La universidad argentina y el periodismo que viene

La universidad argentina y el periodismo que viene

Frente al supuesto de que los medios cuentan “la verdad” basados en una posición “objetiva” sobre los hechos narrados, los periodistas –y también los lugares que los forman– deben buscar nuevos espacios de producción y de reflexión. Con ello, cuestionan la idea de que los discursos mediáticos constituyen un simple reflejo de la realidad; por el contrario, la construyen, a través de sentidos que intentan posicionarse como hegemónicos.

| Por Graciela Falbo |

Para hablar del futuro necesitamos memoria, en este caso, recordar que la universidad argentina estuvo presente en la formación de periodistas desde épocas tempranas. En el año 1930 se funda en la Universidad Nacional de La Plata la que entonces fue llamada Escuela Superior de Periodismo. Se trataba de la primera carrera dirigida a la formación de periodistas en una universidad de Latinoamérica.

Era, por supuesto, otra época, otra idea que los mismos periodistas, o aspirantes a serlo, tenían del periodismo y otro imaginario de periodismo distinto del que reflejan los medios masivos en las sociedades actuales.

Desde el inicio de las sociedades modernas, el periodismo ocupó un lugar primordial en la construcción de la esfera pública. Conformó para muchos el cuarto poder, rol profesional que se dio la prensa de noticiar respecto de los actos de gobierno, de controlar el ejercicio legislativo, judicial y ejecutivo y al mismo tiempo presentar los acontecimientos ocurridos en el mundo. Sin embargo, esa visión ideal de la prensa no mostraba al público su campo real ni sus tensiones internas.

En aquella época, para todo joven aspirante a periodista se trataba de intervenir sobre el mundo social, sostener una base ética y ciertamente política en sus opiniones. El ideal para otros nóveles era ser corresponsal de guerra, narrador testigo. Los demás géneros noticiosos pertenecían al mundo de las prácticas: se aprendían en el oficio de las redacciones.

Apenas habían pasado diez años de la primera transmisión de radio en nuestro país y faltaban seis años para que se produjera la primera emisión pública de televisión por la BBC de Londres. El mundo ignoraba las fuertes transformaciones que se producirían desde mitad del siglo XX con el desarrollo de los medios masivos, cómo la expansión de las industrias culturales, los efectos de la velocidad en la llegada de la información, entre otras cosas, iban a producir un giro, un nuevo paradigma de lectura del mundo dominado por la imagen.

Hasta mitad del siglo, el periodismo había creado, en dirección al gran público, un protocolo sobre el cual asentaba su valor principal, que consistía en la trasmisión de la verdad, sostenida en un recurso inapelable: la objetividad. Entrando en la década de los años ’60, un movimiento en el campo de la prensa introdujo una nueva perspectiva: los propios periodistas escritores reconocieron que la idea de objetividad como sostén de verdad era simplista.

Esa toma de distancia dio pie a una nueva manera de informar que se definió como “Nuevo Periodismo”. Tal fue el rótulo creado por Tom Wolfe, escritor y periodista norteamericano, quien reconoció para su fórmula cierta inspiración en la novela balzaquiana y su eficacia para mostrar los entresijos de la sociedad de su tiempo. Para algunos, esto mezclaba las aguas entre periodismo y literatura y, al hacerlo, contaminaba al periodismo (fórmula de la verdad) con la literatura como expresión de la ficción (es decir, mentira). Sin embargo, lo que el nuevo relato buscó fue recuperar de cara a cada hecho su singularidad, reponer los contextos elididos en el formato simple del relato noticioso. Esta confrontación puso a la vista que una verdad emitida a medias no era más que media verdad.

El ideal de verdad objetiva en que se amparaba la prensa estaba en problemas. En la Argentina de finales de los años cincuenta, el escritor Rodolfo Walsh inauguró una forma de contar que desafiaba un costado aún más oscuro de la prensa local. En este caso, lo que su trabajo ponía en tensión no era esa ambivalencia de periodismo o literatura, ni la noción de objetividad ni de reposición del contexto, sino la capacidad de hacer visible lo negado, lo deliberadamente oculto a la población. Para escribir su obra Operación Masacre, Walsh debió tomar –más allá de otros riesgos– decisiones formales en su escritura que le permitieron sostener la veracidad de su relato.

El periodismo de Walsh atiende a las características y responsabilidades en el conflicto político, y así responde a la urgencia de hacer pública una realidad local que había sido borrada: el fusilamiento por parte de las fuerzas policiales de un grupo de ciudadanos que las autoridades, en complicidad con la prensa, ocultaron a la sociedad.

Walsh confiesa que inició la investigación sorprendido por una información que escucha mientras está jugando al ajedrez en un club de La Plata. Alguien habla de un hombre que vive en la clandestinidad luego de escapar a su ejecución. Así se entera del fusilamiento clandestino de un grupo de hombres, producido tiempo atrás en un descampado de José León Suarez, un hecho que nunca había llegado a la prensa. En el prólogo a la primera edición el escritor da cuenta de estas dificultades:

“Esa es la historia que escribo en caliente y de un tirón para que no me ganen de mano, pero que después se va arrugando día a día en un bolsillo porque la paseo por todo Buenos Aires y nadie me la quiere publicar, y casi ni enterarse (…) Es cosa de reírse, a doce años de distancia, porque se pueden revisar las colecciones de los diarios, y esta historia no existió ni existe”.

El reto de Walsh no es contar un hecho verdadero sino conseguir que la verdad que cuenta y prueba largamente con su texto, sea creíble para el ciudadano que, en el mundo moderno, entiende que existe una garantía de verdad en la prensa.

De ahí que Operación Masacre no será un relato lineal. Su trama se organiza en fragmentos donde los géneros se hibridan: tramos novelados, otros informados, segmentos de discurso son apelaciones directas al lector, una mezcla de documentos: telegramas, despachos judiciales, informes policiales, notas, testimonios, voces diversas, etc. El hilo narrativo avanza por una senda sinuosa que hace visible el modo en que el narrador trabaja, reconociendo cada nueva dirección que el caso le pide y el modo en que no es ajeno a los límites que desafía. Esto le hace decir en el prólogo de la tercera edición de su libro: “Es que uno llega a creer en las novelas policiales que ha leído o escrito, y piensa que una historia así, con un muerto que habla, se la van a pelear en las redacciones, pero sólo me encuentro con un esquive de bulto (…) Así que deambulo por suburbios cada vez más remotos del periodismo”.

Walsh dio por terminada su investigación en el año 1957, cuando publicó el libro; sin embargo, en sucesivas ediciones incorporó nuevos elementos y abrió nuevos ángulos sobre los hechos narrados. Inauguró así un nuevo subgénero: la crónica como texto en proceso, una narración que se puede volver a narrar porque lo que el autor dice cada vez traza nuevas conexiones, adquiere nuevos sentidos, se amplía hacia nuevos frentes.

En el extremo opuesto al relato noticioso que empieza y acaba en sí mismo, esta otra forma de relato abierto permite reconocer cómo toda historia en su singularidad pide y permite ser vuelta a contar, en nuevas ampliaciones, matices, sentidos, conexiones. Contra la hegemonía de un sistema noticioso asociado a verdad, la crónica incorpora la opacidad, la dificultad que subyace en los temas tratados, allí donde se generan los interrogantes, donde los conflictos se muestran en su real espesor. Para el periodista Horacio Verbitsky el último escrito de Walsh, “Carta abierta a la junta militar”, era una pieza en esa estrategia de repliegue hacia el pueblo y el sentido común, como lo eran la “Cadena Informativa” y la “Agencia Noticiosa Clandestina” (ANCLA), que (Walsh) creó para romper el bloqueo informativo, instrumento maestro del terror.

En los años ’90, la Universidad Nacional de La Plata le dio a la escuela de periodismo el estatus de Facultad de Periodismo y Comunicación Social. La facultad nace sujeta al legado de Rodolfo Walsh, de su visión del lugar que el intelectual ocupa en la sociedad: “Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúa, tendrá un lugar en la antología del llanto pero no en la historia viva de su tierra”, escribió.

La oferta académica de la facultad se consolidará sobre ese reto y, a la vez, vinculada a las tradiciones teóricas y los paradigmas que organizan la actividad de las universidades y de las ciencias, en el contexto histórico y los hechos de los que forman parte.

Hacia finales de la década de los ’70 las ciencias sociales sufren lo que se conoció con el nombre de “crisis de los paradigmas”. En aquel contexto tuvo lugar una sistematización de las tradiciones que habían tematizado a la comunicación masiva y sus medios, la prensa, las industrias culturales y a la interacción humana. El fruto de dicho trabajo resultó ser un cambio cualitativo en torno a la comunicación como un objeto de reflexión teórica. Se la definió como el encuentro en el que se producen y circulan los sentidos acerca de la realidad humana, donde los diversos textos socialmente elaborados se constituyen como relatos de construcción y representación de la realidad, y no como mero reflejo.

Consecuentemente con esto, avanzados los ’90, un movimiento de jóvenes periodistas en la Argentina y en Latinoamérica volvían al periodismo desde la escritura. Sus trabajos en ensayo o crónicas mostraban que escribir era más que la actividad de organizar un relato en sí. En el otro extremo de la redacción noticiosa, un escritor busca lo distintivo en lo que narra, su trabajo es reconocer y dar a conocer en cada caso su singularidad. Esto lo obliga a desarrollar una mirada y una escucha atenta a las voces y a su diferenciación. Atender los registros, los sentidos, los matices y los ritmos de la cultura. El trabajo del periodista escritor no es literario en el sentido de pura propuesta ficcional, pero sí es imaginativo. Imaginar no es inventar algo que no existe, es ampliar el campo de la visión, hacerla operar más allá de la habitación cerrada.

Para una audiencia cautivada por una representación de transparencia, por la idea de que todo es y puede ser dicho, el discurso de los medios es reflejo fiel de la realidad. Palabras-imágenes flotan en emisiones que instalan y expanden los miedos sociales. De ahí la necesidad de deconstruir sus discursos. La repetición de significantes que flotan en ellos desarticulados –violencia, inseguridad, caos, cambio, corrupción– constituye una serie de generalizaciones que se apoyan en la fe de un lector incautado por la ilusión del sentido unívoco que sostiene ese discurso dominante, ciego a todo lo otro. Lo otro está en el terreno de lo político, donde se discuten los sentidos. El sentido unívoco adhiere a la idea de reflejo porque “la transparencia va de la mano de la pospolítica. Solo es por entero transparente el espacio despolitizado”, escribe el pensador coreano Byung-Chul Han.

A medida que nuestro mundo crece en conflictos y beligerancia, la pregunta que desafía al periodista actual y también a la universidad que lo forma pasa otra vez por la necesidad de dar cuerpo a nuevas preguntas que fortalezcan el interrogante: ¿cómo comunicar una contienda social de dimensiones múltiples, intrincadas, sin traicionar su temporalidad, su complejidad? ¿Cómo leerla en sus distintas dimensiones? ¿Cómo narrar cuando lo que hay que contar choca con los márgenes de una representación hegemonizada por los grandes medios?

Si el escritor de ficción trabaja su escritura componiendo desde la libertad de su imaginación, el periodista para poder hacerlo necesita ser capaz de correr el límite del verosímil mediático, interrogar con su escritura la idea “poder abarcarlo todo” que este le impone con el poder de su agenda. Traspasar ese límite le exige una voluntad de intervención crítica pero también creativa, un esfuerzo diferente al literario pero no menor. Como señalamos, hacia fines de los años ’90 se produjo en América latina un movimiento de jóvenes periodistas que optaron por revalorizar la escritura, y surgieron por esa época revistas de ensayo periodístico y periodismo narrativo. Avanzando el siglo XXI, la web permitió reemplazar los costos del papel por revistas digitales y blogs, lo que permitió para algunas de aquellas revistas su continuidad y también el surgimiento de otras nuevas.

Una revista emblemática de este proceso es Anfibia, creada en 2012 por la Universidad Nacional de San Martín, dentro de su programa Lectura Mundi y dirigida por el escritor y periodista Cristian Alarcón, egresado de la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata. Anfibia se presenta como una revista digital de crónicas, ensayos y relatos de no ficción que trabaja con el rigor de la investigación periodística y las herramientas de la literatura. Propone una alianza entre la academia y el periodismo, con la intención de generar pensamiento y nuevas lecturas de lo contemporáneo. En su presentación señala: “Buscamos reformular las preguntas: qué contar, por qué y para qué. Varios de nuestros textos son creados en tándem por académicos y cronistas o escritores. El objetivo es lograr que un periodista con recorrido en un territorio, en determinados sujetos o conflictos sociales y culturales, dialogue con un académico que le abra nuevas preguntas. Para el académico, el cruce con la narrativa implica un cambio de lugar y de registro: se abandona el lenguaje expositivo propio de los textos universitarios y se producen relatos que combinan reflexión teórica y calidad literaria. La Argentina y América latina encierran todavía una bitácora enorme de historias no contadas. En sus contradicciones y procesos políticos, económicos y sociales surgen sujetos, territorios y conflictos que merecen la presencia del cronista, del cientista social, del científico; en definitiva, del investigador”.

Esta presentación que Anfibia hace de sí misma engloba los criterios emergentes de los procesos que se habían venido sosteniendo en espacios universitarios de formación de periodistas como los señalados, procesos que se consolidaron sobre diferentes materias y espacios de producción de lectura y de escritura tanto académica como periodística, tanto de ensayo como de ficción. Todos estos espacios de producción y de reflexión se encaminaron junto al periodismo narrativo actual como lugar generador de interrogantes, ideas, pensamiento, que se produce y se sostiene en la diversidad de voces, en la revelación de otros sentidos.

Cuando estos movimientos suceden y la escritura y el trabajo creador vuelven a ser, como siempre han sido, lugar de vitalidad, de problematización, de generación de ideas, es decir, de resistencia, nacen nuevas formas de contar y estas ejercen su fuerza reconfiguradora de la memoria como posibilidad de rehacer el pasado –recuperándolo de lo negado– como de reimaginar el futuro reconfigurando el presente.

Autorxs


Graciela Falbo:

Escritora. Doctora en comunicación. Profesora emérita de la de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. En el año 1998 crea e inicia como profesora titular la cátedra Escritura Creativa en la carrera de Periodismo. Autora del libro El Poder de la narración. Escritores, periodistas. Lectores y medios. Compiladora y editora de los libros Cara y ceca de la escritura y Tras las huellas de una escritura en tránsito. La crónica contemporánea en América Latina.