La necesidad de abandonar la máscara de la simplificación. Representaciones y dinámicas de los conflictos subsaharianos de Posguerra Fría
Las imágenes más frecuentes que nos llegan del África Subsahariana se vinculan a conflictos armados y sus consecuentes secuelas de muerte, hambrunas y campos de refugiados. El siguiente texto invita a reflexionar acerca de nuevas narrativas surgidas desde el final de la disputa Este-Oeste, dejando de lado la visión de enfrentamientos entre Estados e incorporando la dimensión intraestatal.
Una de las imágenes que con más frecuencia nos llegan del África Subsahariana es la de sus conflictos armados y sus consecuentes secuelas de muerte, hambrunas, migraciones forzadas, de la miserabilidad de los campos de refugiados, etcétera. Generalmente, descontextualizadas de sus raíces políticas, sociales y económicas gestoras de la violencia; cargadas de dramatismo y estereotipos de raigambre colonial que fortalecen la idea de que la sociedades africanas son por naturaleza violentas y por lo tanto no hace falta explayarse en mayores explicaciones acerca de por qué las guerras, sus causas y su devenir. En tal sentido, el conocimiento de los conflictos africanos por parte de nuestra sociedad se devela al menos como marginal y claramente cargado de clichés que en nada contribuyen a descifrar sus orígenes y dinámicas. Por ello creo que es importante reflexionar acerca de nuevas narrativas, surgidas en los últimos años, para tratar de comprender el carácter de los conflictos en la subregión africana. Abordajes, enfoques y conceptualizaciones que intentan exponer la complejidad y el carácter polimorfo de los conflictos contemporáneos subsaharianos. En concordancia con ello, en estas páginas procuramos introducir al lector en nuevas narrativas que intentan explicar, desde diferentes aristas, los conflictos al sur del Sahara desde los orígenes de la Posguerra Fría hasta el presente.
Los cambios en el sistema internacional desde el final de la disputa Este-Oeste devinieron en una relectura de la manera de interpretar la complejidad de las guerras, que ya no serán solo enfrentamientos entre Estados –entendidos hasta entonces como unidades soberanas y autónomas–, sino que de manera casi excluyente se proyectarán como conflictos bélicos de carácter intraestatales, entre fuerzas regulares nacionales y movimientos rebeldes cuyo objetivo principal no se orientará a la toma del poder estatal. En otras palabras, las guerras westfalianas, cuyo objeto era el Estado, sus objetivos la supervivencia y el aumento del poder del mismo, de carácter interestatales y realizadas entre enemigos políticos, ceden el paso a un nuevo tipo de guerras donde la población civil será la principal víctima de estos conflictos, mucho más imbricados y multiformes en su lógica, de carácter mayoritariamente intraestatal, enfrentando a las fuerzas estatales a enemigos despolitizados o, en otras ocasiones, criminalizados.
El fin de la disputa Este-Oeste ha representado un punto de inflexión en el capital estratégico con que los Estados poscoloniales subsaharianos habían contado hasta aquel momento. Como correlato de ello, asistiremos a una abrupta cancelación de prebendas o “contratos de mantenimientos” –propiciados hasta entonces por las dos superpotencias mundiales en la búsqueda de garantizar lealtades y consolidar sus respectivas áreas de influencia en el África Subsahariana– a lo que se le sumó la paulatina desfinanciación de la subregión desde los años ochenta, producto de la crisis de la deuda y la fatiga de los donantes, las condicionalidades impuestas desde los organismos financieros internacionales, entre otras variables exógenas, contribuyendo a alterar el espacio subregional estimulando el colapso y las tensiones hacia el interior de un número sin precedentes de Estados subsaharianos en las últimas décadas.
Por otra parte, lo que algunos autores han dado en llamar “la maldición de los recursos”, inscripta en un mundo globalizado, afectó a la subregión profundizando la pérdida de soberanía estatal, la reformulación de redes clientelares, la intromisión de nuevos actores externos e internos y la construcción de un discurso justificador de la violencia, vinculado a la avaricia (greed) y el agravio (grievance), plasmado en la narrativa de las nuevas guerras y la economía política de la guerra. Los nuevos conflictos intraestatales surgirán al abrigo de las emergencias políticas complejas tipificadas como el desmoronamiento de la economía formal y de las estructuras estatales, la proliferación de hambrunas, crisis sanitarias, el éxodo de la población, entre otras calamidades.
Todas estas transformaciones no han pasado inadvertidas para una cada vez mayor literatura emanada desde las ciencias sociales, que intenta, a través de la construcción de nuevas categorías conceptuales –de manera crítica, complementando a veces y en otras ocasiones poniendo en tela de juicio los relatos predominantes hasta entonces–, comprender los profundos cambios acaecidos, abandonando explicaciones monocausales y reduccionistas, en la búsqueda de reflejar con mayor agudeza el entramado complejo de los procesos, el relacionamiento de sus protagonistas, sus estrategias, discursos, niveles de institucionalización, anclaje social de los actores y sus políticas.
Nuevas voces para pensar los conflictos recientes en el África Subsahariana
En los últimos años, de manera mayoritaria, encontramos las siguientes líneas argumentativas que intentan explicar el nuevo período alumbrado a partir de la Posguerra Fría en los conflictos subsaharianos.
La primera corriente de análisis considera que la causa y perpetuación de los conflictos bélicos en África Subsahariana está fuertemente determinada por el subdesarrollo de los países de la subregión. Es decir, resalta las condiciones estructurales de dependencia exterior, deuda externa, su estatus marginal en la economía mundial, el legado del colonialismo, la dependencia exterior, el impacto de los programas de ajuste estructural, entre otras. Dicho discurso nos permite visualizar una parte de nuestro problema: “los condicionantes estructurales que gestan y perpetúan los conflictos armados en la periferia”.
En dicho diagnóstico han coincidido tanto neomarxistas como cooperantes para el desarrollo. No obstante, mientras que los primeros propician una desconexión que suprima las tensiones estructurales a través de un crecimiento autocentrado, los segundos promoverán la ayuda y la cooperación para el desarrollo como herramienta viabilizadora de la pacificación social. Estos últimos –constituidos por organismos intergubernamentales, ONGs, entre otros actores– integran al mismo tiempo en su diagnóstico factores estructurales que consideran de carácter internora, tales como el nepotismo, la corrupción de las elites, el clientelismo, la militarización de las sociedades, entre otros. En tal sentido, sostienen que la conjunción de ambos lastres estructurales etiquetados en lo que denominan como la “patología del subdesarrollo” solo podrá ser sorteada a partir de reformas integrales orientadas a erradicar la pobreza, la corrupción o la mala gobernabilidad que sumadas a las ya mencionadas ayuda y cooperación para el desarrollo conformarán un fuerte antídoto para la gestación y perpetuación de los conflictos subsaharianos.
Una segunda corriente dentro de la literatura académica, pero al mismo tiempo fuertemente arraigada en el discurso de los mass media, tuvo un marcado impacto estigmatizante, particularmente en los conflictos subsaharianos. Esta literatura, llamada de manera descalificativa por el antropólogo británico Paul Richards como nuevo barbarismo, define a los conflictos inscriptos en la subregión africana a partir de la Posguerra Fría como nihilistas, anárquicos, salvajes e irracionales. Esta lectura esencialista de la realidad fija su atención de manera unicausal en torno a identidades que considera monolíticas y sustanciales, a través de un discurso de índole racial, aferrado a determinismos bioculturales o criminalizando toda diferencia cultural o religiosa, como por ejemplo el islam.
El nuevo barbarismo tiende a naturalizar las identidades étnicas entendiéndolas como primarias, innatas e irracionales cuando en realidad son construidas social e históricamente. Por otra parte, este discurso explica los conflictos y la violencia por la mera existencia de diferencias irreductibles de carácter étnico, religioso o cultural. Ello oscurece los atributos dinámicos, multifacéticos e interactivos de las identidades étnicas, así como la capacidad de muchos grupos étnico-culturales de convivir pacíficamente en gran parte de África y del mundo. Y, sobre todo, oculta la actuación y responsabilidad de diferentes actores y grupos sociales –africanos e internacionales– que, en su lucha por el poder, recursos estratégicos, etcétera, instrumentalizan las identidades etnoculturales para movilizar a la población en función de sus propios intereses. En concordancia con ello, buscan reconstruir las identidades culturales en términos no de inclusión sino de exclusión de los “otros”.
Esta mirada decimonónica reeditada en las postrimerías del siglo XX presenta a los conflictos africanos bajo un cristal fatalista, asociados a un estado natural prepolítico hobbesiano, presentándonos sociedades movilizadas más por sus pasiones que por la razón. La violencia sin sentido es un rasgo de las culturas de otros pueblos: donde ellos son violentos, pero nosotros somos pacíficos, y donde centrarnos en su degradación fácilmente se convierte en otra forma de celebrar y confirmar nuestro estatus superior, potenciando la necesidad de intervenir en ellos por parte de la comunidad internacional.
Una tercera corriente explicativa es la de las nuevas guerras, la cual nos facilita ahondar sobre variables analíticas no abordadas por los primeros planteos. Las nuevas guerras, enmarcadas durante el período de la Posguerra Fría, nos posibilitan observar con una nueva lente la lógica de los conflictos armados intraestatales, en la periferia del sistema internacional. Aunque Mary Kaldor, una de las principales referentes y acuñadora del término nuevas guerras, las circunscribe al África y a Europa del Este, otros investigadores como Singer las localizan en el antiguo Tercer Mundo; Holsti lo hace en el mundo poscolonial, o Snow en la periferia del sistema internacional.
La caracterización que Kaldor hace de las nuevas guerras se basa fundamentalmente en dos aspectos. El primero de ellos lo funda en la percepción de que tras el fin de la Guerra Fría asistimos a una explosión de conflictos armados de carácter interno que vienen a revertir el anterior predominio de las guerras interestatales. En segundo lugar argumenta la apreciación de estos conflictos como radicalmente diferentes a las guerras precedentes, implicando este nuevo escenario un desdibujamiento de las distinciones entre guerra –entendida hasta entonces como la violencia por motivos políticos entre Estados o grupos políticos organizados–, crimen organizado –como la violencia por motivos particulares, en general el beneficio económico, ejercida por grupos organizados privados– y violaciones a gran escala de los derechos humanos –es decir, la violencia contra personas individuales ejercida por Estados o grupos organizados políticamente–.
Circunscrito el análisis de las nuevas guerras al interior de los Estados, nos permite visualizar parámetros racionales por los cuales actuaron los principales actores locales de una contienda armada, proporcionándonos de este modo herramientas de comprensión, sin duda más analíticas que las que nos ofrecen otros abordajes. El incremento de la violencia en los conflictos, el gestionamiento del caos tanto por parte del Estado como por parte de los rebeldes, y de la gestación de los discursos de “avaricia” versus “agravio”, constituyen tópicos medulares en la literatura de las nuevas guerras. Paul Collier sostiene que la principal variable explicativa de las nuevas guerras no radica en los “agravios” políticos o de otra naturaleza provenientes del Estado, sino más bien en la “avaricia” de los insurgentes, es decir, sus deseos de obtención de ganancias por la explotación de recursos naturales allí donde estos son abundantes. No obstante, en opinión de Christopher Cramer, el énfasis excesivo en la “avaricia” oscurece, en primer lugar, la existencia de importantes “agravios” en la génesis de la violencia, vinculada a los procesos de exclusión social y política llevados a cabo durante años por algunos regímenes africanos.
Como señalan diversos autores, no se puede explicar la violencia armada como una mera lucha por recursos naturales, sino que ella está íntimamente conectada a las prácticas depredadoras y excluyentes de muchos regímenes africanos. En efecto, en muchas ocasiones es el propio orden estatal el que genera la violencia, marginando y hostigando a parte de su población, como bien lo ejemplifican los casos de Ruanda o de Burundi. En otras ocasiones, se trata de la respuesta de rechazo de algunos grupos sociales a los “agravios” producidos por un orden estatal considerado injusto y represor. En tal sentido, la mera criminalización de los rebeldes no contribuye a comprender en toda su magnitud las motivaciones de los actores armados, así como tampoco a propender a develar las tensiones que originaron el conflicto. Se torna imprescindible la necesidad de ahondar en los procesos históricos, económicos y culturales de estas sociedades que nos permitan detectar “agravios” pretéritos que se proyectan hacia el presente.
Coincidimos con Jakkie Cilliers –director ejecutivo del Institute for Security Studies de Pretoria, Sudáfrica– en que el auge de las nuevas guerras y su perpetuación, en el continente africano, aparece íntimamente vinculado a cuatro factores que las promueven: el creciente peso en África de la economía informal y de la patrimonialización del Estado; el debilitamiento y colapso de numerosos Estados; el recurso a la violencia organizada por los actores subestatales como mecanismo para la explotación de recursos y la acumulación económica, y la globalización y desregulación económica, que facilita a los líderes locales su conexión, al margen del control estatal, con redes globales de compra de armas, transferencia de capitales, etcétera.
Así pues, las nuevas guerras presentan algunas peculiaridades respecto de las guerras de insurgencia de décadas anteriores. En primer lugar, son guerras con un fuerte componente económico, consistente en una instrumentalización de los recursos en un sistema social patrimonial. En segundo lugar, se manifiestan como esencialmente internas en su carácter y regionales en su dinámica, pues están mucho más vinculadas que las guerras previas a la economía informal regional e incluso a las redes delictivas de la economía global. Por último, dadas las características anteriores, se trata de guerras menos dependientes del patronazgo de actores externos, por lo que estos tendrán más dificultades para incidir en la marcha del conflicto y en su pacificación. Simultáneamente, la economía política de la guerra, concepto íntimamente ligado a las nuevas guerras, ayuda a visualizar cómo los actores intraestatales, a partir de cierto momento del conflicto, reconfiguraron sus motivaciones iniciales. Motivaciones que cada vez más resultan suplidas por el peso que adquiriere una agenda impregnada de razones económicas, justificadora de la persistencia de los conflictos.
Frente a la clausura de un financiamiento externo, que supo actuar como principal sostén material de los conflictos armados en el África Subsahariana a lo largo de la Guerra Fría, la economía política de la guerra nos allana el camino para centrar nuestra atención en las nuevas estrategias implementadas por parte de los actores en pugna para afrontar la crítica coyuntura. Circunstancia que en algunos casos implicó el ocaso de conflictos intraestatales de larga trayectoria, mientras que otros encontraron en la economía de la guerra la posibilidad de consolidarse y perpetuarse; los ejemplos de Mozambique y Angola, respectivamente, son paradigmáticos al respecto.
Una cuarta corriente que intenta explicar la génesis de los conflictos en el África Subsahariana orienta su enfoque a los Estados frágiles y fallidos. Coincidimos con Mark Dufield en que la principal diferencia entre Estados fallidos y Estados frágiles no se refiere a cómo se entiende la autoridad, o más bien la falta de la misma, sino a las herramientas políticas, y el sentido de prioridad con que la comunidad internacional se dirige a un territorio “sin gobierno”. Ambos tienen mucho en común, pues los dos son incapaces de controlar su territorio, exhiben una manifiesta pérdida de su ejercicio de monopolio del uso legítimo de la fuerza o en otras ocasiones disputan estas cualidades con grupos armados que operan dentro de sus fronteras, y no garantizan la seguridad, los derechos e integridad de sus ciudadanos. Asimismo, no son capaces de resguardar la estabilidad, así como el acceso a bienes para la mayoría de las personas o desempeñarse en la esfera internacional como los demás Estados soberanos.
Con el advenimiento de la guerra total contra el terrorismo internacional, los Estados frágiles y fallidos comenzaron a ocupar el centro de las miradas, como usinas de inestabilidad no solo local y regional, sino también de carácter internacional. Autores cono Francis Fukuyama consideran que desde entonces estos Estados se han convertido en el problema más importante para el orden internacional. En tal sentido, se los comenzará a analizar como una fuente de conflictividad permanente, generadores de amenazas hacia su interior, pero también proyectándose al escenario regional y global. Tales amenazas –nos advierten Camargo, Guáqueta y Ramírez– incluyen refugiar a terroristas y otros grupos ilegales; causar o exacerbar conflictos violentos; propiciar redes criminales y economías ilícitas; incapacidad para afrontar emergencias humanitarias; propagar enfermedades infecciosas; ser gestores de la degradación del medio ambiente y de la inseguridad energética que amenazan con desbordar sus fronteras; ser fuente continua de flujos de refugiados que huyen de las dinámicas violentas propiciadas en su seno, entre otros.
Por último, se señala que los críticos de este abordaje orientado al análisis de los Estados frágiles o fallidos para comprender las tensiones en el subcontinente africano argumentan que el discurso del fracaso estatal entraña consigo una mirada finalmente de carácter intervencionista de parte de la comunidad internacional hacia dichos Estados. Asimismo, ponen en tela de juicio sus propias denominaciones, por considerarlas categoría asumida desde la óptica del deber ser del Estado weberiano, construida a partir de un proceso circunscripto a Occidente y no representativo de las experiencias periféricas.
Conclusión
A lo largo de estas páginas hemos tratado de realizar un análisis historiográfico, exponiendo los principales lineamientos y reparos a un nuevo corpus teórico que intenta explicar el origen y la perpetuación de los conflictos intraestatales en el África Subsahariana.
Los cambios operados en el sistema internacional a partir de la última década del siglo XX propiciaron el crecimiento y transmutación de los conflictos en la periferia, particularmente en la subregión africana. La clausura de la disputa Este-Oeste y las fuentes de financiamiento vertidas por los dos bloques en pos de garantizar fidelidades y alineamientos, contribuyó a un desequilibrio financiero que redundó en un abrupto achicamiento de las redes clientelares, el colapso operativo de muchos Estados subsaharianos, con el consecuente aumento de los niveles de tensiones y conflictos hacia el interior de los países. Paralelamente, estos conflictos resultan difíciles de comprender si no consideramos su inscripción en un sistema económico global donde, como menciona Jonathan Di John, los imperativos del capital hablan lo suficientemente alto y se valen de las más variadas herramientas en pos de maximizar sus inversiones sin contemplar costos humanos, medioambientales y otros.
La desideologización de las contiendas, el incremento cuantitativamente más importante de las bajas civiles –ampliamente mayores a las de los soldados y milicias rebeldes actuantes–, la falta de vocación por parte de los movimientos insurgentes de acometer la toma del poder –sino por el contrario aspirar como su principal objetivo al dominio de parte del territorio, garantizándose el control de cierto recurso estratégico en connivencia con el capital internacional– y la incapacidad por parte del Estado de controlar sus territorios –fronteras adentro–, de revertir inequidades sociales y económicas que excluyen a una parte de la población al acceso de sus derechos, beneficiando escandalosamente en otras ocasiones a los más cercanos al poder, son algunas de las características que moldearon a los conflictos subsaharianos en las últimas décadas.
Autorxs
Diego Buffa:
Doctor en Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional de Rosario. Licenciado en Historia y Magister en Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Director del Programa de Estudios Africanos del Centro de Estudios Avanzados (UNC). Investigador y docente de posgrado en el Centro de Estudios Avanzados, Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC) y en el Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de La Plata.