Las mujeres en la UBA

Las mujeres en la UBA

La discriminación resultante del andamiaje cultural se mantiene hoy en día en la universidad. Si bien es cierto que la cantidad de estudiantes y docentes mujeres en la UBA es mayor que la de los hombres, los cargos de gestión siguen estando mayoritariamente en manos de estos últimos. El camino de la igualdad es largo y todavía queda mucho por recorrer.

| Por Mónica Pinto |

En este trabajo tomo parte de uno anterior publicado en Encrucijadas Nº 50, 2011.

Las mujeres somos personas pero hemos tardado más tiempo que los hombres en ser reconocidas como sujetos de derecho. Cuando los instrumentos del iluminismo encontraron al “hombre” allí donde eventualmente no había “ciudadano” –y eso fue valioso porque inició el camino del reconocimiento de la persona– se refirieron sólo al hombre, esto es que no nos incluyeron a las mujeres. Cuando esos instrumentos expresaron –probablemente por primera vez con sentido laico o con tendencia a él– que todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos, no imaginaron ni remotamente que nosotras fuéramos libres ni iguales. En el camino en el que las libertades públicas o los derechos individuales del liberalismo constitucional de mediados del siglo XIX se transformaron en derechos humanos, las mujeres logramos que formalmente la noción de “persona” nos comprendiera y que, por ende, se pudiera inferir que se nos aplicarían sus consecuencias.

En ese andar, el feminismo, que había empezado a trabajar la causa bastante antes, ya había sostenido con Simone de Beauvoir que no hay determinismo biológico con la célebre frase “No se nace mujer, se llega a serlo”.

Pronto nos daríamos cuenta de que la igualdad era sólo declamada. El derecho no había modificado la realidad. Fue necesario constatar la discriminación respecto de las mujeres para que las normas sobre derechos humanos de las mujeres fueran adoptadas.

La consagración formal del principio de igualdad no permite en todos los casos consagrar una igualdad material. Para eso se hace necesario tomar en cuenta la distinta posición en que se encuentran los distintos sujetos en la sociedad. De esta suerte, la consideración social de las diferencias entre unos y otros ejerce una influencia decisiva en el goce y ejercicio de los derechos protegidos. Y es rigurosamente cierto que la consideración social de mujeres y hombres no es análoga. Lo que para unos es un elogio –es un “atorrante”, simpático, divertido– para otras es un demérito mayúsculo –es una “atorranta” tiene un innegable sentido disvalioso–.

La discriminación es sustancialmente la resultante de una actitud cultural, de la percepción que una determinada cultura ha erigido respecto de un conjunto de sujetos. Por lo tanto, no es suficiente con actitudes individuales de no-discriminación sino que son necesarios cambios estructurales, políticas públicas.

Por años, las feministas han expresado disconformidad con el lenguaje neutral en cuanto a sexo de los instrumentos de derechos humanos, señalando que estas normas están basadas en experiencias masculinas. La primera disposición que se hace cargo de la distinta situación de las mujeres es el artículo 6 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos que prohíbe la aplicación de la pena de muerte a las mujeres embarazadas.

En consonancia, la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer pone de manifiesto que las mujeres se encontraban subsumidas en el vocablo “persona”, cuando no en el más común de “hombre”, e invisibilizadas en las normas generales de derechos humanos.

Hoy, las normas de derechos humanos de las mujeres han traído las acciones afirmativas, las políticas de cupos, todas las cuales suponen una toma de conciencia del distinto punto de partida de las mujeres respecto de otros sujetos de derecho en el goce de los derechos humanos. Por ello, para propender a una igualdad se acepta una discriminación que otorgue un trato más favorable a quienes lo requieren para poder lograr la igualdad. Estas discriminaciones inversas tienen por característica la temporalidad y están concebidas como un instrumento para crear conciencia social.

Se trata, sustancialmente, de una óptica que permite dar cuenta de la heterogeneidad de las condiciones culturales, sociales y económicas que afectan la vida cotidiana de hombres y mujeres en su interacción. El género expresa los papeles, la inserción que la cultura tiene reservados para unos y otras en un determinado contexto social.

En rigor, toda la regulación jurídica de los derechos humanos con base en el eje de género supone regular la protección en un ámbito en el cual no debería darse ninguna interferencia de autoridad pública. Sin embargo, para superar las desigualdades e inequidades de género, se han adoptado múltiples normas internacionales en este sentido.

Nuestra Argentina sólo reconoció derechos políticos a las mujeres en 1948, inaugurando la posibilidad de que elijamos y podamos ser electas. Sin embargo, en 1991, hubo de adoptarse una “ley de cupo” para que la participación femenina en la política parlamentaria pudiera lograrse y empezara a germinar cultura política en clave de género. Por cierto que, aunque la Argentina haya alcanzado el decimonoveno lugar en el ranking de la Unión Interparlamentaria, con datos al 1 de diciembre de 2013, con el 36,6% de mujeres en la Cámara baja y 28% en el Senado, la pedagogía de la ley de cupo no alcanzó para incrementar el número de mujeres en los despachos del Ejecutivo, sólo tres ministras a este inicio del 2014.

El Código Penal argentino sólo previó la no punibilidad del aborto si el embarazo proviene de una violación o de un atentado al pudor cometido sobre una mujer idiota o demente. Sólo una interpretación jurisprudencial extensiva permitió pensar que el supuesto cubre a todas las víctimas mujeres y fue necesario que la Corte Suprema de Justicia lo explicitara en un fallo, señalando expresamente que no es necesaria la autorización judicial en esos casos e instando a los médicos a tomar en cuenta este dato.

Por cierto que eso no conmovió a las aseguradoras que ante el riesgo de mala praxis o algo peor, siguen exigiendo a sus profesionales asegurados la “bendición judicial” de la práctica.

El mismo Código Penal argentino reprimía el adulterio de la mujer con pena de prisión si engañaba a su marido una sola vez, en tanto que para el hombre requería “tener manceba”, esto es una relación continuada. Sólo en 1995, la ley 24.453 reparó las cosas al suprimir el delito del código.

Nuestra Argentina sólo entendió que las mujeres podemos ser capaces civilmente a partir de la reforma del Código Civil por la ley 17.711 en 1968. Antes de eso, la incapacidad de la mujer era suplida por el padre o el marido.

Nuestra Argentina sólo entendió que las mujeres tenemos derecho a la patria potestad de los hijos que criamos en nuestro vientre y en nuestro afecto en 1985, a partir de la reforma del Código Civil por la ley 23.264, de adecuación a la Convención Americana de Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica. Antes de eso, sólo el padre decidía sobre ellos en términos del derecho.

El acceso a la educación es, entre otras variables, determinante de la situación de las mujeres en una sociedad. En este sentido, la Universidad de Buenos Aires ha avanzado ciertamente en la senda de la apertura de todas sus carreras al estudiantado femenino. El último censo publicado por la UBA, correspondiente a 2011, señala que el 60,9% de los 262.932 estudiantes de grado son mujeres, así como el 61,8% de los 14.441 estudiantes de posgrado.

Del mismo modo, el censo de personal docente de 2004 revela 14.832 mujeres y 14.111 varones expresando mayores porcentajes de mujeres como auxiliares o profesoras adjuntas.

La tendencia creciente es clara, hoy somos muchas más las mujeres de la UBA.

Nada dicen nuestras estadísticas del acceso a los cargos de gestión. Y bien que hacen porque las cifras son magras. No tenemos ni tuvimos rectoras, pocas decanas antes y ahora, pocas vicedecanas antes y ahora.

A mediados de los ’80, la normalización de los claustros produjo la primera mujer decana electa de la UBA, Juana María Pasquini, en 1986, en la Facultad de Farmacia y Bioquímica. La modernidad post-restablecimiento democrático trajo a Carmen Córdova a la Facultad de Arquitectura, a Sara Slapak a la de Psicología, a donde volvería ocho años después de sus dos primeros períodos de gestión; a Susana Mirande a la Facultad de Ciencias Veterinarias; a Regina Wikinski a la de Farmacia y Bioquímica, también por dos períodos; a Beatriz Guglielmotti a la de Odontología por otros dos.

El Consejo Superior que se inicia en 2014 tendrá cuatro decanas, la cifra más alta de los últimos años: Cristina Arranz en la Facultad de Farmacia y Bioquímica; Graciela Morgade en la de Filosofía y Letras; Nélida Cervone en la de Psicología y yo en la de Derecho.

La lista de las vicedecanas es bastante más rica que la anterior aunque el dato se opaque cuando se observa que la mayoría de ellas no accedió al decanato. Adela Fraschina en Agronomía; Carolina Vera en Exactas; Graciela Filippi y Lucía Rossi en Psicología; Adriana Clemente de Ciencias Sociales; Edith Litwin, Marta Souto, Ana María Zubieta y Leonor Acuña de Filosofía y Letras; Graciela Ferraro de Farmacia y Bioquímica, ilustran que el número por sí solo es inconducente.

El dato puede no ser importante aunque en una comunidad docente de números parejos como la nuestra, parecería lógico que lo femenino como candidatura fuera ordinario. Mas no lo es. En todo caso, como modo de hacer más plena la democracia representativa en que vivimos, el tema merece reflexión.

Sucede que la meritocracia, que es el norte de la tarea académica, todavía no computa los tiempos femeninos. Aún no hemos entendido que existen etapas vitales en las cuales las mujeres con carrera profesional y académica queremos ser madres y que eso no es un trámite que se resuelve en nueve meses y la licencia por maternidad sino que implica una inversión de tiempos femeninos –y también masculinos– que se prolonga por muchos años. No se trata de delegar en otro la tarea de cuidar a nuestros hijos porque queremos hacerlo, porque nos importa, porque eso forma parte de los intereses de los nueve meses. Queremos acompañarlos al jardín y hacer la adaptación, ir a las reuniones de padres y a las fiestas. Queremos llevarlos al colegio y ocuparnos de dar de merendar a sus amigos. Queremos salir y compartir con ellos.

Se trata, pues, de no tener que poner entre paréntesis esa experiencia materna para poder seguir en carrera en la ruta de la meritocracia. Se trata de entender tan razonablemente que tenemos otros tiempos como que aprendemos a funcionar multibanda, con varias pistas en simultáneo; que logramos combinar mamaderas y pañales con la lista de supermercado y con los oradores de un seminario que aún no conseguimos cerrar. Tampoco es importante el número de mujeres que acceden a la máxima jerarquía docente regular de la UBA. Las profesoras titulares son, en promedio, sólo un 35% de la planta docente de regulares.

En este hacer, la universidad tiene un papel que jugar. Más allá de ayudar a desprejuiciar, a vencer los estereotipos que obstaculizan la igualdad, la tarea consiste en demostrar en los hechos que la igualdad no consiste en que intentemos hacer todo de la misma manera, que tengamos las mismas reacciones, sino todo lo contrario; que ello no impide que seamos iguales.

La universidad debe plantearse el enfoque de género como una militancia a su interior pero también como parte de la tarea de enseñanza, investigación y extensión. La sociedad en que vivimos nos lo exige. Nosotras se lo debemos a las que nos siguen.

Autorxs


Mónica Pinto:

Decana de la Facultad de Derecho.