Ley de Salud Mental. Apuesta a un cambio de paradigma y oportunidades para una reforma en las políticas de drogas

Ley de Salud Mental. Apuesta a un cambio de paradigma y oportunidades para una reforma en las políticas de drogas

La Ley de Salud Mental establece que las adicciones deben ser abordadas como parte integrante de las políticas de salud mental. Esto podría reducir los niveles de estigmatización de amplios sectores que se encuentran en situaciones de vulnerabilidad social, pero para saltear las resistencias arraigadas en algunas prácticas institucionales burocratizantes son necesarios la participación y el compromiso de todos.

| Por María Pía Pawlowicz |

¿Qué implicancias tiene que los problemas de consumo de sustancias se incluyan en el campo de la salud mental?

La Ley de Salud Mental 26.657 (desde ahora LSM), sancionada en noviembre de 2010 y reglamentada en mayo de 2013, en su artículo 4 establece: “Las adicciones deben ser abordadas como parte integrante de las políticas de salud mental. Las personas con uso problemático de drogas, legales e ilegales, tienen todos los derechos y garantías que se establecen en la presente ley en su relación con los servicios de salud”.

El hecho de ubicar los problemas de consumos de sustancias como asunto de salud mental y derechos humanos, y no de seguridad, implica un movimiento auspicioso en el que se embarca esta ley. Esta normativa conlleva una oportunidad política porque es una herramienta rupturista que concibe al “adicto” como sujeto de derecho y favorece abordajes interdisciplinarios e intersectoriales, de base comunitaria, que permiten un mayor acceso a las instituciones y una perspectiva integral de la cuestión.

¿En qué medida esta reforma legal puede incidir en los abordajes y las políticas de drogas? Desplegaré dos líneas de reflexión sobre esta pregunta partiendo de reconocer que esta ley es un hito. Constituye un logro festejado por sectores que llevan décadas luchando por la ampliación de derechos de las personas con padecimientos mentales, tales como los movimientos de desinstitucionalización, las redes de usuarios y familiares, las organizaciones sociales que trabajan en la reducción de daños, los colectivos de profesionales, los organismos de derechos humanos, los actores sociales de la salud colectiva y de la psicología comunitaria, etcétera.

Del “adicto” al sujeto de derechos

La forma en que se concibe a las personas con consumo problemático de sustancias es clave para pensar las respuestas que se implementan. Parece una cuestión menor, pero es francamente uno de los factores determinantes.

Problematizar las imágenes y estereotipos de los “adictos”, como hemos estudiado con el equipo de Intercambios Asociación Civil, nos permite ampliar la discusión y entender la complejidad del problema. Una serie de representaciones sociales, es decir, un conjunto de saberes del sentido común, imágenes, emociones y valoraciones morales, circulan socialmente en la construcción simbólica que colectivamente hacemos de los “adictos”.

Una imagen recurrente es la de subjetividades comandadas por un tóxico, como cuando escuchamos dichos como “la droga entró en tal institución”. Este mecanismo de focalización y personalización de las sustancias invisibiliza y pasa a segundo plano a los sujetos en contextos particulares y al vínculo específico que las personas y los grupos tienen con las sustancias que, además, no siempre es problemático.

También circulan otros discursos, atravesados por concepciones religiosas, con diferentes matices, que piensan al consumidor de sustancias como un espíritu “dominado” que (re)cayó en el pecado y necesita ser re-educado. Nuevamente es una idea de sujeto que se concibe como destinado a ser inerme y pasivo.

Desde otras representaciones se concibe al uso de drogas como una patología crónica que forma parte de la identidad de sujetos cuya personalidad siempre sería “adicta” a algo, como casi una definición ontológica. Es decir, la persona se definirá como “soy adicto” incluso muchísimos años después de haber dejado el uso problemático de drogas, en lugar de significarlo como un estado que tal vez pueda ser puntual en un momento y una situación de la trayectoria de su vida.

No falta la imagen hedonista del sujeto consumista que busca paliar el malestar de la cultura, o el estrés de agobiantes condiciones de trabajo y de vida. Lecturas que aportan a la comprensión del padecimiento social de época y la fuerza del atravesamiento cultural, aunque pueden desplazarse a macrointerpretaciones que dificultan imaginar escenarios instituyentes.

Cuando hablamos de adolescentes, a estas imágenes se suma el descrédito, la negativización de la juventud (como trabaja Mariana Chaves), y la infaltable imagen de la “mala junta” que supuestamente “contagia” y vuelve a los sujetos incapaces de cualquier decisión. En general, la mirada está puesta más en el déficit que en la potencia siendo poco común que se incluyan aspectos “protectores” del devenir adolescente como la agrupabilidad o la flexibilidad propia de una subjetividad en proceso de constitución sin esas fijezas cristalizadas difíciles de modificar en la adultez.

En la reproducción de estos saberes operan mecanismos de generalización (“son todos iguales”), de naturalización (“si es esencialmente así, no puede ser de otro modo”), y de invisibilización de otras prácticas como los problemas con los consumos legales (alcohol y tabaco) o por el uso indiscriminado de psicofármacos.

Son saberes ligados a emociones. Y este punto no es menor. No son temas que se aborden sólo racionalmente. El miedo, el peligro, la culpa son algunas de las emociones que tienen efectos impregnando los debates e impidiendo en ocasiones la posibilidad de pensar con claridad.

Estas representaciones sociales conviven, superpuestas y contradictorias, en un corpus simbólico que se entremezcla con conocimientos teóricos de las disciplinas.

En contraste con estas imágenes de sujetos desdibujados y pasivos, la LSM afirma que “se debe partir de la presunción de capacidad” (Art. 5) y “asegurar el derecho a la protección de la salud mental de todas las personas, y el pleno goce de los derechos humanos” (Art. 3).

Otra posición categórica es que el Estado reconoce el “derecho a que el padecimiento mental no sea considerado un estado inmodificable” (Art. 7). Enunciado que debe interpelar prejuicios y teorías que sin probada evidencia científica sostienen la idea de una patología progresiva e irreversible, y la imagen de una “carrera de consumo” lineal y siempre ascendente hacia consumos de mayor riesgo, como un “viaje de ida”. Dicha afirmación no se condice con las trayectorias de usos de sustancias que suelen ser variadas, complejas y fluctuantes.

La estigmatización mencionada se refuerza y multiplica cuando las personas se encuentran en una posición social subalterna a las de mayor poder y estatus, ya sean pobres, mujeres, niños/as en situaciones de vulnerabilidad social. Personas en situaciones complejas para las que es más difícil y esporádico el acceso a las instituciones que podrían brindarles respuestas, y cuyos consumos problemáticos de drogas se asientan y articulan con problemas estructurales de integración social.

Frente a estas realidades, la LSM es contundente. En el artículo 3 dicta: “En ningún caso puede hacerse diagnóstico sobre la base exclusiva de: estatus político, socio-económico, pertenencia a un grupo cultural, racial o religioso; elección o identidad sexual; o la mera existencia de antecedentes de tratamiento u hospitalización”.

Las concepciones modelizan las prácticas

En definitiva, las teorías, las representaciones sociales y los modos de abordaje se relacionan dialécticamente. Los saberes científicos y del sentido común matizan e influyen en el modo en que se interviene, se mira, se dialoga corporalmente, se escucha a los/as otros/as. Y sabemos que una actitud de escucha genuina junto con instituciones que ejerzan la disponibilidad tiene efectos diferenciales en las prácticas de cuidado y en la forma en que se significan los padecimientos. Por supuesto que es necesario para esto que los/as profesionales cuenten con óptimas condiciones de trabajo, asignaciones presupuestarias que efectivicen dispositivos alternativos, decisión política para la articulación, formación académica que jerarquice el trabajo en atención primaria en salud, y decisión a nivel de la micropolítica institucional de trabajar comprometidamente desde los postulados de la LSM.

Entonces, es importante preguntarse ¿desde qué paradigma se concibe al sujeto de la intervención?

La LSM convoca a instalar el reconocimiento de los “adictos” como sujetos de derecho, y superar la idea del paciente/beneficiario como objeto de asistencia. Se les otorga otra entidad donde se les reconoce su capacidad de tomar decisiones y participar de los procesos de intervención o asistencia. Se les reconocen los derechos a: la intimidad; a conocer y preservar su identidad, sus grupos de pertenencia, su genealogía y su historia; a recibir tratamiento y a ser tratado con la alternativa terapéutica más conveniente, que menos restrinja sus derechos y libertades, promoviendo la integración familiar, laboral y comunitaria; derecho a recibir o rechazar asistencia o auxilio espiritual o religioso; derecho a ser informado de manera adecuada y comprensible de los derechos que lo asisten, y de todo lo inherente a su salud y tratamiento, según las normas del consentimiento informado, incluyendo las alternativas para su atención; derecho a acceder a su historia clínica, y derecho a poder tomar decisiones relacionadas con su atención y su tratamiento dentro de sus posibilidades (Art. 7). Aplicado al tema drogas, esta ley exige un giro firme en el que se destierren algunas estrategias que se supieron implementar, como impedir la comunicación con familiares o amigos, leer correspondencia o teléfonos celulares sin autorización de los/as usuarios/as o no aplicar el consentimiento informado.

Otro problema que debería revertir la aplicación de esta ley son las internaciones forzadas. Circulan relatos sobre dispositivos privados que han tenido personas de seguridad y vehículos para ir a buscar a personas con consumos problemáticos para un encierro. Frente a estas violaciones de derechos, la ley establece que “en caso de que la internación fuera involuntaria o voluntaria prolongada, que las condiciones de la misma sean supervisadas periódicamente por el órgano de revisión” (Art. 7). También se prevé que el Estado deba “proporcionar un abogado a la persona internada involuntariamente desde el momento de la internación” (Art. 22). Y se reconoce el derecho “a no ser sometido a trabajos forzados; y a recibir una justa compensación por su tarea en caso de participar de actividades que impliquen obras o servicios que luego sean comercializados” (Art. 7).

Finalmente, en lo que respecta a la relación con los servicios de salud, cuando los/as usuarios/as de drogas consultan, muchas veces se encuentran con barreras organizacionales y culturales que dificultan una atención oportuna y de calidad, tales como las representaciones sociales estigmatizantes o la creencia de que “con esta gente no se puede hacer nada”. También son barreras de acceso las defensas colectivas (como las piensa Deyours) ante problemas que los equipos de salud sienten como una “papa caliente” que se deriva, deriva y deriva, “rebotando de un lado a otro”.

En ese contexto, la LSM establece que el Estado “garantiza el derecho de toda persona a: acceder de modo gratuito, igualitario y equitativo a atención integral de la salud mental, desarrollada preferentemente fuera del ámbito de internación, en el marco de un abordaje interdisciplinario e intersectorial; ser atendida en hospitales generales, sin discriminación; que no se creen nuevos manicomios, y a que los existentes se adapten a los principios de esta ley, hasta su sustitución por dispositivos basados en la comunidad (Art. 27); ser tratada en base a la estrategia de atención primaria de la salud en el lugar más cercano a su domicilio”.

Estas premisas exigen fuertes cambios en la organización del sistema de salud, en la articulación intersectorial, y en el involucramiento de cada trabajador en la receptividad y escucha, aunque no sea “hiperespecialista” en el tema.

Se precisa un cambio profundo en las culturas y climas institucionales que supere el modelo biomédico y que se inicie en la formación académica de las diferentes disciplinas que participan de los procesos de atención de usuarios de drogas, ya sea en áreas de salud o sociales. Es necesario formar a los/as profesionales en los marcos éticos mencionados donde se cumplan el respeto por la confidencialidad y el anonimato y el uso correcto del consentimiento informado, y se puedan generar cambios curriculares que incluyan la conceptualización y las competencias técnicas para actuar en situaciones complejas reconociendo y articulando con otros saberes no académicos. Ampliar la apropiación de herramientas para el trabajo comunitario extramuros, las intervenciones institucionales y las grupales, entrenar en el uso de instrumentos legales que faciliten la efectivización de derechos y eviten la tendencia a la judicialización de los problemas sociales. Formar a las/os profesionales para que desarrollen habilidades para ser gestores de políticas públicas en los ámbitos del Estado y en los movimientos sociales, y descentrar los modelos hegemónicos que enfatizan las prácticas en el ámbito privado, de la atención clínica asistencial e individual.

El nuevo marco regulador se ofrece como una herramienta legitimadora que viene a validar tradiciones teóricas y técnicas que históricamente han sido subalternas. Por eso no es sencillo. Es un campo de disputa, de poder entre sectores con intereses económicos, ideológicos y corporativos creados. No por nada la reglamentación de esta ley demoró dos años y medio. Sin eufemismos: se trata de lucha de modelos.

Por eso, y a pesar del compromiso de diferentes actores sociales, la plena implementación de la LSM se enfrenta con obstáculos. Entre otros podemos mencionar (como hemos estudiado con el equipo que dirige la Prof. Graciela Zaldúa): las fuertes resistencias ideológicas que asocian la salud mental al peligro y que naturalizan la internación como recurso inicial, la escasez de dispositivos sustitutivos al encierro, los procesos de medicalización de problemas sociales, la poca participación de los diferentes actores y la creencia de que los/as usuarios/as de los servicios de salud son incapaces de tomar decisiones, entre otros.

Pero además en el tema drogas se suma un proceso de reforma que no termina de definirse. Aún está vigente la ley de estupefacientes 23.737 que penaliza la tenencia de drogas ilícitas para consumo personal con una pena de un mes a dos años de prisión (Art. 14), que el juez podrá dejar en suspenso “y someterlo a una medida de seguridad curativa por el tiempo necesario para su desintoxicación y rehabilitación” (Art. 17). Y aunque la penalización de la tenencia para consumo personal fue declarada inconstitucional por el fallo “Arriola” de la Corte Suprema de Justicia, hasta que no se reforme la ley de drogas puede dar lugar a diferentes interpretaciones.

Nos enfrentamos con una brecha entre: por un lado, una ley, como la de Salud Mental, que promulga y declara transformaciones auspiciosas, que reconoce derechos y promueve respuestas innovadoras, y por otro, resistencias que se observan en algunas prácticas institucionales cristalizadas y en procesos de institucionalización burocratizantes, entre otras.

Reflexiones finales

En síntesis, la LSM exige un profundo replanteo de la concepción de los/as usuarios/as de drogas como sujetos de derechos, así como la transformación crítica de los basamentos teóricos y las estrategias de los dispositivos de intervención, la transformación de los planes de estudio de las diferentes disciplinas, y una profunda reforma del sector salud que supere la fragmentación y que involucre a los actores de las jurisdicciones nacionales, provinciales y municipales donde se reproducen estas tensiones.

Ciertamente es auspicioso que se tienda a no criminalizar a los/as usuarios/as de drogas y que la intervención estatal se desplace de los sectores de la Justicia y la policía hacia sectores del campo de la salud y de las políticas sociales. Sin embargo, exige que las instituciones activamente gestionen respuestas articuladas y eficaces, y que se diseñen políticas que creativa y eficazmente puedan optimizar los vínculos entre sectores y niveles de complejidad en las gestiones. Y al mismo tiempo se necesita una reforma de la ley de estupefacientes que acompañe estos procesos.

Por eso es promisorio el movimiento político de diferentes organizaciones sociales y gobiernos que a nivel latinoamericano luchan por instalar la cuestión drogas como un tema de derechos humanos. La Asamblea General de la OEA en su Declaración de Antigua, Guatemala, de 2013, estipuló que “las políticas de drogas deben contener una perspectiva transversal de derechos humanos, consistente con las obligaciones de las partes de acuerdo al derecho internacional, incluyendo la Convención Americana de Derechos Humanos y demás instrumentos jurídicos de derechos humanos aplicables, así como la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, con el fin de promover y lograr el bienestar de la persona, su inclusión social, el acceso a la justicia, a la salud, entre otros”.

Las personas con situaciones de consumos problemáticos tienen derecho a ser tratadas dignamente, y no ser ubicadas como parias sociales. Es necesario la participación y el compromiso de todos/as para lograr convertir la letra de estas normas en letra viva.

Autorxs


María Pía Pawlowicz:

Lic. en Psicología de la UBA. Mag. en Ciencias Sociales y Salud de FLACSO-CEDES. Integrante de Intercambios Asociación Civil. Docente e investigadora de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de Moreno.