Orden internacional y declive de Estados Unidos

Orden internacional y declive de Estados Unidos

La autora analiza el caso de los Estados Unidos y su política internacional en relación con la posibilidad de generar un nuevo orden internacional.

| Por Anabella Busso |

El debate sobre las alternativas posibles de un nuevo orden internacional incluye múltiples perspectivas de análisis. De manera simplificada se podría afirmar que parte de la literatura se concentra en la aparición de una nueva bipolaridad entre Estados Unidos y China, estudiando muy especialmente sus diferencias con la existente durante la Guerra Fría entre Washington y Moscú.

Otro enfoque, crítico del anterior al que describe como simplista y statuquista, subraya que los hechos vienen mostrando el tránsito hacia un cambio estructural del orden que pone fin a la etapa de la Posguerra Fría iniciada en los años noventa caracterizada por la conjugación de democracia liberal con globalización neoliberal. En esta línea José Antonio Sanahuja sostiene que el orden internacional atraviesa un cambio de ciclo histórico: la crisis de la globalización entendida como modelo hegemónico. Consecuentemente, los interrogantes sobre su evolución versan sobre la naturaleza hegemónica o no hegemónica de los órdenes mundiales y no sobre las polaridades. Para este autor, nos dirigimos hacia la construcción de un orden no hegemónico cuyas notas distintivas incluyen el traslado de poder hacia Oriente en forma conjunta con una difusión de poder hacia los países emergentes y actores no estatales; el decaimiento de la transnacionalización productiva; el cambio climático como límite ecológico del modelo productivo anterior, a lo que se suman los límites sociales evidenciados en la concentración de la riqueza y las crisis de gobernanza mundial y nacional.

Finalmente, desde 2020, se destaca una tercera línea de análisis que se enfoca particularmente en el período de tránsito de un orden a otro a través de la recuperación del concepto de “interregno”. Este fue utilizado en 1930 por Antonio Gramsci para describir la crisis del período entre guerras como aquel momento en que: “Lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer; en este interregno se producen los más diversos fenómenos mórbidos”. El elenco de fenómenos de este tipo puede rastrearse desde finales de los noventa: los ataques terroristas de 2001; la crisis financiera de 2008; la inoperancia del multilateralismo occidental; el endurecimiento de los enfoques geopolíticos en su vinculación tanto con el dominio territorial como su impacto en el comercio internacional; el renacer de los conflictos bélicos en distintos formatos; las inequidades surgidas de la cuarta revolución industrial; el cambio climático; la crisis de la democracia representativa; la desconfianza de las sociedades nacionales en la política; la erosión de los partidos políticos; el ascenso de las derechas extremas; el crecimiento de la inequidad, entre otros. Como demuestra este listado no exhaustivo, el “interregno” es un período prolongado en el tiempo donde ya no existe, en términos de Cox, una conjugación de poder, ideas e instituciones hegemónicas que, vía el consenso, atienda las demandas de las agendas nacionales e internacionales o, en su defecto, logre demarcarlas a través de la coerción.

Cualquiera de las lecturas enumeradas incluye, en mayor o menor medida, la discusión sobre el declive hegemónico de EE.UU. Los interrogantes giran sobre si el mismo tiene carácter estructural o coyuntural, cuáles son sus características o cómo podría comportarse Washington frente al ascenso de otros actores. Nuestra respuesta es que el declive existe, pero sin posibilidad de implosión debido a una capacidad de resiliencia relativa. Además, las causas del declive conjugan tendencias nacionales e internacionales, mientras que la propensión al uso de la fuerza no se ha limitado.

Declinando desde adentro hacia afuera

La tendencia predominante en las relaciones internacionales es analizar el declive de EE.UU. solo en términos comparativos con el empoderamiento de China en varios indicadores (crecimiento, producto bruto industrial, inversión en I+D, entre otros). No obstante, entendemos que este análisis debe ser complementado con datos sobre el deterioro doméstico fruto de los diversos efectos negativos (económicos, sociales y políticos) producidos por la globalización neoliberal sobre la sociedad estadounidense. Dicho deterioro forja una limitación del liderazgo de Washington que transita desde adentro hacia afuera.

Un sobrevuelo histórico nos muestra que EE.UU. desde su constitución como país independiente transitó un camino que, aunque no exento de hechos traumáticos, fue siempre ascendente en cuanto a la acumulación de poder. En este recorrido pasó de ser un país con 13 colonias sobre el Atlántico a uno bioceánico, luego una potencia regional, más tarde una superpotencia y, finalmente, el ganador de la Guerra Fría y diseñador del orden de la Posguerra Fría. Esta acumulación de poder fue acompañada por la narrativa de país excepcional que, internacionalmente, significaba que su sistema político-económico era el mejor por lo cual el resto del planeta debía emularlo. A esto se sumaba la idea de país providencial cuya misión divina en el mundo era parte de la política exterior la cual se canalizó, en numerosas ocasiones, en un discurso religioso y binario del bien contra el mal. En este marco, la identificación de un enemigo externo que representase el mal fue central para articular la acción externa. El recorrido abarcó a las monarquías europeas, el fascismo, el comunismo, el terrorismo internacional y hoy China y las autocracias. Culturalmente, la idea del sueño americano y la posibilidad de ascenso social encontraron su plenitud en la segunda posguerra. La expresión “los 30 gloriosos” para referirse al período 1945-1975 sintetiza no solo el crecimiento económico, sino la presencia de un Estado de Bienestar donde tanto el ingreso como la riqueza se distribuyeron de forma considerablemente equitativa.

Sin embargo, las consecuencias negativas del modelo reaganiano basado en neoconservadurismo y neoliberalismo y la posterior presencia de gobiernos demócratas que fomentaron, en términos de Nancy Fraser, un neoliberalismo progresista sentaron las bases de un deterioro del bienestar interno que explica, en gran medida, el triunfo de Donald Trump en las elecciones de 2016.

Si bien EE.UU. sigue siendo hoy la principal economía del planeta, varios indicadores muestran indicios de declinación. A modo de referencia, en 1960 su participación en el Producto Bruto Global era del 40%, mientras que en 2019 alcanzó el 24%; el índice de Gini en 1963 era de 37,6 mientras que en 2021 fue de 39,8. Por otra parte, a partir de la Segunda Guerra Mundial el dólar fue la moneda dominante del sistema financiero y comercial internacional. En 1977, alcanzó un máximo del 85% como moneda predominante en las reservas de distintos países; para 2001, esta posición había bajado aproximadamente al 73% mientras que en el presente es del 58%. Hoy varios países realizan intercambios comerciales en monedas locales, hay grupos de países que proponen crear una moneda común, algunos bancos centrales incrementaron sus reservas en oro, el euro ocupa un lugar importante, mientras que también va creciendo el rol del yuan.

Internamente, un dato alarmante es la fuerte concentración del ingreso y la riqueza en el 1% más rico de los estadounidenses. De acuerdo a la Oficina de Presupuesto del Congreso, el acceso del 50% de los ciudadanos más pobres a la riqueza creada en el país se redujo al 2% en 2019, mientras que en 1989, la mitad más desfavorecida de los pobladores poseía el 4% del patrimonio total de la nación. Durante la pandemia en 2020 el 1% más adinerado acaparó el 35% de la nueva riqueza creada, el otro 9% más rico del país se llevó el 34%, mientras que la mitad más pobre, pese a ser mucho más numerosa, solo absorbió el 4% de ese crecimiento. Indicadores previos a la pandemia también muestran una disminución de la participación de la clase media en el reparto del ingreso. Esta disminuyó del 33% al 26% en las últimas tres décadas. Por el contrario, el 10% más acomodado aumentó su participación y ahora posee 2/3 de la riqueza total del país, con la mayoría de las ganancias concentradas en el 1% más rico. En resumen, como señalan algunos informes periodísticos, los 3 millones de personas que componen ese 1% más rico de los estadounidenses valen colectivamente más que los 291 millones de estadounidenses que componen el 90% inferior.

Sociológicamente, la inequidad está cruzada por cuestiones raciales, educativas y de género. La media del ingreso de un hogar negro equivale al 59% del correspondiente a un hogar blanco, y en el caso de los hombres y mujeres de todas las razas, la media del ingreso de la mujer por cada dólar que gana un hombre es de 81 centavos. Una situación conexa con lo anterior son los números del sistema carcelario. En EE.UU. habita cerca del 5% de la población mundial y el 25% de la población carcelaria del planeta. Como señaló un informe de Pew Research Center de 2019, la brecha entre el número de negros y blancos en prisión se está reduciendo, pero la composición racial y étnica de las prisiones de EE.UU. sigue siendo sustancialmente diferente de la demografía del país en su conjunto. En 2017, los afroamericanos representaban el 12% de la población adulta de EE.UU., pero el 33% de la población carcelaria condenada. Los blancos representaban el 64% de los adultos, pero el 30% de los presos. Y aunque los hispanos eran el 16% de la población adulta, constituían el 23% de los reclusos.

Además, el país enfrenta el problema del uso de armas por parte de civiles. Según la organización suiza Small Arms Survey (SAS), en EE.UU. hay 120 armas de fuego por cada 100 habitantes, lo que lo convierte en el único país del mundo con más armas que habitantes. Estos números se correlacionan con el alto índice de tiroteos masivos. De acuerdo a CNN en lo que va de 2023 se superaron los 400 tiroteos masivos, una cifra que prepara el terreno para un año récord de violencia armada sin que haya ninguna legislación federal significativa sobre armas de fuego en el horizonte.

En cuanto a las principales afecciones de su población un estudio publicado en 2023 en base a datos del Center for Disease Control and Prevention, que fue diseñado por cortes etarios para cada uno de los estados de la Unión, muestra que en el período 2001-2002 las principales causas de muerte entre quienes tenían entre 18 y 44 años fueron los accidentes de tránsito, los problemas cardiovasculares y el cáncer. Sin embargo, entre 2020 y 2021 las principales causas de muerte en 43 de los 50 estados de la Nación para el mismo corte etario son la sobredosis de fentanilo y otros opioides, el suicidio y los homicidios, lo que muestra un problema social de envergadura.

En el campo político el deterioro económico-social se entrelaza con cambios en las preferencias políticas. Las elecciones de 2016 se identificaron por el clivaje pro y anti establishment. En aquel momento la población apoyó a Trump como la representación antisistema por derecha, mientras que los reclamos por izquierda se reflejaron en el crecimiento de Bernie Sanders en las primarias demócratas y en la elección de miembros de su equipo para la Cámara de Representantes. Hillary Clinton ganó aquella primaria, pero siempre fue identificada como una candidata demasiado cercana al establishment financiero y político.

El triunfo de Trump complicó de manera categórica el funcionamiento del Partido Republicano. Desde hace décadas, este viene incorporando en su seno a distintos movimientos sociales con perfil religioso y político. La Mayoría Moral y la Nueva Derecha en los años de Reagan; los neoconservadores que alcanzaron su esplendor bajo el gobierno de Bush hijo y el Tea Party surgido como reacción a la administración Obama. Esto expone a un partido que desde las últimas dos décadas del siglo XX mostró un corrimiento hacia la derecha de la derecha. La literatura especializada suele mencionar al presidente Bush padre como el último ejemplo de un funcionario típico del Grand Old Party (GOP) que respetaba la dinámica partidaria y articulaba la mixtura de preferencias políticamente conservadoras y económicamente liberales mientras equilibraba la vieja tradición realista (ligada a la defensa del interés nacional y por lo tanto geopolíticamente más acotada) con las posturas intervencionistas y pro difusión de la democracia que defendían tanto los neoconservadores como los internacionalistas liberales en los inicios de la Posguerra Fría.

La diferencia con Trump es que construyó una estructura movimientista populista, conocida como MAGA, que no se somete a la lógica del partido, sino que la desafía o la ignora. Su movimiento plantea cambios sistémicos y para lograrlos el expresidente –y ahora candidato en las primarias republicanas– está más predispuesto a consolidar su núcleo duro (Proud Boys; QAnon; OathKeepers o Boogaloo Bois, ALT-Right, RNA, los propietarios de armas, entre otros) que a conformar coaliciones con otros sectores que integran el partido. Los dirigentes republicanos no están mostrando capacidad ni voluntad política para corregir estos efectos. En ese contexto la Cámara de Representantes, después de las elecciones de mitad de mandato en 2022 que les dieron el triunfo a los republicanos, tuvo que votar 15 veces a inicios de 2023 para lograr que Kevin Owen McCarthy fuese elegido como presidente, lo que aconteció solo tras numerosas concesiones al trumpismo, pero el 3 de octubre del mismo año fue destituido por una moción impulsada por el representante de Florida, Matt Gaetz, integrante del grupo conocido como Freedom Caucus, y hubo que esperar 22 días para el nombramiento de Mike Johnson, un conservador de línea dura muy cercano a MAGA, con todo lo que ello implica para el funcionamiento del Congreso.

Además, Trump y sus seguidores recurren a la polarización del debate que conduce al odio hacia el opositor político (los demócratas). La toma del Capitolio el 6 de enero de 2021 para evitar la confirmación del triunfo de Biden fue un indicador preocupante sobre las amenazas que vivía la democracia estadounidense. No obstante, esta acción golpista se basó en el convencimiento del movimiento MAGA de que Biden era un presidente ilegítimo porque llegaba al poder a través del fraude, tal como lo manifestaba Trump. En el presente, el expresidente afronta numerosas denuncias y posibilidades de juicios, sin embargo sus seguidores, al igual que su conductor, creen que esta es una persecución de la Justicia para limitar sus posibilidades políticas. Una narrativa de lawfare, a la cual el partido republicano no pone límites a pesar de numerosas evidencias judiciales, mientras que Trump va primero en las encuestas para las primarias de ese espacio político.

El partido demócrata no enfrenta un desafío movimientista en su interior porque sus relaciones con los sindicatos, los grupos ambientalistas y movimientos sociales ligados al feminismo y a la lucha contra la discriminación racial como MeToo y Black Lives Matter no alcanzan a modificar la dinámica partidaria, aunque en numerosas ocasiones han impactado en el establecimiento de la agenda política. Sin embargo, esto no significa que no tengan desafíos. Uno de ellos es que el establishment del partido es muy renuente a reconocer el crecimiento incipiente pero continuo de figuras del sector más progresista. Además, el sector más tradicional incluye senadores considerablemente conservadores con los cuales el gobierno debe negociar permanentemente para la aprobación de las leyes. Finalmente, la imposibilidad de garantizar una sucesión presidencial exitosa obliga a Biden a competir por un segundo mandato cuando, por una cuestión de edad, siempre se pensó que su paso por la Casa Blanca sería por un único período.

Las respuestas al declive. Cambios internos y continuidades externas

Las mayores innovaciones provenientes de la administración Biden se evidencian en la toma de conciencia sobre que el declive tiene innumerables aristas domésticas y la decisión de atenderlas. Esto no ocurre a nivel de la política exterior donde se destacan continuidades con administraciones demócratas anteriores y ciertas políticas trumpistas. Existe una renuencia a reconocer los cambios estructurales en el orden internacional y una insistencia para imponer la narrativa y los intereses estadounidenses. Sin embargo, China, el Sur Global y los países emergentes presentan hoy mayor resistencia para obedecer a Washington.

En cuanto a los cambios domésticos se destaca el abordaje de la pandemia y la aprobación de leyes tales como: la de inversión en infraestructura y empleos, la de reducción de la inflación y la de producción de chips. A esto se suma el reclamo por fortalecer la sindicalización de los trabajadores y el apoyo a la huelga de los empleados del sector automotriz; la demanda para que las grandes corporaciones y el sector financiero paguen más impuestos, entre otros. Dos discursos marcan el rumbo para el abordaje de las cuestiones internas y su interconexión con la recuperación del liderazgo internacional. Uno lo pronunció la secretaria del Tesoro Yanet Yelen en 2022 para proponer una “economía moderna del lado de la oferta”. Esta pretende impulsar el crecimiento económico, pero distribuyendo las inversiones entre sectores, personas y lugares a los fines de equilibrar el desarrollo a lo largo del territorio nacional e incluir a los sectores desposeídos por cuestiones raciales y educativas. El segundo discurso fue el pronunciado por el consejero de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, en 2023 en la Brookings Institution. Ahí presentó “un nuevo consenso de Washington” donde diagnosticó el fin del neoliberalismo de los noventa en tanto el efecto derrame no se produjo y, además, sostuvo que seguir defendiendo el libre comercio por el libre comercio en sí mismo no es suficiente. También señaló la necesidad de reindustrializar a EE.UU. de manera articulada con la transición energética y priorizar una mejor distribución del ingreso. En todos estos objetivos el financiamiento del Estado será muy significativo.

En el campo de los asuntos externos el eje ordenador es la confrontación con China enmarcada en la disputa entre democracias y autocracias. Por ello EE.UU. amplió acuerdos con vecinos del país asiático como QUAD formado por EE.UU., Japón, India y Australia y en 2021 creo AUKUS, un pacto militar entre Washington, Londres y Canberra. Por otra parte, la defensa de Ucrania –además de limitar a Rusia– recupera la histórica propuesta geopolítica de Zbigniew Brzezinski de evitar la consolidación de un vínculo euroasiático que involucre a Rusia y desde ahí a China, en tanto este se convertiría en un bloque que acotaría el poder estadounidense.

En las relaciones con Latinoamérica llama la atención la similitud que en la actualidad tienen las agendas domésticas a pesar de la asimetría de poder con EE.UU. Estas abarcan temas como cambio climático, pobreza, concentración del ingreso, violencia urbana, migraciones, amenaza de las derechas extremas, crimen transnacionalizado, entre otros. Dichas similitudes podrían abrir la puerta para la cooperación. Sin embargo, la centralidad de China y la oposición de EE.UU, a que ese país incremente su presencia en el continente han conducido a la securitización de la agenda. En ese marco, temas como recursos estratégicos, construcción de puertos y redes ferroviarias, proyectos energéticos (nucleares, eólicos, hidráulicos), bases para la observación del espacio lejano, adquisición de proveedores de 5G, han sido considerados parte de la agenda de seguridad nacional estadounidense. Esto implica que las relaciones con la región son abordadas por el consejero de Seguridad Nacional y el Comando Sur, en detrimento de otras agencias estadounidenses. Además, las exigencias de Washington para que Latinoamérica disminuya sus vínculos con Pekín no son acompañadas por inversiones económicas.

Si bien Biden recuperó multilateralismo con el regreso al Acuerdo de París, a la OMS, al Consejo de Derechos Humanos de la ONU y retiró las tropas de Afganistán, volvió a otorgarle un rol central a la geopolítica y a la participación militar indirecta (vía venta de armas, asesoramiento, financiamiento, ofensivas con drones) como muestra el rol de la OTAN en la guerra por la invasión de Rusia a Ucrania, el apoyo a Israel por los ataques de Hamás y las respuestas aéreas lanzadas por Washington contra instalaciones utilizadas por grupos proiraníes en el este de Siria, como respuesta a una veintena de golpes que esos grupos han asestado con drones y cohetes contra bases militares estadounidenses en Siria e Irak. La militarización vía el apoyo a los aliados puede ser un rasgo creciente en el intento de conservar el liderazgo.

En resumen, el gobierno de Biden apunta a reconstruir el liderazgo reconociendo que no podrá invocar la condición de excepcionalidad y ejemplo democrático si no logra una recomposición económica, política y social interna. Esto involucra también una reindustrialización articulada con la transición energética. Sin embargo, estas propuestas están diariamente sometidas a una dinámica política polarizada que se incrementará a medida que se acerquen las elecciones de 2024. Por otra parte, ambos partidos muestran una renuencia a reconocer que el orden internacional transita un cambio estructural y, consecuentemente, no han dado muestras de adaptar su política exterior a los nuevos escenarios. Esta falta de adaptación podría afectar la capacidad de resiliencia, en tanto esta puede mantenerse y rediseñarse siempre y cuando se parta de un diagnóstico objetivo que, claramente, muestra un nuevo escenario de difusión de poder donde es necesario construir consensos. El riesgo de no hacerlo puede conducir al predominio de los instrumentos militares y coercitivos que agudicen los dramas de nuestro tiempo.

Autorxs


Anabella Busso:

Politóloga de la Universidad Nacional de Rosario y Máster en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Investigadora Independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Profesora Titular y Directora del Centro de Investigación en Política y Economía Internacional, de la Universidad Nacional de Rosario.