento específico, por ejemplo un asesinato del grupo A de un líder del grupo B. El grupo B reclama venganza por lo sucedido y tras la represalia, el grupo A vuelve a reaccionar, propiciando una nueva ronda de agresiones. Esto genera una persistencia, que a veces escala y otras se mantiene: es la inercia de la violencia.

En estas circunstancias, modificar la naturaleza humana parece una respuesta algo fuera de timing. Mientras intentamos convencer a la humanidad de ser más civilizada, cada grupo hostil puede seguir golpeando. Es obvio que para tratar la patología social de la violencia una vez que está instalada, se requieren políticas complementarias. Ejemplos son nuevas estrategias de negociación, la prevención de la diseminación de violencia ante hechos menores, y la mejora estructural de las leyes, del poder judicial, o del poder de policía. Estas son reacciones a la dinámica de los conflictos, no a su causa original.

La dinámica inflacionaria exige, de modo análogo, una mirada integral que atienda a las razones por las cuales los agentes replican constantemente la suba de precios mediante sus expectativas y actitudes. Una agenda que reconozca los problemas de la persistencia inflacionaria podría incluir la prevención de traslados a precios de shocks inesperados mediante acuerdos, el control y seguimiento de la indexación salarial, el establecimiento de leyes de competencia, y la observación estatal de la dinámica de precios. El proceso inercial es un “mal equilibrio”, y salir de él requiere esfuerzos en varios frentes, no solo frenar la emisión de papelitos.

El punto clave de esta historia es que cuando la inflación se transforma en un fenómeno inercial, cambia su naturaleza, y se dificulta enormemente su diagnóstico y su resolución. Es otro costo que no se suele considerar, pero que está bien presente.

Elefante en el bazar: costos que parecen… y son

Los costos de la inflación que parecen pero no son nos recuerdan que ojos que no ven, corazón que no siente. Los costos que no parecen pero son nos recuerdan que no todo lo que brilla es oro. Los costos que parecen y son nos recuerdan que si tiene cuatro patas, mueve la cola y ladra, es un perro. Cerramos este artículo entonces con el reconocimiento de una raza particular: los costos sociales y distributivos de la inflación.

La inflación alta y variable (adjetivos que van de la mano) produce redistribuciones indeseadas e inequitativas. La capacidad de cobertura ante shocks imprevistos de inflación es diferente según el actor. Quienes pueden transferir los aumentos a sus precios de oferta logran resguardarse, o incluso ganar. En el corto plazo, las grandes firmas y los bancos suelen ser los más privilegiados. Los trabajadores registrados ajustan sus salarios pero con un retraso, mientras que los informales sufren más porque no gozan de ningún contrato de ajuste inmediato de sus servicios. Los jubilados y los grupos vulnerables dependen del estado de las finanzas públicas, normalmente afectado negativamente. Los desempleados, naturalmente, son los más perjudicados.

Las tenencias de efectivo son, en términos relativos, mayores en los más pobres, lo que concentra el cobro del impuesto inflacionario en este grupo. Existen más opciones de cobertura para los más ricos, que pueden ahorrar no solo en instrumentos financieros con cobertura, sino también en durables. Los que gozan de información privilegiada también pueden beneficiarse.

Las redistribuciones regresivas e inesperadas en el día a día producen malestar no solo en sí mismas, sino además porque no tienen justificación. Toda idea de meritocracia es desmentida de plano a la luz de las interacciones económicas que se viven, y los comportamientos colaborativos se reducen a un mínimo.

La inflación es, en todo tiempo y lugar, un fenómeno negativo. Sus presuntos beneficios son cantos de sirena, encantamientos temporarios que llevan al barco de la economía a estrellarse contra una hiperinflación, o bien a navegar sin rumbo por los procelosos mares de la incertidumbre, la pobreza y la desigualdad.

Referencias bibliográficas

Bailey, M. J. (1956). The welfare cost of inflationary finance. Journal of Political Economy, 64(2), 93-110.
Barro, R. J. (1970). Inflation, the payments period, and the demand for money. Journal of Political Economy, 78(6), 1228-1263.
Bruno, M., & Easterly, W. (1996). Inflation and growth: in search of a stable relationship. Federal Reserve Bank of St. Louis Review, 78(May/June 1996).
Bruno, M., & Easterly, W. (1998). Inflation crises and long-run growth. Journal of Monetary Economics, 41(1), 3-26.
Dabús, C., G. González y C. Bermúdez (2012), “Inestabilidad y crecimiento económico: evidencia de América Latina”, Progresos en crecimiento económico, S. Keifman (ed.), Buenos Aires, Consejo Profesional de Ciencias Económicas.
Frenkel, R., & Fanelli, J. M. (1995). “Estabilidad y estructura: interacciones en el crecimiento económico”. Revista de la CEPAL.
Friedman, M. (1976). Nobel Memorial Lecture: Inflation and Unemployment. Nobel Foundation.
Friedman, M. (2005). The optimum quantity of money. Transaction Publishers.
Heymann, D., & Leijonhufvud, A. (1995). High Inflation: The Arne Ryde Memorial Lectures. OUP Catalogue.
Okun, A.M., Fellner, W., & Wachter, M. (1975). Inflation: Its mechanics and welfare costs. Brookings Papers on Economic Activity, (2), 351-401.





Notas:

1) La literatura (seleccionada) sobre costos de inflación puede separarse en tres grupos. Los primeros trabajos enfatizaban los costos anticipables de la inflación (Bailey, 1956; Friedman, 2005; Barro, 1970). Los costos no anticipables de una inflación elevada y volátil se recorren ampliamente en Okun (1975), en la Conferencia Nobel de Friedman (1997), y más recientemente en Heymann y Leijonhufvud (1990). Finalmente, una parte de la evidencia empírica puede hallarse en Bruno y Easterly (1996, 1998), y para América latina en Dabús, González y Bermúdez (2012).
2) Heymann y Leijonhufvud (1995) describen vívidamente en su capítulo 5 los enormes costos, no siempre explícitos, de vivir en un régimen de alta inflación.

Autorxs


Pablo J. Mira:

Doctor en Economía (UBA). Profesor adjunto de la materia Macroeconomía II en la Facultad de Ciencias Económicas de la misma universidad. Investigador en comisión del Instituto Interdisciplinario de Economía Política de la UBA.