La regulación estatal de las empresas públicas privatizadas

La regulación estatal de las empresas públicas privatizadas

La venta de empresas estatales durante los años ’90 fue, entre otras cosas, una manera de obtener divisas para sostener el esquema de convertibilidad monetaria. Al privatizar los servicios públicos, el Estado perdió capacidad de establecer políticas y de actuar como regulador en áreas clave, cuyo destino quedó fijado exclusivamente a criterios empresariales privados. Algunas de estas limitaciones fueron superadas y otras permanecieron, incluso tras los procesos de renacionalización de principios del siglo XXI.

| Por Carlos M. Vilas |

Cada privatización es su propia historia y esa historia fija los alcances y límites, éxitos y fracasos de la regulación estatal. Muchas lecturas de época presentaron a las privatizaciones como producto de modas ideológicas impuestas desde los centros del poder financiero global (grandes bancos, organismos multilaterales de financiamiento, la Secretaría del Tesoro de Estados Unidos). Ideología e imposiciones existieron, pero no es menos cierto que las características de los escenarios locales y los magros resultados de los previos intentos heterodoxos de ajuste apuntalaron la decisión y el modo en que ella se encaró. Constreñidos los gobiernos por severas necesidades financieras, la privatización de activos estatales se presentó como una vía de acceso a recursos líquidos para el saneamiento de las arcas fiscales, y como una prueba hacia afuera de la seriedad de sus intenciones políticas –lo que en nuestros días se denomina “volver al mundo”– que avalaron la incorporación a programas de reestructuración y reendeudamiento promovidos por el gobierno de Estados Unidos (plan Baker y, más tarde, Brady). En la medida en que formaban parte de la reversión de un estilo de desarrollo de más de medio siglo a través de gobiernos democráticos y dictaduras militares, las privatizaciones acoplaron con relativa facilidad con los pilares ideológicos de los grupos dominantes locales mejor articulados con los mercados externos, siempre hostiles hacia un Estado que se comportaba con relativa independencia de sus particulares intereses de clase.

La privatización de empresas estatales fue un ingrediente del esquema de convertibilidad monetaria, aunque algunos tímidos intentos habían sido iniciados durante el gobierno del presidente Alfonsín. Se recordará que uno de los pilares del esquema era la correspondencia entre la masa de circulante y las reservas convertibles del BCRA. En las catastróficas condiciones de la economía argentina de fines de la década de 1980, la venta de empresas estatales, la transferencia de servicios públicos y su conversión en activos de no residentes, fueron el recurso visualizado por el gobierno de entonces para hacerse de divisas que contribuyeran a construir el respaldo “duro” del circulante local. La rápida apertura externa de la economía argentina, particularmente la industrial y los servicios de infraestructura, fue asimismo un mensaje para convencer a potenciales inversores de la firmeza de la decisión gubernamental y parlamentaria de abandonar el intervencionismo estatal, al que se responsabilizaba del descalabro que dio por tierra con el gobierno del doctor Alfonsín. Esta transferencia de activos y los correspondientes flujos financieros no fueron acompañados, en general, por la incorporación de innovaciones tecnológicas, nuevos criterios de organización productiva, pero sí dependencia respecto de las estrategias globales de producción/comercialización de los nuevos propietarios o adjudicatarios. Posiblemente la principal excepción a este panorama la constituye la privatización de la empresa de telecomunicaciones. Tuvo lugar en una época en que todas las empresas del ramo en América latina enfrentaban severas dificultades financieras y técnicas para incorporarse a las nuevas tecnologías (fibra óptica, telefonía celular y otras). La privatización/extranjerización fue la herramienta a la que se echó mano para ingresar en esos ámbitos.

En la visión de sus promotores, y en el clima de época, la privatización fue más que cambiar de manos la empresa o el servicio de que se tratara; por sus articulaciones sistémicas, fue condición de viabilidad de la convertibilidad financiera –y, simbólicamente, “el regreso al mundo”– y esta, a su turno, de la recuperación de la estabilidad monetaria. En consecuencia, la transferencia de la propiedad de los activos, o su concesión, involucró en los hechos la transferencia de la política referida al sector o servicio respectivo. Así, no sólo se privatizaron los ferrocarriles, el correo, las telecomunicaciones, la seguridad social, el espacio radioeléctrico, el servicio de agua y saneamientos, o la producción y comercialización de hidrocarburos: también se privatizó la elaboración de las políticas referidas a esos campos. La política de transporte quedó, en medida sustancial, en manos de los concesionarios de los servicios, del mismo modo que la expansión del servicio de agua y cloacas se dejó a merced de los criterios de rentabilidad empresarial, a los compromisos de remesa de utilidades a las casas centrales o a otras subsidiarias, a la subordinación de los prestadores locales a la integralidad de la gestión y la contabilidad de la matriz transnacional, como fue el caso reiterado del ascenso de las napas de agua en varios distritos del conurbano bonaerense.

Las limitaciones y dificultades de la regulación estatal expresaron, en su terreno específico, este conflicto entre lo local y lo global, y entre los intereses corporativos y el bienestar general: marcos regulatorios insuficientes, contratos en permanente renegociación o reinterpretación, predominio de la racionalidad global-financiera respecto de las características sustantivas de la empresa o área en cuestión, limitaciones de los entes reguladores para acceder a información suficiente y pertinente sobre costos, atrasos injustificados en el cumplimiento de las metas, etc. Tuvo lugar así una distancia considerable entre la teoría de la regulación y su desenvolvimiento efectivo. La situación fue particularmente notoria en los casos de servicios que configuran monopolios naturales, en los que el principio de la competencia no actúa en términos económicos, como la producción y provisión de agua potable y saneamiento. No fue una “regulación residual”, como planteó una mirada crítica, pero sí una regulación que tuvo que abrirse paso a frecuentes intentos de cooptación de los organismos reguladores por los respectivos regulados, tanto en cuestiones centrales como colaterales.

Las limitaciones y las dificultades en el desempeño de la función regulatoria obedecieron a una variedad de motivos. Ante todo, la asimetría de poder entre el regulador y el regulado, incluso entre el regulado y el Estado formalmente responsable de la política respectiva. Incidió también la inexperiencia local en estos asuntos. Desde sus inicios, estas empresas y los servicios que prestaban eran de naturaleza pública y de patrimonio estatal (algunas desde el último tercio del siglo XIX), y en esa conceptualización integraban el acervo doctrinario de los grandes partidos políticos que forjaron el sistema institucional de la Argentina moderna. La definición de costos, tarifas, etc., era explícitamente política, en un permanente trade-off entre los parámetros microeconómicos de las empresas y metas y objetivos en gran medida externos. El tipo de cálculo político que se practicó comprometió, especialmente desde fines de los años sesenta, el desenvolvimiento de las empresas y deterioró la calidad y cobertura de los servicios que prestaban. La propuesta de la regulación estatal y sus diversas modalidades vino de la mano de los mismos actores que impulsaron la privatización: el Banco Mundial y una variedad de empresas de consultoría y de consultores que llegaron de la mano de aquel para enseñar “cómo se hace” y, en algunos casos, resultaron formalmente designados en el personal gerencial del organismo regulador. A diferencia de países donde los esquemas regulatorios fueron el resultado de procesos de prueba y error y de prolongada decantación en un intercambio entre empresas, administración pública, tribunales, académicos y organismos financieros (Estados Unidos o Inglaterra, por ejemplo), en la Argentina los nóveles reguladores debieron aprender leyendo manuales y sobre la marcha, caminando a la zaga del regulado en un sendero en el que, por las condiciones institucionales ya mencionadas, este pisaba fuerte. Recién después de la crisis de 2001-02, y sobre todo con la nueva visión política aportada por el gobierno surgido en mayo de 2003, la función reguladora comenzó a desplegar muchas de las potencialidades enunciadas por la teoría. Aun con ese cambio en la política regulatoria impulsada desde el más alto nivel de gobierno, los organismos regulatorios contaron con instrumentos reglamentarios de eficacia reducida y, por imperio de la normativa legal general, sus decisiones debían ser avaladas, en última instancia, por un poder judicial que se maneja con sus propios tiempos, sus propios criterios y sus propios estilos, en un esquema institucional en el que las empresas prestadoras contaban con la asistencia legal de los más prestigiosos estudios jurídicos, muchos de cuyos integrantes enseñaban en las mejores universidades del país, redactaban los tratados de derecho administrativo más utilizados y convertían en doctrina jurídica los puntos de vista de sus representados.

La herramienta sancionatoria principal fueron las multas por incumplimiento de diferentes aspectos del marco regulatorio, pero en no pocas ocasiones resultaba más rentable a la empresa abonar la multa que emprender las acciones correctivas ordenadas por el regulador –apostando a un final judicial favorable, o negociable, en todo caso de trámite prolongado–. En ocasiones, se presentaron dificultades legales para que la multa impuesta a la empresa revirtiera monetariamente a los usuarios que habían pagado por un servicio no prestado, o bien no prestado con la calidad requerida por el marco regulatorio según la interpretación del regulador, cuando esos usuarios eran de muy variado tipo y los reclamos sumaban miles o decenas de miles. Se registraba en estos casos un claro desfase entre el valor agregado de la sanción aplicada a la empresa –en el caso del marco regulatorio de la concesión de AASA el máximo era de $a 600 mil– y la montaña de facturas domiciliarias por pequeñas diferencias, que además eran deducidas del precio de subsiguientes facturas. Posiblemente los casos más exitosos de convergencia regulatoria entre el organismo regulador, la demanda de los usuarios y el poder judicial lo constituyeron el llamado “rebalanceo de las tarifas telefónicas”, que permitió devolver a los usuarios una miríada de pequeñas diferencias de tarifa que las empresas telefónicas se guardaban para sí, y los que culminaron con los fallos “Mendoza”, ratificado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, y “18 de Octubre”, de la Cámara Federal de La Plata, respecto de los daños ambientales generados por la concesionaria Aguas Argentinas SA por la contaminación del Riachuelo y por la omisión de realización de obras para revertir el ascenso de las napas freáticas ocasionadas por el modo de desempeño de la concesión.

La contabilidad regulatoria, que permite analizar la estructura de costos efectivamente relevante para el cálculo tarifario, no fue incorporada a los marcos regulatorios; en la regulación del sistema de agua y saneamiento recién fue posible hacerlo a partir de 2006, cuando la empresa fue renacionalizada y todos los actores del sistema de regulación y control pasaron a formar parte del ámbito estatal. Pero, al mismo tiempo, la disolución del ente regulador (ETTOS) dio paso, en el nuevo esquema, a un ente (ERAS) que, a pesar de su denominación, quedó reducido a una función de control, quedando a cargo del Estado central la función regulatoria. Tampoco se contó con la herramienta del benchmarking o regulación por comparación, aunque en algunos servicios, como el del sistema metropolitano de agua y saneamiento, no existe en el mundo una empresa de magnitud tal como para utilizarse como patrón de comparación en materia de costos, calidad, productividad, etcétera.

Las restricciones a la regulación practicadas por las firmas privatizadas encontraron cierto complemento en el pragmatismo de las organizaciones sindicales respectivas. A través de figuras como los programas de propiedad participada (PPP), algunas empresas incorporaron como socios menores a sus sindicatos y neutralizaron así la conflictividad que podría haber hallado eco en ellos, por ejemplo, el impacto de la reducción de personal derivada de la privatización. Similarmente, la participación en las utilidades avalada por el sistema PPP puede haber incidido en la pasividad sindical frente a la conflictividad social detonada por las alzas de tarifas y el impacto ambiental, como también en la mediación en esos conflictos entre el Estado y la empresa. En la cuestión de las tarifas, la posición de los gremios con representación en los directorios de las firmas avaló, como cuestión de principio, la posición de estas.

Estos factores también ilustran sobre el comportamiento fluctuante de las organizaciones de usuarios y consumidores. Aunque el derecho de usuarios y consumidores fue incorporado a la reforma constitucional de 1994 (art. 42), solamente uno de los organismos reguladores (ETOSS) decidió la creación de una comisión de usuarios, integrada por representantes designados por las organizaciones respectivas –aun antes de la sanción de una legislación nacional al efecto– y se hizo cargo del financiamiento de su operatoria (Res. ETOSS 8/99). En 2002 se diseñó un sistema de tarifa social para los usuarios domiciliarios cuyos ingresos no les permitían hacer frente a la tarifa del servicio de agua y cloacas, sistema que se amplió en 2004. Los alcances y la eficacia de su desempeño siguen siendo cuestión abierta al debate. Un punto a destacar es el muy bajo involucramiento que tuvieron respecto de las demandas de expansión de los servicios a las áreas/población marginadas de las prestaciones. El papel que desempeñaron en cuestiones referidas a la prestación del servicio (tarifa, calidad y similares) contrasta con su inactividad en este asunto que, obviamente, movilizaba a quienes por definición no eran aún, literalmente, usuarios y no encontraban representación en las asociaciones.

El balance que es posible extraer de todo esto es matizado. A partir de la delimitación político-institucional de sus incumbencias, los entes reguladores cumplieron de manera aceptable, en general, con las responsabilidades derivadas de los marcos normativos; en particular, a poner coto a algunas de las más evidentes omisiones y extralimitaciones de las firmas prestadoras. Diseñados como organismos descentralizados dotados de autonomía y autarquía, en general su eficacia reguladora estuvo siempre vinculada con su sensibilidad a los lineamientos gubernamentales respecto de las respectivas áreas de política pública; es posible identificar una consistente correspondencia entre esos lineamientos y el desenvolvimiento de la regulación, tanto en la década de 1990 como, en sentido diferente y opuesto, en la siguiente; aunque también es cierto que el paso de una actitud gubernamental contemplativa o incluso tolerante hacia el desempeño de las firmas privatizadas, a una de más acucioso escrutinio, obedeció tanto a los señalamientos regulatorios y sancionatorios de los entes como a la presión de sectores importantes de la opinión pública, particularmente de sus sectores más vulnerables, por el impacto de los incumplimientos en la salud y la calidad de vida. Por su parte, la conformación colegiada de sus cuerpos directivos –así diseñada para fortalecer su representatividad– contribuyó a la lentitud de su funcionamiento y a la instalación de tensiones y de conflictos internos respecto de las decisiones del organismo en torno a aspectos concretos, de los que a menudo las empresas privatizadas sacaron provecho.

Autorxs


Carlos M. Vilas:

Director de la Maestría en Políticas Públicas y Gobierno, y de la Revista Perspectivas de Políticas Públicas UNLA. Director y presidente del Directorio del Ente Tripartito de Obras y Servicios Sanitarios entre 2003 y 2006. Presidente del Directorio del Ente Regulador de Agua y Saneamiento entre 2007 y 2015, en representación del PEN.